Quién dice que no puedes regresar a casa —suspiró Charlotte profundamente.
Su casa no se encontraba lejos, pero era un mundo aparte en comparación con la otra zona de la ciudad. La zona donde vivían Petula, Scarlet, Damen, las Wendys y la mayoría de los alumnos de Hawthorne. Su sencilla casa de madera era bastante agradable, aunque necesitaba una reforma. Estaba considerada una residencia infantil, algo que nunca comprendió, ya que ella había sido la única niña que había vivido allí, junto con Gladys, su madre de acogida.
El barrio estaba decrépito, y llevaba años así. Se ubicaba discretamente detrás de un centro comercial y el hedor de los contenedores de las escasas tiendas que permanecían abiertas flotaba por las calles, invitando a evitarlas. Ni siquiera la escasa decoración navideña que colgaba de los tejados y puertas de los vecinos añadía un poco de alegría al sombrío entorno. De todas maneras, la mayoría de los adornos permanecía ahí todo el año —olvidados y descoloridos—. Una hilera de luces de Navidad colgaba también de los canalones de su casa, pero apagadas, ya que se habían fundido mucho antes de que ella llegara allí tantos años atrás.
Charlotte se aproximó a la puerta, contempló la descolorida corona y, antes de entrar, se paró a leer una nota pegada en la puerta.
«Llegas tarde. La cocina está cerrada».
—Me quedo sin cena —murmuró Charlotte. Entre todas las cosas estupendas que implicaba estar viva, el hambre era sin duda un inconveniente. No la había sentido en años; sin embargo, la caminata y lo de resucitar la habían dejado hambrienta. Siempre había cereales, pensó esperanzada.
Charlotte tiró del pomo de la puerta y descubrió que estaba cerrada con llave. No le sorprendió. Gladys nunca se había preocupado lo suficiente como para esconder una «llave de por si acaso», así que Charlotte miró el árbol situado junto a la casa y se encaminó hacia él, igual que había hecho muchas otras veces.
—¿Cómo estás, viejo amigo?
Inclinó su cansada cabeza contra el árbol, dio unas palmaditas al tronco y se izó agarrándose de las ramas heladas y sin hojas que sobresalían de él. Parecía que estuviera revestido de hielo, haciendo casi imposible la subida. Fue trepando hacia arriba, resbalando, aferrándose a su propia vida, hasta que finalmente se encaramó al tejado del primer piso. Gateó con cuidado por las tejas de cedro, aflojando algunas al corretear hacia su ventana.
Charlotte miró a su espalda, contempló el inclinado faldón del tejado a dos aguas y pensó en todas las veces que había realizado aquella arriesgada subida y en cómo podría haberse caído y roto el cuello en cualquiera de ellas. En comparación, morir asfixiada con un osito de goma parecía más lamentable y cruel. Pero entonces, era de las que se atragantaban con la vida, no de las que corrían riesgos. Eso y que, bueno, ya no estaba muerta, ¿no? Había triunfado. Después de todo, el oso de fructosa no se había salido con la suya. Consideró ponerse en pie para alzar los brazos en señal de victoria, al estilo Rocky, pero las tejas no se lo permitirían. Levantó la ventana de su habitación, que tenía el pestillo descorrido, y se coló dentro.
Alargó la mano instintivamente hacia el interruptor de la pared y lo apretó; el intenso estallido de luz de la polvorienta bombilla del techo inundó al instante la habitación escasamente amueblada.
—Madre mía —exclamó Charlotte en voz alta, echando un vistazo a su alrededor.
Allí estaban, cubriendo por completo las paredes, el techo, el escritorio y la cama, empapelándolo todo, casi del suelo al techo: las fotografías de sus ídolos personales. Petula. Las Wendys. Damen.
Mucha gente siente nostalgia del pasado, pensó Charlotte; sin embargo, ella experimentó la original sensación de añorar el presente.
—Estaba, quiero decir, estoy obsesionada.
