16

Durante los dos días siguientes, Sam trató a Lucy con implacable amistad. Cuando conversaban, se mantenía alejado de los asuntos personales, y cada vez que establecía contacto físico con ella se mostraba cautelosamente impersonal. Entendiendo su decisión de poner una distancia de seguridad entre ellos, Lucy hacía todo lo posible por adaptarse.

Era evidente que Sam disfrutaba de las faenas del viñedo, cultivando el suelo manualmente y cuidando de las vides con una mezcla de esfuerzo deslomador y paciencia. Cuando explicó el proceso del cultivo de la vid a Lucy, ésta empezó a saber más sobre la complejidad del terroir, la correspondencia entre la variedad adecuada de uva con la parcela concreta de tierra y su carácter único. Sam le había expuesto que había una diferencia entre tratar el cultivo de la vid como un proceso estrictamente técnico o mantener una comunicación real con la tierra, un verdadero toma y daca.

Viviendo en compañía de los Nolan, Lucy se percataba de que los tres formaban una familia unida y afectuosa. Tenían rutinas fijas y horarios regulares para comer y dormir, y era obvio que el bienestar de Holly constituía la principal preocupación de sus tíos. Si bien Mark desempeñaba el rol de padre, Sam tenía su propio espacio en el cariño de Holly. Todos los días, al volver de la escuela, la chiquilla le hablaba sin parar de sus actividades, de sus amigos y de lo que había ocurrido ese día a la hora del recreo, y describía el contenido de la bolsa del almuerzo de sus compañeros de clase para intentar convencerle de que le permitiera llevar un poco de comida basura. Lucy se sentía divertida y conmovida al mismo tiempo viendo con qué paciencia atendía Sam a las reclamaciones de Holly.

Lucy concluyó por el modo en que Holly hablaba de Sam que éste había infundido en su improvisada familia un espíritu aventurero. La niña contó a Lucy que Sam la había llevado a explorar los charcos dejados por la marea en False Bay, y en kayak por la costa occidental de la isla para ver oreas. Había sido idea de Sam llevar a Holly y Mark a construir un fuerte con madera de deriva en la playa de Jackson. Se habían puesto nombres de piratas —Capitán Scurvy, McFilthy el Desdentado y Gertie Pólvora— y habían asado perritos calientes en un fuego de campo.

Cuando Holly llegó a casa de la escuela, se puso a ver la tele con Lucy en la sala de estar. Sam había subido a limpiar un montón de escombros de la renovación del desván. Mientras Lucy se reclinaba en el sofá con la pierna levantada, ella y Holly merendaron galletas de harina de avena y zumo de manzana.

—Estos vasos son especiales —dijo Lucy, sosteniendo en alto un vasito antiguo Ruby Red—. Solo se puede conseguir este color añadiendo cloruro de oro al vidrio.

—¿Por qué los lados son desiguales? —preguntó Holly, examinando su vaso.

—Se llama un diseño de clavo, por los clavos que usaban en las botas. —Lucy sonrió ante el interés de la niña—. ¿Sabes cómo se distingue si el vidrio se ha hecho a mano? Busca en la parte de abajo una marca, el pontil, que es una pequeña cicatriz allí donde estaba sujeta la vara del vidriero. Si no la encuentras, significa que lo ha hecho una máquina.

—¿Lo sabes todo sobre el vidrio? —preguntó Holly, y Lucy se echó a reír.

—Sé mucho, pero aprendo cosas nuevas continuamente.

—¿Puedo verte hacer algo de vidrio?

—Claro que sí. Cuando esté mejor, podrás venir a ver mi estudio y haremos algo juntas. Un atrapaluz, quizá.

—Sí, sí, quiero hacer eso —exclamó Holly.

—Podemos empezar ahora mismo; el primer paso del proceso es crear un diseño. ¿Tienes lápices y papel?

Holly fue corriendo al armario de material artístico, sacó algunos utensilios y se apresuró a regresar al lado de Lucy.

—¿Puedo dibujar lo que quiera?

