Te toca —avisó Prue—. ¡Voy a agarrarla por ese nido de ratas al que llama pelo y a traerla de vuelta aquí aunque sea lo último que haga!
—Podría ser —dijo Gary dócilmente.
—Podría ser ¿el qué? —gruñó Prue.
—¿Lo último que haga? —añadieron Simon y Simone al unísono.
—Siempre se puede soñar —agregó Maddy.
Prue estaba a punto de golpear a la entrometida que trataba de ponerla en evidencia, pero Mike y DJ se abalanzaron para contenerla. La escena se volvió una absoluta locura cuando los alumnos de Muertología la emprendieron los unos contra los otros, tomando partido, señalando con el dedo, empujando y dando empellones. Por fin, una aguda y disonante voz de la razón se abrió paso.
—¡Calmaos todos! —gorjeó Pam—. Estaremos muertos, pero no somos unos matones.
La desesperación de su voz reflejaba la creciente ansiedad de los demás.
—Es cierto —coincidió Gary—. Necesitamos ahorrar fuerzas.
—Yo apenas puedo hacer una llamada —gimió Kim dando golpecitos en el teléfono que llevaba incrustado en el lateral de la cabeza—. Estoy totalmente agotada.
—¿Es que no ves lo que sucede, Pam? —bufó Prue—. Es casi Navidad y si Charlotte no vuelve pronto, regresaremos todos a lo que éramos y a donde estábamos. ¡A Muertología!
—¡Vaya mierda! —masculló Jerry con una voz de fumeta que hizo añicos su sobriedad celestial.
—¡No volveré a sentarme en una maldita clase! —chilló Prue.
—Ya oíste lo que dijo el profesor Brain —le recordó Pam.
—Si esperamos mucho más, será demasiado tarde —urgió Prue—. Mira a tu alrededor.
Allí estaban Toxic Shock Sally, con los ojos abiertos de par en par, temblando y sin expresión alguna, y Rotting Rita, perdiendo una capa de piel tras otra y a punto de desaparecer por completo. Suzy Scratcher se rascaba obsesivamente la piel, aprensiva, irritable y respirando con pesadez, mientras que Blogging Bianca tecleaba en un portátil imaginario, salivando visiblemente por algún jugoso chisme que estaba a punto de compartir y que arruinaría la vida de alguien.
—Por favor, haced algo —suplicó Suzy escarbando aún más en su dermis.
Pam no podía soportar ver u oír a sus amigos sufriendo de aquel modo y trataba con todas sus fuerzas de mantener la cabeza fría, y la fe en Charlotte.
—No quiero empeorar la situación, Prue.
—Sé que tiene que regresar por decisión propia, pero eso no significa que no le venga bien una patadita en el trasero —sonrió Prue alzando la pierna—. Ha llegado el momento de regalarle una noche de miedo, no sé si sabes a qué me refiero.
Virginia contempló el desarrollo de la discusión, cómo se sugerían ideas y planes y se descartaban todos, sin lograr alcanzar ningún tipo de consenso. Parecía que estuvieran más preocupados por ellos mismos que por Charlotte.
—Lo único que sé es que nada es lo mismo sin ella —dijo Virginia—. La echo de menos.
Sabían a lo que se refería. Ellos también la echaban de menos.
—No hay nadie con quien hablar de moda —se lamentó CoCo.
—Nadie con quien idear extraños bailes para mis actuaciones —se inquietó DJ.
—Nadie que toque el chelo invisible en nuestra banda —coincidió Metal Mike.
—Nadie que nos enseñe —añadió Virginia.
—Nadie que nos comprenda —susurró Rotting Rita.
—O nos inspire —concluyó Pam.
—Adiós y buen viaje —gritó entusiasmada Maddy—. Tenemos la oportunidad de empezar otra vez. Justo lo que estaba deseando.
—Yo también —ladró Prue—. Una segunda oportunidad para odiaros a todos de nuevo.