Volver resultaba tan desorientador, tan surrealista, pero aun así tan natural… Lo cierto era que todo seguía igual, nada había cambiado, excepto ella. Se había convertido en alguien completamente distinto. Había adquirido perspectiva y sabiduría. Al menos era lo que no paraba de asegurarse a sí misma. Tras ser arrojada de nuevo a su vida anterior, estaba recuperando las viejas inseguridades, y en especial los antiguos sentimientos de rechazo y nostalgia. Los notaba creciendo en su interior, desplazando su raciocinio. Era consciente de ello, pero se sentía indefensa y cada vez le resultaba más y más difícil sacudirse aquellas sensaciones parecidas a arañas dispuestas a picar.
—¿Qué me está pasando?
Charlotte apagó la luz e hizo de memoria el trayecto hasta la cama. Se tumbó, se estiró sobre las fotografías y repartió algunas por encima de ella para crear un edredón satinado y tratar de descansar el cuerpo, aunque no la mente. En la oscuridad, escuchó una voz que retumbaba a su alrededor, pronunciando su nombre.
—Charlotte.
Se levantó para cerrar bien la ventana, con la esperanza de impedir el paso a la voz junto con la corriente, pero estaba perfectamente atrancada. La escuchó de nuevo.
—Charlotte.
Era una voz dulce, una voz que reconocía, pero que apenas pudo situar. Delicada, débil y suave, sin duda no era Gladys. En todo el tiempo que Charlotte había vivido en aquella casa, Gladys nunca se había acercado a su habitación más allá de la parte baja de la escalera. Escuchó la llamada una tercera vez, más cerca, casi en el oído.
—Charlotte.
Charlotte miró hacia el escritorio, en donde apareció una brillante y trémula luz blanca que rompió la oscuridad.
Allí mismo, delante de ella, una ráfaga de nieve reluciente formó un remolino del suelo al techo. Como una bola de cristal con copos sobrenaturales. Y cuando se asentó, no quedó nada excepto una hermosa y delicada figura. Una diminuta forma espectral con voz de ángel.
—Sí, ¿Virginia?
Era Virginia, con un sencillo y blanquísimo vestido que rozaba el suelo. Sus largos y ondulados mechones rubios le alcanzaban casi los tobillos, y sobre la cabeza llevaba una corona de rosas blancas y ramas de color verde intenso salpicada con diminutas velas encendidas.
—Estábamos preocupados por ti —susurró Virginia, mientras su angelical rostro se deleitaba con el cálido resplandor que emanaba de su cabeza. Estaba tan cerca, pero parecía tan lejana…
—¿Qué sucede? —preguntó Charlotte.
—No te asustes, Charlotte. Solo he venido yo —respondió Virginia tendiéndole las manos.
—¿Quién estaba preocupado por mí?
—Todos tus amigos.
—Pues me encuentro bien. Estoy en casa, así que no hay necesidad de inquietarse.
—Esta no es tu casa, Charlotte. Hawthorne no es tu casa. Ya no.
—¿Es todo un sueño?
—No —respondió Virginia—. Bueno, no lo sé. No, a menos que todos estemos teniendo el mismo.
—¿Cómo he llegado hasta aquí?
—Formulaste un deseo. En ocasiones, los deseos se hacen realidad. Sobre todo en Navidades.
—¿Te envía Pam?
—Nadie me ha enviado. Quería hablar contigo. Mostrarte algo. Ven.
—¿Adónde vamos?
—Al piso de abajo —dijo Virginia señalando la escalera con su espectral dedo. Hizo bajar a Charlotte por los desvencijados escalones y se detuvo al final, mirando hacia el salón.
—No quiero ofenderte, pero podría haber bajado los escalones por mí misma.
—No, estos no —replicó Virginia—. ¿Qué ves?
Charlotte trató de enfocar la mirada. Estaba cansada y le faltaba práctica.
—Veo a una niña que contempla un árbol de Navidad —contestó Charlotte en voz baja mientras observaba cómo la pequeña esperaba, expectante y sola, la llegada de Papá Noel—. Soy yo.
