17

—Esta mañana tienes visita con el médico —dijo la voz de Sam a través de la puerta del baño—. Si te da el alta, te pondrán un braguero y muletas.

—Me encantaría poder moverme otra vez —repuso Lucy con fervor mientras se enjuagaba con el agua caliente de la ducha—. Y estoy segura de que agradecerás no tener que llevarme a todas partes.

—Tienes razón. No consigo imaginarme por qué pensé que envolver una mujer semidesnuda en plástico y llevarla de aquí para allá sería divertido.

Lucy sonrió y cerró el agua. Se quitó el gorro de baño de Hello Kitty que había pedido prestado a Holly y se envolvió en una toalla.

—Ya puedes entrar.

Sam accedió al húmedo cuarto y acudió en su ayuda. Actuaba de forma despreocupada y práctica… pero hasta entonces, en toda la mañana, había sido incapaz de mirarla a los ojos.

La noche anterior habían estado en el porche un buen rato, hasta terminarse la botella de vino. Ahora, sin embargo, Sam se mostraba callado y reservado. Cabía la posibilidad de que se estuviera cansando de atender a todos sus deseos. Lucy decidió que, dijera lo que dijese el médico ese día, insistiría en llevar muletas. Tres días sometiendo a Sam a tantas molestias ya eran suficientes.

Lucy se incorporó, sujetando la toalla mientras se balanceaba brevemente sobre un pie. Sam le pasó con cuidado un brazo por detrás de las rodillas, la levantó y la llevó al dormitorio. Tras dejarla en el borde del colchón con las piernas colgando, cogió unas tijeras pequeñas y procedió a cortar las capas de plástico que le envolvían la pierna.

—Estás haciendo muchas cosas por mí —dijo Lucy en voz baja—. Espero que algún día pueda…

—No te preocupes.

—Solo quiero que sepas cuánto…

—Ya lo sé. Estás agradecida. No tienes que decirlo cada vez que te ayudo a salir de la maldita ducha.

Parpadeando ante su tono brusco, Lucy dijo:

—Lo siento. No sabía que la cortesía común te molestaría.

—No es cortesía común —replicó Sam mientras cortaba la última capa de plástico— cuando estás ahí mojada y casi desnuda mirándome con ojos de carnero. Quédate con tus gracias.

—¿Por qué estás tan susceptible? ¿Tienes resaca?

Él le dirigió una mirada sarcástica.

—Yo no tengo resaca por dos copas de vino.

—Es por tener que hacer todo esto por mí, ¿verdad? Cualquiera se sentiría frustrado. Lo siento. Pero pronto me iré de aquí, y…

—Lucy —la interrumpió Sam con forzada paciencia—, no te disculpes. No trates de sacar conclusiones. Tan solo… cállate durante un par de minutos.

—Pero yo… —No terminó la frase al ver su expresión—. Está bien, me callo.

Una vez retirado el plástico, Sam se detuvo al advertir un moratón en la parte lateral de la rodilla. Siguió el contorno de la mancha oscura, con tanta suavidad que su tacto era casi imperceptible. Tenía la cabeza agachada, por lo que Lucy no podía ver su expresión. Pero las manos de Sam se apoyaron en el colchón, a ambos lados de sus caderas, hundiendo los dedos en la ropa de cama. Le recorrió un temblor profundo, deseo que resquebrajaba el comedimiento.

Lucy no se atrevió a decir nada. Se quedó mirando fijamente la parte superior de su cabeza, la anchura de sus espaldas. En sus oídos resonaban los ecos de los latidos de su corazón.

Sam inclinó la cabeza, y la luz se deslizó a través de las capas oscuras de su pelo. El contacto de sus labios fue suave y ardiente sobre el moratón, lo que hizo que Lucy se sacudiera, sorprendida. La boca de Sam insistió, desplazándose hacia la parte interior del muslo. Sus dedos se tensaron hasta aferrar con fuerza las sábanas. A Lucy se le cortó la respiración cuando Sam se inclinó aún más entre sus piernas y experimentó el dulce peso de su cuerpo allí donde la presionaba.

