Charlotte deambuló por los pasillos un buen rato, observándolo todo. Se sentía como una chica con coche nuevo que pasa frente a la casa de sus peores enemigos, y no porque hubiera experimentado esa sensación, por supuesto, sino porque era así como se la imaginaba. Una cosa era regresar a Hawthorne de visita, como había hecho en otra ocasión, o como inquilina, por decirlo de alguna manera, en el cuerpo de Scarlet, pero esto era algo totalmente distinto.

Era ella.

Absolutamente ella.

Solamente ella.

Se detuvo para escudriñar varias aulas, con cuidado de que no la vieran. Llamar la atención de los demás nunca le había resultado fácil antes, pero hacía algún tiempo que no debía preocuparse de nada de eso y estaba un tanto oxidada. Miradas enfadadas de profesores, suspicaces vistazos de vigilantes de pasillo y amenazantes ojeadas de «qué estás mirando» de algún que otro alumno la empujaron pasillo adelante, justo cuando sonaba el último timbre del día, el último antes de las vacaciones de Navidad, antes de Nochebuena.

El huracán hiperhormonado con el que se había topado antes en el pasillo adquirió intensidad hasta convertirse en una desbandada de categoría 5. Los estudiantes corrían hacia la luz del día, o lo que quedaba de ella, y se desparramaban por todas las puertas, bajando por las escaleras y senderos de cemento en dirección a la zona de césped de la parte delantera del edificio. Parecía lava fluyendo de un volcán en erupción.

Se habían terminado las clases.

Charlotte encontró refugio contra la fachada de ladrillo del instituto y dejó que pasara el torbellino. Contempló cómo se congregaba en el aparcamiento una tribu urbana tras otra, igual que bancos de pirañas hambrientas, observándose cautelosamente entre ellas, en una improvisada fiesta navideña a la que nadie había planeado asistir. Musculitos, empollones, góticos, flipados de la informática, pijos, fumetas, los que iban de pose, seguidores de todo tipo de tendencias cerraban filas con los de su propia especie. Incluso los solitarios se reunían, obviamente sin mezclarse con los demás, salpicados en torno al conjunto, reafirmando su individualidad colectiva, juntos. Charlotte los estudió a todos como en un experimento de laboratorio, confirmando una vez más que no pegaba con ninguno de ellos, ni ahora ni antes. El problema había sido ella, y seguía siendo ella.

La repentina conmoción y los gritos ahogados de la multitud solo podían significar algo que Charlotte se figuraba. Petula y las Wendys estaban de camino. Eran siempre las últimas en llegar al aparcamiento pero las primeras en abandonarlo, entreteniéndose lo justo para lanzar algunos insultos de última hora y quejarse de su falta de dinero para las compras navideñas. Ni Charlotte ni los demás pudieron evitar escucharlas.

—Estoy saturada de Navidad —gimió Wendy Thomas.

—Yo también —coincidió Wendy Anderson buscando la aprobación de Petula con la mirada.

—Pues yo no, así que ni lo intentéis —las sermoneó Petula—. Yo quisiera que pusierais a mis pies algún presente que me agrade.

—Pero yo no toco el tambor —dijo Wendy Anderson, tomando literalmente la alusión al villancico del tamborilero.

—Entre la cuota del gimnasio, la ropa para Navidad y el precio de los laxantes, nos hemos quedado sin blanca —se excusó Wendy Thomas.

Petula la fulminó con la mirada.

—Lo que quiere decir es que estamos en un momento complicado —la informó Wendy Anderson—. Ya sabes los esfuerzos que he hecho este año para impulsar mi franquicia de ejercicio y dieta Cintas para Comer.

—Tomar todas las comidas sobre una cinta para correr para así quemar el número exacto de calorías al tiempo que las consumes no es un negocio viable —la reprendió Petula—. ¡Lleva un esfuerzo enorme!

—Qué dura —susurró Charlotte para sí, encogiéndose un poco.

La misma Petula a la que recordaba. Y a la que admiraba.

—¿No se supone que lo que cuenta es la intención? —preguntó Wendy Thomas en voz baja, alargando los brazos para darle un abrazo—. Te deseamos feliz Navidad…, que Dios nos bendiga a todos… y todo ese rollo.

—Ah, ¿sí? —gritó Petula alejándola de un manotazo—. Y ¿qué pasa si la próxima vez que me pidáis prestado el coche, o los deberes, o una baja de mi médico, os tenéis que conformar con mi intención?

