Charlotte paseó por las calles aún familiares de Hawthorne, absorta en sus pensamientos y rebosante de ilusión, deslizando las manos por las vallas encaladas, sacudiendo la nieve de la rama de algún pino, aspirando el aroma dulzón y ahumado de la madera de abedul que ardía en las chimeneas de toda la avenida. Serpenteó con cuidado por el laberinto formado por los montones de nieve apilada a ambos lados de la carretera, cuyo color variaba poco a poco de blanco intenso a gris y luego a negro hollín, como los estratos de una excavación arqueológica.

Todo un espectro de colores. De realidad. De vida.

Las pintorescas casas aparecían decoradas con bombillas en miniatura que iluminaban la nieve de los árboles desde abajo, difuminando los colores del arcoíris y convirtiéndolos en cucuruchos de granizado de distintos sabores. De puertas y ventanas colgaban delicadas coronas salpicadas de nieve, y Charlotte no pudo sino imaginar las escenas hogareñas y los preparativos de fiesta, por no decir las mágicas expectativas que se iban creando en el interior de cada casa, como intrincados cristales de hielo acumulados maravillosamente sobre su pelo largo y negro.

De repente, cuando iba a cruzar la calle, el estridente ruido sordo de un silenciador trucado precedió a una ráfaga de advertencia de unos faros halógenos y a un agudo bocinazo.

—Oye —bramó una voz masculina al tiempo que un coche deportivo último modelo se detenía en seco con un chirrido, aplastando sin piedad la nieve bajo las rodadas—. Ten cuidado. Te podrían matar.

Charlotte despertó de su ensueño y miró directamente a los ojos del conductor.

Sus ojos.

Los ojos de Damen.

—¿Te conozco de algo? —preguntó él con aire vacilante, entrecerrando los párpados.

Charlotte no respondió. Estaba atónita. Paralizada.

—¿Sabes quién eres? —volvió a preguntar Damen.

—Sí —tartamudeó Charlotte, incapaz de pronunciar ni una sola palabra.

—Eh, ya caigo. Eres la chica de Física que se ofreció a darme clases particulares. Carla, ¿verdad?

—Charlotte.

—Vale —dijo Damen como si tratara de grabarlo en lo más profundo de su cerebro—. Deberías tener más cuidado. Por suerte estaba frenando para aparcar delante de la casa de mi novia.

—Petula —masculló Charlotte.

—Sí —respondió Damen, sorprendido—. ¿Vives por aquí?

—Sí. Quiero decir, antes. Bueno, sí vivo aquí, pero no en esta manzana.

Seguía poniéndose nerviosa en su presencia y la frustraba lo poco que había cambiado ella. Lo poco que había crecido.

Una voz estridente y autoritaria interrumpió repentinamente su conversación. Procedía de una ventana en el piso superior de una casa situada tres puertas más abajo. La ventana del dormitorio de Petula.

—¡Damen! ¡Ven ahora mismo!

Podría estar llamando igualmente a un cachorrillo travieso para que regresara a casa.

—Oye, tengo que irme —dijo Damen, avergonzado—. Está oscuro. Sería mejor que te marcharas a casa. Eras totalmente invisible.

—Ya había oído eso antes —respondió Charlotte—. Gracias por no atropellarme.

—De nada —dijo él con modestia y sin el menor rastro de ironía en la voz.

Damen esbozó una leve sonrisa, recorrió cien metros calle abajo y aparcó sobre el bordillo, frente a la casa de Petula. Y de Scarlet. Charlotte se quedó atrás un instante y contempló cómo Damen corría obedientemente por el paseo de entrada y franqueaba la puerta principal. Sin duda, Petula le tenía dominado, pero Charlotte sabía cómo era él en realidad. Lo había visto, lo había experimentado. No merecía que Petula le tratara así. Ella nunca se comportaría de aquel modo con Eric. Probablemente, lo más importante que había aprendido de Petula, reflexionó, era cómo no se debía tratar a las personas.

Charlotte avanzó con lentitud por la acera y se detuvo frente a su destino final. Recorrió el paseo de entrada nerviosa y en silencio, como un ladrón, alzó la vista hasta ver dos siluetas en la persiana de la habitación de Petula y se aproximó a la puerta principal.

Permaneció inmóvil, con la mirada fija en el timbre. Ahora que se encontraba delante de la casa, no estaba muy segura de qué hacer. Si quería ver a Scarlet, debía entrar. Charlotte respiró hondo y se abalanzó contra la puerta, de cara.

—¡Ay! —exclamó descargando un enfadado puñetazo contra la robusta puerta de madera.

La primera vez que estuvo allí, la había atravesado sin más. Ahora, las cosas eran definitivamente distintas. Si necesitaba una prueba adicional de que todo era real, de que ya no era un fantasma, el dolor de la frente se la proporcionó.

La discusión que escuchaba en el interior de la casa no le servía de mucha ayuda.

