Unas voces llegaron hasta el dormitorio.
—… quiero que Lucy use mi cuarto de baño rosa —insistía Holly—. Es más bonito que el tuyo.
—Lo es —fue la respuesta de Sam—. Pero Lucy necesita un plato de ducha. No puede entrar y salir de la bañera.
—Pero ¿puede ver mi cuarto de baño? ¿Y mi habitación?
—Sí, más tarde podrás hacerle de guía oficial. De momento, ponte los calcetines. Llegarás tarde a la escuela.
Lucy aspiró un aroma escurridizo procedente de la almohada, a hojas, agua de lluvia y cedro recién cortado. Era el olor de Sam, tan atrayente que lo persiguió desvergonzadamente, hundiendo la cabeza en el cálido plumón.
Conservaba un vago recuerdo de haber despertado en mitad de la noche presa de dolor. De Sam acercándosele como una sombra. Le había dado las pastillas y un vaso de agua y le había puesto un brazo detrás de la espalda mientras tomaba la medicina. Había despertado en otra ocasión y, medio dormida, había percibido su presencia sustituyendo las bolsas de hielo que le envolvían la pierna, y ella le había dicho que no era necesario que se levantara continuamente para atenderla, que tenía que descansar.
«Tranquila —había murmurado Sam, arropándola con las mantas—. No pasa nada».
Cuando la mañana se iluminaba, Lucy permaneció en silencio y escuchó los sonidos apagados de voces, del desayuno, un teléfono sonando, una búsqueda por toda la casa de una carpeta perdida que contenía los deberes y una hoja firmada de autorización para una excursión al campo. Finalmente un coche se alejó por el camino.
Oyó unos pasos subiendo las escaleras. Llamaron a la puerta y Sam asomó la cabeza.
—¿Cómo te encuentras?
Su voz de barítono enronquecida por el sueño llegó placenteramente a los oídos de Lucy.
—Un poco dolorida.
—Seguramente muy dolorida.
Sam entró en la habitación, portando una bandeja con el desayuno. Su aspecto descuidado y sexy, vestido solo con un pantalón de pijama de franela y una camiseta blanca, provocó un intenso rubor en la superficie cutánea de Lucy.
—Es la hora de tomarte otra pastilla, pero antes deberías comer. ¿Qué te parece un huevo con tostadas?
—Estupendo.
—Después podrás tomar una ducha.
El color de Lucy se intensificó todavía más y su pulso se volvió frenético. Necesitaba una ducha como agua de mayo, pero a la vista de su estado físico era evidente que iba a requerir mucha ayuda.
—¿Cómo funcionará exactamente eso? —se atrevió a preguntar.
Sam dejó la bandeja sobre la cama y la ayudó a incorporarse. Le puso otra almohada detrás de la espalda mientras contestaba en un tono prosaico:
—Es un plato de ducha. Puedes sentarte en un taburete de plástico y lavarte con una ducha de mano. Tendré que ayudarte a entrar y salir, pero puedes hacer la mayor parte tú sola.
—Gracias —dijo Lucy, aliviada—. Suena bien. —Cogió una tostada untada con mantequilla y empezó a extender mermelada sobre ella—. ¿Por qué tienes una ducha de mano?
Sam arqueó una ceja.
—¿Qué tiene eso de malo?
—Nada. Solo que es un accesorio que cabría esperar de una persona mayor, no de un tipo de tu edad.
—Tengo sitios de difícil acceso —explicó Sam en un tono inexpresivo. Después de ver una sonrisa asomándose a los labios de Lucy, añadió—: Además, lavamos a Renfield allí.
Sam fue a ducharse y afeitarse mientras ella desayunaba. Regresó vestido con unos vaqueros raídos y una camiseta que proclamaba EL GATO DE SCHRÖDINGER ESTÁ VIVO.
—¿Qué significa eso? —preguntó Lucy al leer la leyenda.
—Es un principio de la teoría cuántica. —Sam dejó en el suelo una bolsa de plástico llena de accesorios y cogió la bandeja del regazo de Lucy—. Schrödinger era un científico que usó el ejemplo de un gato encerrado en una caja con una fuente radiactiva y un frasco de veneno para demostrar cómo una observación afecta un resultado.
—¿Qué le ocurre al gato?
—¿Te gustan los gatos?
—Sí.
—Entonces no me obligues a hablarte de ese teorema.
Lucy hizo una mueca.
