Era media tarde cuando la camioneta de Sam giró en Rainshadow Road y avanzó por el camino privado. Había firmado todas las hojas del alta de Lucy, recogido un fajo de instrucciones y prescripciones médicas y acompañado a Lucy cuando un enfermero la sacó del edificio en una silla de ruedas. Justine también se encontraba allí, exhibiendo un comportamiento irritantemente alegre.
—Bueno, chicos —gorjeó—, esto va a salir bien. Te debo una, Sam. Lucy, la casa de Sam te va a encantar, es un sitio estupendo, y os aseguro que un día nos acordaremos de esto y… ¿Qué has dicho, Sam?
—He dicho «Trae eso, Justine» —murmuró él, al mismo tiempo que levantaba a Lucy de la silla de ruedas.
Justine, impertérrita, siguió a Sam mientras éste subía a Lucy a la furgoneta.
—Te he preparado un bolso de viaje, Luce. Zoë o yo pasaremos mañana a llevarte más cosas.
—Gracias.
Lucy se había abrazado al cuello de Sam cuando él la levantó con asombrosa facilidad. Sentía la dureza de sus hombros contra sus palmas. El olor de su piel era delicioso, a limpio, con un punto de sal, como el aire del océano, y fresco como las plantas y hojas verdes de un jardín.
Sam la acomodó en la camioneta, echó el respaldo de su asiento hacia atrás y le abrochó el cinturón de seguridad. Todos sus movimientos eran diestros y eficientes y su actitud, impersonal. No dejaba de mirarla con precaución. Lucy se preguntó con tristeza qué le habría dicho Justine para convencerle de que se la llevara. «No quiere hacerlo», había susurrado a su amiga en el hospital, y Justine le había contestado: «Claro que sí. Solo que le pone un poco nervioso».
Pero Lucy no creía que Sam estuviera nervioso. Más bien parecía fastidiado en secreto. El trayecto hasta el viñedo transcurrió en silencio. Aunque el vehículo de Sam tenía una suspensión excelente, algún que otro bache del camino provocaba que Lucy hiciera una mueca. Estaba dolorida y exhausta, y nunca se había sentido una carga tan grande para nadie.
Finalmente tomaron un camino privado que conducía a una casa victoriana adornada con gabletes, balaustradas, una cúpula central y una azotea. Una perezosa puesta de sol confería al edificio pintado de blanco una coloración anaranjada. La base estaba rodeada de una gran cantidad de rosales rojos entremezclados con hortensias blancas. En las proximidades, un robusto cobertizo gris custodiaba las hileras de parras, que jugueteaban a través del terreno como niños a la hora del recreo.
Lucy contempló aquel escenario con absorta fascinación. Si la isla de San Juan era un mundo aparte del continente, aquello era un mundo dentro de otro. La casa esperaba con las ventanas abiertas para acoger la brisa marina, la luz de la luna, los espíritus errantes. Parecía esperarla a ella.
Observando la reacción de Lucy con mirada astuta, Sam detuvo la camioneta junto a la casa.
—Sí —dijo, como si ella le hubiera hecho una pregunta—. Así es cómo me sentí cuando la vi por primera vez. —Bajó del vehículo y lo rodeó hasta el lado de Lucy. Alargó la mano para desabrocharle el cinturón—. Agárrate a mi cuello.
Lucy obedeció con vacilación. Él la levantó, con cuidado de no golpearle la pierna herida. Tan pronto como sus brazos la rodearon, Lucy tomó conciencia de una nueva sensación desconcertante, de abandono, como si algo se derritiera en su interior. Dejó caer la cabeza pesadamente sobre su hombro y se esforzó por volver a levantarla. Sam murmuró «Tranquila» y «No pasa nada», lo que le hizo percatarse de que estaba temblando.
Subieron los peldaños de la entrada y accedieron a un amplio porche cubierto con un techo azul claro.