—Lo que quieras. Quizá tendremos que simplificarlo después, para asegurarnos de que las piezas son de la forma y el tamaño adecuados para cortarlas… Pero, de momento, deja volar tu imaginación.

Holly se arrodilló junto a la mesilla y cogió un bloc. Apartó con cuidado un terrario que contenía musgo, helechos botón y orquídeas blancas en miniatura.

—¿Siempre has querido ser artista vidriera? —preguntó mientras ordenaba sus lápices.

—Desde que tenía tu edad. —Lucy tiró suavemente de la gorra de béisbol rosa que Holly llevaba en la cabeza y se la colocó al revés para que pudiera ver mejor—. ¿Qué quieres ser tú de mayor?

—Bailarina o cuidadora de animales.

Mientras veía cómo Holly se concentraba en su dibujo, sujetando el lápiz con su manita, Lucy se sintió invadida por una honda satisfacción. Qué natural resultaba para los niños expresarse mediante el arte. Se le ocurrió la idea de impartir clases de arte para niños en su estudio.

¿Qué mejor manera de honrar su oficio que compartirlo con los más pequeños? Podía empezar con pocos alumnos y ver cómo funcionaba.

Mientras meditaba la idea y soñaba despierta, Lucy jugueteaba con el vaso Ruby Red vacío, pasando el pulgar por el diseño de clavo. Sin previo aviso, sus dedos se calentaron y el vidrio empezó a cambiar de forma en su mano. Sobresaltada, Lucy se movió para dejar el vaso, pero un instante después había desaparecido y una pequeña forma viva salió disparada de su palma. Con un fuerte zumbido, atravesó volando la estancia.

Holly soltó un chillido y pegó un salto en el sofá, lo cual arrancó a Lucy una mueca de dolor.

—¿Qué es?

Lucy, atónita, abrazó a la pequeña.

—No pasa nada, cariño, es solo… un colibrí.

Jamás le había sucedido nada semejante en presencia de alguien. ¿Cómo podía explicárselo a Holly? El minúsculo pajarito rojo se debatía contra las ventanas cerradas en sus esfuerzos por huir, y el impacto de sus delicados huesos y el pico producía un golpeteo audible.

Apretando los dientes con esfuerzo, Lucy se inclino para agarrar el marco de la ventana e intentó empujarlo hacia arriba.

—Holly, ¿puedes ayudarme?

Lucharon juntas con la ventana, pero el marco estaba atascado. El colibrí voló hacia atrás y hacia delante y volvió a chocar contra el cristal.

Holly soltó otro grito.

—Iré a buscar al tío Sam.

—Espera… Holly…

Pero la niña había desaparecido en un abrir y cerrar de ojos.

Un grito procedente de abajo hizo que Sam dejara caer una bolsa de basura llena de escombros. Era Holly. Su oído se había aguzado hasta el punto de identificar en el acto la diferencia entre los gritos de la pequeña, si eran de alegría, de miedo o de rabia. «Es como si conociera el lenguaje de los delfines», había comentado en cierta ocasión a Mark.

Aquel chillido era de pavor. ¿Le habría ocurrido algo a Lucy? Sam se precipitó hacia la escalera y la bajó de dos en dos.

—¡Tío Sam! —oyó gritar a Holly. Se encontró con él al pie de las escaleras, brincando inquieta de puntillas—. ¡Ven a ayudarnos!

—¿Qué ocurre? ¿Estás bien? ¿Y Lucy?

Cuando la seguía al interior del salón, algo le pasó zumbando junto a la oreja, un objeto parecido a una abeja y del tamaño de una pelota de golf. Sam se refrenó a tiempo de asestarle un manotazo. Afortunadamente no lo hizo, porque cuando el objeto volador se dirigió hacia un rincón del techo y golpeó contra la pared, vio que se trataba de un colibrí. Emitía un tenue pío-pío y agitaba las alas con frenesí.

Lucy estaba en el sofá, tratando de abrir la ventana.