—¿No tienes camisetas optimistas?
—Ésta es optimista —repuso Sam—. Pero no puedo decirte por qué, o te lamentarás por el gato.
Lucy soltó una risita. Pero cuando Sam se acercó a la cama y alargó la mano para tirar de las sábanas, guardó silencio y se encogió, al mismo tiempo que su corazón se ponía a latir a toda marcha.
Sam dejó la ropa de cama en el acto, con una expresión cuidadosamente neutra. La examinó, y sus ojos se posaron sobre sus brazos firmemente cruzados.
—Antes de hacer esto —dijo en voz baja—, tendremos que ocuparnos del elefante de esta habitación.
—¿Qué elefante? —preguntó Lucy con cautela.
—Nadie. El elefante es el hecho de que me resulta sorprendentemente violento ayudar a una mujer a ducharse antes de haber tenido sexo con ella.
—No voy a tener sexo contigo solo para hacer que la ducha sea más fácil —advirtió Lucy.
Estas palabras provocaron en Sam una fugaz sonrisa.
—No te lo tomes a mal, pero llevas ropa de hospital estampada con patitos amarillos, estás vendada y amoratada. De modo que no despiertas para nada mi libido. Además tomas medicamentos, lo cual te incapacita para tomar decisiones por tu cuenta. Todo ello significa que no hay absolutamente ninguna posibilidad de que intente nada contigo. —Hizo una pausa—. ¿Te sientes mejor ahora?
—Sí, pero… —A Lucy le ardían las mejillas—. Mientras me ayudas, seguramente me echarás un vistazo.
El semblante de Sam era serio, pero la diversión asomaba en las comisuras de sus labios.
—Ése es un riesgo que estoy dispuesto a correr.
Lucy soltó un hondo suspiro.
—Supongo que no hay más remedio.
Retiró las sábanas y trató de levantarse. Sam se le acercó inmediatamente y le puso un brazo detrás de la espalda.
—No, deja que lo haga yo. Te harás daño si no te lo tomas con calma. Voy a ayudarte a sentarte en el borde de la cama. Lo único que debes hacer es incorporarte y dejar las piernas colgando…, sí, eso es. —Se le cortó bruscamente la respiración cuando Lucy luchó con el dobladillo de la bata del hospital, que se le había subido hasta las caderas—. Muy bien. —Empezó a respirar de nuevo—. No debemos quitarte la tablilla. Pero la enfermera dijo que la envolviéramos con plástico cuando te ducharas, para evitar que se mojara.
Cogió la bolsa de accesorios y sacó un voluminoso rollo de cinta transparente no adhesiva fijado a un asa metálica.
Lucy esperó en silencio mientras Sam procedía a envolverle toda la mitad inferior de la pierna. Su tacto era diestro y delicado, pero de vez en cuando el roce de las puntas de sus dedos en la rodilla o la pantorrilla causaba a Lucy un cosquilleo en toda la piel. Sam tenía la cabeza agachada sobre ella, con los cabellos abundantes y oscuros. Lucy se inclinó hacia delante subrepticiamente para captar el olor que ascendía desde la nuca, un aroma estival, como de sol y hierba cortada.
Cuando hubo terminado de envolverle la pierna, Sam levantó la vista desde su posición arrodillada en el suelo.
—¿Cómo está? ¿Demasiado apretado?
—Está perfecto. —Lucy vio que Sam se había ruborizado, que tenía encendidas las crestas prominentes de sus pómulos debajo del bronceado. Y no respiraba bien—. Has dicho que no despertaba para nada tu libido.
Sam trató de mostrar arrepentimiento.
—Lo siento. Pero envolverte con cinta aislante es lo más divertido que he hecho desde mis tiempos en la universidad.
Cuando se incorporó y levantó a Lucy, ella se le aferró en el acto, al tiempo que se le aceleraba el pulso al sentir su fuerza.
—¿Necesitas… tranquilizarte? —preguntó con delicadeza.
Sam negó con la cabeza. Una diversión arrepentida le hizo chispear los ojos.
—Supondremos que éste es mi modo por defecto a la hora de la ducha. No te preocupes, seguiré sin intentar nada contigo.
—No estoy preocupada. Pero no quiero que me dejes caer.
—La excitación sexual no me priva de fuerza física —le informó él—. De fuerza intelectual, sí.
Pero no necesito eso para ayudarte a ducharte.
