¿Qué vamos a hacer? —preguntó Wendy Thomas mientras bajaba por la avenida principal de Hawthorne, pasando revista a los escaparates en busca de un regalo caro y tratando desesperadamente de imaginar cómo pagarlo.

—No lo sé. Yo estoy sin blanca —se quejó Wendy Anderson.

—Y ¿qué pasa con el dinero que metiste en la cuenta de ahorro navideño? —preguntó Wendy Thomas.

—¿No te acuerdas? Me lo gasté en relleno subcutáneo para los dedos gordos de los pies, para poder ponerme esos tacones superprovocativos que mis padres me van a regalar en Navidad.

Wendy Anderson sacó el anuncio de los zapatos y se lo mostró orgullosa.

—He oído que te ponen pies de Barbie.

—Lo sé, ¿no es estupendo? —coincidió Wendy Anderson con entusiasmo.

—¿Crees que alguien nos contrataría? —Wendy Thomas estaba exasperada e inusitadamente concentrada en el asunto que se traían entre manos.

—¿En serio estás sugiriendo que busquemos un trabajo? No te reconozco.

—Petula no bromea, Wendy. Tenemos que conseguir algo de pasta para su regalo lo antes posible o estamos perdidas. ¡Nochebuena es mañana!

—¿Tienes algo que podamos vender?

Wendy Thomas se puso su sombrero de fieltro rosa para pensar.

—Hummm —caviló—. Tengo esa caja de camisetas negras que íbamos a utilizar para recaudar fondos para el baile de otoño.

—¿Te refieres a nuestro proyecto de Cruelmisetas?

—Sí, insultos, humillaciones y chismes infundados a medida estampados en una camiseta. Lo recuerdo.

—Lleva tu propio comentario sarcástico en la manga —añadió Wendy Anderson con orgullo.

—¡Frases pegadizas! —exclamaron al unísono.

Las dos memas estallaron en una risa histérica y chocaron las palmas, impresionadas por su propio ingenio.

—¿Te puedes creer que casi nos expulsaran por eso?

—Increíble —respondió Wendy Anderson—. Hoy en día es muy complicado abrir un pequeño negocio.

—Tal vez fuera porque solo teníamos tallas infantiles —sugirió Wendy Thomas—. No pensé que eso se considerara discriminación por cuestiones de peso, pero qué más da.

—Bueno, de todas maneras, ahora mismo no tenemos tiempo para hacer trabajos por encargo. ¡Necesitamos que nos paguen y pronto!

—No sé si queda otra opción que no sea la de rezar.

—Está bien, cierra los ojos —dijo Wendy Anderson estrechando las manos de Wendy Thomas y apretando los ojos con la cabeza inclinada—. Señor, ¿cómo vamos a conseguir el maldito dinero para Navidad?

Wendy Thomas abrió ligeramente los ojos, lo justo para ver un anuncio colgado en la funeraria del otro lado de la calle.

—¡Es una señal! —gritó Wendy señalándolo con el dedo—. ¡Gracias, Dios!

En llamativas letras rayadas en blanco y negro como bastones de caramelo, se podía leer: ¡Dinero para Navidad!

Exactamente igual que cuando encontró un anuncio en el periódico escolar durante la novena hora de clase por el dinero exacto que necesitaban para el regalo del último curso —un estudio sobre el cerebro en el que les congelaron poco a poco la cabeza con unos cascos rellenos de hielo para que luego jugaran a unos videojuegos mientras el investigador medía sus tiempos de reacción cada vez más lentos—.

Las Wendys atravesaron la calle corriendo sobre sus tacones, casi ajenas a que Damen había aparcado directamente bajo el banderín.

—Oye, ¿qué hacéis vosotras dos por aquí? —preguntó él.

—Lo mismo digo —respondió Wendy Anderson.

—Iba de paso y he visto este anuncio. No me vendría mal un poco de dinero extra para Navidad.

—Así que ¿todavía no le has comprado nada a Petula?

—No, pero no se lo digáis.

