19

La madre de Lucy, naturalmente, se mostró enseguida encantada con Sam. La reacción de su padre fue más precavida, cuando menos al principio. Sin embargo, durante la cena en el Duck Soup encontraron un tema de interés común cuando Sam preguntó sobre la sonda espacial robótica que el padre de Lucy había ayudado a diseñar. Comprendiendo la generosa dosis de interés que afloraba bajo la superficie de Sam, el habitualmente reservado padre de Lucy se puso a hablar como una cotorra.

—… de modo que lo que esperábamos —decía Phillip— era que los cometas constarían de una combinación de partículas presolares y hielo que se había formado en el límite del sistema solar al cero absoluto. —Hizo una pausa—. Por si no estás familiarizado con este término, el cero absoluto es…

—El punto nulo de toda escala de temperatura termodinámica —dijo Sam.

—Eso es. —El padre de Lucy prácticamente le sonrió—. Contrariamente a nuestras suposiciones, la mayor parte de la materia rocosa del cometa se había formado dentro del sistema solar a temperaturas elevadísimas. De manera que los cometas se forman en condiciones de calor extremo y hielo.

—Fascinante —comentó Sam, y era evidente que lo decía de corazón.

Mientras los hombres seguían charlando, la madre de Lucy se inclinó hacia su hija para susurrarle al oído.

—Es maravilloso. Tan guapo y encantador, y a tu padre le cae estupendamente. Tienes que pescarle, cariño.

—No hay nada que pescar —replicó Lucy—. Ya te lo dije. Es un soltero de por vida.

Era obvio que su madre aceptaba el reto de buen grado.

—Puedes hacerle cambiar de opinión. Un hombre como él no debería quedarse soltero. Sería un delito.

—No pienso torturar a un hombre tan majo intentando hacerle cambiar.

—Lucy —susurró su madre con impaciencia—, ¿para qué crees que sirve el matrimonio?

Concluida la cena fueron a la casa de Rainshadow a tomar café. No era ése el plan original, pero después de oír la descripción que hizo Sam del viñedo y de la renovada mansión victoriana, la madre de Lucy no pudo menos que exigir verla. Mark y Holly estaban fuera todo el fin de semana; habían ido con Maggie a ver a los padres de ésta en Bellingham.

Amablemente, Sam preguntó a Cherise si deseaba hacer la visita comentada de veinticinco centavos.

—Me quedaré en la cocina a preparar café —se ofreció Lucy—. Mamá, no interrogues a Sam mientras te enseña la casa.

Su madre le dirigió una mirada de atónita sorpresa.

—Yo nunca interrogo a nadie.

—Quizá deberías saber que solo contesto preguntas aprobadas previamente —bromeó Sam—. Pero por ti, Cherise, me permitiré cierta libertad.

La madre de Lucy soltó una risita.

—Yo ayudaré a Lucy con el café —dijo el padre—. No entiendo nada de renovación de casas: no sé distinguir un frontón de una pérgola.

Después de moler un puñado de granos con el molinillo eléctrico, Lucy introdujo el café en la máquina mientras su padre llenaba una jarra con agua del grifo.

—Bueno, ¿qué te parece Sam? —preguntó ella.

—Me cae bien. Un tipo inteligente. Parece sano y auto-suficiente, y se ha reído de mi chiste de Heisenberg. No puedo evitar preguntarme por qué un hombre con tanto cerebro debería desperdiciarlo cultivando un viñedo.

—No es ningún desperdicio.

—Miles de personas en todo el mundo hacen vino. No sirve de nada sacar otro más cuando se producen tantos.

—Eso es como decir que nadie debería crear más arte, porque ya tenemos suficiente.

—El arte, o el vino, no beneficia a la gente como lo hace la ciencia.

—Sam diría lo contrario.

Lucy observó a su padre mientras echaba el agua en la cafetera. El aparato hizo un clic y desprendió vapor mientras empezaba a filtrar.

—Una pregunta más importante —planteó su padre— es qué piensas tú de él.

—También me cae simpático. Pero no hay ninguna posibilidad de que la relación vaya en serio. Tanto él como yo tenemos planes para el futuro que no incluyen al otro.

Su padre se encogió de hombros.

—Si disfrutas de su compañía, no hay nada malo en pasar el rato con él.

Permanecieron callados por un momento, escuchando el plácido chisporroteo de la cafetera.

—¿Vais a ir a ver a Alice y Kevin mañana? —preguntó Lucy.

Su padre asintió con la cabeza y su sonrisa se ensombreció.

—Ya sabes que ese matrimonio, si se consuma, tiene tanto futuro como una bola de nieve en el infierno.

—No se puede estar seguro al cien por cien —repuso Lucy, aunque estaba de acuerdo con él—. La gente puede sorprenderte.

—Sí, es cierto —admitió Phillip—. Pero, a mi edad, no ocurre muy a menudo. ¿Dónde están las tazas?

Abrieron un par de armarios hasta encontrarlas.

—Hace poco tu madre y yo estuvimos hablando —declaró Phillip, y la sorprendió al añadir—: Creo que te ha contado que ya estuve casado antes.

—Sí —consiguió articular Lucy—. Me dejó completamente anonadada.

—Toda esta situación entre tú, Alice y Kevin ha removido algunos asuntos que tu madre y yo no hemos abordado en mucho tiempo.

—¿Y eso es malo? —preguntó Lucy con cautela.

—No lo sé. Nunca he tenido la convicción de que deba hablarse de todo en una relación. Hay cosas que una conversación no puede resolver.

—Supongo que esos asuntos tienen que ver con… ¿ella?

Por alguna razón, la frase «tu primera esposa» resultaba demasiado discordante para que Lucy se atreviera a decirla.

—Sí. Quiero a tu madre. Yo nunca haría comparaciones. La otra relación era… —Una pausa, cargada de una tensión pensativa que ella nunca le había visto hasta entonces—. Estaba dentro de su categoría.

—¿Cómo se llamaba? —preguntó Lucy en voz baja.

Phillip separó los labios como para responder, pero sacudió la cabeza y guardó silencio.

Lucy se preguntó qué clase de mujer había sido para que, décadas después de su muerte, él no pudiera pronunciar su nombre.

—Aquella intensidad de emociones… —dijo su padre al cabo de un rato, como hablando para sí—. Aquella sensación de dos personas que están hechas el uno para el otro, como dos mitades de un todo. Era… extraordinario.

—De modo que no te arrepientes —observó Lucy.

—Sí me arrepiento. —Su padre la miró fijamente, con los ojos chispeantes. Su voz sonó ronca cuando agregó—: Más vale no saberlo. Pero yo soy así. Otros podrían decir que merece cualquier precio vivir solo unos momentos lo que yo viví.

Se volvió y procedió a servir el café.

