12

Lucy recobró la conciencia en un rompecabezas que había que resolver antes de que pudiera encontrar algún sentido. Olores a látex, esparadrapo, alcohol isopropilo. Sonidos de voces, el traqueteo de las ruedas de un carrito o una camilla, el timbre de un teléfono, los pitidos serenos de un monitor de constantes vitales. Estaba desconcertada por la constatación de que hablaba como una actriz cuyas frases se hubieran doblado mal en una película, sílabas que no encajaban.

Llevaba una bata de hospital de algodón fino que no recordaba haberse puesto. Le habían introducido una aguja intravenosa en la parte superior de la mano y la habían sujetado con esparadrapo. De vez en cuando un técnico de urgencias o una enfermera entraban en el pequeño recinto con cortinas, cuyas ruedecillas corrían por el riel del techo produciendo un sonido parecido al de huevos batiéndose en un recipiente metálico.

Le habían inmovilizado la pierna y el tobillo derechos con una tablilla. Le llegaron vagos recuerdos de reconocimientos y radiografías. Aunque sabía la suerte que había tenido, lo mucho peor que habría podido ser el accidente, la depresión se extendió sobre ella como una manta asfixiante. Cuando giró la cabeza hacia un lado, la almohada que la sostenía hizo un crujido como de plástico. Una lágrima le resbaló por la mejilla y fue absorbida por la funda de la almohada.

—Toma. —La enfermera le pasó un pañuelo de papel—. Eso es normal después de un accidente —dijo mientras Lucy se secaba los ojos—. Seguramente lo harás a ratos durante los próximos días.

—Gracias. —Lucy sujetó el pañuelo en la palma de la mano—. ¿Puedes decirme qué me ocurre en la pierna?

—El doctor está examinando las radiografías. Pronto vendrá a hablar contigo. —La mujer sonrió, con cara amable—. Entretanto, tienes una visita.

Descorrió la cortina y se detuvo en seco delante de alguien.

—¡Oh! Debías esperar en esa sala.

—Tengo que verla ahora —dijo la brusca voz de Justine.

Los labios de Lucy esbozaron una sonrisa.

Justine irrumpió como una brisa fresca, con su coleta oscura oscilando y una presencia enérgica en la fría esterilidad del entorno del hospital. El alivio de tener la compañía de su amiga hizo que los ojos se le anegaran de lágrimas.

—Lucy…, cariño… —Justine se le acercó y enderezó con cuidado el lazo del tubo intravenoso—. Dios mío. Me da miedo abrazarte. ¿Cómo estás? ¿Te has roto algo?

Lucy sacudió la cabeza.

—El doctor vendrá enseguida. —Alargó una mano para coger la de Justine y de su boca surgió un torrente de palabras—. Iba en bicicleta y me dieron un golpe de refilón. El coche giró bruscamente como si el conductor estuviera bebido. Creo que era una mujer. No sé por qué no paró. No sé dónde está mi bici, ni el bolso, ni el teléfono…

—Frena. —Justine le apretó ligeramente la mano—. No era un conductor borracho, sino una anciana. Creyó que había golpeado una rama, pero se detuvo unos metros más adelante. Se alteró tanto cuando vio lo que había ocurrido que la pareja que te encontró temió que le diera un ataque al corazón.

—Pobre mujer —murmuró Lucy.

—Tu bolso y tu teléfono están aquí. La bici está hecha polvo.

—Es una vieja Schwinn —dijo Lucy, afligida—. De los años sesenta. Todas las piezas son originales.

—Una bicicleta puede sustituirse. Tú, no.

—Has sido muy amable viniendo —dijo Lucy—. Sé lo atareada que estás.

—¿Bromeas? No hay nada más importante que tú o Zoë. Ella también quería venir, pero tenía que quedarse alguien en la hostería. —Justine se detuvo—. Antes de que se me olvide, Duane me encargó que te dijera que ya han averiguado qué le ocurre a tu coche. Tiene problemas de compresión de cilindros.

—¿Qué significa eso?

—Podría ser debido a una válvula de entrada o un segmento de pistón defectuosos, un fallo en la junta de la culata… Duane lo llevará al taller para que lo arreglen. No tiene idea de cuánto tardarán.

Lucy sacudió la cabeza, agotada y desorientada.