La emoción que las Wendys experimentaron al cosechar este pequeño secreto navideño las iluminó como el árbol de Navidad del Rockefeller Center.

—No nos iremos de la lengua si tú tampoco lo haces —aseguró Wendy Thomas mirándole con recelo.

—En nuestra defensa podemos aducir que recibimos su lista de regalos tarde.

—Y respecto a esto, ¿dónde está el truco? Nadie da dinero por nada —preguntó Wendy Thomas.

—¿Alguna vez os habéis sentido invisibles? —susurró a sus espaldas una voz melosa antes de que Damen pudiera responder.

Las Wendys sintieron un repentino escalofrío que les subía por la espalda, peor que cualquier reacción que un viento invernal pudiera provocar.

—Esto…, no —replicó Wendy Anderson, ofendida por la pregunta—. ¿Por qué lo dices?

Al volverse, encontraron a un tipo alto, delgado y atildado con una sonrisa deslumbrante, endomingado con un traje de dos piezas negro y ajustado, una corbata rayada como un bastón de caramelo, solapas blancas de imitación a terciopelo y vuelta en el bajo de los pantalones. Llevaba el pelo largo, obviamente teñido de blanco, lacio y recogido en una diminuta coleta que quedaba oculta bajo un gorro de Papá Noel de lana roja, ladeado ligeramente. Tenía la barba meticulosamente recortada. No se trataba de un san Nicolás de todo a cien. Daba la sensación de que le hubieran arreglado y vestido en la mejor tienda de diseño de la Quinta Avenida. Con una imagen más corporativa que la del propio Kringle. Las Wendys, en cualquier caso, se sentían incapaces de apartar los ojos del bulto de su entrepierna, que otorgaba un significado totalmente nuevo a la expresión «paquete navideño».

—No te muevas —le ordenó Wendy Anderson dirigiendo la cámara de su smartphone hacia él—. Nunca había visto un Papá Noel metrosexual.

El trabajador del fúnebre negocio obedeció la orden, sonriendo de forma amenazadora.

—¡Estado actualizado! —vitoreó Wendy Thomas revisando la fotografía—. ¿Nos decías? —continuó.

—Queríais saber cómo conseguir nuestro pequeño aguinaldo —dijo el hombre colocándose incómodamente cerca de ellos, con el paquete por delante.

—Atrás, Papá Noés —soltó Wendy Anderson arrastrando a Wendy Thomas detrás de Damen y aplastando su nariz contra él.

—Te escuchamos —dijo Wendy Thomas—. Siempre que no se trate de sentarse en tu regazo.

Él amplió su sonrisa.

—Soy el señor Wormsmoth —les explicó—. Dirijo esta funeraria.

—Entonces, lo tuyo ¿no debería ser Halloween? —comentó Damen—. La Navidad no parece el mejor momento para promocionar tu línea de trabajo.

—Al contrario, joven, siempre es temporada para mi negocio —respondió el hombre con sequedad—. Por eso cada Nochebuena organizamos la Exposición Funeraria en el centro de convenciones.

—Suena espeluznante —añadió Damen—. Tu mundo no es que sea muy alegre, no sé si sabes a qué me refiero.

—Nosotros preferimos considerarlo contraprogramación.

—Original. Me gusta —dijo Wendy Anderson—. ¿Qué tenemos que hacer?

—Posar.

—¿Eso es todo?

—¿Quieres decir como en una muestra de coches? ¿Simplemente estar de pie y deslizar las manos por un parachoques?

—No exactamente —replicó el señor Wormsmoth—. Pero la mayor parte del tiempo solo tendréis que estar tumbadas.

—Vaya, entonces has tenido suerte. Son unas expertas en eso —rio Damen—. Es como acaban cada Nochebuena después de hacer la ronda navideña por los bares vestidas de Papá Noel.

El director de pompas fúnebres alzó una ceja.

—Tendréis que posar con conjuntos de ropa y, bueno, con ataúdes. Pero no unos ataúdes cualesquiera. Ataúdes transparentes. Son el último grito. Forman parte de nuestra nueva línea «Si muero joven» para la convención funeraria.