Muda de asombro por aquella insólita manifestación de sentimientos, Lucy fue cojeando a buscar cucharillas en el cajón de la cubertería. De haber sido un hombre más táctil, ella le habría dado un abrazo. Sin embargo, su cortesía anquilosada siempre había sido una especie de armadura que repelía las demostraciones de afecto.

Ahora Lucy comprendió algo de su padre que no había entendido hasta entonces: su calma, su serenidad infinita, no tenían nada que ver con la paz.

Después de que los Marinn regresaran a California, la madre de Lucy la llamó para decirle que el día que habían transcurrido con Alice y Kevin había ido tan bien como cabía esperar. Según Cherise, la pareja había estado apagada. Kevin se había mostrado especialmente callado.

—Pero tuve la impresión —dijo su madre— de que los dos han decidido llevarlo adelante, cueste lo que cueste. Creo que Kevin está siendo presionado por sus padres; parecen muy interesados en casarle.

Lucy sonrió con tristeza. Los padres de Kevin eran una pareja mayor que habían mimado a su único hijo y por lo tanto se habían sentido consternados por su inmadurez y egocentrismo.

Pero ya era demasiado tarde para que se replantearan qué habrían tenido que hacer de forma distinta. Quizá creían que el matrimonio sería bueno para él, que le haría más adulto.

—Fuimos a cenar fuera —prosiguió Cherise— y todo el mundo se comportó como Dios manda.

—¿Incluso papá? —preguntó Lucy con ironía.

—Incluso papá. El único momento delicado tuvo lugar cuando Kevin me preguntó por ti.

—¿De veras? —Lucy sintió una sacudida en el vientre—. ¿Delante de todo el mundo?

—Sí. Quería saber cómo tenías la pierna, y cómo te sentías, y luego preguntó hasta qué punto estabas liada con Sam.

—Dios mío. Apuesto a que Alice quiso matarle.

—No fue muy oportuno por su parte —admitió su madre.

—¿Qué le dijiste?

—La verdad: que tienes buen aspecto, estás contenta y pareces muy unida a Sam. Lo cual no podría hacerme más feliz.

—Mamá, ya te he explicado por qué no hay ninguna posibilidad de que mantenga una relación seria con Sam. Así pues, no deposites esperanzas en algo que es imposible.

—No digas que «es imposible» de algo que ya estás haciendo —replicó su madre con irritante optimismo.

Dos días después de la visita de sus padres, Lucy se instaló en el condominio de Friday Harbor. Para su sorpresa, Sam se había opuesto a que abandonara Rainshadow tan pronto, aduciendo que necesitaba más tiempo para descansar y curarse.

—Además —dijo—, no creo que ya le hayas cogido el tranquillo a estas muletas.

—Las domino perfectamente —repuso Lucy—. Hasta sé hacer trucos con ellas. Tendrías que ver mis movimientos de estilo libre.

—Hay muchas escaleras. Hay que andar mucho. Y todavía no puedes conducir. ¿Cómo harás las compras?

—Tengo toda una lista de números de teléfono de la congregación de Hog Heaven.

—No quiero que te juntes con una pandilla de moteros.

—No me juntaré con ellos —prometió Lucy, divertida—. Solo me echarán una mano de tarde en tarde.

Aunque era evidente que a Sam le habría gustado discutir un poco más, murmuró:

—Es tu vida.

Lucy le obsequió una sonrisa traviesa.

—No te preocupes —dijo—. Te dejaré venir a echar un polvo de vez en cuando.

Él la miró con el ceño fruncido.

—Estupendo. Porque el alivio sexual era mi mayor preocupación.

Aunque a Lucy le causaba reparo dejar la casa de Rainshadow, creía que era lo mejor para los dos. Unos días más de proximidad y estaba segura de que Sam habría empezado a sentir claustrofobia. Y, lo más importante, Lucy se alegraba de poder regresar a su estudio.

Echaba terriblemente de menos su vidrio, casi podía sentir que la llamaba.

La primera mañana de vuelta al Columpio Sobre una Estrella, Lucy se sintió repleta de genio creativo. Se puso a trabajar en un diseño de tamaño normal de la vidriera del árbol para la casa del viñedo de Rainshadow. Utilizando una combinación de dibujo a mano y software informático, detalló las líneas de corte y las piezas numeradas para el coloreado. Cuando estuviera satisfecha del resultado, haría tres copias del patrón, una de referencia, otra para recortarla con tijeras y una tercera sobre la que montaría la ventana. Entonces comenzaría el meticuloso proceso de marcar y partir el vidrio, acompañado de la remodelación y el afilado de los bordes de las piezas.

Aún trabajaba en el diseño cuando Sam entró en el estudio a la hora del almuerzo. Traía dos bolsas de papel blanco del Market Chef que parecían satisfactoriamente pesadas.

—Bocadillos —anunció.

—No te esperaba —exclamó Lucy. Una sonrisa burlona apareció en su rostro—. Veo que no puedes estar lejos de mí.

Sam echó un vistazo al montón de bocetos que había sobre la mesa.

—¿Prefieres esto a la vida ociosa que tenías conmigo?

Lucy se echó a reír.

—Bueno, sentirme colmada de atenciones estuvo muy bien…, pero es bueno volver a ser productiva.

Sam dejó las bolsas sobre la mesa de trabajo y le dio la vuelta para ver el diseño. Observó el dibujo con detenimiento.

—Es hermoso.

—Será alucinante —dijo Lucy—. No puedes hacerte una idea de qué le aportará el vidrio.

Sam contrajo la comisura de los labios.

—Conociéndote, estaré preparado para cualquier cosa. —Después de examinar el dibujo un momento, añadió—: Te he traído un regalo de estreno de casa. He pensado que seguramente querrías guardarlo aquí.

—No tenías que traerme ningún regalo.

—No podrás utilizarlo durante algún tiempo.

—¿Dónde está?

—Quédate quieta. Lo entraré.

Lucy esperó con una sonrisa expectante mientras Sam salía. Abrió los ojos como platos al verle entrar una bicicleta con un enorme lazo adornando el centro del manillar.

—No me lo puedo creer. Oh, Sam. Eres el hombre más…, más…

Se interrumpió con una exclamación de deleite mientras contemplaba la antigua bicicleta restaurada, pintada de un intenso verde pino con unos guardabarros blanquísimos.

—Es una Ladies Schwinn Hornet de 1954 —anunció Sam, empujándola hacia ella.

Lucy pasó los dedos por la reluciente pátina, los gruesos neumáticos negros y el sillín de cuero blanco.

—Es perfecta —dijo, sorprendida al comprobar que se le enronquecía la voz y se le empañaban los ojos.

Porque un regalo como ése solo podía venir de alguien que la entendía, que la conocía bien. Y era una señal de que Sam sentía realmente algo por ella, tanto si quería como si no. Se sorprendió de la constatación de cuánto significaba esto para ella, cuánto había deseado que la apreciara hasta cierto punto.