Lucy sonrió con vacilación y se agarró a sus robustos hombros mientras la llevaba al cuarto de baño.
—Estás en forma.
—Es el viñedo. Todo es orgánico, lo que requiere más trabajo, cultivar y sachar, en vez de utilizar pesticidas. Me ahorra el gasto de la cuota de un gimnasio.
Volvía a estar nervioso, lo cual le hacía hablar un poco demasiado deprisa. A Lucy le pareció interesante. Desde que conocía a Sam, se había mostrado siempre muy dueño de sus actos. Había supuesto que manejaría una situación como ésa con aplomo. Sin embargo, parecía casi tan desconcertado por su forzado contacto físico como ella.
El baño había sido decorado en un estilo pulcro y sencillo, con baldosas de color marfil, armarios de caoba y un enorme espejo enmarcado sobre un lavabo de pie. Después de dejar a Lucy sobre el taburete de plástico en el plato de ducha, Sam le enseñó cómo se manejaban los grifos.
—En cuanto salga de aquí —dijo, pasándole la ducha de mano—, saca la bata del plato y da el agua. Tómate todo el tiempo que necesites. Yo esperaré al otro lado de la puerta. Si tienes algún problema o necesitas algo, llámame.
—Gracias.
El dolor acumulado a consecuencia del accidente provocó que Lucy hiciera muecas y gimiera mientras se desnudaba y echaba la bata al suelo fuera de la ducha. Abrió el agua, ajustó la temperatura y dirigió el chorro hacia su cuerpo.
—¡Ay! —exclamó cuando los cortes y arañazos empezaban a escocerle—. Ay, ay…
—¿Cómo va? —oyó preguntar a Sam al otro lado de la puerta.
—Duele y sienta bien al mismo tiempo.
—¿Necesitas ayuda?
—No, gracias.
Enjabonarse y enjuagarse requirió no pocas maniobras. Con el tiempo Lucy constató que su intención de lavarse el pelo era demasiado ambiciosa para enfrentarse a ella.
—Sam —dijo, frustrada.
—¿Sí?
—Necesito ayuda.
—¿Con qué?
—Con mi pelo. No puedo lavármelo sola. ¿Te importaría entrar?
Siguió una larga vacilación.
—¿No puedes hacerlo sola?
—No. No alcanzo la botella de champú, me duele el brazo derecho y me cuesta trabajo lavar tanto pelo con una sola mano.
Mientras hablaba, Lucy cerró el agua y dejó caer la alcachofa al suelo. Con mucho esfuerzo, se envolvió en una toalla.
—Está bien —le oyó decir—. Entro.
Cuando Sam accedió al cuarto de baño, parecía un hombre al que acabaran de citar para declarar en un juicio. Recogió la alcachofa. La sujetó torpemente al mismo tiempo que ajustaba la presión y la temperatura. Lucy no pudo evitar observar que su respiración había vuelto a alterarse y comentó:
—Con el eco que hay aquí, te pareces a Darth Vader.
—No puedo evitarlo —dijo él con tono crispado—. Teniéndote aquí, tan rosadita y empapada…
—Lo siento. —Le miró arrepentida—. Espero que estar en modo por defecto no duela.
—Ahora mismo, no. —Sam le puso una mano en la parte de atrás de la cabeza y le sujetó el cráneo. Cuando ella le miró a los ojos azul verdosos, dijo—: Solo duele cuando no puedo hacer nada al respecto.
La forma de sujetarle la cabeza, el sonido suave y ronco de su voz, provocaron una espiral de placer sensible dentro del vientre de Lucy.
—Estás coqueteando conmigo —dijo.
—Lo retiro —se apresuró a responder él.
—Demasiado tarde.
Lucy sonrió mientras cerraba los ojos y dejaba que le lavara el pelo.
Era el paraíso, allí sentada mientras Sam le pasaba champú por el cabello y sus fuertes dedos le frotaban el cuero cabelludo. Se tomó su tiempo, procurando evitar que le entrara agua o espuma en los ojos. El aroma a romero y menta del champú impregnaba el aire húmedo y caluroso. Lucy se percató de que era eso lo que había olido antes en él. Inspiró profundamente y echó la cabeza hacia atrás, relajándose.
Finalmente Sam cerró el agua y colgó la alcachofa en el soporte de la pared. Lucy se enjugó el exceso de agua en el pelo con una mano. Paseó la mirada por la ropa de Sam, húmeda y manchada de gotas, y por el dobladillo empapado de sus vaqueros.