—Azul antifantasmas —dijo Sam al ver que Lucy miraba hacia arriba—. Intentamos reproducir el color original lo más fielmente posible. Mucha gente de por aquí pintaba el techo de sus porches de azul. Hay quien dice que es para engañar a los pájaros y los insectos, para hacerles creer que es el cielo. Pero otros afirman que el principal motivo es para espantar a los fantasmas.
Este torrente de palabras hizo que Lucy se percatara de que efectivamente Sam estaba algo nervioso, como había dicho Justine. Aquélla era una situación insólita para ambos.
—¿Sabe tu familia que vengo? —preguntó.
Sam asintió.
—Les he llamado desde el hospital.
La puerta principal se abrió y proyectó un largo rectángulo de luz sobre el porche. Un hombre de pelo oscuro estaba de pie sujetando la puerta, mientras una niña rubia y un bulldog se acercaban a la entrada. El hombre era una versión algo más vieja y fornida de Sam, con el mismo atractivo tosco. Y lucía la misma sonrisa deslumbrante.
—Bienvenida a Rainshadow —dijo a Lucy—. Soy Mark.
—Siento molestar. Yo…
—No pasa nada —se apresuró a responder Mark. Miró a Sam—. ¿Qué puedo hacer?
—Su bolsa aún está en el coche.
—Iré a buscarla.
Mark pasó junto a ellos.
—Abrid paso, chicos —pidió Sam a la niña y al perro, que se hicieron a un lado—. Voy a llevar a Lucy al piso de arriba.
Accedieron a un vestíbulo de suelo oscuro y techo alto y encofrado. Las paredes estaban pintadas de color crema y decoradas con grabados botánicos enmarcados.
—Maggie está preparando la cena —anunció Holly, siguiéndoles—. Sopa de pollo y rollitos de levadura, y pudding de plátano de postre. Pudding de verdad, no de caja.
—Ya me parecía que olía demasiado bien para que cocinara Mark —comentó Sam.
—Maggie y yo te hemos cambiado las sábanas de la cama. Ha dicho que soy una buena ayudante.
—Ésa es mi chica. Ahora ve a lavarte para cenar.
—¿Puedo hablar con Lucy?
—Después, pelirroja. Lucy está agotada.
—Hola, Holly —consiguió decir Lucy por encima del hombro de Sam.
La pequeña le sonrió.
—El tío Sam nunca invita a nadie a quedarse a dormir. ¡Tú eres la primera!
—Gracias, Holly —masculló Sam mientras subía a Lucy por la magnífica escalera de caoba.
Una risa sin aliento hizo temblar la garganta de Lucy.
—Lo siento. Sé que Justine te ha obligado a hacer esto. Yo…
—Justine no podría obligarme a hacer nada contra mi voluntad.
Lucy dejó caer la cabeza sobre su hombro, incapaz de mirarle mientras decía:
—Tú no quieres que esté aquí.
Sam eligió las palabras con esmero.
—No quiero complicaciones. Igual que tú.
Cuando llegaron al rellano, a Lucy le llamó la atención una enorme ventana que daba al camino de entrada. Era una vidriera impresionante, en la que había representado un árbol desnudo sosteniendo una luna anaranjada de invierno en sus ramas.
Pero cuando Lucy parpadeó, los colores y los dibujos desaparecieron. La ventana estaba vacía. No había más que un cristal transparente.
—Espera. ¿Qué es eso?
Sam se volvió para ver lo que ella miraba.
—¿La ventana?
—Era una vidriera —dijo Lucy, aturdida.
—Es posible.
—No, es seguro. Con un árbol y una luna.
—Sea lo que sea lo que hubiera ahí, lo quitaron hace mucho tiempo. En algún momento alguien intentó dividir la casa en pisos. —Sam la alejó de la ventana—. Deberías haberla visto cuando la compré. Alfombrillas raídas en mínimas habitaciones. Habían derribado paredes, maestras y puesto tabiques de madera aglomerada. Mi hermano Alex vino con su brigada a reconstruir muros de carga y colocar vigas de soporte. Ahora la casa es firme como una roca.