Charlotte paseó por el salón donde debería haber habido, pero no había, un árbol de Navidad cubierto de luces, adornos y regalos. Gladys no se mostraba muy dispuesta a gastar dinero en nada que no fueran necesidades básicas, sobre todo en lo relacionado con Charlotte.
Se detuvo un instante y contempló con nostalgia el espacio vacío, y le recordó a sus amigos, a Eric, que celebraban la Navidad en el Más Allá, y pensó en lo bien que lo estarían pasando sin ella. Charlotte los visualizó mentalmente pero como imágenes parpadeantes, difíciles de enfocar, igual que los fotogramas rayados de una película familiar olvidada hace tiempo que se está viendo con un viejo proyector. De repente, sintió un golpe de melancolía. ¿No debería haber acudido Eric en su busca? Pero se desvaneció tan rápidamente como había aparecido, igual que una tortícolis que te recuerda una antigua lesión. Le dolió pensar en Eric, pero no tanto como el día anterior. Así es como funcionan estas cosas, supuso.
—El tiempo lo cura todo —se aseguró a sí misma recordando el refrán.
Ahora que había regresado, y estaba viva, era difícil albergar cualquier tipo de remordimiento. En aquel instante, el Más Allá estaba perdiendo la batalla por conquistar su mente, aunque todavía controlara su corazón.
Charlotte se tumbó en el banco de la ventana, se cubrió con cojines y cerró los ojos. De repente, la habitación en penumbra se volvió negra como boca de lobo. Resultaba fría y aterradora. En un rincón, junto a la cama, apareció un círculo de ondulante humo negro.
—Oye, ghostgirl —gruñó una voz espectral a través de la oscura humareda y el pútrido hedor que se expandían por la habitación, sacudiendo los muebles como si un avión sobrevolase la casa a muy poca altura.
Charlotte se volvió y descubrió una figura, una chica que no sería mucho mayor que ella y que la miraba fijamente. Vestía una capa negra que caía hasta el suelo, con rosas también negras y plumas de cuervo en torno al cuello. Sus ojos lanzaban destellos verdes.
—No me llames así —dijo Charlotte, ofendida y muerta de miedo al mismo tiempo—. Por favor.
—¿Por qué no? —siseó Prue—. Esa eres tú.
—Ya no —replicó Charlotte con gesto desafiante—. ¿Quién eres?
—Prue —respondió airada, dándose cuenta de que la situación era peor de lo que había imaginado—. ¿No te acuerdas de mí?
Charlotte miró a la chica de arriba abajo con gesto inexpresivo y después de un minuto se le encendió la bombilla. Más o menos.
—Sí. Por supuesto. Solo estoy cansada.
—¿Es que piensas que por pedir un pequeño deseo puedes cambiar la vida de todo el mundo?
—En este momento, mi única preocupación soy yo misma. Para variar. Y ahora, si me disculpas, tengo que comprar algunos regalos para mis amigos.
—¿Te importa si te acompaño —siseó Prue— para buscar un regalito navideño?
Charlotte se encogió asustada cuando el espectro que había delante de ella empezó a girar más y más deprisa hasta convertirse en un torbellino negro. Al alcanzar su máxima velocidad, agarró a Charlotte de la manga y salió volando por la ventana, hacia el vacío, envuelta en una ráfaga de humo acre. En un instante, aterrizaron en la casa de los Kensington. En la habitación de Petula, para ser exactos.
—Oh, no, fantasma —suplicó Charlotte tapándose los ojos—. Aquí no.
—Aquí sí —rio Prue socarronamente, desplegando por completo su terrorífica arrogancia de antaño.
—No voy a mirar —insistió Charlotte.
—Te digo que mires —le ordenó Prue.
Charlotte retiró lentamente los dedos de sus ojos, atemorizada por lo que estaba a punto de presenciar, aunque demasiado familiarizada con ello. Damen se encontraba despatarrado sobre la cama, hojeando con indiferencia una revista de cotilleos. Esperando. Por fin, una autoritaria voz rompió el silencio.
—¿Pueden vernos? —preguntó Charlotte tímidamente.
—No, eres invisible, como siempre.