—Te he puesto perdido —se disculpó.
Sam la miró, y sus ojos se detuvieron en el lugar donde la toalla mojada le caía sobre los pechos.
—Sobreviviré.
—Ahora no tengo nada que ponerme.
Él siguió mirándola.
—Cuánto lo lamento.
—¿Puedes prestarme algo? —Al ver que no respondía, Lucy agitó una mano entre ambos—. Sam, regresa a la Tierra.
Sam parpadeó y el brillo vidrioso abandonó sus ojos.
—Te traeré una camiseta limpia.
Con la ayuda de Sam, Lucy se envolvió el pelo en un turbante. Él la sostuvo con firmeza, sujetándola suavemente por las caderas mientras ella se aguantaba sobre un solo pie y se lavaba los dientes en el lavabo. Cuando hubo terminado, Sam la llevó a la cama, le pasó una camiseta y se volvió discretamente de espaldas mientras se la ponía. El turbante se cayó y su peso le tiró del pelo. Lucy se lo quitó y se peinó los mechones húmedos y enmarañados con los dedos.
—¿Qué es esto? —preguntó, echando un vistazo a los cuadrados y las letras que cubrían el pecho de la camiseta.
—La tabla periódica de los elementos.
Sam se puso en cuclillas para quitar la cinta aislante que le recubría la tablilla.
—Ah, bueno. Detestaría encontrarme en cualquier parte sin saber el símbolo químico del rodio.
—Rh —dijo Sam, utilizando unas pequeñas tijeras para cortar las capas de plástico húmedo.
Lucy sonrió.
—¿Cómo lo sabías?
—Está situado sobre tu pecho izquierdo. —Sam tiró la cinta de plástico usada al suelo y examinó la tablilla—. Si estás de humor, te llevaré abajo para que cambies de decorado. Tenemos un sofá grande, un televisor de pantalla plana y a Renfield para hacerte compañía.
Mientras contemplaba los reflejos que la luz del día arrancaba a los cabellos de Sam, Lucy se sintió desconcertada por el sentimiento que se había apoderado de ella, algo más que gratitud o simple atracción física. Su pulso se disparaba en varios sitios a la vez y descubrió que deseaba, necesitaba, cosas imposibles.
—Gracias —dijo—. Por cuidarme.
—Ningún problema.
Lucy le puso una mano en la cabeza y hundió los dedos en los espesos rizos de su pelo. Aquel contacto le proporcionó una sensación indescriptiblemente placentera. Deseaba explorarle, descubrir todas sus texturas.
Creyó que Sam se opondría. Sin embargo, permaneció inmóvil, con la cabeza inclinada.
Mientras le acariciaba hasta la nuca, Lucy oyó que se le cortaba la respiración.
—Algún problema —dijo Lucy en voz baja—. ¿Verdad?
Entonces Sam levantó la vista hacia ella, con los párpados medio entornados sobre unos ojos increíblemente azules y las facciones contraídas. No respondió. No tenía por qué hacerlo. La verdad flotaba en su mirada compartida, entre ellos, llenándoles los pulmones con cada respiración.
Desde luego que había un problema. Uno que no tenía nada que ver con tablillas, vendas ni cuidado de enfermos.
Sam sacudió la cabeza como si quisiera aclarársela y alargó la mano hacia las sábanas.
—Te dejaré descansar unos minutos mientras yo…
Precipitadamente, Lucy dobló un brazo alrededor de su cuello y acercó la boca a la suya. Fue una acción disparatada e imprudente, pero no le importaba. Sam tardó medio segundo en reaccionar y, cuando lo hizo, pegó sus labios a los de Lucy al mismo tiempo que un leve gemido se escapaba de su garganta.
Él ya la había besado antes, pero esta vez era distinto. Era un beso de sueño despierto, la sensación de caerse sin poder agarrarse a nada. Lucy cerró los ojos al panorama a través de las ventanas, el mar azul, el sol blanco. Los brazos de Sam le rodearon la espalda y la sujetaron, mientras sus labios se pegaban en ángulos diversos y absorbían los tenues sonidos que le subían por la garganta. Se sintió débil, moldeándose contra su pecho, incapaz de unirse lo suficiente. Tras despegar su boca, Sam la besó en el cuello, usando la lengua y la punta de los dientes mientras se dirigía hacia su hombro.