—Quieta —dijo Sam bruscamente, y llegó junto a ella en tres zancadas—. Vas a hacerte daño.

—No para de chocar contra las paredes y las ventanas, —protestó Lucy sin resuello—. Y no puedo abrir este estúpido marco…

—La humedad. Hincha el marco de madera.

Sam empujó la ventana hacia arriba y dejó un espacio abierto para que el colibrí pudiera salir volando.

Pero el minúsculo pájaro planeó, se lanzó precipitadamente y se golpeó contra la pared. Sam se planteó cómo podía guiarlo hacia la ventana sin dañarle un ala. A ese paso moriría de estrés o agotamiento.

—Préstame tu gorra, Holly —dijo, y le quitó la gorra de béisbol rosa de la cabeza.

Cuando el colibrí planeaba en un rincón de la estancia, Sam utilizó la gorra con delicadeza para obligarlo, hasta que notó que el pájaro caía dentro de la bolsa de tela.

Holly soltó una exclamación sin palabras.

Sam trasladó con cuidado el pájaro a la palma de su mano y se acercó a la ventana abierta.

—¿Está muerto? —preguntó Holly preocupada, subiéndose al sofá junto a Lucy.

Sam negó con la cabeza.

—Solo descansa —susurró.

Los tres observaron y esperaron mientras Sam sacaba las manos ahuecadas a través de la ventana. El pájaro se recuperó lentamente. Su corazón, no mayor que una semilla de girasol, gastaba sus latidos en una música demasiado rápida y frágil para poder oírla. El colibrí despegó de las manos de Sam y se alejó hasta perderse de vista entre el viñedo.

—¿Cómo ha entrado en la casa? —preguntó Sam, mirando a las dos—. ¿Alguien ha dejado la puerta abierta?

Con interés, observó que el rostro de Lucy había pali decido visiblemente.

—No —respondió Holly, emocionada—. ¡Lo ha hecho Lucy!

—¿Qué ha hecho? —inquirió Sam, consciente de lo blanca que estaba Lucy.

—Lo ha hecho con un vaso de zumo —exclamó Holly—. Lo tenía en la mano, y lo ha convertido en un pájaro. ¿Verdad, Lucy?

—Yo… —Visiblemente agitada, Lucy buscó las palabras, abriendo y cerrando la boca—. No sé muy bien qué ha ocurrido —consiguió articular por fin.

—Un pájaro ha salido volando de tu mano —dijo Holly, solícita—. Y ahora tu vaso de zumo ha desaparecido. —Cogió su vaso y se lo ofreció—. A lo mejor puedes volver a hacerlo.

Lucy retrocedió.

—No, gracias, yo…, deberías guardarlo, Holly.

Parecía tan abrumadoramente culpable y tenía la cara tan sonrojada, que daba consistencia a la disparatada idea que a Sam se le había metido en la cabeza.

«Creo en la magia», le había dicho Lucy en cierta ocasión.

Y ahora sabía por qué.

No importaba que desafiara a la lógica. Las experiencias personales de Sam le habían enseñado que la verdad no siempre parecía lógica.

Mientras la miraba, se sorprendió tratando de desenredar una maraña de pensamientos y emociones. Durante toda su vida adulta había mantenido sus sentimientos ordenados como algunas personas guardan la cubertería en un portacubiertos, con los bordes afilados escondidos. Pero Lucy estaba haciendo que le resultara imposible.

Sam jamás había revelado a nadie su habilidad personal. No había habido nunca ningún motivo. Pero en un asombroso giro de los acontecimientos, se había convertido en una base de contacto con otro ser humano. Con Lucy.

—Buen truco —dijo en voz baja.

Lucy palideció y apartó la mirada de él.

—Pero no ha sido un truco —protestó Holly—. Ha sido real.

—A veces las cosas reales parecen magia, y la magia parece real —dijo Sam a su sobrina.

—Sí, pero…

—Holly, hazme un favor y ve a buscar la botella de la medicina de Lucy a la mesa de la cocina. Y un poco de agua.

—Está bien.