—Entonces, ¿tienes algo para mí? —exigió Petula más que preguntó.
—Eso depende —respondió él exhibiendo su mirada más seductora.
Charlotte se iba encogiendo, en parte porque estaba invadiendo la intimidad de Petula y Damen, pero sobre todo por los celos.
—¿Algo va mal? —preguntó Prue con sarcasmo, interpretando la expresión afligida de Charlotte.
—No me refiero a eso —dijo Petula con actitud provocativa, acercándose a los brazos abiertos de Damen y alejándose justo cuando él trataba de atraparla—. Sino a mi regalo.
—¡Todavía no es Navidad! —Damen retrocedió.
—¡No te vas a librar por un simple detalle técnico! Mucha gente intercambia los regalos antes. Suéltalo.
—Cuánta cortesía —gruñó Prue—. ¿Quién no querría ser como ella?
Damen estaba desesperado por cambiar de tema, pero Petula decidió presionar en toda la cancha.
—¿Qué me has comprado tú? —preguntó él.
—Apuesto a que una entrada para El cascanueces —bromeó Prue.
Petula se acercó, contoneándose, y deslizó los dedos por el pelo y los labios de Damen.
—El regalo que nunca dejas de disfrutar —dijo ella—. Yo misma.
Damen extendió los brazos una vez más.
—Felices Fiestas —murmuró con pasión.
Petula le agarró las manos y las apartó.
—Pero si quieres desenvolverlo…
Damen no pudo aguantar más. Y Charlotte tampoco.
—Está bien, está bien —se dio por vencido—. Lo cierto es…
—¿Sí? —dijo Petula con un tono de voz considerablemente menos romántico.
—Que no te he comprado nada.
—¡¿Cómo?! —chilló Petula.
—Qué considerado —graznó Prue—. ¿Quién no querría un novio como ese?
—Tú no le conoces.
Prue sintió que estaba tocando la fibra sensible de aquella ruborizada Charlotte.
—Tú tampoco.
Petula agarró a Damen por el cuello abotonado de su camisa y trató de arrastrarle hacia ella, como un matón cobrando una deuda, pero solo logró acercar más su cuerpo al de él. Lo mismo da, pensó.
—¡Todavía! —exclamó Damen—. No te he comprado nada todavía.
—¡Por eso las Wendys no me han presentado ningún informe! Soy una chica que exige escuchar las malas noticias al instante. Espera a que las vea.
—Andamos todos un poco justos de pasta, eso es todo.
—¿Todos? ¿Estás tratando de decirme que las Wendys también tienen las manos vacías?
—La cabeza vacía, más bien —dijo Prue riendo como una loca.
—¡No te preocupes! Tenemos un plan —aseguró Damen.
Petula cruzó los brazos y dio golpecitos impacientes con el pie.
—El reloj navideño está avanzando, Damen.
—No solo para ti, ricitos de oro —murmuró Prue en voz baja, pero lo suficientemente alta como para que Charlotte la escuchara.
—¿Qué habéis maquinado? —exigió saber Petula.
—Es una sorpresa —respondió Damen—. No puedo contártelo. Lo prometí.
—¿Sabes cuál es mi lema? —preguntó Petula—. Las promesas son para romperlas. Así que dímelo.
La reacción de Petula fue casi una agresión sexual: frotó su cuerpo contra el de Damen, agarrando con fuerza su rostro y metiéndole la lengua hasta la garganta, como si fuera una cánula de intubación.
—Va a acabar con él —murmuró Charlotte—. Sácame de aquí.
—¿Es que no quieres ver cómo termina? —preguntó Prue con picardía.
—Creo que ya lo sé.
Prue se la llevó de inmediato, esta vez al centro de la ciudad. Charlotte no pudo evitar atragantarse mientras se dispersaba todo el humo negro.
Entonces vio a Scarlet, aparentemente dispuesta a entrar en una agencia de viajes.
—¿Adónde va?
—Probablemente esté planeando su huida de este agujero infernal, como todo el mundo —respondió ásperamente Prue mientras miraba con desaprobación a Charlotte—. Bueno, casi todo el mundo.