—No puedo creer que me hayas hecho esperar de este modo —despotricó Petula mientras daba los últimos retoques al árbol de Navidad color rosa que descansaba sobre el tocador. Los adornos eran pequeños espejos y en lo alto, había una gran estrella también de espejo.

—Lo siento. La reunión del equipo se alargó —se disculpó Damen, un tanto intimidado por las diminutas Petulas que se reflejaban desde todos los ángulos posibles del árbol, como una chica popular en una bola de discoteca.

—¿Desde cuándo el equipo celebra reuniones en medio de la calle? —bufó ella.

«¿Está celosa de mí?», se jactó Charlotte.

—Ah, era solo esa chica lista de Física. Yo… —trató de explicar Damen.

«Piensa que soy lista», se derritió Charlotte colocándose las manos sobre el corazón.

—¿Cómo sabes que hay otras chicas en Física?

—No empieces —dijo él con voz severa—. Casi la atropello cuando estaba cruzando la calle.

—¿Casi? ¡Así que fallaste! ¡La próxima vez pon más empeño! —escupió Petula.

Al final, esa era la mejor baza de Damen, pensó Charlotte. Independientemente de cuánto tratara Petula de asustarle o mangonearle, todo se reducía a inseguridad. Él era el chico. Y para Petula —la hermosa, inteligente y perfecta Petula—, cualquier chica y cada chica que se cruzaba en el camino de Damen era una enemiga y tenía que ser denigrada, derrotada y destruida.

Mientras se deleitaba con toda la animadversión que la abeja reina dirigía hacia ella, Charlotte recordó su pelea con Eric. Sintió que le resultaba cada vez más y más sencillo regresar con sigilo a su antigua vida, sus antiguas costumbres, sus antiguos amores, incluso después de solo unas horas. Tal vez Eric tuviera razón; quizás él supiera algo de ella que ella no se atrevía siquiera a confesarse a sí misma. No era extraño que se enfadara tanto por todas sus reminiscencias de Hawthorne. En el Más Allá, el razonamiento de Eric era puramente teórico, pero de vuelta aquí, al mundo real, tenía que admitir que estaba perdiendo la perspectiva.

—¡Callaos! —un chillido gutural retumbó de repente por toda la casa y se deslizó hacia el exterior por debajo de la puerta y los cristales de las ventanas. Era escalofriante. Apremiante. El tipo de grito que solo se escucha en la televisión cuando alguien está a punto de ser despedazado. Un grito ahogado terminal. La habitación del piso superior quedó sumida en el silencio.

Dios, espero que no la esté matando, pensó Charlotte, pero por si acaso, retrocedió lentamente y descendió por el camino de entrada, alzando la vista hacia la ventana, atisbando y escuchando cualquier posible indicio de asesinato. Pudo distinguir sus sombras en la persiana, de pie y quietos. No había golpes ni estrangulamiento. No era Petula la que había gritado. Lo que solo podía significar una cosa. Antes de que Charlotte pudiera pronunciar su nombre, un torbellino de cuero, encaje, terciopelo arrugado y botas militares con labios rojos y melena negra salió en tropel por la puerta principal, todavía en pleno berrinche.

—Vuestra estúpida conversación, patéticos maniquíes, me está provocando una crisis de ausencia —les espetó Scarlet—. Me marcho, así que podéis continuar y reconciliaros de una vez con una sesión de sexo salvaje.

—Y eso lo dice alguien que equipara la Navidad con el cáncer —le respondió Petula de un grito.

—Son lo mismo, te guste o no; agotan la energía y el dinero de todo el mundo y les chupan la vida a sus víctimas —exclamó Scarlet—. En gran parte como tú —añadió cerrando de un portazo.

Scarlet descendió el camino de entrada con dificultad, totalmente ajena a la presencia de Charlotte. Esta sonrió mientras Scarlet se aproximaba. Admirando su atuendo y su actitud. Tratando de decidir rápidamente el orden de todo lo que quería contarle. Preguntándose cuál sería su primera reacción. Pero lo único que se le ocurrió decir fue:

—Scarlet.

La chica de aspecto gótico dio varias furiosas zancadas más antes de detener su marcha y volverse hacia la frágil y pálida muchacha que la llamaba entre las sombras.

—¿Qué quieres? —Scarlet la fulminó con la mirada y sus ojos brillaron de modo amenazante, igual que habían hecho las luces traseras del coche de Petula. Charlotte se quedó paralizada. No tenía ni idea de qué responder. ¿Qué podía decir? Pues que he resucitado para ver cómo les va a mis mejores amigos, así que ¿qué tal estás? Eso no funcionaría. No con esta Scarlet ofuscada.

—¿Yo? Bueno, nada —balbuceó Charlotte.

—Por favor, no me digas que la estás acechando…

Charlotte negó con la cabeza.

—Entonces ¿qué haces aquí, de pie frente a mi casa, a oscuras, la noche antes de Nochebuena?

—Solo he venido a saludarte.

—¿A mí? —Scarlet hizo una pausa—. Eso tiene gracia.