Holly saltó del sofá, y Lucy hizo una mueca.

En el rostro de Lucy habían aparecido unas estrías de dolor y fatiga. Los esfuerzos de los últimos minutos habían sido excesivos para ella.

—Sustituiré las bolsas de hielo enseguida —anunció Sam.

Lucy asintió, prácticamente temblando de aflicción y angustia.

—Gracias.

Sam se puso en cuclillas junto al sofá. Sin pedir explicaciones, se limitó a dejar pasar un largo minuto. En el silencio, cogió una mano de Lucy, la volvió con la palma hacia arriba y acarició la parte interior de los pálidos dedos hasta que estaban medio enroscados como si fueran pétalos.

La cara de Lucy había perdido el color, exceptuando la franja encarnada que le surcaba la parte superior de las mejillas y el puente de la nariz.

—Diga lo que diga Holly —farfulló—, no es lo que…

—Lo entiendo —repuso Sam.

—Sí, pero no quiero que pienses…

—Lucy. Mírame. —Esperó hasta que ella fijó los ojos en los suyos—. Lo entiendo.

Lucy sacudió la cabeza, desconcertada.

Queriendo aclarar las cosas, pero apenas capaz de creer que lo conseguía, Sam extendió su mano libre hacia el terrario. Las orquídeas en miniatura, temperamentales como de costumbre, habían empezado a marchitarse y secarse. Mientras sostenía la palma abierta sobre el recipiente, las flores y los helechos botón se irguieron hacia su mano, los pétalos recobraron su blancura cremosa y las plantas verdes revivieron.

Muda de asombro, Lucy desplazó la mirada del terrario al rostro de Sam. Este vio la admiración en sus ojos, el rápido brillo de unas lágrimas sin verter, el rubor subiéndole por el cuello. Los dedos de Lucy aferraron con fuerza los suyos.

—Desde que tenía diez años —dijo Sam, respondiendo a su pregunta tácita.

Se sintió descubierto, se notaba el corazón latiendo incómodo. Acababa de compartir algo demasiado personal, demasiado intrínseco, y le alarmó que no lo lamentara. No estaba seguro de poder impedirse hacer y decir todavía más en el irresistible impulso de acercarse más a ella.

—Yo tenía siete —susurró Lucy, con una sonrisa vacilante asomando en sus labios—. Unos vidrios rotos se convirtieron en luciérnagas.

Sam la miró, fascinado.

—¿No puedes dominarlo?

Lucy negó con la cabeza.

—Aquí está la medicina —anunció Holly alegremente, entrando en el salón.

Traía la botella de la receta y un vaso grande de plástico con agua.

—Gracias —murmuró Lucy. Después de tomarse la medicina, carraspeó y dijo con cautela—: Holly, me pregunto si podríamos mantenerlo en secreto. Cómo ha entrado el colibrí en esta habitación…

—Oh, ya sabía que no debía decírselo a nadie —le aseguró la niña—. La mayoría de la gente no cree en la magia.

Sacudió la cabeza con pesar, como diciendo: «Peor para ellos».

—¿Por qué un colibrí? —preguntó Sam a Lucy.

Le costó trabajo responder, aparentemente enfrentada a la novedad de hablar sobre algo que nunca se había atrevido a expresar con palabras.

—No lo sé. Tengo que averiguar qué significa. —Después de una pausa, añadió—: No permanecer en el mismo sitio, tal vez. Moverse continuamente.

—Los salish costeros dicen que el colibrí aparece en períodos de dolor o tristeza.

—¿Porqué?

Tras cogerle la botella de medicina, Sam volvió a taparla mientras contestaba en un tono neutro:

—Dicen que significa que todo irá mejor.

—Holly, eres un pirata de las finanzas —dijo Sam aquella noche, entregando un fajo de billetes de Monopoly a su risueña sobrina—. Estoy sin blanca, chicos.

Después de cenar lasaña y ensalada, los cuatro —Sam, Lucy, Mark y Holly— habían estado jugando a juegos de mesa en el salón. El clima había sido divertido y relajado, sin que nadie actuara como si hubiera ocurrido algo insólito.