Scarlet se detuvo y contempló el escaparate de la agencia de viajes, reflexionando frente a un siniestro cartel de lo que parecía un viaje a Polonia, pero no entró, sino que continuó hacia la tienda contigua de música indie acarreando un saco de CD. Charlotte y Prue la siguieron. La tienda era pequeña y lúgubre, pero estaba bien ordenada y tenía el material distribuido por género, estado —segunda mano o nuevo— y formato —vinilo, CD e incluso casete—. Las paredes estaban empapeladas con carteles de conciertos antiguos y las estanterías aparecían decoradas con recreaciones de tocadiscos y radiocasetes, recuerdos de otra época. Merry Christmas (I Don’t Want to Fight Tonight)[7] de Los Ramones, sonaba a todo volumen por los altavoces. Algunos discos navideños clásicos junto a la caja registradora eran la única concesión a la época festiva.
—Hola, Scarlet —saludó el dependiente, de aspecto modernillo.
—Hola.
—¿Qué te trae por aquí?
—Vender algunas cosas.
Scarlet le alargó una pila de vinilos y discos compactos.
—Un material interesante. Tienes buen gusto, como es habitual —la felicitó—. Debe de resultar duro deshacerse de ellos. Es como tu pasado, ¿verdad?
—Siempre lo es —dijo ella—. Pero algunos no son tan buenos como los recordaba, seguro que sabes a qué me refiero.
—No.
—En ocasiones, es necesario progresar.
—Sabias palabras —dijo Prue.
Charlotte simplemente miraba, paralizada ante su amiga.
—Además, mi hermana Petula los ha estado cogiendo «prestados» y me los devuelve con todo tipo de manchas originales —se quejó Scarlet—. No quiero proporcionarle la banda sonora para su vida sexual.
—Claro —respondió él con gesto de repelús—. De todas formas, supongo que podrás descargártelos en el teléfono.
—Podría, pero…
—No lo harás. Lo sé. No es lo mismo.
El dependiente hizo los cálculos y le ofreció a Scarlet los mejores precios que podía. Le acercó el dinero.
—¿Esto es todo?
—Es lo máximo que puedo darte —respondió él repasando los vinilos—. A nadie le interesa ya esto. No tienen mucho valor.
Las palabras del dependiente le sonaron familiares y un agudo dolor asomó de nuevo su feo rostro desde las profundidades de su infancia.
—Excepto para mí —dijo Scarlet—. Bueno, es duro ser una chica analógica en un mundo digital.
—El tiempo no se detiene para nadie —sugirió él.
—Definitivamente no.
Scarlet se guardó el dinero en el bolsillo del abrigo y se dispuso a salir.
—¿Vas a comprar regalos de Navidad para alguien?
—Para mí —dijo ella—. Tal vez.
Charlotte estaba intrigada.
—Qué guay —respondió el chaval.
—¿No son una locura las estupideces que hace la gente en Navidad? —reflexionó Scarlet—. Cosas que ni siquiera harían por ellos mismos.
—Y que lo digas —dijo él—. Hay demasiada presión.
—Escucha esto. Las amigas de Petula están planeando engañar a esa tía que las acecha y las sigue por todas partes para arrastrarla a alguna locura. Probablemente lo haga solo para tener la oportunidad de congraciarse con ellas y con mi hermana. Espero que no se lo trague, pero si lo hace, será su funeral. Ni más ni menos lo que se merece.
—Qué dura —observó Prue.
Las palabras de Scarlet hirieron profundamente a Charlotte.
—Quiero irme a casa —pidió Charlotte con lágrimas incipientes—. ¡Por favor!
—Como quieras —aceptó Prue, segura de que finalmente había causado el efecto deseado en ella.
Regresaron a casa de Charlotte.
—¿Has terminado? —preguntó Charlotte una vez recompuesta—. Porque, como te dije antes, tengo que comprar algunas cosas para mi amiga y se está haciendo tarde.
—¿Tu amiga? ¿Qué amiga? ¿Es que no has entendido nada? Nosotros somos tus amigos, Charlotte.