—De todos modos, con la pierna lesionada, seguramente no podré conducir durante algún tiempo.

—Tienes una legión de moteros que te llevarán adonde tú quieras ir. —Justine hizo una pausa—. Siempre y cuando no te importe montar en una Harley.

Lucy forzó una leve sonrisa.

El médico, un hombre de pelo oscuro, ojos cansados y sonrisa amable, entró.

—Soy el doctor Nagano —anunció, acercándose a Lucy—. ¿Me recuerdas?

—Más o menos —contestó Lucy dócilmente—. Me pidió que me tocara la nariz. Y quería saber mi apellido.

—Formaba parte de una prueba diagnóstica. Tienes una ligera conmoción cerebral, lo que significa que deberás descansar unos días. Y a la vista de las radiografías, eso no será ningún problema.

—¿Se refiere a mi pierna? ¿Está rota?

El doctor Nagano negó con la cabeza.

—De hecho, habría sido preferible una fractura limpia. Un hueso sana más fácilmente que un ligamento dañado.

—¿Es eso lo que tengo? ¿Un ligamento dañado?

—Tres ligamentos. Además de una fisura muy fina en la fíbula, que es el más pequeño de los dos huesos de la pantorrilla. Ni decir tiene que no podrás ponerte de pie durante los tres días siguientes.

—¿Ni siquiera puedo ir al baño?

—Eso es. Nada de peso sobre esa pierna. Mantenía levantada y en hielo. Esos ligamentos tardarán algún tiempo en curarse bien. Te mandaré a casa con instrucciones detalladas. Dentro de tres días deberás volver para ponerte un braguero y prestarte unas muletas.

—¿Durante cuánto tiempo?

—Un mínimo de tres meses con el braguero.

—Dios mío.

Lucy cerró los ojos.

—¿Tiene más lesiones? —oyó preguntar a Justine.

—Arañazos y moratones, nada grave. Lo importante es observarla por si se dan efectos secundarios de la conmoción: jaqueca, náuseas, confusión…, en cuyo caso habrá que ingresarla enseguida.

—Entiendo —dijo Justine.

Cuando el médico se hubo marchado, Lucy abrió los ojos y vio a Justine frotándose la frente como si fuera un papel acolchado que intentara alisar.

—Oh —murmuró Lucy, consternada—. Tú y Zoë ya tenéis suficiente trabajo, ¿verdad? —Durante los últimos días habían estado muy atareadas con los preparativos de un gran banquete de boda que se celebraría aquel fin de semana—. Es el peor momento posible para que os haga esto.

—No lo has hecho aposta —replicó Justine—. Y tampoco existe el momento más oportuno para ser arrollado por un coche.

—Tengo que pensar qué hacer…, adónde ir…

—No te preocupes —dijo Justine con firmeza—. A partir de ahora vas a destinar cada gramo de tu energía a recuperarte. Nada de estrés. Yo decidiré qué hacer.

—Lo siento mucho —se disculpó Lucy, sorbiendo por la nariz—. Soy un coñazo.

—Calla. Suénate. —Lucy cogió un pañuelo de papel y lo puso en la nariz de Lucy como si fuera una niña—. Las amigas son el sostén de la vida. No nos dejaremos de lado, ¿vale?

Lucy asintió.

Justine se enderezó y le sonrió.

—Estaré en la sala de espera, haciendo unas cuantas llamadas. No te vayas.

Desde el momento en que había recibido la llamada de Justine, Sam se sintió invadido por una profunda preocupación. «Voy para allá», se limitó a decir, y en menos de quince minutos ya se encontraba en el hospital.

Después de entrar en el edificio a grandes zancadas, dio con Justine en la sala de espera.

—Sam —dijo ella, con la sombra de una sonrisa en el rostro—. Gracias por venir. Es una situación espantosa.

—¿Cómo está Lucy? —preguntó él con brusquedad.

—Tiene una leve conmoción cerebral, arañazos y moratones, y la pierna hecha cisco. Ligamentos dañados y una fractura.

—Maldita sea —farfulló Sam—. ¿Cómo ha ocurrido?

Justine se lo explicó precipitadamente, mientras él escuchaba sin hacer comentarios.