—¿Qué hay debajo del árbol?
—¡Llévame de nuevo arriba! —exigió Charlotte.
—Todavía no —insistió Virginia—. ¿Qué hay debajo del árbol?
—Nada.
—Nada para ti, eso es.
Charlotte se sintió invadida por la tristeza, igual que todas las Navidades, y como todas las Navidades, trató de afrontarla con su mejor cara. Intentó ignorar la situación, excusarla.
—Gladys está siempre muy ocupada —aseguró Charlotte—. Apenas tiene tiempo de comprar regalos para su verdadera familia.
—¿Tú crees?
Virginia señaló hacia la cocina y allí estaba Gladys, silbando una melodía festiva y envolviendo regalo tras regalo. Charlotte contempló la alegre escena y le pareció estar viendo a una completa extraña, a una mujer con la que compartía un techo y una nevera, pero a la que casi no conocía.
—No siempre ha sido así —añadió Charlotte con poca convicción—. Se preocupaba, quiero decir, se preocupa por mí.
—¿De verdad? —cuestionó el pequeño espíritu—. ¿Qué tal has cenado hoy?
Charlotte volvió la espalda a Virginia e inclinó la cabeza ligeramente, luchando contra sus lagrimales, conteniendo el llanto. A Virginia le dolía tratar de ese modo a su amiga, quería abrazarla, consolarla igual que Charlotte había hecho tantas veces con ella, pero se mantuvo concentrada. Había demasiado en juego como para que ella, y Charlotte, se ablandara.
—No me culpes a mí del pasado —dijo Virginia estoicamente—. Ven, descúbrelo por ti misma.
—¿Adónde vamos ahora? —preguntó Charlotte con una nota de pánico en la voz.
Antes de que Charlotte obtuviera una respuesta más concreta, ya habían llegado.
—A la casa de los Kensington —dijo Virginia.
—A este sitio no le vendría mal una reforma —comentó Charlotte, desconcertada por el aspecto anticuado de la casa—. ¿Estás segura de que es ahí en donde estamos?
—Estoy segura —respondió Virginia dirigiendo la atención de Charlotte hacia la escena que se desarrollaba frente a ellas.
Dos niñas pequeñas, hermanas, se estaban poniendo los abrigos para ir a alguna parte, mientras su madre se quedaba en casa envolviendo regalos.
—¿Esas son…? —empezó Charlotte con los ojos de par en par.
—Petula y Scarlet —la ayudó Virginia.
Petula vestía un abrigo de piel blanco con un gorro a juego que contenía sus rizos rubios y un manguito para proteger sus delicadas manos. Scarlet, su hermana pequeña, llevaba puesto un abrigo negro con enormes botones del mismo color. Tenía el pelo largo y liso y el flequillo se le metía en los ojos casi en cada parpadeo.
—¿Qué sucede?
—Escucha —susurró Virginia.
Aparentemente, estaban negociando.
—Yo pagué el regalo de mamá el año pasado, así que este año te toca a ti.
—Pero yo no tengo dinero —exclamó la joven Scarlet.
—Entonces ¿qué tienes? —preguntó Petula intencionadamente.
Scarlet se encogió de hombros y aferró con desesperación el gato de peluche negro que tenía entre los brazos, el mismo gato que Petula contemplaba como un vagabundo haría con un filete.
—¿Qué me dices de Poe? —sugirió Petula.
Scarlet apretó su adorado gato con más fuerza incluso.
—Eso es lo que tienes, y con eso puedes contribuir —concluyó Petula—. No te comportes como una niña pequeña, Scarlet.
—Pero si es una niña pequeña —dijo Charlotte a Virginia.
—Shhhh —siseó Virginia.
El pequeño fantasma, entre tanto, señaló hacia la habitación donde la madre, Kiki, estaba ocupada envolviendo los regalos de las niñas, más regalos para dos personas de los que Charlotte había visto jamás.