—Todo cambiará cuando me conozcan.
Resultaba evidente que cuanto más tiempo permaneciera Charlotte allí, más difícil sería convencerla de regresar.
Prue tuvo la sensación de estar hablando con una extraña, literalmente.
—Siento decírtelo, pero nada ha cambiado en ellos, solo en ti. Tal vez te sientas más cercana a Scarlet, Petula y las Wendys, o incluso al rompecorazones Damen, pero sigues siendo invisible para ellos. Fue ghostgirl quien los cambió, quien los conoce, no Charlotte.
—¡Eso no es cierto! Damen habló conmigo ayer en la calle y las Wendys incluso me han propuesto firmar la felicitación de Navidad para Petula. ¡Mi nombre justo debajo de los suyos!
—¿Es que no recuerdas todo lo que te han hecho? —le explicó Prue—. Me has contado tantas veces esas historias que me las sé de memoria.
—Sí, bueno, pero eso fue antes.
—No, ahora, es ahora, Charlotte. Esto es el antes. ¿Es que no lo ves? Al regresar, lo has desbaratado todo.
—Pues estupendo, porque había un montón de cosas que era necesario desbaratar —replicó Charlotte con desdén.
—No puedo creerlo. Habías progresado tanto… Todos nosotros —exclamó Prue lanzando las manos al aire con frustración.
—Supongo que eso depende de lo que signifique para ti progresar. Tengo una segunda oportunidad y no voy a fastidiarla.
—Son malos y mezquinos, Charlotte. Te han tratado injustamente toda tu vida. Apenas merecían todo lo que hiciste por ellos, y mucho menos lo que estás haciendo ahora.
—Son buenas personas, Prue, digas lo que digas —afirmó Charlotte repasando su aspecto con altanería en el espejo del pasillo—. Estoy segura de que lo son.
—La situación es peor de lo que nos contó Virginia —refunfuñó Prue—. Estás sufriendo una regresión absoluta. Estás atrapada. Te está comiendo viva. Te está consumiendo.
—Simplemente tienes celos de que yo esté viva y tú no. Tal vez por eso tus ojos se han puesto tan verdes —se burló Charlotte recorriendo con las manos su rostro, sus brazos y sus piernas—. ¡Tienes envidia de mi cuerpo!
El dolor era evidente en los ojos de Prue y Charlotte se sintió mal por haber hecho un comentario tan insensible, pero le molestaba que la criticaran, que cuestionaran sus fantasías. Prue sintió la tentación de soltarlo todo. De explicarle a Charlotte lo que su regreso a Hawthorne podría significar para todos ellos, las personas a las que quería, o a las que al menos había querido. Pero Prue recordó las palabras del profesor Brain y decidió adoptar otra estrategia, una que podría aportarle mejores resultados.
—Y ¿qué pasa con Eric? —preguntó Prue—. ¿Estás dispuesta a darle de lado sin más?
—¿Eric? No le veo por ninguna parte. ¿Y tú?
Esta vez el dolor se reflejaba en los ojos de Charlotte. Prue suavizó el tono. Se consiguen más cosas por las buenas, se repetía sin parar tratando de no estrangular a Charlotte con sus propias manos fantasmales.
—Fue solo una pelea de enamorados. No algo por lo que cambiar toda tu muerte.
—Para ti, tal vez —se quejó Charlotte mientras se dirigía hacia la puerta principal—. Pero en lo que a mí respecta, Eric ha dejado de existir. ¡Igual que todos vosotros!
—¿Te das cuenta?, como ahora estás viva, podría matarte… —la amenazó Prue con la voz temblando de rabia.
—Y ¿te das cuenta tú?, como estás muerta, no puedes matarme. Ahora, si me disculpas, tengo algunas compras que hacer —respondió Charlotte, estremeciéndose de miedo cuando los ojos de Prue adquirieron un intenso color rojizo.