—Es preciosa. Como sacada de un cuento de hadas. Tengo la sensación de haber estado ya aquí, o de haberlo soñado.
Lucy tenía la mente cansada y sus pensamientos eran algo inconexos.
Entraron en un largo dormitorio rectangular en paralelo a la bahía, con las paredes revestidas de paneles de madera con reborde, una chimenea en un rincón y numerosas ventanas que descubrían la extensión azul brillante de False Bay. Las ventanas de ambos lados de la habitación estaban provistas de mosquiteras y abiertas para dejar entrar el aire exterior.
—Ya estamos.
Sam la dejó sobre una gran cama con la cabecera de hierbas marinas y un edredón acolchado que ya habían desdoblado.
—¿Ésta es tu habitación? ¿Tu cama?
—Sí.
Lucy trató de levantarse.
—Sam, no…
—Estate quieta —ordenó él—. Lo digo en serio. Vas a hacerte daño. Tú ocuparás la cama. Yo dormiré en una cama abatible en otra habitación.
—No pienso echarte de tu dormitorio. Yo dormiré en la cama abatible.
—Dormirás donde te he dejado.
Sam la cubrió con el edredón blanco y azul. Sosteniéndose sobre los brazos a ambos lados de Lucy, la miró fijamente. Quizás era el efecto del resplandor del crepúsculo que entraba por las ventanas, pero su rostro parecía más dulce. Bajó una mano para retirarle un mechón rebelde detrás de la oreja.
—¿Crees que podrás permanecer despierta lo suficiente para tomar un poco de sopa?
Lucy negó con la cabeza.
—Entonces descansa. Vendré a verte dentro de un rato.
Lucy se quedó en silencio después de su marcha. La habitación era tranquila y fresca, y a lo lejos se oía el chapoteo rítmico de las olas. Unos sonidos placenteramente indistintos se filtraban a través del suelo y las paredes, voces acentuadas por alguna risa esporádica, el ruido de ollas, platos y cubiertos. Sonidos de familia y hogar, flotando en el aire como una canción de cuna.
Sam se detuvo en el rellano del segundo piso para asomarse por la ventana. La luna había aparecido incluso antes de que acabara de ponerse el sol, un enorme círculo de un blanco dorado sobre el cielo magenta. Los científicos afirmaban que el tamaño de la luna en el solsticio de verano era un efecto óptico, que el ojo humano era incapaz de medir bien la distancia sin la ayuda de referencias visuales. Pero algunas ilusiones eran más ciertas que la realidad.
En una ocasión Sam había leído un artículo sobre un antiguo poeta chino que se ahogó cuando intentaba abrazar el reflejo de la luna. Había estado bebiendo vino de arroz a la orilla del río Yangtsé; demasiado vino, a juzgar por su ignominiosa muerte. Pero Dios sabía que no había elección cuando uno anhelaba algo o a alguien que no podía tener jamás. Ni siquiera quería una opción. Tal fue la fatal tentación de la luz de la luna.
Lucy estaba en su cama, frágil como una orquídea rota. Se sintió tentado a quedarse en el pasillo, junto a la puerta del dormitorio, y sentarse en el suelo con la espalda recostada en la pared, esperando cualquier indicio de que necesitara algo. Pero se obligó a ir abajo, donde Renfield se paseaba de aquí para allá con un calcetín desechado, Holly ponía la mesa y Mark hablaba por teléfono con alguien para concertar una visita al dentista.
Cuando entró en la cocina, Sam se dirigió hacia la enorme mesa de madera donde Maggie batía nata en un cuenco.
Maggie Conroy era más atractiva que hermosa, con una personalidad tan rebosante de vitalidad que daba la impresión de que era más alta de lo que era en realidad. Solo cuando uno se situaba a su lado caía en la cuenta de que no debía de medir más de un metro cincuenta y cinco. «Mido un metro cincuenta y seis», insistía siempre, como si ese centímetro de más tuviera alguna incidencia.