—No quiero hacerte daño —dijo Sam contra su piel—. Lucy, yo no…
Ella buscó su boca a ciegas, le pasó los labios abiertos por la mandíbula recién afeitada hasta que Sam se estremeció y volvió a besarla. Su boca se tornó más descarada, hurgando más a fondo hasta que Lucy le agarró la espalda de la camiseta con manos temblorosas.
Sam deslizó una mano por debajo del dobladillo de la camiseta, y Lucy sintió unos dedos fríos y ásperos contra la piel ardiente de su costado. Le dolían los pechos bajo la fina tela, y se le endurecían los pezones esperando su contacto. Buscó a tientas su mano y la instó a subir.
—Por favor…
—No. Por el amor de Dios, Lucy…
Sam se separó soltando un juramento en voz baja y le recompuso la camiseta. Después de obligarse a soltarla, se pasó las manos por el rostro como si despertara de un profundo sueño.
Cuando Lucy volvió a extender los brazos hacia él, Sam le cogió las muñecas en un acto reflejo y se las inmovilizó con las manos.
Sam apartó la cara, mientras su garganta se ondulaba tragando saliva.
—Haz algo —murmuró—. O yo…
Lucy abrió los ojos como platos al darse cuenta de que Sam se esforzaba por dominarse.
—¿Qué…, qué quieres que haga?
Cuando Sam consiguió responder, su voz había adquirido un tono irónico.
—Un poco de distracción no estaría mal.
Lucy bajó los ojos hacia la tabla periódica que cubría el pecho de su camiseta.
—¿Dónde está el vidrio? —preguntó, tratando de leer los elementos químicos del revés.
—No está en la tabla periódica. El vidrio es un compuesto. Es básicamente sílice, que es…, mierda, no puedo pensar con claridad. Es SiO2. Aquí… —Tocó el Si, que estaba situado en la parte superior derecha del pecho de Lucy—. Y aquí.
Rozó con la yema del pulgar la O en su costado izquierdo, cerca del pezón.
—El vidrio también tiene carbonato de sodio —observó ella.
—Creo que eso es… —Sam se detuvo, tratando de concentrarse—. Na2CO3. —Examinó la camiseta y sacudió la cabeza—. No puedo mostrarte el carbonato de sodio. Es terreno peligroso.
—¿Y óxido de calcio?
Los ojos de Sam recorrieron la camiseta hasta encontrarlo. Volvió a negar con la cabeza.
—Te acostaría boca arriba en cinco segundos.
Ambos miraron hacia el estridente sonido metálico del timbre de la puerta, de estilo Victoriano.
Sam abandonó la cama con un gemido, moviéndose despacio.
—Cuando he dicho que no intentaría nada contigo… —Abrió la puerta, se quedó de pie en el umbral e inspiró profundamente un par de veces—. Tenía previsto que fuera un acuerdo recíproco. A partir de ahora, manos fuera. ¿Entendido?
—Sí, pero ¿cómo vas a cuidar de mí si…?
—No me refería a mis manos —repuso Sam—. Sino a las tuyas.
El timbre sonó dos veces más mientras Sam bajaba las escaleras. Estaba atenazado por el calor y la excitación, lo cual le impedía pensar con claridad. Deseaba a Lucy, quería cogerla despacio y mirarla a los ojos mientras se introducía en ella, y hacerlo durar horas.
Para cuando Sam llegó a la puerta de la calle, su temperatura se había enfriado lo suficiente para permitirle pensar con claridad. Se encontró delante de su hermano Alex, que parecía más furioso y subalimentado que de costumbre, con el cuerpo demacrado debajo de una ropa demasiado holgada. Era evidente que a Alex no le sentaba nada bien el divorcio.
—¿Por qué has cerrado la jodida puerta? —inquirió Alex.
—Hola, Al —dijo Sam con brusquedad—, yo también me alegro de verte. ¿Dónde tienes la llave que te di?
—Está en mi otro llavero. Ya sabías que vendría ésta mañana… Si quieres que trabaje gratis en tu casa, lo menos que puedes hacer es dejar la puerta abierta.
—He tenido que pensar en un par de cosas además de esperar que aparecieras.