—Gracias. Yo…

Se levantó, le echó los brazos al cuello y apretó la cara contra su hombro.

—De nada. —Sam le dio unas palmaditas en la espalda, incomodado—. No es necesario que actúes como una chiquilla.

Advirtiendo lo tenso que se había puesto y comprendiendo el motivo, Lucy dijo con voz apagada:

—Es un detalle increíble, y seguramente lo más bonito que me han regalado nunca. —Forzó una carcajada y se estiró para besarle en la mejilla—. Relájate. Aún no te quiero.

—Gracias a Dios.

Sam le sonrió, visiblemente relajado.

Durante los dos meses siguientes, Lucy estuvo ocupada en su trabajo. Sam solía dejarse caer con el pretexto de verla, pero sus visitas normalmente acababan cenando juntos. Aunque luego había habido incontables intervalos románticos en el condominio, el sexo no era algo que Sam exigiera o esperara automáticamente. Parecía disfrutar de charlar con ella, estar en su compañía, tanto si terminaban acostándose juntos como si no.

Una tarde llevó a Holly al estudio de Lucy, y ésta la ayudó a construir un atrapaluz sencillo con vidrio y papel de aluminio. Otro día llevaron a Holly al parque de esculturas, donde Sam no tardó en verse rodeado de por lo menos media docena de niños, todos los cuales se reían como locos mientras él les dirigía para que posaran como estatuas.

Lucy consideraba la conducta de Sam algo más que desconcertante. Para un hombre que estaba tan resuelto a evitar el compromiso emocional, sus actos eran propios de alguien que buscaba intimidad. Sus conversaciones se extraviaban a menudo en territorio personal, en el que compartían sus pensamientos y recuerdos de la niñez. Cuanto más descubría Lucy sobre el pasado de los Nolan, más compasión sentía por Sam. Los hijos de padres alcohólicos solían recelar de las emociones intensas cuando se hacían mayores. Por lo general trataban de aislarse, de defenderse para evitar ser heridos o manipulados, o aún peor, abandonados.

Como consecuencia, la intimidad era lo más peligroso de todo, algo que había que evitar a toda costa. Y sin embargo Sam se iba acercando, aprendiendo poco a poco a confiar en ella sin que aparentemente se diera cuenta.

«Eres más de lo que crees ser», deseaba decirle Lucy. No era imposible creer que algún día Sam podría llegar hasta el punto de ser capaz de amar a alguien y ser amado. Por otra parte, esa clase de cambio trascendental, de conocimiento de sí mismo, podía llevar mucho tiempo. Quizá toda una vida. O tal vez no llegaría a darse. La mujer que depositara todas sus ilusiones en Sam casi con toda seguridad terminaría con el corazón roto.

Y, solo para sí misma, Lucy reconoció que estaba peligrosamente cerca de convertirse en esa mujer. Sería muy fácil permitirse querer a Sam. Se sentía tan irresistiblemente atraída por él, era tan feliz cuando estaban juntos, que comprendió que había un plazo límite para su relación que se acercaba velozmente. Si esperaba demasiado a cortar, se haría mucho daño. Mucho más, de hecho, del que le había infligido Kevin.

Entretanto, decidió disfrutar de cada momento que pudiera compartir con Sam. Momentos robados, llenos del conocimiento agridulce de que la felicidad era tan efímera como la luz de la luna.

Aunque Lucy no tenía relación directa con Alice, su madre la había mantenido informada de la evolución de los preparativos de boda. La ceremonia se celebraría en la capilla de Nuestra Señora del Buen Viaje en Roche Harbor, en el sector oeste de la isla. La diminuta capilla blanca, de más de un siglo de antigüedad, estaba situada en la costa dominando el puerto. Posteriormente, el banquete tendría lugar en el patio del McMillin’s, un restaurante histórico emplazado frente al mar.

A Lucy le molestaba que, aunque su madre se mostraba tibia con respecto a Kevin, se iba entusiasmando con la boda en sí. Parecía que, una vez más, Alice podría hacer lo que quisiera y salirse con la suya.

El día que llegó la invitación, Lucy la puso en un rincón de la encimera de la cocina y se sintió resentida y molesta cada vez que la miró.

Cuando llegó Sam para cenar con ella, advirtió el sobre cerrado enseguida.

—¿Qué es eso?

Lucy hizo una mueca.

—La invitación a la boda.

—¿No vas a abrirla?

—Confío en que, si lo aplazo y me olvido, de alguna manera desaparecerá.

Se atareó en el fregadero, enjugando hojas de lechuga en un colador.

Sam se le acercó. Le puso las manos en las caderas y se apretó contra su espalda. Esperó con paciencia, una presencia constante detrás de ella. Agachó la cabeza y le rozó con los labios el lóbulo de la oreja.

Lucy cerró el grifo y se secó las manos en un paño de cocina.

—No sé si podré ir —confesó malhumorada—. No quiero, pero tengo que hacerlo. No veo ninguna alternativa.

Sam la volvió hacia él y plantó las manos en la encimera, a ambos lados de ella.

—¿Crees que te dolerá ver a Kevin acompañando a Alice al altar?

—Un poco. Pero no por Kevin, sino solo por mi hermana. Aún estoy furiosa por el modo en que me traicionó y por cómo me mintieron ambos, y ahora mis padres han vuelto a su conducta anterior y van a pagarlo todo, lo que significa que Alice no cambiará nunca, no aprenderá jamás…

—Respira —le recordó Sam.

Lucy inhaló profundamente y soltó un suspiro explosivo.

—Por más que deteste la idea de asistir a esa boda, no puedo quedarme en casa mientras se celebra. Parecerá que todavía conservo sentimientos por Kevin, que estoy celosa o algo así.

—¿Quieres que te lleve a algún sitio? —preguntó Sam.

Lucy arrugó la frente, confusa.

—¿Mientras se casan, quieres decir?

—Te llevaré a un bonito complejo turístico en México. No podrás pensar mucho en el día de su boda mientras te relajas en una playa de arena blanca tomando mojitos.

Ella le miró con los ojos muy abiertos.

—¿Harías eso por mí?

Sam sonrió.

—Yo también sacaría algo de ello. Para empezar, verte en biquini. Dime adónde te gustaría ir. ¿A Los Cabos? ¿A la Baja California? ¿Quizá a Belice o Costa Rica…?

—Sam. —Lucy le acarició el pecho, algo nerviosa—. Gracias. Te agradezco el ofrecimiento más de lo que puedo decir. Pero no habría suficientes mojitos para hacerme olvidar que es el día de su boda. Tendré que ir. No creo que tú…

Dejó la frase en suspenso, incapaz de preguntárselo.

—Tú has accedido a acompañarme a la boda de Mark y Maggie —dijo Sam—. Es justo que yo te acompañe a la de tu hermana.

—Gracias.

—De nada.

—No…, de verdad —insistió ella muy seria—. Ya me siento mejor, sabiendo que estarás conmigo.