Otro beso, más arriba, donde la piel era fina y sensible. Sintió frío y calor debajo de la toalla húmeda, invadida por una oleada de sensaciones. Sam introdujo las manos lentamente por debajo del dobladillo de la toalla, y el movimiento hizo que la tela de felpa se aflojara y se abriera. Siguió subiendo, deslizando las manos por sus caderas y el vientre, seguidas por los labios en un recorrido de sensaciones insoportables. Jadeando, Lucy se dejó caer hacia atrás sin fuerza, al mismo tiempo que sus extremidades se debilitaban. Sam abrió los lados de la toalla y el limpio aroma de la piel de Lucy ascendió en forma de corriente cálida.

Aturdida por la excitación y la confusión, Lucy volvió la cara encendida hacia un lado, con los ojos cerrados para borrarlo todo excepto el intenso placer de su tacto. Lo deseaba con tanta fuerza que no importaba nada más. Sam le estaba haciendo el amor, usando las manos y la boca para arrastrarla en un torrente dulce y oscuro de deseo, y ella no había sentido nunca nada igual, un deleite que parecía derretirle los huesos en fuego líquido. Los pulgares acariciaron su intimidad, separando la carne húmeda. Se le escapó un sollozo al notar el calor del aliento de Sam, la presión de su boca abierta contra ella. Una caricia con la lengua, un suave tirón. Empezó a lamerla continuamente, con un ritmo excitante y delicioso, hasta que su cuerpo comenzó a vibrar y a aferrarse al vacío. Impotente, se levantaba contra él a cada latigazo, cada giro de la sedosa lengua, mientras la sensación se acercaba al punto de inflamación.

El sonido metálico del timbre irrumpió en el desbordante calor. Lucy se quedó helada, con los nervios protestando a gritos por aquel sonido. Sam siguió besándola y acariciándola, tan absorto en la mecánica sensualidad del momento que no había percibido el ruido. Pero el timbre volvió a sonar, y Lucy dio un respingo y le empujó la cabeza.

Soltando una maldición gutural, Sam se apartó de ella. Buscó la toalla a tientas y tapó a Lucy. Medio sentado, medio apoyado contra el borde del colchón, jadeó buscando aire. Temblaba de la cabeza a los pies.

—Debe de ser uno de mis trabajadores —le oyó murmurar Lucy.

—¿Puedes…?

—No.

Sam se alejó de la cama y entró en el baño, y ella oyó el sonido de agua corriendo. Cuando Sam volvió a salir, Lucy había conseguido cubrirse con las sábanas. Él tenía el rostro tenso y los dientes apretados.

—Vuelvo enseguida.

Lucy se mordió el labio antes de preguntar:

—¿Estás enfadado por lo que has empezado o porque no has terminado?

Sam le dirigió una mirada siniestra.

—Por las dos cosas —dijo, y salió de la habitación.

Cuando Sam bajó, el dolor atroz de la excitación no era nada comparado con sus emociones abrasadoras. Ira, frustración, intenso desasosiego. Había estado tan cerca, tan jodidamente cerca de tener sexo con Lucy… Se había percatado de que estaba mal y no le había importado. ¿Por qué Lucy no había hecho nada por detenerle? Si no asumía el control de la situación, de sí mismo, cometería un grave error.

Abrió la puerta de la calle y se encontró delante de la hermana de Lucy, Alice. Una mueca de incredulidad apareció en su rostro. Durante un momento anhelante se permitió imaginarse el placer de echarla a patadas del porche de su casa.

Alice le miró con frialdad, tambaleándose sobre unos tacones altos muy poco prácticos. Se había pintado los grandes ojos de color avellana con un grueso lápiz morado brillante, que le confería un aspecto muy llamativo en la estrechez de su rostro. Llevaba los labios cubiertos de carmín rosa intenso. Incluso en el mejor de los casos, a Sam le habría parecido una presencia irritante. Pero después de que le hubieran sacado de la cama con Lucy, cuando su cuerpo todavía pedía a gritos regresar para terminar su misión, le resultó imposible mostrar el mínimo aceptable de educación.