Petula agitó un dedo amenazador delante de sus caras y lanzó un ultimátum navideño.

—¡Me importa un carajo si tenéis que inventaros una obra de caridad y tocar una estúpida campana para pedir donativos delante del supermercado hasta que se os derritan las uñas de gel! —exclamó—. Quiero lo que quiero, eso es lo que quiero.

Las Wendys la miraron atónitas.

—Os he enviado mi lista de regalos —añadió Petula.

—¿Con enlaces? —preguntó Wendy Anderson.

Petula alzó los ojos ante un comentario tan estúpido. Por supuesto que había incluido enlaces. Lo hacía todos los años. Además de marca, color, cantidad y talla.

—Últimamente he tenido algunos problemas con mi correo electrónico… —tartamudeó Wendy Thomas.

—¡Sin excusas, Wendy! —gruñó Petula—. Estoy registrada en todas las tiendas de la ciudad.

Escarmentadas, ambas Wendys asintieron con la cabeza y se deslizaron hacia el asiento trasero del coche de Petula.

—Y mientras estáis en ello, descubrid qué va a comprarme Damen. ¡Si no podéis intervenir, aseguraos por Dios de que pide el tique de compra! —aulló Petula al tiempo que se acomodaba en el asiento del conductor, arrancaba y aceleraba bruscamente para regresar a casa—. Quiero dinero en metálico cuando lo devuelva, no unos estúpidos vales de la tienda.

Los estudiantes se apartaron para dejar paso al coche, que salió disparado hacia las tranquilas calles de Hawthorne engalanadas de Navidad. Charlotte sonrió mientras las luces traseras de Petula brillaban a lo lejos como ojos demoníacos, suspirando ante la muestra de absoluto descaro que había tenido el privilegio de contemplar.

Charlotte miró al cielo, donde unas luminosas vetas de color rosa y naranja iban desplazando el azul claro. Apenas eran las cuatro y ya estaba oscureciendo. Deseaba más sol. Más luz. Más vida.

—¡Malditos cambios horarios! —se enfurruñó.

El aparcamiento se fue vaciando con abrazos y deseos navideños para todo el mundo, excepto para ella. Damen se había marchado hacía rato y no había ni rastro de Scarlet. Charlotte se quedó sola. De repente, notó la primera punzada de tristeza. No estaba segura de por qué demonios seguía rondando el aparcamiento. No es que quisiera ser la última en marcharse, sino que no tenía ninguna prisa. Ninguna prisa por regresar a casa. No todos los recuerdos se creaban iguales.

Se levantó un ligerísimo viento mientras el sol se ocultaba tras las nubes color granate y, por primera vez en mucho tiempo, Charlotte sintió un escalofrío. No se parecía al frío que inundaba su dormitorio, o la clase de Muertología, o su oficina en el Más Allá. Ese frío no podía sentirlo, no realmente. En vez de cerrarse bien el cuello del abrigo, tiró de las mangas hacia arriba, maravillándose de la carne de gallina que notaba por todo el brazo.

Puedo sentirlo, pensó Charlotte, sin estar completamente segura de si se refería a la temperatura gélida o a la intensa emoción de estar viva de nuevo.

Su siguiente pensamiento, instintivo, fue contarle a Eric lo que estaba sintiendo, como hacía siempre. Se alegraría por ella. Pero entonces la realidad, al igual que el frío, se impuso. Miró de nuevo al cielo, esforzándose por verle, a todos ellos, a cualquiera de ellos, a través de las estrellas que empezaban a tachonar el lúgubre firmamento. Parecían tan lejanos… Eric, Pam, Prue, todos. Invisibles.

—Mis amigos —susurró Charlotte.

La oscuridad lo invadió todo y las nubes se despejaron, desapareciendo por completo junto con el día, revelando el firmamento en todo su esplendor titilante. De repente, una amplia sonrisa se dibujó en su cara. No tenía por qué regresar a casa enseguida. Había una amiga en los alrededores a la que podía visitar.

—Scarlet.

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—¿Eric? —dijo Pam hacia la oscuridad.

—No estoy aquí —respondió una voz áspera, interrumpida por un punteo de guitarra.

—Qué maduro, Eric.

Pam lo encontró desplomado sobre una silla, mirando al techo con ojos inexpresivos.