Tan pronto como estas palabras salieron de su boca, quiso retirarlas, temiendo que había revelado demasiado. Cualquier indicio de que necesitaba a Sam, que dependía emocionalmente de él, le ahuyentaría.

Pero él le tomó la cabeza entre sus manos y la besó. Su palma se deslizó por la espalda de Lucy hasta las caderas y la apretó contra él. Ella abrió los ojos como platos al notar la presión de su excitación aumentando contra su cuerpo. Para entonces Sam la conocía ya demasiado bien, sabía dónde era más sensible, qué la excitaba. La besó hasta que ella cerró los ojos y se recostó pesadamente contra él, con el corazón desbocado. Unos besos pausados y ardientes, que le absorbían energía y la llenaban de sensaciones.

Lucy giró la cara solo lo suficiente para farfullar:

—Arriba.

Y él la levantó en sus brazos.

El siguiente fin de semana Mark y Maggie se casaron a bordo del transbordador retirado en Seattle. Hacía un día cálido y hermoso, y las aguas del Lake Union eran una pátina reluciente de color azul zafiro. Una sensación de serenidad presidió la ceremonia. No hubo indicios de nerviosismo ni incertidumbre, de tensión ni alboroto, tan solo una felicidad sin condiciones que emanaba de los novios.

Maggie estaba preciosa con un vestido largo hasta las rodillas hecho de seda de un tono marfil, con el cuello en forma de V y los tirantes bordeados de una gasa delicadamente translúcida de color crema. Llevaba el pelo recogido en un sencillo moño alto adornado con un puñado de rosas blancas. Holly iba ataviada con un vestido similar de color crema y una falda con volantes de tul. Lucy se emocionó cuando Mark y Maggie, de pie con el juez de paz para pronunciar los votos, hicieron un gesto a Holly para que se quedara con ellos. Después de besar a la novia, Mark se inclinó a besar también a la pequeña.

Dentro del transbordador se sirvió un espectacular bufé: fruta en abundancia, un surtido de ensaladas de vivos colores, pasta y arroz, marisco fresco del Pacífico, brioches rellenos de queso, bacon y salsa picante, e hileras de tartas y roulades de verdura. En lugar de la tradicional tarta nupcial, se sirvió una torre de pastelitos individuales sobre pisos de plexiglás. Un cuarteto de jazz tocó «Embraceable You».

—Siento que esta boda no haya acontecido después de la de Alice en lugar de antes —comentó Lucy a Sam.

—¿Por qué?

—Porque todo el mundo está muy feliz, y Mark y Maggie están visiblemente enamorados. Va a hacer que la boda de mi hermana parezca aún peor en comparación.

Sam se echó a reír y le pasó una copa de champán. Estaba increíblemente guapo con un traje oscuro y una corbata estampada, aunque vestía con la impaciencia informal de un hombre al que no le gusta ir ataviado con ropa de etiqueta.

—El ofrecimiento de una escapada mexicana sigue en pie —le recordó él.

—No me tientes.

Después de que los invitados cargaran sus platos en el bufé y ocuparan las mesas, Sam dio un paso al frente para hacer el brindis. Mark se quedó de pie abrazado a Maggie y Holly.

—Si no fuera por los transportes públicos —empezó Sam—, hoy mi hermano no se casaría. Él y Maggie se enamoraron en el trayecto del transbordador de Bellingham a Anacortes…, lo que trae a la mente el viejo dicho de que la vida es un viaje. Hay personas que tienen un sentido natural de la orientación. Se las podría dejar en el centro de un país extranjero y sabrían encontrar el camino. Mi hermano no es una de esas personas. —Sam se interrumpió cuando algunos de los invitados se echaron a reír, y su hermano mayor le dirigió una mirada de advertencia fingida—. Así pues, cuando por obra de algún milagro Mark consigue llegar a su destino, es una grata sorpresa para todos, incluido él mismo. —Más risas entre la concurrencia—. Aun así, a pesar de todos los controles, desvíos y calles de sentido único, Mark logró encontrar el camino hasta Maggie. —Sam levantó su copa—. Por el viaje común de Mark y Maggie. Y por Holly, que es más querida que cualquier otra niña en este ancho mundo.

Todo el mundo aplaudió y jaleó, y el grupo empezó a tocar una versión lenta y romántica de «Fly Me to the Moon». Mark cogió a Maggie entre sus brazos y ambos dieron una vuelta por la pista de baile.

—Ha sido perfecto —susurró Lucy a Sam.

—Gracias. —Le sonrió—. No te vayas. Vuelvo enseguida.

Después de dar su copa de champán vacía a una camarera que pasaba por allí, Sam se acercó a Holly y la llevó a la pista de baile, donde la hizo girar, bailar con los pies sobre los suyos y después cogiéndola en brazos y girando lentamente.

La sonrisa de Lucy se tornó pensativa y distraída mientras les observaba. En el fondo de su mente estaba preocupada por un correo electrónico que había recibido de Alan Spellman, su antiguo profesor, aquella misma mañana. No se lo había dicho a nadie, sintiéndose intranquila y en conflicto cuando debería estar loca de alegría.

Alan había escrito que la comisión del Mitchell Art Center la había elegido para concederle la beca de artista residente de un año. La felicitaba efusivamente. Lo único que tenía que hacer era firmar un documento aceptando las cláusulas y condiciones de la beca, y entonces se haría pública la notificación oficial. «No puedo estar más contento —había escrito—. Tú y el Mitchell Art Center hacéis una pareja perfecta».

A Lucy le había hecho cierta gracia esta última frase. Era consciente de que, después de todas sus relaciones fracasadas, su pareja perfecta resultaba ser un programa para artistas. Pasaría un año en Nueva York. Obtendría el reconocimiento de la nación. Trabajaría con otros artistas, experimentaría con nuevas técnicas, haría «demostraciones de diseño» esporádicas en el laboratorio de vidriería del centro. Tendría su propia exposición al final de su estancia. Era la oportunidad que Lucy siempre había soñado. Y nada se interponía en su camino.

Excepto Sam.

No había prometido nada. Él tampoco. La gracia de su acuerdo consistía en que cualquiera de ellos podía romperlo y marcharse sin mirar atrás. Una oferta como la del Mitchell Art Center no llegaba todos los días, si es que llegaba alguna vez. Y sabía que Sam jamás querría que hiciera semejante sacrificio por él.

¿Por qué, entonces, estaba tan embargada por la melancolía?

Porque necesitaba pasar más tiempo con Sam. Porque su relación, aun con sus limitaciones, había significado mucho para ella.

Demasiado.

Los pensamientos de Lucy regresaron al presente cuando vio al padre de Maggie solicitar un baile con su hija, a la vez que Mark se dirigía a interrumpir a Sam y Holly. Se les unieron más parejas, bailando al son de una música dulcemente nostálgica.