—No invitamos a nadie a venir sin llamar antes —espetó.

—He venido a ver a mi hermana.

—Se encuentra bien.

—Quisiera verla personalmente.

—Está descansando.

Sam se quedó plantado con una mano apoyada en el quicio de la puerta, cerrándole el paso.

—No pienso irme hasta que le digas que estoy aquí —declaró Alice.

—Lucy tiene una conmoción cerebral. —Con no poca dosis de sorna, Sam añadió—: No puede soportar ningún tipo de estrés.

Alice frunció los labios.

—¿Crees que voy a hacerle daño?

—Ya le has hecho daño —respondió Sam sin alterarse—. No debería resultar muy difícil entender que juntarte con el antiguo novio de Lucy significa que has perdido tu sitio en la lista de candidatos.

—No tienes ningún derecho a juzgarme a mí ni mis decisiones personales.

Era cierto. Pero teniendo en cuenta que la aventura de Alice con Kevin había provocado una reacción en cadena que había culminado con Lucy recuperándose en casa de Sam, se creía legitimado para dar su opinión.

—Mientras Lucy viva bajo mi techo —dijo—, tengo la misión de cuidar de ella. Y no me parece que tus decisiones personales hayan sido muy positivas para Lucy.

—No me iré hasta que haya hablado con ella. —Alice levantó la voz y la dirigió hacia el vestíbulo, a la espalda de Sam—. ¿Lucy? ¿Puedes oírme? ¡Lucy!

—Por mí, puedes quedarte en mi porche chillando todo el día…

Sam se interrumpió cuando oyó a Lucy gritando desde arriba. Dirigiendo a Alice una mirada hosca, le dijo:

—Voy a consultárselo. Quédate aquí.

—¿Puedo esperar dentro? —se atrevió a preguntar ella.

—No.

Y le cerró la puerta en las narices.

Para cuando Sam regresó al dormitorio, Lucy se había puesto un pantalón corto de color caqui y una camiseta. Había oído lo suficiente del alboroto de abajo para saber que Alice se había presentado sin avisar y que a Sam no le había sentado nada bien.

Aún mareada por la tensión, Lucy no acertaba a definir sus sentimientos acerca de lo que acababa de suceder entre ellos. Principalmente estaba asombrada por el modo en que había reaccionado a Sam, el placer febril que había anulado todos sus pensamientos.

Cuando Sam se acercó, Lucy notó cómo el rubor se extendía por toda su piel. Él la miró y frunció el ceño.

—¿Cómo te has puesto esa ropa? —inquirió—. La he dejado sobre la cómoda.

—No he cargado ningún peso sobre la pierna —se defendió Lucy—. Solo he tenido que dar un paso y un brinco desde la cama, y entonces…

—Maldita sea, Lucy. Si ese pie vuelve a tocar el suelo, voy a…

Se interrumpió, meditando varias amenazas.

—¿Me mandarás a la cama sin cenar? —sugirió Lucy con voz seria—. ¿Me quitarás el teléfono móvil?

—¿Qué te parece una buena azotaina en el culo a la antigua usanza?

Pero ella había advertido la expresión preocupada en sus ojos, y sabía qué había detrás de su fastidio. Se atrevió a dirigirle una leve sonrisa.

—Holly me dijo que no crees en los azotes.

Mientras Sam la miraba, la tensión de sus hombros remitió y las arrugas de su boca se atenuaron.

—Podría hacer una excepción contigo.

Lucy mantuvo la sonrisa.

—Ya vuelves a coquetear conmigo.

—No, yo… —El timbre de la puerta de la calle sonó con impaciencia—. Santo Dios —murmuró Sam.

—Probablemente debería verla —dijo Lucy en tono de disculpa—. ¿Me llevas abajo?

—¿Por qué quieres pasar por esto?

—No puedo evitar a Alice toda la vida. Y mamá llegará pasado mañana. Se alegraría de que sus hijas volvieran a hablarse por lo menos.

—Es demasiado pronto.

—Yo también lo creo —admitió Lucy—. Pero ella está aquí, y será mejor que acabe con esto.