—¡Fiesta fúnebre! —anunció Wendy Thomas.

—¡Alta costura funeraria! —chilló Wendy Anderson.

—¿Vosotras de negro? —preguntó Damen con escepticismo.

—Yo me visto de negro para ir al gimnasio. Adelgaza —afirmó Wendy Thomas—. Después de todo, es un funeral lucrativo, ¿no?

—Espera un momento, entonces ¿solo tenemos que tumbarnos ahí un rato y dejar que la gente nos mire, como si estuviéramos en una pecera? —preguntó Wendy Anderson.

—En un tanque de tiburones, diría yo —rezongó Damen en voz baja.

—Haceos a la idea de que fuera un joyero —sugirió el hombre—, perfecto para exponer una piedra preciosa como vosotras. Donde ser contempladas. Eternamente.

Abrió los brazos como para darles un abrazo.

—¿Panteones para vanidosos? —gritó Wendy Anderson—. ¡Trato hecho!

—La adulación lo consigue todo —bromeó Damen mientras las Wendys saltaban ante tal oportunidad como delfines amaestrados que realizaran sus trucos por un trozo de caballa.

—¡Doscientos pavos! ¡Venid a las manos de Wendy! —ronroneó Wendy Thomas.

—Dinero fácil. El mejor —confirmó Wendy Anderson.

—Y ¿qué pasa conmigo? —preguntó Damen.

—Iba a contarte tu parte ahora —respondió el señor Wormsmoth—. Hay una cosita más.

—¿No será esto algo parecido a esos anuncios de teletienda de «espera…, que aún hay más»?, porque ya hemos aceptado la oferta.

Wormsmoth soltó la bomba. Literalmente.

—Una vez que estéis dentro del ataúd, se os enterrará.

—¿Quieres decir como en un truco de magia? —preguntó Wendy Anderson.

—No. Se os meterá en una tumba —respondió él—. Por supuesto, es todo un montaje para las cámaras.

—¿Dónde? —preguntó Wendy Thomas.

—En el cementerio. Pero solo un minuto. Es todo bastante seguro.

—¿Bastante seguro? —dudó Damen.

—Serás tú, mi joven amigo, el que manipulará el cabrestante.

—No me convence —objetó Damen—. Maquinaria pesada y ataúdes.

—No te acojones. Dijiste que tú también necesitabas dinero —ladró Wendy Anderson.

—O aceptas o le contamos a Petula que lo único que va a recibir por Navidad del amor de su vida es una tarjeta de felicitación —exageró Wendy Thomas.

—¿Me vais a chantajear en Navidad?

—Es el objetivo de estas fiestas —dijo Wendy Thomas.

Damen las apuñaló con la mirada.

—De verdad que es bastante seguro —aseveró Wormsmoth.

—Si es tan seguro, ¿por qué nadie se había ofrecido hasta ahora? —insistió Damen.

—Concéntrate en la recompensa, tío —exclamó Wendy Anderson contando billetes imaginarios de un fajo imaginario.

Damen contempló a las dos detestables adláteres de Petula y fantaseó con bajarlas a un profundo y oscuro agujero y lanzar una palada de fría y húmeda tierra tras otra sobre sus egoístas personas mientras permanecían tumbadas, indefensas, rodeadas de cristal. Además, la cólera de Petula sería mucho más difícil de manejar que cualquier demanda potencial que le pudiera acarrear el enterrar accidentalmente a esas dos.

—Será un placer —aceptó Damen.

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Una figura solitaria, con la cabeza gacha, apareció y descendió por el largo paseo que conducía al complejo.

—¡Virginia! —gritó Pam al divisar a la pequeña niña—. ¿Has encontrado a Charlotte?

—La he encontrado —dijo Virginia.

—¿Está en Hawthorne?

—Sí.

—¿La has traído de regreso?

—No —respondió Virginia lacónicamente.

—¿No? ¿Por qué no? Se nos acaba el tiempo. ¡Mañana es Nochebuena!