Alex pasó por su lado, cargado con una vieja caja de herramientas metálica. Como de costumbre, se encaminó directamente hacia la cocina, donde se serviría una taza de café hirviendo, lo engulliría sin cumplidos y se dirigiría hacia la parte de la casa en la que estuviera faenando. Hasta entonces se había negado a aceptar dinero por sus esfuerzos, pese al hecho de que habría conseguido una fortuna haciendo el mismo trabajo para cualquier otro. Alex era agente inmobiliario, pero había empezado como carpintero, y la calidad de su trabajo era impecable.
Alex se había pasado horas en aquella casa, revistiendo paredes, reparando grietas en el yeso, restaurando molduras de madera y ferretería, poniendo suelos… A veces rehacía trabajos que Mark o Sam ya habían terminado, porque nadie podía equipararse a sus niveles de exigencia. La verdadera razón por la que Alex estaba tan dispuesto a invertir tantas energías en la casa constituía un misterio para los demás Nolan.
—Creo que es el concepto que tiene de un hobby relajante —había sugerido Mark.
—Estoy completamente a favor —había respondido Sam—, aunque solo sea porque mientras trabaja no bebe. Esta casa puede ser lo único que le impida destrozarse el hígado.
Ahora, al observar a su hermano menor mientras enfilaba el pasillo, Sam pensó que empezaba a evidenciar los síntomas de la tensión y la bebida. La ex esposa de Alex, Darcy, no había sido nunca lo que podía considerarse una mujer con instinto maternal, pero por lo menos le había convencido de que la sacara a cenar fuera un par de veces por semana. Sam se preguntó cuándo era la última vez que Alex había ingerido una comida completa.
—Al, ¿por qué no dejas que te fría un par de huevos antes de ponerte a trabajar?
—No tengo hambre. Solo quiero café.
—Está bien. —Sam le siguió—. Por cierto, te agradecería que hoy no hicieras demasiado ruido. Una amiga mía está aquí, y necesita descanso.
—Dile que se lleve la resaca a otra parte. Tengo que cortar cosas.
—Hazlo más adelante —sugirió Sam—. Y no es ninguna resaca. Ayer tuvo un accidente.
Antes de que Alex pudiera responder, volvió a sonar el timbre de la puerta.
—Debe de ser una de sus amigas —murmuró Sam—. Intenta no hacer el capullo, Alex.
Su hermano le dirigió una mirada elocuente y fue hacia la cocina.
Sacudiendo la cabeza, Sam regresó a la puerta de la calle. La visitante era una rubita de curvas generosas, vestida con pantalones capri, calzada con zapatos sin tacón y con una blusa sin mangas abotonada y anudada a la cintura. Con su pecho abundante, sus grandes ojos azules y sus rizos dorados a la altura de la barbilla, parecía una estrella de cine de las de antes, o quizá una corista de Busby Berkeley.
—Me llamo Zoë Hoffman —se presentó jovialmente—. He traído algunas cosas de Lucy. ¿Es un buen momento para verla? Puedo volver más tarde…
—Ahora es un momento estupendo. —Sam le sonrió—. Pasa.
Zoë llevaba una enorme fuente de bollos que desprendían un delicioso aroma azucarado.
Cuando entraba, dio un traspié y Sam extendió los brazos para sujetarla.
—Soy una torpe —declaró la mujer despreocupadamente, con un rizo rubio colgándole sobre un ojo.
—Gracias a Dios que no te has desequilibrado del todo —dijo Sam—. No me hubiera gustado tener que elegir entre salvarte a ti o los bollos.
Ella le pasó la fuente y le siguió hacia la cocina.
—¿Cómo está Lucy?
—Mejor de lo que me esperaba. Ha pasado una buena noche, pero hoy tiene dolores. Sigue tomando calmantes.
—Eres muy amable cuidando de ella. Tanto Justine como yo te lo agradecemos.
Zoë movía su sugestivo cuerpo como pidiendo perdón, algo encorvada con los hombros caídos hacia delante. Era desconcertantemente tímida tratándose de una mujer provista de una belleza tan flagrante. Quizá fuera ése el problema: Sam suponía que había recibido un montón de proposiciones patosas del tipo de hombres inadecuado.
Entraron en la espaciosa cocina, con su horno de esmalte empotrado en un hueco de baldosas color crema, armarios con puerta de cristal y el suelo de un tono avellana oscuro. La mirada embelesada de Zoë pasó de los altos techos envigados al enorme fregadero de esteatita. Pero abrió los ojos como platos y puso una cara inexpresiva cuando Alex, que estaba manejando la cafetera, se volvió hacia ellos. Sam se preguntó qué pensaría aquella mujer de su hermano, que parecía un demonio con resaca.