Sam vaciló antes de inclinarse para pasarle los brazos por la espalda.

El contacto sacudió a Lucy como si se hubiera producido una descarga eléctrica entre ellos. Trató de ocultar su reacción concentrándose en mantener la respiración regular. Pero cuando se agarró a los hombros de Sam, vio un rubor que le subía desde el cuello de la camiseta y supo que no era ella la única afectada.

—Gracias —dijo mientras él se giraba de lado para hacerla pasar por la puerta—. Ya sé que preferirías echarla a patadas.

—Puedo hacerlo de todos modos. —Sam se encaminó hacia la escalera—. Os echaré el ojo encima. A la primera señal de conflicto, se irá.

Lucy frunció el ceño.

—No quiero que nos vigiles mientras hablamos.

—No os vigilaré. Aunque estaré cerca por si necesitas apoyo.

—No necesitaré apoyo.

—Lucy, ¿sabes qué es una conmoción cerebral?

—Sí.

Sam prosiguió como si no la hubiera oído.

—Es cuando te golpeas la cabeza con tanta fuerza que el cerebro se sacude dentro del cráneo, con lo que muere un gran número de neuronas. Puede provocar trastornos de sueño, depresión y pérdida de memoria, y estos efectos secundarios se agravan si te sometes a cualquier tipo de tensión. —Hizo una pausa y agregó en un tono irritado—: Y eso incluye el sexo.

—¿Dijo eso el médico?

—No fue necesario.

—No creo que el sexo empeorara la conmoción —dijo Lucy—. A menos que lo hiciéramos cabeza abajo o en un trampolín.

Aunque pretendía ser un comentario divertido, Sam no estaba de humor.

—No lo haremos en ninguna postura —replicó con vehemencia.

Cuando Sam dejó a Lucy en el sofá con la pierna elevada, Renfield se levantó de su esterilla en el rincón. Se acercó a ellos, con la cara dividida por una agresiva sonrisa canina. Lucy estiró el brazo para acariciarlo mientras Sam iba a buscar a Alice. Hizo pasar a su hermana al salón sin cortesías.

Curiosamente, aunque era Lucy la que estaba vendada y tenía la pierna entablillada, Alice le pareció mucho más vulnerable. El recargado maquillaje, la expresión constreñida por la tensión y los movimientos limitados por sus tacones de diez centímetros de alto se combinaban para darle un aspecto de inseguridad herida.

—Hola —dijo Alice.

—Hola. —Lucy forzó una leve sonrisa—. Ponte cómoda.

Mientras Lucy observaba cómo Alice se sentaba con cuidado en el borde de una silla próxima, tuvo la impresión de que las embargaba toda su historia. Su relación con Alice había sido la más frustrante de su vida, preñada de competencia, celos, culpabilidad y rencor. Habían crecido teniendo que rivalizar por el limitado recurso de la atención de sus padres. Aunque Lucy siempre había confiado en que el conflicto entre ellas amainara a medida que se hacían mayores, ahora era peor que nunca.

Viendo que Alice miraba al perro, Lucy dijo:

—Se llama Renfield.

El bulldog gruñó y levantó la mirada hacia Alice con un hilillo de baba colgando de su mandíbula inferior.

—¿Le pasa algo? —preguntó Alice con disgusto.

—Sería más fácil decirte qué no le pasa —intervino Sam. Y añadió, dirigiéndose a Lucy—: Te concedo diez minutos. Después, tu hermana se irá. Necesitas descanso.

—De acuerdo —aceptó Lucy con una sonrisa insulsa.

Alice tenía una expresión ofendida cuando Sam salió de la estancia.

—¿Por qué es tan descortés?

—Trata de vigilarme —contestó Lucy en voz baja.

—¿Qué le has dicho de mí?

—Muy poco.

—Estoy segura de que le has hablado de cómo Kevin te dejó, y de lo que crees que hice para…

—En realidad no eres el tema principal de conversación en esta casa —repuso Lucy, con más brusquedad de la que pretendía.

Alice cerró la boca y se mostró ofendida.