Sam volvió con Lucy y, sin mediar palabra, le extendió la mano.

—No puedo bailar —protestó Lucy riendo, y señaló el braguero que le ceñía la pierna.

Una lenta sonrisa tensó los labios de Sam.

—Fingiremos.

Lucy se abandonó en sus brazos. Aspiró su aroma, a piel bronceada de varón y frescor de cedro, mezclado con un punto de lana veraniega y algodón almidonado. Como no podía bailar con el braguero, se limitaron a mecerse de un lado a otro, con las cabezas juntas.

Sintió un conflicto formándose en su interior, un anhelo mezclado con un leve pánico. Cayó en la cuenta de que, en cuanto le dejara, ya no podría volver nunca. Le dolería demasiado verle con otras mujeres, presenciar cómo el rumbo de su futuro divergía del suyo… y recordar el verano en el que habían sido amantes. Habían estado a punto de forjar una relación rara y maravillosa, algo más allá de lo físico. Pero al final sus defensas internas se habían mantenido inexpugnables. Habían permanecido separados, sin alcanzar nunca la verdadera intimidad que Lucy siempre había ansiado. Y, con todo, cabía la posibilidad de que eso fuera lo máximo a lo que podían aspirar.

«Más vale no saber», había dicho su padre. Ahora Lucy empezaba a comprender a qué se refería.

—¿Qué ocurre? —susurró Sam.

Lucy esbozó una rápida sonrisa.

—Nada.

Pero Sam no se dejó engañar.

—¿Qué es lo que te preocupa?

—Me… duele un poco la pierna —mintió ella.

Sam la sujetó con más fuerza.

—Sentémonos un rato —propuso, y se la llevó de la pista de baile.

A la mañana siguiente, Lucy despertó más tarde de lo habitual, cuando la luz del sol ya entraba a raudales en el dormitorio del condominio. Después de un estiramiento largo y tembloroso, se giró y parpadeó sorprendida al ver a Sam durmiendo a su lado.

Hurgando entre sus recuerdos de la noche anterior, recordó que Sam la había llevado a casa. Estaba alegremente achispada después de haber bebido demasiadas copas de champán. Él la había desvestido y acostado, y se había reído discretamente cuando ella trató de seducirle.

—Es tarde, Lucy. Tienes que dormir.

—Me deseas —había protestado Lucy—. ¿A que sí? Lo noto.

Le había aflojado el nudo de la corbata de seda y la había utilizado para bajarle la cabeza hacia la suya. Después de un beso abrasador, había logrado liberar la corbata del cuello de la camisa y se la había dado con un gesto triunfal.

—Haz algo perverso —sugirió—. Átame con esto. Te desafío. —Levantó la pierna sana y le envolvió con ella—. A menos que estés demasiado cansado.

—Estaría muerto antes que demasiado cansado para esto —repuso Sam, y la mantuvo entretenida hasta bien entrada la noche.

Al parecer, después de todos aquellos esfuerzos placenteros, la tentación del sueño había vencido la norma que se había impuesto Sam acerca de no dormir nunca toda la noche con una mujer.

Lucy paseó su mirada por los miembros largos y fuertes, la lustrosa extensión de su espalda y sus hombros, el tentador desorden de sus cabellos. Su rostro parecía más joven mientras dormía, con la boca relajada y las espesas pestañas en forma de media luna agitándose ínfimamente mientras las imágenes de los sueños pasaban por su mente. Al ver una leve arruga formándose entre sus cejas, Lucy no pudo evitar alargar la mano para alisársela con la delicada punta de un dedo.

Sam despertó con un sonido tenue, desorientado y soñoliento.

—Lucy —dijo con la voz enronquecida por el sueño.

Extendió un brazo para atraerla hacia sí. Ella se acurrucó contra él, acariciando con la nariz la ligera mata de pelo de su pecho.

Pero, al cabo de un momento, notó una sacudida de alarma que le recorrió todo el cuerpo.

—¿Qué…, dónde…? —Sam levantó la cabeza, y se quedó sin aliento al reconocer el lugar donde se encontraba—. Dios mío.

Saltó de la cama como si estuviera en llamas.

—¿Qué ocurre? —preguntó Lucy, sobresaltada por su reacción.

Sam la miró con una expresión rayana en el horror que a ella le pareció muy poco lisonjera.

—No he regresado a casa esta noche. He dormido aquí.

—Tranquilízate. Renfield está en la residencia canina. Holly está con Mark y Maggie. No hay nada de qué preocuparte.

Pero Sam había empezado a recoger su ropa esparcida.

—¿Por qué has dejado que me durmiera?

—Yo también me he quedado dormida —repuso Lucy a la defensiva—. Y de todos modos no te hubiera despertado: estabas rendido, y no me importa compartir mi cama, así que…

—A mí sí me importa —replicó Sam abruptamente—. Yo no hago esto. No me quedo hasta la mañana siguiente.

—¿Acaso eres un vampiro? No pasa nada, Sam. No significa nada.

Pero él no la escuchaba. Llevó su ropa al cuarto de baño y, al cabo de un momento, Lucy oyó el agua de la ducha corriendo.

—… y entonces se ha largado, como un gato escaldado —contaba Lucy a Justine y Zoë aquella misma mañana—. Apenas me ha dicho nada al salir. No sé si estaba cabreado o muerto de miedo, o las dos cosas. Seguramente ambas cosas.

Después de que Sam se marchara, Lucy había acudido a la hostería a ver a sus amigas. Las tres estaban sentadas en la cocina tomando café. Lucy no era la única que tenía problemas. El carácter habitualmente radiante de Zoë aparecía eclipsado por la preocupación por su abuela, que andaba delicada de salud. Justine acababa de romper con Duane y, aunque trataba de mostrarse prosaica, resultaba evidente que la situación era difícil para ella.

Cuando Lucy le preguntó qué había causado la riña entre ellos, Justine contestó evasivamente:

—Yo, esto… le asusté sin querer.

—¿Cómo? ¿Has tenido que hacerte la prueba del embarazo o algo parecido?

—No, por Dios. —Justine agitó la mano en un gesto de impaciencia—. No quiero hablar de mis problemas. Los tuyos son mucho más interesantes.

Después de describirles la conducta de Sam, Lucy apoyó la barbilla sobre una mano y preguntó con el ceño fruncido:

—¿Por qué alguien habría de horrorizarse por pasar una noche en una cama ajena? ¿Por qué a Sam no le importa tener sexo conmigo, pero la idea de dormir literalmente conmigo le saca de quicio?

—Piensa en lo que es una cama —dijo Justine—. El sitio en el que duermes es donde eres más vulnerable. Estás indefensa. Estás inconsciente. Así pues, cuando dos personas duermen en una cama en ese estado extremo de vulnerabilidad, es un acto de confianza enorme. Es una clase de intimidad distinta al sexo, pero igual de profunda.