—Hola —dijo Zoë con voz apagada después de que Sam les presentara.
Alex respondió con un gesto hosco con la cabeza. Ninguno de los dos hizo ademán de estrecharse la mano. Zoë se dirigió a Sam.
—¿No tendrás una bandeja en la que poner estos bollos?
—Está en un armario de ésos, junto al frigorífico. Alex, ¿puedes ayudarla mientras subo a buscar a Lucy? —Sam miró a Zoë—. Le preguntaré si quiere bajar al salón o prefiere que subas a verla.
—De acuerdo —respondió Zoë, y se acercó a los armarios.
Alex anduvo a grandes zancadas hasta la puerta justo cuando Sam la alcanzaba. Bajó la voz.
—Tengo cosas que hacer. No puedo perder el tiempo charlando con Betty Boop.
A juzgar por la forma en que Zoë tensó los hombros, Sam comprendió que había oído el comentario.
—Al —dijo con voz queda—, ayúdala a encontrar la maldita bandeja.
Zoë localizó la bandeja con tapadera de vidrio en un armario, pero estaba demasiado arriba para poder alcanzarla. La miró con el ceño fruncido y se apartó el rizo que insistía en colgarle sobre un ojo. Notó que Alex Nolan se le acercaba por detrás, y un escalofrío le recorrió la columna vertebral.
—Está ahí arriba —indicó, haciéndose a un lado.
Él cogió la bandeja con facilidad y la dejó sobre la encimera de granito. Era alto pero huesudo, como si no hubiera comido como Dios manda en varias semanas. La sombra de crueldad en su rostro no restaba ningún valor a su disoluta gallardía. O tal vez no era crueldad, sino amargura. Era una cara que a muchas mujeres les parecería atractiva, pero a Zoë la ponía nerviosa.
Por supuesto, la mayoría de los hombres la ponían nerviosa.
Zoë creía que, una vez cumplida su misión, Alex abandonaría la cocina. Desde luego, esperaba que lo hiciera. Pero él se quedó allí, con una mano apoyada en la encimera y su costoso reloj brillando a la luz que entraba a través de las ventanas.
Tratando de ignorarle, Zoë dejó la bandeja de vidrio junto a la fuente de bollos. Con cuidado, fue sacando todos los bollos y colocándolos en la bandeja. El aroma de bayas calientes, azúcar blanco y streusel con mantequilla ascendía en forma de corriente empalagosa. Oyó a Alex inspirar profundamente, por dos veces.
Lanzándole una mirada precavida, reparó en las oscuras marcas en forma de media luna que tenía debajo de un par de ojos vivos de color azul verdoso. Daba la impresión de no haber dormido en varios meses.
—Ya puedes irte —dijo Zoë—. No tienes que quedarte a charlar.
Alex no se molestó en disculparse por su descortesía anterior.
—¿Qué has puesto ahí? —preguntó en un tono acusador, receloso.
Zoë estaba tan sorprendida que apenas podía hablar.
—Arándanos. Coge uno, si te apetece.
Alex sacudió la cabeza y cogió su taza de café.
Ella no pudo evitar fijarse en el temblor de su mano; el oscuro líquido se estremecía dentro de la taza de porcelana. Zoë bajó los ojos al instante. ¿Qué podía hacer que la mano de un hombre temblara de ese modo? ¿Una enfermedad nerviosa? ¿El abuso de alcohol? En cualquier caso, la señal de debilidad en una persona físicamente imponente resultaba muchísimo más conmovedora de cómo lo habría sido en alguien de menor estatura.
Pese a la irritable conducta de su acompañante, el carácter compasivo de Zoë logró imponerse. Nunca había podido pasar junto a un niño llorando, un animal herido, una persona que parecía sola o hambrienta, sin intentar hacer algo para remediarlo. Sobre todo en el caso de una persona hambrienta, porque nada complacía más a Zoë que dar de comer a la gente. Le gustaba el manifiesto deleite que experimentaban los demás al probar un bocado delicioso, nutritivo y hecho con esmero.
Sin mediar palabra, Zoë dejó un bollo en el platito de Alex mientras aún sostenía la taza. No le miró, sino que siguió llenando la bandeja. Aunque parecía muy probable que aquel hombre rechazara el regalo o hiciera algún comentario despectivo, guardó silencio.