En el pasado Mark siempre había perseguido mujeres de bandera, de las que quitaban el hipo, pero rara vez resultaba divertido pasar un rato con ellas. Gracias a Dios, cuando finalmente Mark decidió mantener una relación seria con alguien, eligió a Maggie, cuyo peculiar optimismo era precisamente lo que la familia necesitaba.
Sam se le acercó sin decir palabra, le quitó el cuenco y el batidor y siguió batiendo la nata.
—Gracias —dijo Maggie, sacudiendo su mano acalambrada.
—¿Por qué no usas la batidora eléctrica?
—¿No te lo ha dicho Mark? —Maggie se llevó las manos a la cabeza y la inclinó avergonzada—. La semana pasada quemé el motor de la batidora. La sustituiré, lo prometo.
—No te preocupes por eso —replicó Sam, sin dejar de batir—. En esta casa estamos acostumbrados a los desastres culinarios. Solo que normalmente los causantes somos Mark y yo. ¿Cómo quemaste el motor?
—Intentaba hacer pasta para pizza de trigo integral, pero se puso demasiado espesa y dura, hasta que olí a quemado y la batidora empezó a echar humo.
Sonriendo, Sam usó el extremo del batidor para probar la nata batida, que conservaba su forma.
—Maggie, cariño, la pizza no es algo que se haga en casa. Pizza es lo que pides cuando no te apetece cocinar.
—Intentaba hacer una versión más saludable.
—La pizza no tiene que ser saludable. Es pizza.
Sam le pasó el cuenco, y ella procedió a taparlo con papel de celofán y a guardarlo en el frigorífico.
Después de cerrar el Sub-Zero, que había sido camuflado con puertas de armario pintadas de color crema a juego con el resto de la cocina, Maggie se acercó a la olla puesta al fuego y removió la sopa.
—¿Cómo está tu amiga? —preguntó—. Lucy, ¿no?
—Sí. Se pondrá bien.
Maggie le dirigió una perceptible mirada de soslayo. —¿Y tú?
—Estupendamente —contestó Sam, un poco demasiado deprisa.
Maggie empezó a servir la sopa en cuencos.
—¿Preparo una bandeja con la cena para ella?
—No, está fuera de combate.
Sam cogió una botella de vino ya descorchada y se sirvió un vaso.
—De modo que has traído a Lucy aquí para que se recupere —comentó Maggie—. Y vas a cuidarla. Debe de ser alguien especial.
—Nada del otro mundo. —Sam mantuvo un tono escrupulosamente despreocupado—. Somos amigos.
—¿Solo amigos?
—Sí.
—¿Hay alguna posibilidad de que se convierta en algo más?
—No. —Una vez más, su respuesta fue demasiado precipitada. Frunció el ceño al ver la sonrisa cómplice de Maggie—. No le interesa mi tipo de relación.
—¿Qué tipo es ése? ¿Sexo con mujeres hermosas sin ninguna posibilidad de compromiso?
—Exacto.
—Si das con la mujer adecuada, tal vez querrás probar algo un poco más duradero.
Sam sacudió la cabeza.
—No quiero nada a largo plazo.
Puso la mesa y fue en busca de Mark y Holly para anunciarles que la cena estaba lista. Cuando les encontró en la salita, se detuvo en el amplio umbral, donde habían derribado una pared superflua para disponer de más espacio.
Mark y Holly estaban sentados juntos en el sofá, una antigualla que Maggie había encontrado y había convencido a Mark de que la comprara. En su estado original, aquel sofá estaba hecho una ruina, rayado y devorado por las polillas de arriba abajo. Pero tras desmontar y restaurar el armazón de palisandro, y después de tapizarlo con hectáreas de terciopelo verde salvia, el mueble poseía una grandiosidad caprichosa que casaba con la casa.