—Deberías comprar un ferrocarril siempre que puedas —replicó Holly.

—Ahora me lo dices. —Sam dirigió a Lucy, que estaba acurrucada en un rincón del sofá, una mirada de censura—. Creía que asignarte la banca me daría un respiro.

—Lo siento —respondió Lucy, sonriendo—. Hay que jugar según las reglas. Cuando se trata de dinero, las cifras no mienten.

—Lo cual demuestra que no sabes absolutamente nada sobre bancos —le espetó Sam.

—No hemos terminado —protestó Holly al ver que Mark recogía las fichas del tablero—. Aún no os he ganado a todos.

—Es hora de acostarse.

Holly soltó un suspiro.

—Cuando sea mayor, no me acostaré nunca.

—Irónicamente —le dijo Sam—, cuando eres mayor acostarte es tu pasatiempo preferido.

—Nosotros recogeremos el juego —dijo Lucy a Mark con una sonrisa—. Puedes llevarte a Holly ahora, si quieres.

La niña se inclinó hacia delante para dar a Sam unos besos de mariposa con las pestañas, y se frotaron la nariz.

Cuando Mark subía con Holly, Lucy y Sam ordenaron las fichas del juego y los billetes de distintos colores.

—Es adorable —observó Lucy.

—Tuvimos un golpe de suerte —repuso Sam—. Vick hizo un buen trabajo con ella.

—Tú y Mark también. Holly es visiblemente feliz y está bien atendida.

Lucy pasó una goma alrededor de un fajo de dinero y se lo entregó.

Sam cerró la caja del juego y obsequió a Lucy con una sonrisa amistosa e intencionada.

—¿Una copa de vino?

—Suena bien.

—Tomémosla fuera. Hay una luna de fresa.

—¿Luna de fresa? ¿Por qué la llaman así?

—Es la luna llena de junio. La época de recoger fresas maduras. Creía que habrías oído esta expresión a tu padre.

—Crecí oyendo montones de términos científicos, pero no curiosidades. —Lucy sonrió al añadir—: Me sentí muy decepcionada cuando mi padre me dijo que el polvo de estrellas era suciedad cósmica: me imaginaba que brillaría como los polvos mágicos.

Minutos después Sam la había trasladado al porche de delante y acomodado en una tumbona de mimbre con la pierna apoyada sobre una otomana. Tras pasarle una copa de vino que sabía a bayas con un punto ahumado, Sam se sentó en una silla detrás de ella. Era una noche clara. Se podía ver los espacios oscuros e infinitos entre las estrellas.

—Me gusta esto —dijo Lucy, constatando que Sam había servido el vino en botes de mermelada antiguos—. Recuerdo que bebía en estos vasos cuando iba a ver a mis abuelos.

—En vista de los últimos sucesos, he decidido no confiarte nuestra cristalería buena.

Sam sonrió al ver su expresión.

Cuando apartó la mirada, Lucy observó que una de las tiras de Velero de su tablilla no estaba bien alineada. Bajó una mano torpemente para enderezarla.

Sin mediar palabra, Sam acudió en su ayuda.

—Gracias —dijo Lucy—. A veces soy algo quisquillosa; me gustan las cosas bien alineadas.

—Ya lo sé. También te gusta que la costura de los calcetines discurra bien recta a través de los dedos de tus pies. Y no te gusta tocar la comida del plato.

Lucy le dirigió una mirada avergonzada.

—¿Es tan evidente que soy una obsesiva-compulsiva?

—No mucho.

—Sí lo es. Solía volver loco a Kevin.

—Soy muy tolerante con las actitudes ritualistas —declaró Sam—. En realidad es una ventaja evolutiva. Por ejemplo, el hábito de un perro de dar vueltas sobre su lecho antes de echarse… proviene de los antepasados que comprobaban si había serpientes o animales peligrosos.

Lucy se echó a reír.

—No se me ocurre qué ventaja puede tener mi actitud ritualista: solo sirve para molestar a la gente.