Al cabo de un silencio erizado, Lucy preguntó:

—¿Te ha pedido mamá que vinieras a verme?

—No. Ha sido idea mía. Todavía me importas, Lucy. No siempre me comporto como querrías, pero sigo siendo tu hermana.

Lucy se tragó un comentario ácido. Percatándose de que se había puesto tensa de la cabeza a los pies, intentó relajarse. Una serie de punzadas de protesta le recorrieron la columna vertebral.

¿Por qué diablos había venido Alice? Lucy quería creer que la había impulsado la inquietud, o por lo menos que aún persistía un sentimiento fraternal auténtico entre ellas. Pero al parecer haría falta algo más que un vínculo de sangre para restañar la relación entre ambas. Porque la infortunada verdad era que, si Alice no fuera su hermana, sería la clase de persona con la que Lucy no querría tener nada que ver.

—¿Cómo te va con Kevin? —preguntó—. ¿Seguís preparando la boda?

—Sí. Mamá y papá vendrán mañana para hablar de los preparativos.

—¿De modo que van a pagarla?

—Eso creo.

—Me lo temía —dijo Lucy sombríamente, antes de poder contenerse.

Aunque expresaran lo contrario, sus padres nunca harían responsable a Alice de nada.

—¿No crees que deberían hacerlo? —preguntó Alice.

—¿Tú sí?

—Por supuesto. Soy su hija. —Los ojos de Alice adoptaron una expresión dura—. Hay algo que debes entender, Lucy. Nunca pretendí hacerte daño. Y Kevin tampoco. No fue nunca nada personal. Solo que recibiste…

—¿Daños colaterales?

—Supongo que es un modo de expresarlo.

—Ninguno de los dos se molestó en pensar en nada que no fuera lo que queríais en aquel momento.

—Bueno, el amor es así —replicó Alice sin el menor indicio de culpabilidad.

—¿Lo es? —Arrebujándose más en el rincón del sofá, Lucy se envolvió con los brazos—. ¿Te planteaste en algún momento que, cuando Kevin se dio cuenta de que quería poner fin a su relación conmigo, tú podías parecer la forma más fácil de salir?

—No —contestó Alice—. Tuve el increíble amor propio de pensar que quizá se había enamorado de mí, y que, por imposible que pueda resultar creerlo, en realidad alguien me prefería antes que a ti.

Lucy levantó una mano y trató de sobreponerse a un arrebato de ira. Se estaba gestando una disputa, y sabía que no podría soportarla. La tensión de encontrarse en presencia de Alice había bastado para provocarle una jaqueca que le envolvía la frente.

—No lleguemos a esto. Tratemos de resolver cómo salir adelante a partir de aquí.

—¿Qué hay que resolver? Voy a casarme. Todos salimos adelante. Y tú también deberías hacerlo.

—Es un poco más complicado que eso —objetó Lucy—. Esto no es una telenovela, donde las personas olvidan el pasado cuando quieren y todo se arregla por arte de magia. —Al ver que Alice se ponía rígida, Lucy recordó demasiado tarde que había perdido su empleo como guionista de What the Heart Knows—. Lo siento —murmuró—. No pretendía recordarte eso.

—Está bien —repuso Alice con amargura.

Permanecieron en silencio un momento.

—¿Estás buscando trabajo? —inquirió Lucy.

—Eso es asunto mío. No debes preocuparte por ello.

—No estoy preocupada, tan solo… —Lucy soltó un suspiro de frustración—. Una conversación contigo es como transitar por un campo de minas.

—No todo es culpa mía. No puedo hacer nada si Kevin me quería más a mí que a ti. Iba a dejarte de todos modos. ¿Qué podía hacer? Solo deseaba ser feliz.

¿Verdaderamente Alice no entendía los escollos de intentar ser feliz a costa de otro? ¿Y tenía algún otro objetivo además de ése? Irónicamente, Alice no había parecido nunca menos feliz de como lo parecía ahora. El problema de perseguir la felicidad residía en que no era un destino que se pudiera alcanzar. Era algo que acaecía por el trayecto. Y lo que Alice hacía ahora —aferrarse a cualquier placer a su alcance, dejar de lado todos los escrúpulos para poder hacer lo que quisiera— era prácticamente una garantía de que acabaría siendo desgraciada.