A Holly le colgaban las piernas del sofá. Columpiaba los pies ociosamente mientras Mark anotaba en la agenda familiar abierta sobre la mesilla.
—Así pues, cuando estés en la consulta de la dentista y te pregunte con qué frecuencia te limpias los dientes con seda dental, ¿qué le dirás? —inquirió Mark.
—Le diré: «¿Qué es seda dental?».
Holly se echó a reír mientras Mark le hacía cosquillas en el costado y le besaba la coronilla.
No por primera vez, Sam quedó admirado ante la vertiente paternal de la relación que Mark mantenía con la niña. En el pasado no había sido un rol para el que Mark pareciera estar especialmente dotado, pero lo había asumido con sorprendente celeridad cuando Holly entró en sus vidas.
Mark se inclinó para anotar algo en la agenda familiar.
—¿Ya ha encargado Maggie tus zapatillas de ballet para las clases de danza?
—No lo sé.
—Está bien, se lo preguntaré.
—Tío Mark. —¿Sí?
—El bebé será mi primo, ¿verdad?
El bolígrafo se detuvo. Mark lo dejó con cuidado y miró la cara seria de la niña.
—Técnicamente, sí. Pero me imagino… —Hizo una pausa para elegir las palabras con esmero—. Me imagino que ese bebé será como tu hermano o hermana. Porque creceréis juntos.
—Algunos niños de mi clase creen que eres mi papá. Hasta pareces un papá.
Sam, que había estado a punto de decir algo desde el umbral, cerró la boca. No se atrevía a interrumpir aquel momento marchándose o interviniendo. Solo podía quedarse allí inmóvil, consciente de que sucedía algo importante.
Mark puso una cara cuidadosamente impasible.
—¿Qué les dices a tus amigos cuando te preguntan si soy tu papá?
—Dejo que lo crean. —Holly hizo una pausa—. ¿Está mal?
Mark sacudió la cabeza.
—Claro que no —respondió con voz enronquecida.
—¿Aún te llamaré tío Mark cuando haya llegado el bebé?
Mark cogió una de las manos de la niña, ridículamente menuda en comparación con la suya, y la intercaló entre sus palmas.
—Podrás llamarme como quieras, Holly.
La pequeña se le acercó hasta recostar la cabeza sobre el brazo de su tío.
—Quiero llamarte papá. Quiero que seas mi papá.
Mark se quedó sin habla. Era evidente que no se esperaba aquello, o ni siquiera se había permitido pensarlo. Tragó saliva y se inclinó para posar el rostro sobre los cabellos de Holly, de un rubio pálido como la luz de la luna.
—Me encantaría. Yo… sí.
Se la puso en el regazo y la abrazó, al mismo tiempo que le alisaba torpemente el pelo.
Siguieron unos murmullos indistinguibles, tres sílabas que se repetían una y otra vez.
El propio Sam sintió que se le agarrotaban los músculos del cuello. Estaba fuera de aquel momento y sin embargo formaba parte del mismo.
—Me estás aplastando —protestó la voz apagada de Holly al cabo de un ratito.
Los brazos de Mark se aflojaron, y la pequeña saltó de su regazo.
Renfield había entrado en la estancia, con un pañuelo de papel colgando de su boca.
—Renfield —le regañó Holly—, no te comas eso.
Contento por haber llamado su atención, el perro salió de la sala con el pañuelo.
—Yo se lo quitaré —dijo Holly. Se detuvo a frotarse la nariz contra la de Mark—. Papá —añadió con una picara sonrisa, y salió corriendo detrás del perro.
Sam nunca había visto a su hermano tan sumamente conmovido. Entró en la sala al mismo tiempo que Mark soltaba un breve suspiro y se secaba los ojos con los dedos.
Al verle, Mark parpadeó y empezó a decir con vacilación:
—Sam…
—Lo he oído —le interrumpió Sam en voz baja, y sonrió—. Es bueno, Mark. Holly tenía razón. Pareces un papá.