—Si te ayudó a librarte de Kevin, yo diría que fue una ventaja evidente. —Se reclinó en su silla, contemplándola—. ¿Lo sabe? —preguntó por fin.

Adivinando a qué se refería, Lucy sacudió la cabeza.

—No lo sabe nadie.

—Excepto Holly y yo.

—No quería que ocurriera delante de ella —se lamentó Lucy—. Lo siento.

—No pasa nada.

—A veces, si siento algo con mucha intensidad y hay vidrio cerca…

Dejó la frase inacabada y se encogió de hombros, incómoda.

—La emoción lo provoca —afirmó más que preguntó Sam.

—Sí. Miraba cómo Holly pintaba un dibujo y estaba pensando en impartir un cursillo de arte para niños. Enseñarles a hacer cosas de vidrio. Y esa idea me ha hecho sentir increíblemente… esperanzada. Feliz.

—Por supuesto. Cuando uno siente pasión por algo, no hay nada mejor que compartirlo.

Desde aquella tarde, algo había cambiado entre ellos. Era una sensación agradable y segura que Lucy quería saborear. Dejándola arraigar, le miró.

—¿Influye la emoción en lo que haces? En tu aptitud, me refiero.

—Se parece más a energía. Muy sutil. Y no existe cuando salgo de la isla. Cuando estuve en California, casi me convencí de que había sido un producto de mi imaginación. Pero entonces regresé, y se volvió más intenso que nunca.

—¿Cuánto tiempo viviste en California?

—Un par de años. Estuve trabajando como vinicultor ayudante.

—¿Estabas solo? Quiero decir… ¿salías con alguien?

—Durante algún tiempo salí con la hija del dueño del viñedo. Era guapa e inteligente, y le gustaba la viticultura tanto como a mí. —Sus pensamientos se interiorizaron y adoptó un tono serenamente reflexivo—. Quería que nos prometiéramos. La idea de casarme con ella era casi tentadora. Su familia me caía bien, me gustaba el viñedo…, habría resultado fácil.

—¿Por qué no lo hiciste?

—No quería utilizarla de ese modo. Y sabía que no tenía ninguna posibilidad de durar.

—¿Cómo podías estar seguro? ¿Cómo puedes saberlo sin probarlo?

—Lo supe en cuanto hablamos de oficializar la relación. Ella estaba convencida de que si seguíamos adelante, volábamos a Las Vegas y nos casábamos, nos iría bien. Pero a mí me parecía como quien mete un rollo de servilletas de papel y una mezcla de clara de huevo y azúcar en el horno y dice: «¿Sabes?, creo que hay muchas posibilidades de que esto se convierta en un pastel de chocolate».

Lucy no pudo contener la risa.

—Pero eso solo significa que no era la mujer adecuada. No implica que no puedas ser feliz casándote con otra persona.

—La ratio riesgo-beneficio nunca me ha parecido que merezca la pena.

—Porque viste el lado malo del amor cuando creciste.

—Sí.

—Pero según el principio de equilibrio del universo, tiene que haber alguien que ostente el lado bueno del amor.

Meditándolo, Sam levantó su bote de mermelada en un despreocupado brindis.

—Por el lado bueno. Sea lo que sea.

Mientras entrechocaban los vasos y bebían, Lucy reflexionó que seguramente había muchas mujeres que considerarían las opiniones de Sam sobre el matrimonio como un reto, confiando en hacerle cambiar de parecer. Ella nunca sería tan boba. Aunque no estuviera de acuerdo con las creencias de Sam, respetaría su derecho a tenerlas.

La experiencia del pasado le había enseñado que, cuando una quería a un hombre, tenía que aceptarle «tal cual», a sabiendas de que si bien era posible influenciar en algunos de sus hábitos o en su gusto en corbatas, nunca se podía cambiar su fuero interno. Y, con mucha suerte, se podía encontrar a un hombre que pensara lo mismo de una.

Ése, pensó Lucy, era el lado bueno del amor.