—Y Sam no se permitiría estar unido a nadie —observó Lucy, tragando saliva para eliminar la punzada de dolor que sentía en la garganta—. Es demasiado peligroso para él. Porque él y sus hermanos fueron heridos reiteradamente por las personas que más deberían quererles.

Justine asintió.

—Nuestros padres nos enseñan cómo tener relaciones. Nos muestran cómo se hace. Cuesta mucho trabajo rehacerse después de eso.

—Quizá deberías hablar con Sam —sugirió Zoë, posando una mano sobre el brazo tenso de Lucy—. A veces, si se saca un tema a colación…

—No. Me prometí a mí misma que no intentaría hacerle cambiar o enderezarle. Sam es responsable de sus problemas. Y yo soy responsable de los míos.

Lucy no era consciente de las lágrimas que le habían resbalado por las mejillas hasta que Justine le pasó un pañuelo de papel. Suspiró, se sonó la nariz y les notificó que le habían concedido la beca del centro de arte.

—La aceptarás, ¿verdad? —preguntó Justine.

—Sí. Me iré unos días después de la boda de Alice.

—¿Cuándo piensas decírselo a Sam?

—En el último momento. Quiero aprovechar al máximo el tiempo que nos queda. Y cuando se lo diga, dirá que debería irme, que me echará de menos… pero en el fondo se sentirá sumamente aliviado. Porque él también se da cuenta de esto…, de lo que le está ocurriendo a nuestra relación. Nos estamos comprometiendo. Y debemos pararlo antes de que llegue demasiado lejos.

—¿Por qué? —preguntó Zoë en voz baja.

—Porque tanto Sam como yo sabemos que me hará daño. Jamás podrá decir «Te quiero» y entregar su corazón a alguien. —Volvió a sonarse la nariz—. Este último paso resulta muy difícil. Lleva a un sitio al que no tiene intención de ir.

—Lo siento, Lucy —murmuró Justine—. No te habría propuesto que te juntaras con Sam de haber sabido que te haría infeliz. Creí que necesitabas un poco de diversión.

—Ha sido divertido —aseguró Lucy, secándose los ojos.

—Ya lo veo —repuso Justine, y Lucy soltó una risita llorosa.

Cuando aquella tarde Lucy trabajaba en su estudio, fue interrumpida por una llamada a la puerta. Tras dejar a un lado las herramientas de cortar vidrio, se ajustó la coleta y se dispuso a abrir.

Se encontró frente a Sam, con un ramo de flores que contenía rosas anaranjadas, azucenas amarillas, ásteres rosas y gerberas.

Los ojos de Lucy pasaron de su rostro inescrutable al colorido ramo.

—¿Flores de culpabilidad? —preguntó, tratando de reprimir una sonrisa.

—Y bombones de culpabilidad. —Sam le entregó una caja rectangular satinada, que a juzgar por el peso debía de contener casi un kilo de chocolatinas—. Junto con mis más sinceras disculpas. —Animado por la expresión de Lucy, prosiguió—: No ha sido culpa tuya que durmiera contigo. Y después de pensarlo, he llegado a la conclusión de que la experiencia no me ha afectado. De hecho me alegro de que haya ocurrido, porque era la única manera de poder descubrir lo hermosa que eres por la mañana.

Lucy se echó a reír, a la vez que una oleada de rubor se extendía por su rostro.

—Eres muy bueno disculpándote, Sam.

—¿Puedo llevarte a cenar?

—Me gustaría. Pero…

—¿Pero qué?

—He estado pensando. Y me preguntaba si no podríamos mantener la amistad sin los «privilegios». Por lo menos durante unos días.

—Por supuesto —contestó Sam con una mirada inquisitiva. Y añadió en voz baja—: ¿Puedo preguntar por qué?

Lucy fue a dejar las flores y los bombones sobre una mesa.

—Tengo varios asuntos que resolver. Necesito un poco de espacio personal. Si eso te hace cambiar de opinión sobre la cena, lo entiendo.

Por alguna razón, este comentario pareció molestarle.

—No, no me hace cambiar de opinión sobre la cena. —Hizo una pausa, buscando las palabras apropiadas—. Te quiero para algo más que solo sexo.

Lucy sonrió mientras regresaba a su lado, con una sonrisa cálida y franca que pareció confundirle.

—Gracias.

Permanecieron de pie uno frente al otro, sin tocarse. Lucy sospechó que ambos confrontaban la desconcertante contradicción de que algo fallaba entre ellos y que a la vez algo iba bien.

Sam la miró fijamente, y la intensidad de su mirada hizo que a Lucy se le erizaran los pelos de la nuca. Sus facciones eran austeras, inmóviles, exceptuando la contracción de un músculo de la mejilla. El silencio se agudizó, y Lucy se removió incómoda mientras intentaba pensar en algún modo de romperlo.

—Necesito abrazarte —dijo Sam con voz queda.

Sonrojada, consciente de que su tenue rubor se intensificaba hasta ponerse colorada, Lucy soltó una carcajada nerviosa. Pero Sam no sonreía.

Habían compartido los actos sexuales más íntimos, se habían visto de todas las maneras posibles vestidos y desnudos… pero en ese momento, la mera cuestión de un abrazo fortuito resultaba sumamente desconcertante. Lucy dio un paso adelante. Sam la rodeó con sus brazos despacio, como si cualquier movimiento brusco pudiera asustarla. Se unieron en un abrazo cauteloso y paulatino, curvas amoldándose a superficies duras, miembros encajando, la cabeza de ella encontrando su lugar de reposo natural sobre el hombro de él.

Relajándose del todo, Lucy sintió que cada respiración, cada pensamiento y cada latido se adaptaban a los de Sam, una corriente que se abría entre ellos. Si era posible que el amor se expresara de forma pura entre dos cuerpos, no en una unión sexual sino en algo igualmente auténtico e íntegro, entonces era esto. Allí. Ahora.

Perdió la noción del tiempo allí de pie con él. De hecho, daba la impresión de que hubieran salido fuera del tiempo, absortos el uno en el otro, en aquella misteriosa quintaesencia en la que se habían convertido juntos. Pero finalmente Sam se separó y dijo algo sobre recogerla a la hora de cenar. Lucy asintió a ciegas, sujetándose al marco de la puerta para sostenerse en pie. Sam se marchó sin mirar atrás, andando con la precaución un tanto exagerada de quien no está seguro de dónde pisa.

Cuando Lucy llamó a Alan Spellman para decirle que aceptaría la beca del centro de arte, le pidió que retrasara la notificación hasta finales de agosto. Para entonces Alice y Kevin ya estarían casados, y Lucy habría terminado todos los trabajos que tenía entre manos.