—… de modo que no podrá moverse para nada durante algunos días —concluyó Justine—. Y, aunque Lucy no pesa mucho, Zoë y yo no podemos trasladarla sin ayuda de alguien más.

—Yo os ayudaré —se ofreció Sam en el acto.

Justine soltó un hondo suspiro.

—Gracias a Dios. Te adoro. Sabía que dispondrías de suficiente espacio en tu casa, y además Zoë y yo tenemos esa boda del demonio en la hostería este fin de semana. No podemos perder un segundo, y nos era imposible…

—Espera —la interrumpió Sam abruptamente—. No puedo llevar a Lucy a mi casa.

Justine se llevó las manos a la cadera y le miró con exasperación.

—Has dicho que ayudarías.

—Sí, ayudaré. Pero no puede quedarse conmigo.

—¿Por qué no?

La fuerza de su objeción había dejado a Sam momentáneamente mudo. Nunca había permitido que una mujer pasara la noche en su casa. Y, sobre todo, no quería que fuera Lucy. Se había puesto tenso de la cabeza a los pies, y una película de sudor le recubría la piel.

—¿Por qué no puede hacerlo otro? —preguntó secamente—. ¿Y sus padres?

—Viven en Pasadena.

—¿No tiene otros amigos?

—Sí, pero no en la isla. A excepción de Zoë y yo, perdió las amistades que se granjeó con Kevin. No querían fastidiarle poniéndose del lado de Lucy. —Con exagerada paciencia, Justine añadió—: ¿Cuál es exactamente el problema, Sam?

—Apenas la conozco —protestó él.

—Te cae bien. Has venido corriendo en cuanto te he llamado.

—No conozco a Lucy lo suficiente para ayudarla a levantarse de la cama y acostarse, llevarla al baño, cambiarle las vendas y todo lo demás.

—¿Qué? ¿Ahora me sales con remilgos? Vamos, Sam. Has estado con muchas mujeres. No hay nada que no hayas visto antes.

—No es eso.

Sam empezó a pasearse por la sala de espera vacía, mesándose los cabellos con una mano. ¿Cómo podía explicar el enorme peligro de estar a solas con Lucy? ¿Que el problema residía de hecho en cuánto deseaba ocuparse de ella? No confiaba en sí mismo. Acabaría teniendo sexo con ella, aprovechándose de ella, haciéndole daño.

Dejó de andar y miró a Justine con el ceño fruncido.

—Escucha —dijo apretando los dientes—. No quiero acercarme a ella. No quiero que dependa de mí.

Justine le dirigió una mirada con los ojos entrecerrados que debería haberle fulminado en el acto.

—¿Tan jodido estás, Sam?

—Desde luego que sí —espetó él—. ¿He fingido alguna vez ser normal?

Justine chasqueó la lengua, contrariada.

—¿Sabes una cosa? Siento habértelo preguntado. Ha sido un error.

Sam frunció el ceño mientras ella se volvía.

—¿Qué vas a hacer?

—No te preocupes. No es asunto tuyo.

—¿A quién llamas? —insistió Sam.

—A Duane. Él y sus amigos se ocuparán de ella.

Sam quedó boquiabierto.

—¿Vas a confiar una mujer herida y sometida a medicación a una banda de moteros?

—En realidad son buenos chicos. Y tienen su propia iglesia.

Una furia instantánea encendió el rostro de Sam.

—Tener iglesia propia no significa ser un buen chico. Solo te permite no pagar impuestos.

—No me grites.

—Yo no grito.

—Desde luego yo no llamaría a eso la voz de tu conciencia, Sam.

Justine levantó el teléfono y tecleó sobre la pequeña pantalla.

—No —gruñó él.

—¿No, qué?

Sam aspiró hondo, ardiendo en deseos de descargar su puño contra una pared.

—Yo… —Se quedó sin voz, carraspeó ruidosamente y le dirigió una mirada airada—. Yo cuidaré de ella.

—En tu casa —aclaró Justine.

—Sí —masculló él entre dientes.

—Bien. Gracias. Dios mío, qué drama.

Sacudiendo la cabeza, Justine se acercó a la máquina expendedora y pulsó unos cuantos botones para sacar una bebida.

Lucy parpadeó, desconcertada, cuando Sam Nolan se abrió paso a través de las cortinas.

—¿Qué haces aquí? —preguntó con voz débil.