—Vaya —exclamó Charlotte—. ¡Esto sí que es una verdadera Navidad!
—Mira —dijo Virginia—. ¿Qué ves?
—Mucho rosa. Un montón de muñecas. Ropa con volantes —enumeró Charlotte—. Cosas de Petula.
—Eso es. Son todo cosas de Petula. Parece que este año va a recibir todo lo que ha pedido, igual que Scarlet.
—¿Por qué le van a regalar a Scarlet lo que le gusta a Petula? —observó Charlotte.
—Porque así son las cosas. Kiki no entiende a Scarlet, o sus gustos, así que opta por lo que le resulta más sencillo. No puedes culparla. Sucede constantemente.
Charlotte se sintió invadida por la ira.
—¡Pues no debería ser así!
—Venga, nos marchamos.
—¿Volvemos? —preguntó Charlotte con desesperación.
—Nos vamos de compras —respondió Virginia.
Con otro remolino de nieve y luz aparecieron en una horrible casa de empeño. Frente a la fachada, había degenerados con botellas de licor medio vacías mendigando unas monedas y jóvenes sospechosos que trataban de hacer negocio con mercancías claramente robadas. No resultaba un lugar adecuado ni siquiera para un hombre casado, y ciertamente tampoco para dos niñas pequeñas. Aun así, allí estaban, en el mostrador, Petula y Scarlet. Scarlet agarraba el gato de peluche como si su vida dependiera de ello.
—¿Qué nos das por el gato?
—¿Por eso? —preguntó el prestamista.
—No trates de engañarnos, es una pieza original de arte popular —dijo Petula haciendo chanchullos como una profesional.
—Veinte pavos —ofreció el tipo mirando el entristecido rostro de Scarlet—. Solo porque me gustan los gatos. Aunque ese no los merece. Tiene muy poco valor.
—No para mí —gimoteó Scarlet.
—Veinticinco pavos y te llevas una ganga —regateó Petula.
—No lo hagas —gimió Charlotte, identificándose con su amiga—. ¿No puedes hacer nada?
—Lo pasado pasado está —dijo Virginia.
—Sabes cómo conseguir lo que quieres, ¿verdad? —comentó el prestamista meditando la oferta—. Está bien. ¡Hecho!
Petula arrancó el gato negro de los brazos de Scarlet.
—Oye, pequeña —susurró el tipo a Scarlet mientras Petula se acercaba a un mostrador en busca de algo para su madre, y para sí misma—. Puedes volver a por él cuando tengas dinero. O mejor aún, ¿no sería increíble que alguien te conociera tan bien que lo comprase para ti y te sorprendiera? Eso sería el destino o alguna mierda de esas, ¿no crees?
Scarlet le miró con los ojos abiertos de par en par, antes de deshacerse en lágrimas.
—Levanta —dijo Virgina a Charlotte, que se había desmoronado al mismo tiempo que Scarlet.
—Tengo frío, estoy cansada… —empezó a decir Charlotte.
—Y ¿hundida? —añadió Virginia.
—Y quiero volver a casa —terminó Charlotte—. ¡Ahora mismo!
—Aún no —dijo Virginia con igual firmeza.
Estaban en un lugar que le resultaba familiar. Charlotte reconoció los pasillos, las taquillas, a los niños y los números en las puertas. Su estado de ánimo mejoró considerablemente.
—¡La escuela de primaria! —gritó.
Virginia asintió con la cabeza y abrió de un empujón la puerta de un aula, revelando una estancia llena de niños escandalosos que tiraban de un saco lleno de regalos.
—¡El amigo invisible! —chilló Charlotte—. Los únicos regalos de Navidad que jamás recibí.
Virginia permaneció en silencio para que su amiga pudiera meditar sobre sus propias palabras, pero Charlotte permaneció impertérrita, concentrada en la alegre celebración que se desarrollaba frente a ella.
—Ahí están Petula y las Wendys —gorjeó—. Y ya llevan aparato en los dientes.