Todos los días reservaba algún rato para trabajar en la vidriera para la casa del viñedo de Rainshadow. Era una obra compleja y ambiciosa, que requería todas sus habilidades técnicas. Lucy estaba poseída por el impulso de cuidar hasta el último detalle. Todo lo que sentía por Sam parecía verterse en el vidrio mientras cortaba y disponía las piezas en un poema visual. Todos los colores eran tonos naturales de tierra, árbol, cielo y luna, vidrio fundido y superpuesto en capas para darle un aspecto tridimensional.

Después de dar forma al vidrio, Lucy extendió el engarce de plomo utilizando un torno de banco y unos alicates.

Armó la ventana con cuidado, insertando las piezas de vidrio en los canales de plomo y luego cortando y ajustando el metal a su alrededor. Una vez terminado todo el emplomado interior, usaría el engarce perimetral en forma de U para acabar todos los bordes exteriores. A continuación vendría la soldadura, y la aplicación de cola para impermeabilizar.

Mientras la vidriera iba tomando forma sobre su mesa de trabajo, Lucy reparó en una calidez peculiar en el vidrio, un fulgor que no tenía nada que ver con el calor transferido del metal soldado. Un atardecer, cuando cerraba el taller, echó una mirada a la ventana sin terminar, que descansaba plana sobre la mesa de trabajo. El vidrio resplandecía con una incandescencia propia.

Su relación con Sam había sido platónica desde la noche que habían dormido juntos en el condominio. Platónica, pero no asexual. Sam había hecho todo lo posible por seducirla, con besos abrasadores y juegos apasionados que calentaban a ambos de deseo insatisfecho.

Pero Lucy temía la posibilidad muy real que, si ahora tenía sexo con él, dejaría escapar cuánto le quería. Las palabras estaban allí, en su cabeza, sobre sus labios, desesperadas por ser pronunciadas. Solo su sentido de autopreservación le confería la fuerza necesaria para rechazar a Sam. Y si bien al principio él había aceptado sus negativas con elegancia, resultaba evidente que ahora le costaba más trabajo reprimirse.

—¿Cuándo? —le preguntó Sam después de su última sesión, con el aliento encendido contra la boca de Lucy y un fulgor peligroso en sus ojos.

—No lo sé —contestó Lucy débilmente, temblando mientras las manos de él le acariciaban la espalda y las caderas—. Cuando pueda estar segura de mí misma.

—Déjame poseerte —susurró Sam, apoyando la frente sobre la de ella—. Déjame hacerte el amor toda la noche. Quiero volver a despertarme a tu lado. Dime qué necesitas, Lucy, y lo haré.

«Hacer el amor». Nunca lo había llamado así hasta entonces. Aquellas tres palabras habían afianzado el corazón de Lucy como un torno de banco. Tal era el suplicio de amar a Sam: que estaba dispuesto a acercarse mucho, pero no lo suficiente.

Y como aquello que ella más necesitaba —que él la quisiera— resultaba imposible, le rechazó de nuevo.

Lucy terminó la vidriera dos días antes de la boda de Alice. Había empezado a llegar gente de fuera de la ciudad; la mayoría se alojaba en las casitas de campo del complejo de Roche Harbor, o bien en las habitaciones del Hotel de Haro. Los padres de Lucy habían llegado aquella misma mañana y habían pasado el día con Alice y la coordinadora de la ceremonia. Al día siguiente Lucy comería con ellos, pero esa noche saldría a cenar con Sam. Y le anunciaría que iba a dejar Friday Harbor.

Sus pensamientos fueron interrumpidos por una llamada a la puerta del estudio.

—Adelante —dijo—. Está abierto.

Para su sorpresa, era Kevin.

Su ex novio le dirigió una sonrisa ligeramente avergonzada.

—Hola, Luce. ¿Tienes un par de minutos?

A Lucy le dio un vuelco el corazón. Esperaba que aquello no fuera un intento de hacer las paces, de hablar de su pasado compartido y limar las asperezas para que el día de su enlace con Alice fuera intachable. Era del todo innecesario. Lucy lo había superado, gracias a Dios, y estaba dispuesta a olvidar el ayer. Lo último que le apetecía era hacer la autopsia a su pasado.

—Tengo un par de minutos —respondió con cautela—, pero estoy bastante atareada. Y supongo que tú debes de estar aún más ocupado con todos los preparativos de la boda.

—En realidad, el novio no tiene gran cosa que hacer. Tan solo aparecer allí y cuando me dicen.

Kevin estaba tan guapo como siempre, pero tenía un aspecto extraño. Mostraba la expresión ausente y desconcertada de quien acaba de dar un traspié en la acera y se gira para ver qué objeto invisible le ha hecho tropezar.

Cuando se le acercaba, Lucy se sorprendió poniendo hojas de papel sobre la vidriera del árbol, sintiendo la necesidad de ocultarlo a su vista. Se dirigió al lado de la mesa de trabajo y se apoyó en ella.

—Te han quitado el braguero —observó Kevin—. ¿Cómo está la pierna?

—Muy bien —contestó Lucy a la ligera—. Solo debo tener un poco de cuidado con ella. Nada de impactos fuertes durante algún tiempo.

Kevin se detuvo un poco más cerca de lo que Lucy hubiera deseado, pero ella no quiso retroceder.

Al contemplarle, Lucy se preguntó cómo era posible que un hombre al que antes se había sentido tan unida le pareciera un desconocido. Había estado tan segura de que se había enamorado de él…, y había sido una buena aproximación, como las flores de seda podían asemejarse mucho a las naturales o el zirconio cúbico podía relucir como un diamante. Pero su versión del amor había resultado una simple comedia. Todas sus palabras afectuosas y rituales íntimos habían sido un modo de ocultar el vacío que había debajo. Esperaba que hubiera encontrado una relación más profunda y auténtica con Alice, pero lo dudaba. Y esto, en realidad, le hacía sentir lástima por él.

—¿Cómo estás? —preguntó.

Algo en su tono hizo que Kevin encorvara los hombros. Suspiró profundamente.

—Es como estar atrapado en un tornado. El color de las flores, los obsequios para los invitados con lazos personalizados, los reportajes en fotografía y en vídeo y todas esas gilipolleces… Esto resulta mucho más complicado y disparatado de cómo debería ser. Por el amor de Dios, es solo una boda.

Lucy se permitió sonreírle.

—Pronto habrá terminado. Entonces podrás relajarte.

Kevin empezó a pasearse por el estudio, que era un territorio conocido para él. Había estado allí un sinfín de veces cuando vivían juntos. Incluso había ayudado a instalar los anaqueles verticales para almacenar el vidrio. Pero Lucy se sintió incómoda cuando se adentró más en su estudio. Ya no tenía derecho a deambular por su lugar de trabajo de un modo tan desenvuelto.

—Lo más curioso de todo —dijo Kevin, inspeccionando un estante de pantallas de lámpara terminadas— es que cuanto más se acerca la boda, más me sorprendo tratando de averiguar qué nos ocurrió.

Lucy parpadeó.

—¿Te refieres a… tú y yo?

—Sí.