—¿Qué quieres Pam? Espera, déjame adivinarlo. Te ha enviado Charlotte.

Pam iba a responderle cuando miró hacia la ventana y vio las luces navideñas que habían colgado por el complejo. Estaban perdiendo intensidad.

—Estás flojeando, tío —le reprendió Pam volviéndose hacia él—. Contamos contigo para que des energía a la Navidad.

—Si quieres que te diga la verdad, no sé qué sucede. No se trata de mí.

—Bueno, ¿qué otra cosa podría ser?

Eric sacudió la cabeza con desinterés.

—No era de eso de lo que venías a hablar conmigo, ¿verdad?

—No.

—Entonces —exclamó Eric con enfado al tiempo que se erguía en la silla— puedes transmitirle a Charlotte que si tiene algo que decirme, como, por ejemplo, una disculpa, que venga ella misma.

—Lo haré —respondió Pam en voz baja.

—Estupendo —gruñó Eric con desdén.

—Cuando la encuentre.

La actitud de Eric pasó de despreocupación a curiosidad.

—¿Qué quieres decir exactamente? La vi anoche. Igual que tú.

—Sí, pero luego no se ha pasado por el trabajo, como aseguró que haría.

Eric alzó la cabeza y encontró en el rostro de Pam una preocupada mirada de «eso no es propio de ella».

—¿Estás insinuando que ha desaparecido?

—No se me ocurre otra cosa.

—Bueno, no puede haberle sucedido nada malo. Quiero decir, que ya está muerta.

—No tiene gracia.

—Tranquilízate, Pam —dijo Eric con dulzura—. ¿Adónde podría ir? Solo está cabreada conmigo. Ya se le pasará.

—No solo contigo.

—¿Vosotras también os habéis peleado?

—Traté de defenderte, si quieres que te diga la verdad.

Eric se incorporó y hundió las manos en los bolsillos de sus vaqueros hasta las muñequeras tachonadas de cuero.

—Oye, te lo agradezco, pero los problemas entre Charlotte y yo no deberían interponerse entre vosotras.

—Es mi mejor amiga, Eric. Solo quería ser sincera. Le dije que tal vez debería ver las cosas desde tu punto de vista, pero no quiso escucharme. Habría sido mejor que no hubiera abierto la boca.

—Lo siento, pero no puedo soportar todo ese rollo sobre Petula y Scarlet y Damen. Especialmente lo de Damen.

—¿Estás muy celoso?

—¿Es que no soy suficiente para ella? ¡Soy un jodido rey del rock! Las chicas se arañaban la cara por mí —afirmó Eric emborrachándose con su propia leyenda—. Soy el maldito Papá Zarpas[4].

—No te pases, Eric. Te electrocutaste tocando en una concha acústica al aire libre durante una tormenta. Eso difícilmente te convierte en un ídolo del rock duro. En un personaje trágico tal vez, pero no en un calavera legendario.

—¿Qué es lo último que te dijo Charlotte? —preguntó Eric.

Pam caviló un segundo.

—Que ojalá no se hubiera muerto.

Cuando estas palabras salieron de su boca, Pam se quedó atónita.

—¿Qué ocurre?

—Oh, no.

—Ni lo menciones, Pam.

—El salto navideño.

Eric se apartó y se dirigió de nuevo hacia la ventana. Pam se acercó rápidamente a él para agarrarle de los hombros y darle media vuelta.

—Admítelo —exclamó Pam con convicción—. Estás pensando exactamente lo mismo que yo. Charlotte no está aquí. ¡Está allí!

—Eso es una locura. ¡Estás loca!

—¿Tú crees? ¿No decía el profesor Brain que la Navidad era el único momento del año en el que se abría la puerta entre nuestro mundo y el mundo de los vivos?

Ambos miraron por la ventana y las luces se atenuaron aún más. Eric cogió el enchufe que colgaba del alféizar y se lo colocó en la boca. En vez de una descarga eléctrica a través de los cables, se produjo un ligero zumbido, algunas chispas, un rápido aumento de la intensidad de la luz y luego una lenta recaída.

—Te lo dije, ¿ves? —le espetó Pam.

—Ha sido una mera coincidencia —se opuso él.

—¿Es que no lo pillas, Eric? Si ella está allí, sana y salva en Hawthorne, nosotros no podemos estar aquí.