—En serio. He venido a ver…

Scarlet frunció el ceño como hacía siempre que trataba de decidir si se estaban quedando con ella. Charlotte le pareció suficientemente cándida, sin ninguna intención oscura y oculta que pudiera reconocer.

—Ah, claro. Vas detrás de él, ¿no? —exclamó Scarlet satisfecha de haber resuelto el enigma, mirando a Charlotte de arriba abajo—. Acepta un pequeño consejo. Puedes aspirar a algo mejor.

Charlotte trató de contener la risa. Esta era la Scarlet a la que conocía y quería, aunque ella no la hubiera identificado. Por ahora.

Scarlet se volvió para marcharse.

—Soy Charlotte.

Scarlet se giró de nuevo hacia ella y alargó la mano. Un gesto esperanzador, pensó Charlotte, que extendió la suya y agarró la de Scarlet. De repente, esta tiró de ella y se inclinó hasta quedar lo bastante cerca como para darle un beso… o lanzarle una maldición.

—No me importa cómo te llamas —susurró apretando con fuerza su huesuda mano—. No quiero volver a verte por aquí nunca más.

Charlotte se quedó atónita.

—Oi to the world! —exclamó Scarlet alejándose y alzando el dedo corazón al aire mientras desaparecía en la oscuridad.

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—Atención todo el mundo —gritó Pam tratando de poner orden en el grupo. La sala de reuniones estaba abarrotada de becarios de Muertología, todos confundidos y gruñones. Nadie se sentía del todo bien.

—¿Dónde está Charlotte? —vociferó Mike como un viejo enfadado.

—He buscado en todos lados —aseguró Eric—. No la he encontrado por ninguna parte.

—En ninguna parte de los alrededores, querrás decir —interrumpió Pam.

—Basta ya, Pam —replicó Eric—. No les metas tonterías en la cabeza.

—¿A qué se refiere, Pam? —insistió Prue—. ¿Dónde piensas que está Charlotte?

—No vamos a encontrarla —empezó Pam—, al menos aquí.

—Déjate de acertijos —siseó Prue.

—Yo podría hacer algunas llamadas —sugirió Kim.

—Cierra la boca, Kim —soltó Prue, obviamente de mal humor—. Pam, ¿dónde está Charlotte?

—En Hawthorne.

Las conversaciones enmudecieron y la habitación se sumió en un absoluto y estremecedor silencio.

—¿Por qué haría una locura así? —preguntó CoCo—. Pensé que lo había superado hacía tiempo.

—Lo último que me dijo fue que ojalá no se hubiera muerto. Creo que su deseo se ha cumplido.

—¿Viajes navideños? —se sorprendió Mike—. Sé que es posible pero…

—Pero ¿la razón de estar aquí no es que no se quiere estar allí? —continuó Gary completando la idea de Mike.

—Yo estoy de acuerdo con los chicos —dijo Prue—. Lo que dices es absurdo.

—¿De verdad? —respondió Pam—. Conoces a Charlotte tan bien como yo. Si las cosas le fueran realmente mal, ese es el lugar al que trataría de regresar.

—Oye, eso no es problema nuestro —añadió Prue, bastante escéptica todavía respecto a todo el asunto.

—Yo creo que sí —observó Pam—. Mira a tu alrededor.

Las luces de Navidad continuaban su espiral descendente de pérdida de intensidad, pero no se trataba solo de eso. Todos ellos se mostraban lentos, cansados, demacrados, irascibles, algo sin duda insólito en seres en un estado espiritual avanzado, y obviamente estaban recayendo en sus viejos hábitos. Hábitos que los habían conducido a la muerte. Hábitos con los que habían tratado de romper en Muertología.

—Nos estamos fundiendo —concluyó Prue.

—Charlotte ocupó la última plaza en Muertología, ¿os acordáis? No podríamos haber cruzado sin ella. Si Charlotte no ha muerto, si ha regresado allí, entonces nosotros no podemos estar aquí.

—¿Ha cambiado la historia? Qué guay —exclamó Deadhead Jerry en voz alta, recuperando su ensimismada actitud de fumeta.

—Tal vez no toda la historia, pero sí la nuestra —confirmó Pam a su pesar—. Y la suya.

—¡De ninguna manera! —gritó Rotting Rita espantando los bichos y gusanos que salían arrastrándose por los poros de su cara—. No voy a regresar a Muertología y a empezar todo de nuevo.

—Yo tampoco —coincidió Green Gary.

—Tenemos que traerla de regreso —instó Prue—. Rápido.

—A mí no me miréis —exclamó Eric repeliendo sus miradas ansiosas—. En estos momentos, soy la última persona a la que Charlotte desearía ver.

Pam y Prue sentían lo mismo.

—No puedo creer que vayáis a permitir que desaparezcamos sin más —Toxic Shock Sally reprendió a Pam, Prue y Eric—. ¿Es que no hay nadie dispuesto a probar suerte e ir en su busca?

De un rincón de la sala, una voz tenue tuvo el valor de ofrecerse voluntaria.

—Yo lo haré —dijo Virginia recordando que una vez Charlotte se había arriesgado por ella.