En la periferia de su campo visual, Zoë le vio coger el bollo.
Él se marchó emitiendo un gruñido ronco, que ella interpretó como un adiós.
Alex salió al porche de delante y se cercioró de dejar la puerta abierta. Llevaba el bollo en la mano, con el papel protector untuoso por los restos de mantequilla y la parte superior empedrada con streusel.
Se sentó en una tumbona con cojines y se encorvó sobre la comida como si alguien fuera a arrebatársela.
Últimamente le costaba trabajo comer. No tenía apetito, nada le tentaba, y cuando se las arreglaba para tomar un bocado y masticaba algo, se le comprimía la garganta hasta que se le hacía difícil tragar. Siempre tenía frío, andaba desesperado por el calor temporal del alcohol, y siempre necesitaba más del que su cuerpo podía tolerar. Ahora que se había consumado su divorcio, había numerosas mujeres que ofrecían cualquier clase de consuelo que pudiera desear, pero no le suscitaban interés alguno.
Pensó en la rubita de la cocina, casi cómicamente hermosa, con sus ojos grandes y una boca perfecta en forma de arco… y debajo de su ropa cuidadosamente abrochada, las voluptuosas curvas que se asemejaban a una atracción de un parque. No era para nada su tipo.
Tan pronto como tomó un bocado de bollo, una mezcla salivosa de acidez y dulzor estuvo a punto de abrumarle. La textura era espesa y esponjosa a la vez. Lo consumió despacio, con todo su ser absorto en la experiencia. Era la primera vez que conseguía saborear algo, experimentar verdaderamente un sabor, en meses.
Lo terminó a mordiscos disciplinados, al mismo tiempo que le invadía una sensación de alivio. Las estrías de tensión de su rostro se relajaron. Juraría por su vida que Zoë había puesto algo en aquellos bollos, una sustancia ilegal, y le traía sin cuidado. Le proporcionaba una sensación limpia y agradable…, la sensación de sumergirse en un baño caliente después de un día duro. Habían dejado de temblarle las manos.
Permaneció inmóvil durante un minuto, paladeando la sensación, pensando que persistiría al menos un ratito más. Cuando volvió a entrar en la casa, cogió su caja de herramientas y subió las escaleras hacia el desván con el sigilo de un gato. Tenía intención de conservar aquella buena sensación, estaba resuelto a no dejar que nada ni nadie la estropeara.
Por el camino se tropezó con Sam, que llevaba en brazos a una joven morena y delgada de grandes ojos verdes. Vestía una bata, y tenía una pierna envuelta en una voluminosa tablilla.
—Alex —dijo Sam sin detenerse—, te presento a Lucy.
—Hola —murmuró Alex, también sin detenerse, y continuó hasta el desván de la tercera planta.
—¿Estás bien aquí? —preguntó Zoë a Lucy una vez que Sam las hubiera dejado solas para que hablaran.
Lucy sonrió.
—La verdad es que sí. Como puedes ver… —Indicó con un gesto el gigantesco sofá de terciopelo verde, los cubitos de hielo que Sam le había puesto alrededor de la pierna, la manta de color crema que le había echado sobre el regazo y el vaso de agua que había dejado a su lado—. Me cuidan muy bien.
—Sam parece simpático —observó Zoë, con sus ojos azules chispeando—. Tanto como dijo Justine. Creo que le gustas.
—A Sam le gustan las mujeres —replicó Lucy con ironía—. Y sí, es un chico estupendo. —Hizo una pausa antes de añadir tímidamente—: Deberías salir con él.
—¿Yo? —Zoë sacudió la cabeza y le dirigió una mirada socarrona—. Entre vosotros dos hay algo.
—No lo hay. Ni lo habrá. Sam es muy sincero, Zoë, y ha dejado bien claro que nunca se comprometerá permanentemente con una mujer. Y aunque resulta tentador soltarse y pasarlo bien con él… —Lucy vaciló y redujo la voz a un susurro—. Es la peor clase de rompecorazones, Zoë. De los que son tan atractivos que pruebas de convencerte de que podrías cambiarles. Y después de todo lo que he pasado… No soy lo bastante fuerte para que vuelvan a hacerme daño tan pronto.
—Entiendo. —La sonrisa de Zoë era afectuosa y compasiva—. Creo que es muy prudente por tu parte, Lucy. A veces renunciar a algo que deseas es lo mejor que puedes hacer por ti misma.