—Justine me ha llamado.

—No debería haberlo hecho. Lo siento.

Él la examinó sin perder un detalle. Cuando habló, lo hizo en voz baja y ronca.

—¿Te duele?

—Se puede aguantar. —Lucy hizo un gesto hacia la bolsa intravenosa—. Me administran algún tipo de narcótico. —Y añadió con inquietud—: Tengo una aguja en la mano.

—Pronto te sacaremos de aquí.

Lucy se fijó en la camiseta de Sam, azul oscuro y estampada con el perfil blanco de lo que parecía una cabina telefónica antigua.

—¿Para qué es esa cabina telefónica?

—Es la caja policía. De Dr. Who. —Viendo su incomprensión, Sam explicó—: Es una nave espacial para viajar en el tiempo.

Los labios de Lucy esbozaron una sonrisa.

—Cretino —dijo, y se sonó la nariz.

Después de acercarse, Sam le puso una mano en la cadera, examinó los bordes de una venda de poliuretano y le ajustó la manta del hospital sobre la pierna entablillada. Había cierta actitud posesiva en su manera de tocarla. Lucy le miró perpleja, tratando de averiguar qué le ocurría. Tenía el aire de un hombre que se enfrenta a una obligación desagradable.

—Pareces enfadado —observó.

—No lo estoy.

—Aprietas los dientes.

—Siempre parezco apretar los dientes.

—Tienes una mirada feroz.

—Es la iluminación del hospital.

—Algo pasa —insistió ella.

Sam le cogió la gélida mano, con cuidado de no desplazar el pulsioxímetro que le habían colocado en el índice. Rozó suavemente con el pulgar el exterior de sus dedos.

—Durante los próximos días necesitarás a alguien que te ayude. Esto es más de lo que puedes manejar tú sola. —Una pausa calculada—. De modo que te llevaré a Rainshadow Road conmigo.

Lucy abrió los ojos como platos y retiró la mano de la suya.

—No. Yo…, no, no lo haré. ¿Es por eso que te ha llamado Justine? Dios mío. No puedo ir a ninguna parte contigo.

Sam se mostró implacable.

—¿Adónde piensas ir, Lucy? ¿A la hostería? ¿Para estar encerrada sola en una habitación sin nadie que te ayude? Aunque Zoë y Justine no tuvieran que organizar un gran acontecimiento este fin de semana, les costaría mucho trabajo subirte y bajarte por todas esas escaleras.

Lucy se llevó una mano fría y húmeda a la frente, que empezaba a dolerle terriblemente.

—Yo… llamaré a mis padres.

—Están a mil quinientos kilómetros, por lo menos.

Lucy estaba tan preocupada y tan cansada que se notó un nudo en la garganta ante la amenaza de más lágrimas. Horrorizada por su incapacidad para dominarse, se tapó los ojos con una mano y emitió un gemido de frustración.

—Estás demasiado ocupado. El viñedo…

—Mis hombres me sustituirán.

—¿Y qué me dices de tu hermano y Holly?

—No les importará. La casa es grande.

Mientras empezaba a comprender la situación, Lucy se percató de que Sam tendría que ayudarla a bañarse, comer, vestirse…, cosas íntimas que resultarían violentas incluso con alguien a quien conociera desde hacía mucho tiempo. Y él no parecía alegrarse de aquella perspectiva mucho más que ella.

—Tiene que haber otra solución —dijo Lucy, tratando de pensar desesperadamente.

Inhaló una bocanada de aire, y otra, incapaz de llevar suficiente oxígeno a la oprimida cavidad de sus pulmones.

—Maldita sea, no empieces a respirar aceleradamente.

Sam le puso una mano sobre el pecho y empezó a moverla lentamente en círculos. La excesiva confianza de aquel gesto hizo que Lucy diera un respingo.

—No te he autorizado a… —comenzó a decir con vacilación.

—Durante los próximos días —anunció Sam, bajando los párpados para ocultar su expresión— tendrás que acostumbrarte al contacto de mis manos.

El movimiento circular continuó, y Lucy cedió impotente. Para mayor vergüenza, se le escapó un leve sollozo. Cerró los ojos.

—Dejarás que te cuide —le oyó decir—. No gastes fuerzas discutiendo. La realidad es que vendrás a casa conmigo.