Charlotte deslizó los dedos sobre el resalte de su dentadura, recordando cuánto había deseado entonces llevar aparato también, no solo para enderezar su sonrisa, sino para ser como ellas. El recuerdo de no haber tenido ese aparato le produjo más dolor del que le habría provocado el llevarlo.
—¿Es lo único que observas? —preguntó Virginia—. ¿Es que no te ves a ti misma, Charlotte Usher?
Charlotte alzó los ojos y por supuesto que se vio: colgando del techo, daba vueltas suspendida de un cable que apretaba entre los dientes, con un traje de elfo, regalos de Navidad en ambas manos y enfundada en su abrigo de invierno. La rodeaban Petula, Wendy Anderson y Wendy Thomas, pertrechadas con unos palos de escoba.
—Brujas —exclamó Virginia.
Charlotte se mostró más indulgente.
—Las Wendys sobornaron al conserje para que les diera las llaves del armario del material, cogieron las escobas y, sin querer, encerraron al profesor en él —recordó Charlotte encogiéndose de hombros—. Querían jugar a la piñata.
—Me imagino que era su idea de una fiesta —dijo Virginia para disgusto de Charlotte.
Charlotte lo observaba todo, incapaz de apartar la mirada.
Una tras otra, las chicas le fueron lanzando escobazos. Petula la primera, por supuesto.
—¡Suéltalo! —gritaba golpeando a Charlotte hasta que esta dejaba caer un regalo como una manzana demasiado madura de un árbol.
Charlotte se estremecía de dolor y acataba la orden. Cada Wendy hizo lo mismo que Petula con el mismo resultado, provocando las risas y ovaciones de sus compañeros de clase.
—¡Por qué no será Navidad todos los días! —vociferó alegremente Wendy Anderson desgarrando como un lobo hambriento el envoltorio de su regalo.
—Parece divertido —comentó Virginia.
—Yo me ofrecí voluntaria —exclamó Charlotte a la defensiva—. No puedes decir que no me incluyeran.
—Es triste ver que la gente no cambia —añadió Virginia.
Charlotte sabía que no se refería únicamente a Petula y las Wendys, sino también a ella.
—Eso no es cierto. Son buenas personas. En lo más profundo de su ser.
Virginia permaneció callada mientras ambas contemplaban cómo la joven Charlotte caía sobre un montón de envoltorios esparcidos por el suelo de la clase vacía; sus compañeros, una vez recibidos los regalos, se habían marchado para iniciar las vacaciones. Charlotte hurgó entre los papeles rasgados y los lazos en busca de algún resto. Le valía cualquier cosa, pero no había quedado nada. Se levantó con las manos vacías, excepto por un trozo de la bonita cinta que había sujetado el pompón del regalo de Petula, con la tarjeta de «De: Para:» aún atada. El regalo del amigo invisible que Charlotte había preparado para ella. La dobló con cuidado y la utilizó para secarse una lágrima antes de guardársela en el bolsillo.
—No recibiste mucho por Navidad ese año —dijo Virginia sin rodeos—. Excepto lágrimas y moratones.
—¿Adónde quieres llegar, Virginia? —susurró Charlotte—. ¿A que era como un saco de boxeo? ¿A que nadie me quería? Eso no es nada nuevo.
—No, solo esperaba que recordaras que existe un lugar donde sí te quieren.
—Sí, y donde estoy muerta —soltó Charlotte—. ¿Es lo que tratas de decirme, que estoy mejor muerta?
—Lo que quiero decir no es que estés mejor muerta, sino que hay un lugar donde te esperan tus amigos.
Charlotte contempló de nuevo la aparición infantil, con una expresión dolorida en el rostro. Dada la época del año que era, Virginia tenía la esperanza de presenciar una epifanía.
—Me imagino que Petula y las Wendys se habrán alegrado de verte, ¿no?
—Bueno, nos tropezamos en el pasillo, pero realmente no tuvimos oportunidad de…
—¿De qué? ¿De hablar?
—No, pero hablé con Damen. Me ofreció darme una vuelta en su coche.