—Lo sé, Pam.

En ese momento, CoCo, Prue, Gary, Violet, Kim y también Mercury Mary —que había vuelto a engullir cantidades de sushi que rayaban en la toxicidad— las vieron hablar y se acercaron rápidamente. Virginia quedó en medio de la aglomeración, sintiéndose como una bruja sentenciada en los juicios de Salem.

—¿Por qué estás tan callada? Pensé que te sentirías realmente entusiasmada.

—He fracasado, ¿vale? He defraudado a todo el mundo.

—Pero has dicho que la habías encontrado —insistió Kim.

—¿Cómo que has fracasado? —preguntó Prue.

—Charlotte no quiere regresar. Asegura que es feliz allí.

Un gesto horrorizado, sorprendido y decepcionado cayó sobre cada uno de sus rostros como una tonelada de ladrillos sin asegurar desde el tejado de un edificio en construcción en un día de viento.

—¿Le contaste lo que está sucediendo aquí, que estamos sufriendo una regresión colectiva por su culpa? —gruñó Prue.

—Me dio la sensación de estar hablando con una sonámbula —dijo Virginia con tristeza—. No quería irritarla más de lo que ya estaba.

—¡Este no es exactamente el mejor momento para contemplaciones! —añadió Prue con ironía—. ¡No sé por qué enviamos a una niña a hacer el trabajo de un fantasma!

El tono de Prue se iba volviendo cada vez más áspero, pero Virginia se mantuvo firme. Pam colocó un brazo sobre el hombro de Prue para calmarla.

—Lo siento, Virginia —dijo Prue respirando hondo—. No puedo evitarlo.

—No tienes que disculparte —Virginia sonrió—. Lo entiendo.

—Y ¿dices que parecía ajena al daño que podría estar causando? —continuó Pam.

—No merecía la pena explicárselo con detalle. No me escuchaba.

—¿Ni siquiera al mencionar a Eric? —preguntó Pam.

—Es extraño, pero ese asunto era lo único que tenía realmente claro.

—Y eso ¿es bueno o malo? —preguntó Kim.

Virginia se encogió de hombros, frustrada.

—Parece estar olvidando todo lo demás, pero sigue enfadada con él.

—Bueno, para bien o para mal, al menos recuerda algo —destacó Pam—. Tal vez podamos trabajar con eso.

Eric se acercó sosegadamente para comprobar los progresos de Virginia y el grupo se sumió instantáneamente en el silencio.

—Hola, Eric —dijo Gary forzando una sonrisa nerviosa.

Los demás becarios de Muertología le imitaron.

—¿Qué pasa?

—Nada, tío —intervino DJ.

Todos bajaron los ojos, balanceando el cuerpo adelante y atrás, aterrorizados por lo que iba a preguntarles a continuación.

—¿Dónde está Charlotte?

—Ella… —empezó Virginia lentamente.

—Aún no ha regresado, pero tenemos algunas pistas —la interrumpió Pam advirtiendo a los otros con los ojos que permanecieran callados.

Incluso Electric Eric trataba de ahorrar energía, así que permaneció tranquilo.

—Guay —dijo con aire despreocupado mientras se alejaba—. Aparecerá. Más tarde.

—No vamos a ser capaces de ocultárselo —dijo Mike sustituyendo su actitud optimista por otra definitivamente taciturna.

—De todas maneras, si esto se alarga mucho más, dará lo mismo —observó Prue.

El grupo se dispersó un poco menos esperanzado que antes respecto al regreso de Charlotte, dejando que Virginia, Pam, Prue y CoCo diseñaran una estrategia.

—Yo solo tengo una pregunta, tal vez la más importante de todas —dijo CoCo a Virginia—. ¿Llevaba puesta la misma ropa?

Virginia alzó los ojos y se alejó.

—Estoy cansada.

—Necesitamos ayuda de un experto —dijo Pam.

—¿El profesor Brain? —preguntó Prue.

—El profesor Brain —respondió Pam.