Prue alzó la capa por encima de su cabeza y el humo negro empezó a rodearla y envolverla como cientos de brazos de almas perdidas en el más allá. Prue se abalanzó hacia Charlotte, que se había hecho un ovillo en el suelo para protegerse, y se precipitó sobre ella. Las manos de humo se aferraron al cuerpo de Prue y tiraron de ella hasta que finalmente desapareció por la ventana.
—Terroríficas Navidades —exclamó Prue, mientras las manos la sujetaban y su voz gemía en la helada oscuridad— y un próspero susto para todos.
Scarlet llegó a casa y subió las escaleras a saltos, de forma ruidosa, con la esperanza de interrumpir cualquier actividad ilícita que se pudiera estar desarrollando en la habitación de Petula. Resultaba incluso más nauseabundo al estar tan próxima una fiesta sagrada. Petula y Damen seguían a lo suyo, a juzgar por el ruido que se colaba por debajo de la puerta del dormitorio y se desparramaba por el pasillo. Era imposible ignorarlo, aunque Scarlet no estaba segura de si se trataba del final de una sesión de sexo o del inicio de un interrogatorio. Posiblemente ambos, consideró.
—Enfermos —dijo Scarlet al pasar, pero se paró de repente para escuchar a hurtadillas, vencida por la curiosidad.
—¡Dímelo! —ordenó Petula.
—No te vengas abajo, tío —susurró Scarlet para sí misma.
Sin embargo, resistir los encantos de Petula era demasiado, incluso para un capitán del equipo de fútbol.
—Está bien —dijo él.
—Vamos, Damen, échale bolas navideñas, por Dios —masculló Scarlet.
—Las Wendys van a trabajar como modelos esta noche en esa exposición que hay en la ciudad.
—¿Como modelos? —exclamaron las dos Kensington simultáneamente.
Una mirada envidiosa surcó el rostro de Petula.
—Para conseguir dinero para tu regalo —explicó Damen vagamente—. Una historia de ataúdes transparentes y enterrarlas vivas o algo así.
Scarlet repasó la conversación que había tenido con las Wendys, deseosa de encontrar alguna pista de lo que tramaban.
—¡Alucinante! —gritó Petula enjugándose una única lágrima—. ¿Van a sacrificar sus vidas por mí? Qué festivo.
No tendremos esa suerte, pensó Scarlet.
—Será un minuto —aclaró Damen—. Además, estoy seguro de que encontrarán a alguna imbécil que lo haga por ellas.
—Charlotte —murmuró Scarlet confirmando sus sospechas.
—Y ¿qué tienes que hacer tú?
—Yo soy el enterrador —respondió Damen con una sonrisa visible desde el espacio exterior—. Las bajaré al agujero.
Petula se recompuso rápidamente y regresó al tema que la ocupaba. Aquel cotilleo la había excitado más incluso que el propio Damen.
—Humm —caviló Petula repasando los horarios nocturnos de todas sus tiendas favoritas—. Será mejor que tengáis tiempo para gastaros ese dinero en mí.
—Todo abre hasta tarde —dijo Damen con voz esperanzada—. Solo quería poder comprarte algo especial.
Petula se derritió.
—¡Oh, mi pequeño Papá Noel!
Scarlet se metió los dedos en la garganta en un intento de vomitar y se escabulló.
—Que quede entre nosotros, ¿vale? —dijo Damen atrayendo a Petula de nuevo hacia él—. Les dije a las Wendys que no lo descubrirías.
—Te lo prometo.
Scarlet y Petula entraron en la cocina de los Kensington casi al mismo tiempo.
—Pareces bastante relajada —observó Scarlet, aludiendo al típico frenesí que mostraba Petula en Nochebuena—. ¿Conseguiste arrancarle los detalles a Damen?
—¿Qué detalles?
—Los de tu regalo. Ya sabes, por el que casi amenazas su vida.
Scarlet no le confesó que lo había escuchado todo a hurtadillas y Petula le restó importancia al asunto, sin querer compartir con Scarlet la información que había cosechado. Era el juego pasivo-agresivo del gato y el ratón en el que solían enzarzarse con frecuencia.