—¿Antes o después de que casi te atropellara?
Charlotte obvió el sarcasmo.
—Y lo mejor de todo, vi a Scarlet. ¡Estaba impresionante!
—Me imagino que alegre y acogedora, como siempre.
—¡Estás tratando de arrimar el ascua a tu sardina! —estalló Charlotte—. Me estás mostrando únicamente lo negativo.
—Estás sufriendo un caso grave de memoria selectiva —dijo Virginia, frustrada—. Necesitas quitarte las gafas de color de rosa. Ese es tu problema.
—No, ese es tu problema… eh… —inesperadamente, Charlotte titubeó en el nombre de Virginia.
—Virginia —la ayudó el fantasma.
—Bien, Virginia. ¿Por qué has venido? —preguntó Charlotte—. ¿Es que quieres fastidiarme la Navidad o simplemente estás celosa de que yo esté viva y tú no? ¿Qué pretendes?
—He venido para llevarte conmigo.
—Entonces has hecho el viaje en balde. No voy a marcharme.
—Todo el mundo te echa terriblemente de menos, Charlotte.
—¿Es que no te das cuenta? Es mi segunda oportunidad. Sé quién soy y sé que en el interior de esas personas existe bondad. Ahora podemos estar más unidos, pero en igualdad de condiciones. Petula tal vez me acepte. Scarlet y yo podemos convertirnos en verdaderas amigas. Es el mejor regalo de Navidad que podría haber imaginado.
—Nada ha cambiado, Charlotte. Y nada cambiará. Tú fuiste la que hizo brotar la bondad del interior de Petula, la que unió a Damen y Scarlet. Pero nada de eso volverá a suceder. Serán tan crueles y egoístas e infelices como siempre, y tú seguirás siendo tan invisible a sus ojos como antes.
—Gracias por el voto de confianza. Ahora puedes marcharte… eh…, ¿cómo has dicho que te llamabas?
—Virginia —le recordó la niña—. Pero todos queremos que regreses, Charlotte.
—Estoy segura de que a… eh…, mi novio, esto…
—¿Eric?
El escaso recuerdo que Charlotte tenía de él desconcertó a Virginia.
—Sí, eso es, Eric. Obviamente, no le interesa que vuelva. No lo suficiente como para venir a buscarme él mismo.
—Solo está siendo testarudo, Charlotte. Se siente deprimido, te echa de menos.
—Bueno, al final se acostumbrará. Igual que yo.
—Que tú estés aquí nos afecta a todos, Charlotte. ¿Es que no te preocupa?
—Claro que me preocupa. Yo soy siempre la que se preocupa. Trabajando horas extra, protegiendo a la gente bajo mi ala, ¿o es que lo has olvidado? ¡Ese lugar no existiría de no ser por mí!
Sin proponérselo, Charlotte había expuesto la razón exacta de la visita de Virginia.
—No lo he olvidado.
—Bien, entonces lo comprenderás. Yo he cumplido mi parte. Así que, por favor, llévame a casa.
—¿Al Más Allá? —preguntó Virginia, esperanzada.
—A mi habitación —respondió Charlotte apartando los ojos.
Virginia extendió la mano una última vez y Charlotte la agarró. Instantáneamente, las dos aparecieron de nuevo en el lugar de donde habían partido. La decepción en el rostro del pequeño fantasma era obvia. Virginia se resistía a explicarle con más detalle la situación en el complejo, ya que, de todas maneras, le entraría por un oído y le saldría por el otro. Charlotte se deslizó dentro de la cama.
—He venido solo para contarte que te necesito. Todos te necesitamos.
—Y yo necesito estar aquí.
—¿Qué voy a decirles a los demás?
—Lo mismo que tú me has dicho antes, que a veces los deseos se hacen realidad.
Mientras la luz y la nieve se arremolinaban de nuevo en torno a Virginia, esta se despidió de su amiga y mentora con las siguientes palabras.
—Ten cuidado con lo que deseas, Charlotte.