Pero lo único que dijo Lucy fue:

—Yo también quiero que seas feliz.

Alice soltó un leve bufido de incredulidad. Lucy no se lo reprochó, porque sabía que su hermana no entendía qué había querido decir.

El reloj de la chimenea marcó más de medio minuto hasta que Alice habló.

—Te invitaré a la boda. Eres libre de decidir si quieres asistir o no. Si quieres mantener relación conmigo es también asunto tuyo. Me gustaría que las cosas volvieran a la normalidad. Lamento todo lo que te ha ocurrido, pero nada de ello es culpa mía y no pienso pasar el resto de mi vida purgándolo.

Lucy se percató de que era eso lo que su hermana había venido a decirle.

Alice se puso en pie.

—Tengo que irme. Por cierto, mamá y papá quieren conocer a Sam. Piensan invitaros a cenar fuera mañana por la noche, o hacer que traigan la cena.

—Estupendo —dijo Lucy con fastidio—. A Sam le va a encantar. —Recostando la cabeza contra el sofá, preguntó—: ¿Quieres que te acompañe a la puerta? Le llamaré.

—No te molestes —contestó Alice, y sus tacones martillearon ruidosamente sobre el suelo de madera.

Lucy permaneció inmóvil y en silencio durante unos minutos. Finalmente se dio cuenta de que Sam estaba de pie junto a ella, con una expresión indescifrable.

—¿Cuánto has oído? —preguntó con voz monótona.

—Lo suficiente para saber que es una zorra narcisista.

—Es desgraciada —murmuró Lucy.

—Ha conseguido lo que quería.

—Siempre lo consigue. Pero eso nunca la hace feliz. —Suspirando, Lucy se frotó la nuca dolorida—. Mis padres llegan mañana.

—Ya lo he oído.

—No tienes que ir a cenar con nosotros. Pueden recogerme y llevarme a algún sitio, y por fin tendrás un poco de intimidad.

—Iré contigo. Quiero hacerlo.

—Eso es más de lo que puedo decir. Estoy segura de que me presionarán para que haga las paces con Alice, y querrán que asista a la boda. Si lo hago, será espantoso. Si no lo hago, quedaré como la hermana mayor celosa y amargada. Como siempre, no hay ganancias en mi familia. Excepto para Alice. Ella va a ganar.

—No para siempre —observó Sam—. Y menos si ganar implica casarse con Pearson. Es un enlace forjado en el infierno.

—Estoy de acuerdo. —Lucy recostó la cabeza sobre el respaldo del sofá, contemplando a Sam. Una sonrisa agridulce le curvó los labios—. Tengo que volver a trabajar. Es lo único que me ayudará a dejar de pensar en Alice, Kevin y mis padres.

—¿Qué puedo hacer yo? —preguntó Sam en voz baja.

Lucy se sorprendió mirando sus ojos azul verdoso y pensando que, en el inventario cuidadosamente ordenado de todos sus proyectos e ilusiones, Sam no encajaba para nada. Era una complicación con la que no había contado.

Pero, a pesar de los defectos que el propio Sam admitía tener, era un hombre sincero y bondadoso. Dios sabía que había conocido a pocos como él en su vida. El problema era que «para siempre» no casaba con una relación con un hombre como Sam. Había sido muy claro al respecto.

En vez de concentrarse en lo que no podía tener con él… quizá debería tratar de descubrir qué era posible. Lucy no había tenido nunca una relación basada en la amistad y el placer sin la participación de emociones. ¿Sería capaz de hacerlo? ¿Qué sacaría de ello?

Una posibilidad de sentirse viva y de soltarse. Una posibilidad de tener un poco de diversión pura y sin adulterar antes de afrontar la siguiente etapa de su vida. Habiendo tomado esta decisión, Lucy le miró resueltamente. Él le había preguntado qué podía hacer por ella, y ya conocía la respuesta.

—Tener sexo conmigo —dijo.