—Ah, eso. No exactamente. Parece que es un gran secreto —mintió Petula a través de sus blancos dientes postizos. Estaba ensimismada y apenas concedía un instante de reflexión a sus respuestas mientras repasaba de memoria una vez más una lista de regalos tan larga que se enrollaba en su extremo final.
—¿Sabes?, algún día Damen se dará cuenta de que no tiene por qué aguantar tus estupideces y te dejará por otra —se burló Scarlet.
—¿Como quién? —preguntó Petula, sin alzar siquiera los ojos—. ¿Como tú?
Petula soltó una estridente carcajada de bruja, más humillante que cualquiera que Scarlet le hubiera escuchado jamás, y regresó a su lista.
Scarlet empezó a partir ruidosamente los brazos y las piernas de un muñequito de galleta de jengibre que Petula acababa de hornear y se dispuso con regocijo a asistir a la explosión de ira de su hermana. Le encantaba sacarla de sus casillas. Daba igual que fuera Navidad o su cumpleaños. Scarlet y Petula habían heredado la misma vena malvada, solo que se manifestaba de diferentes maneras.
—¡Sesos! —exclamó Scarlet masticando la cabeza del hombrecillo de galleta—. ¡Un hombre de galleta muerto!
—¿Puedes dejar de hacer tanto ruido? —dijo Petula, sin atender apenas al comportamiento tipo zombi de Scarlet.
—¿Te has tomado un tranquilizante o te han hecho una lobotomía o algo así?
—¿Eh?
—¿Qué estás haciendo?
—Ah, estoy repasando mi lista de regalos para Papá Noel.
—Querrás decir para mamá —corrigió Scarlet.
—¡Basta ya! —gritó Petula—. Me vas a equivocar.
—¿Equivocarte? Con que te regalasen una décima parte de lo que hay en esa lista podrías abrir tu propia tienda en internet.
—No es mala idea —respondió Petula concentrándose de nuevo en el rollo de papel—. Les tomaré el pelo a las Wendys con eso, si sobreviven.
—¿Si sobreviven? —preguntó Scarlet con timidez.
—No se lo digas a nadie, pero Damen me ha contado que las van a enterrar vivas a medianoche para conseguir dinero para mi regalo. Podría ser peligroso. Voy a darles una sorpresa y a mostrarles mi apoyo presentándome allí.
—¿Para ayudarlas? —preguntó Scarlet, conmovida porque, aparentemente, hubiera sobrevivido algo de humanidad en la ennegrecida alma de su hermana.
—No, para conceder entrevistas —replicó Petula—. Lo van a grabar. Por no mencionar que habrá cámaras por todas partes si ocurre algún infortunado accidente. Y polis y bomberos sexys.
—Y eso es el espíritu navideño para ti —dijo Scarlet masticando unos cuantos brazos y piernas de galleta más.
—¡Oye!, caníbal navideña —exclamó Petula dándose cuenta por fin del galleticidio que estaba cometiendo Scarlet—. ¡Le estás haciendo daño!
Sentía más compasión por una galleta, observó Scarlet, que por sus amigas más cercanas.
—No me creo que vayan a hacer nada remotamente peligroso por ti, ni por nadie.
—Yo tampoco —coincidió Petula reuniendo algunas migajas de galleta con las puntas de los dedos y llevándoselas a la boca.
—Cuidado —dijo Scarlet—, no comas mucho de eso. Podrías engordar.
—¡Scarlet!
—Lo siento, quiero decir seguir gorda.
Petula escupió de inmediato la papilla de jengibre en una servilleta. No debía romper su famosa dieta navideña. No podía probar todo lo que le apeteciese sin temor a las calorías.
—Por cierto, ¿qué has pedido tú para Navidad? —le sonsacó Petula.
—Qué más da, de todas maneras nunca me traen lo que quiero.
—No hagas pucheros —respondió Petula—. Puedes quedarte con todo lo que a mí no me guste.
—Como todos los años —farfulló Scarlet—. Soy la única hermana que conozco que hereda la ropa con las etiquetas puestas.