—Lo que ocurrió fue que me engañaste.

—Ya lo sé. Pero necesito averiguar por qué.

—Eso no importa. Se ha acabado. Pasado mañana te casarás.

—Creo que si me hubieras dado un poco más de espacio —dijo Kevin— no habría acudido nunca a Alice. Creo que la relación con ella empezó como una manera de demostrarte que necesitaba más espacio.

Lucy abrió los ojos como platos.

—Kevin, no quiero hablar de eso, de verdad.

Él regresó junto a ella y se le acercó todavía más que antes.

—Tenía la sensación de que faltaba algo entre tú y yo —explicó— y pensé que lo encontraría con Alice. Pero últimamente me he dado cuenta… de que lo tuve contigo todo el tiempo. Solo que no lo veía.

—Basta —espetó Lucy—. Lo digo de verdad, Kevin. No sirve de nada.

—Pensé que tú y yo estábamos demasiado acomodados, y que la vida se volvía aburrida. Pensé que necesitaba emoción. Fui un idiota, Luce. Era feliz contigo, y lo estropeé. Echo de menos lo que tuvimos. Yo…

—¿Estás loco? —inquirió ella—. ¿Tienes dudas sobre la boda? ¿Ahora, cuando todo está organizado y van llegando los invitados de fuera?

—No quiero a Alice lo suficiente para casarme con ella. Es un error.

—Te prometiste con ella. ¡No puedes echarte atrás! ¿Obtienes algún tipo de placer sádico enamorando a mujeres y dejándolas después?

—Me he visto forzado a esto. Nadie me ha preguntado qué quería. ¿No tengo derecho a decidir qué es lo que me hace feliz?

—Dios mío, Kevin. Esto me suena a algo que me dijo Alice. «Solo quiero ser feliz». Los dos creéis que la felicidad es algo que hay que perseguir, como un niño con un juguete reluciente. No ocurrirá hasta que empieces a descubrir maneras de cuidar de los demás en lugar de formas de complacerte. Debes irte, Kevin. Tienes que cumplir con el compromiso que ya has adquirido con Alice. Asume alguna responsabilidad. Entonces podrás tener alguna posibilidad de ser feliz.

A juzgar por el ceño de Kevin, opinaba que aquél era un consejo condescendiente. Su voz adoptó un tono brusco y malvado.

—¿Qué te ha convertido en una jodida experta? Precisamente tú, que sale con ese engreído de cuarta categoría, Sam Nolan, el experto en vinos que procede de una familia de mendigos borrachos y terminará como ellos…

—Más vale que te vayas —insistió Lucy, dirigiéndose hacia la mesa de trabajo para interponerla entre los dos.

En el espectro de la autocompasión a la ira, había pasado de un extremo al otro.

—Le convencí de que saliera contigo. Fue un montaje, Luce… Fui yo quien lo hizo. Me debía un favor. Le enseñé tu foto en mi teléfono móvil y le pedí que te sacara de casa. Fue idea de Alice. —Ahora Kevin sonreía como si fuera una broma macabra—. Para impedir que siguieras haciéndote la víctima. Una vez que salieras con alguien y siguieras con tu vida, tus padres nos dejarían en paz.

—¿Es eso lo que has venido a decirme? —Lucy sacudió la cabeza—. Ya lo sabía, Kevin. Sam me lo contó al principio.

Bajó los brazos hacia la mesa de trabajo hasta que sus dedos encontraron la tranquilizante frialdad lisa del vidrio.

—Pero ¿por qué…?

—Eso no importa. Si tratas de sembrar la discordia entre Sam y yo, estás perdiendo el tiempo. Abandonaré la isla justo después de la boda. Me marcho a Nueva York.

Kevin abrió los ojos como platos.

—¿Por qué?

—Me han concedido una beca de artista. Voy a empezar una nueva vida.

Mientras Kevin asimilaba la noticia, un fulgor de entusiasmo apareció en sus ojos al mismo tiempo que le subía el color.

—Iré contigo.

Lucy le miró sin comprender.

—Nada me retiene aquí —explicó Kevin—. Puedo trasladar mi negocio…, puedo dedicarme a la arquitectura paisajista en cualquier parte. ¡Dios mío, Lucy, ésta es la solución! Ya sé que te hice daño, ya sé que la cagué, pero te compensaré. Lo juro. Empezaremos una nueva vida juntos. Dejaremos atrás toda esta mierda.

—Estás loco —dijo Lucy, tan asombrada por su comportamiento que apenas le salían las palabras—. Kevin, vas…, vas a casarte con mi hermana…

—No la quiero. Te quiero a ti. No he dejado nunca de quererte. Y sé que tú sientes lo mismo por mí, no ha pasado tanto tiempo. Lo nuestro fue hermoso. Te lo recordaré, tienes que…

Se acercó a ella y le sujetó los brazos.

—¡Kevin, basta!

—Yo me he acostado con Alice y tú te has acostado con Sam, de modo que estamos empatados. Lo pasado, pasado está. Lucy, escúchame…

—Suéltame.

En medio de su indignación, tomó plena conciencia del vidrio que les rodeaba por los cuatro costados: láminas, fragmentos, cuentas, azulejos, frita… Y en una fracción de segundo comprendió que, con su fuerza de voluntad, podía darle la forma que quisiera. Una imagen apareció en su mente, y se concentró en ella.

Kevin la sujetó más fuerte, respirando con aspereza.

—Soy yo, Lucy. Soy yo. Quiero que vuelvas. Quiero que…

Se interrumpió con un juramento apagado, y Lucy se sintió liberada con inesperada brusquedad.

Un chillido estremecedor hendió el aire cuando una pequeña silueta oscura voló alrededor de la cabeza de Kevin. Un murciélago.

—¿Qué diablos…? —Kevin levantó los brazos y trató de ahuyentar a la agresiva criatura alada—. ¿De dónde ha salido eso?

Lucy miró hacia su mesa de soldar. Dos piezas de la esquina que aún no había fijado al resto de la vidriera, recortes de vidrio de obsidiana negra, se enroscaron y se agitaron.

—Adelante —dijo, y al instante despegaron de la mesa, otro par de murciélagos que se sumaron al ataque contra Kevin.

El trío de murciélagos cortaron el aire con alas dentadas y se lanzaron en picado hasta que condujeron a Kevin hasta la puerta. Tropezando y maldiciendo, éste salió a la calle. Dos murciélagos le siguieron. El tercero voló hasta un rincón de la estancia, se dejó caer al suelo y correteó a través de la superficie de cemento.

Inspirando profundamente, Lucy fue hasta la ventana y la abrió. El sol declinaba hacia el crepúsculo y el aire pesaba con el calor persistente del día.

—Gracias —dijo Lucy, apartándose de la ventana—. Puedes irte.

Al cabo de un momento el murciélago alzó el vuelo, se escabulló a través de la ventana abierta y desapareció en el cielo.