11

Sam reaccionó sin vacilación al notar la mano de Lucy sujetándole por la nuca. La había deseado durante todo el almuerzo, fascinado por su enojadiza vulnerabilidad, por el modo en que sus sonrisas casi nunca le llegaban a los ojos. No podía dejar de pensar en lo radiante que estaba cuando le había hablado de su trabajo, acariciando con los dedos con aire ausente una lámina de vidrio como si fuera la piel de un amante.

Quería llevar a Lucy a la cama y mantenerla allí, hasta que toda la tensión recelosa hubiera desaparecido y estuviera relajada y satisfecha entre sus brazos. Ávido de su sabor, Sam intensificó la presión del beso y le tocó la lengua con la punta de la suya. La lisa blandura le excitó al instante y le llenó de un calor sofocante. Lucy tenía un cuerpo enjuto pero fuerte, que no cedía al suyo. Ese indicio de firmeza resistente le hizo desear aferraría y atraerla hasta moldearla contra él.

Percatándose de que aquella demostración pública de afecto podía descontrolarse —cuando menos por su parte—, Sam deshizo el beso y levantó la cabeza solo lo suficiente para mirar sus aturdidos ojos verdes. Su piel de porcelana estaba imbuida de color. Su respiración le acariciaba los labios con oleadas calientes y le aguijoneaba los sentidos.

Lucy desvió la mirada.

—Nos han visto —susurró.

Todavía absorto en sus pensamientos de qué deseaba hacer con ella, Sam experimentó una ola de fastidio. No quería tener nada que ver con aquel par de idiotas, no quería hablar, no le apetecía hacer nada que no fuera llevarse a su mujer a la cama.

Le invadió un escalofrío de alarma. ¿Su mujer…? No había pensado en nada semejante en su vida. No era un tipo posesivo. La necesidad de reclamar una mujer concreta, de insistir en sus derechos exclusivos a ella, no era propia de él. Y nunca lo sería.

Así pues, ¿por qué diablos había cometido ese desliz?

Pasó un brazo sobre los hombros de Lucy y se volvió hacia Kevin y Alice, que mostraban una expresión de consternación casi cómica.

—Nolan —dijo Kevin, incapaz de mirar a Lucy.

—Pearson.

Kevin hizo una torpe presentación.

—Sam Nolan, te presento a mi… amiga, Alice.

Alice extendió un brazo delgado, y Sam le estrechó la mano entre un tintineo de pulseras. Era tan enjuta como Lucy y terna el pelo del mismo color oscuro intenso. Pero era delgada como un palillo y angulosa, se tambaleaba sobre unos tacones de cuña de corcho y tenía los pómulos prominentes como pretiles. Una gruesa capa de maquillaje realzaba sus ojos de mapache y le confería un brillo desconcertante. Aunque Sam estaba predispuesto a que Alice no le cayera bien, sintió una pizca de compasión. Le daba la impresión de una mujer que se extralimitaba un poco, una mujer cuya inseguridad se manifestaba en sus celosos esfuerzos por ocultarla.

—Soy su prometida —anunció Alice en un tono arisco.

—Felicidades —dijo Lucy.

Si bien hacía todo lo posible por mostrarse inescrutable, el dolor, la rabia y la vulnerabilidad se sucedieron sobre sus facciones a la velocidad del rayo.

Alice la miró.

—No sabía cómo decírtelo.

—Ya he hablado de eso con mamá —repuso Lucy—. ¿Ya habéis puesto fecha?

—La estamos buscando para finales de verano.

Sam decidió que la conversación ya había durado lo suficiente. Era el momento de terminarla antes de que estallaran los fuegos artificiales.

—Buena suerte —dijo enérgicamente, al mismo tiempo que invitaba a Lucy a levantarse con él—. Tenemos que irnos.

—Que aproveche —añadió Lucy con voz monótona.

Sam cogió la mano de Lucy mientras salían del restaurante. En su cara había aparecido una expresión extraña y distante. Por algún motivo tenía la sensación de que, si soltaba a Lucy, quizás ella se alejaría rápidamente sin rumbo fijo, como un carrito de la compra abandonado rodando por el aparcamiento de un hipermercado.

Cruzaron la calle y se encaminaron hacia el estudio de arte.

—¿Por qué he dicho eso? —preguntó Lucy de repente.

—¿Qué?

—«Que aproveche». No era esa mi intención. Espero que la comida les siente como un tiro. Espero que se les atragante.

—Nadie ha pensado que lo decías de verdad, créeme —respondió Sam secamente.

—Alice está muy flaca. No parecía feliz. ¿Qué impresión te ha causado?

—Creo que tú vales cien veces más que ella.

Sam se cambió de sitio para andar por el lado del bordillo.

—¿Entonces por qué Kevin…?

Lucy se interrumpió, sacudiendo la cabeza con impaciencia.

Sam tardó un momento en contestar. No porque tuviera que pensar un motivo; ya sabía por qué. Pero Lucy le producía un efecto de lo más curioso, que provocaba extraños torrentes de ternura y aprecio y al mismo tiempo algo indescriptible… No sabía qué era, pero no le gustaba.

—Kevin fue a por tu hermana porque se cree superior a ella —declaró.

—¿Cómo lo sabes?

—Porque es la clase de hombre que necesita una mujer dependiente. Tiene que ser él quien controle la situación. Se sintió atraído por ti por motivos obvios, pero no podía funcionar a largo plazo.

Lucy asintió, como si aquellas palabras confirmaran algo que ya sospechaba.

—Pero ¿por qué tanta prisa por casarse? Cuando hablé con mi madre, dijo que hace poco Alice perdió su empleo. De manera que quizás Alice no sabe qué hacer. Pero eso no explica por qué Kevin está dispuesto a aceptarlo.

—¿Querrías recuperarle?

—Jamás. —La voz de Lucy adoptó un tono de desolación—. Pero creía que era feliz conmigo, cuando es evidente que no lo era. No es lo mejor para el ego.

Sam se detuvo en la esquina y volvió a Lucy de cara a él.

Nada le habría gustado más que llevarla de nuevo al condominio y mostrarle algunas de sus ideas para restañar su orgullo herido. Mientras miraba su carita sensible, se le ocurrió que aquélla era una experiencia nueva para él, una atracción que parecía tomar impulso con el peso de cada segundo que pasaba con ella.

Pero ¿cuánto daño le haría una vez que se acabara? Riéndose de sí mismo, Sam se percató de que su instinto de seducirla era equiparable al deseo de prevenirla contra él.

Con una leve sonrisa, levantó la mano para trazar el delicado perfil de su mandíbula.

—Te tomas la vida en serio, ¿verdad?

Una arruga apareció entre las cejas de Lucy.

—¿Cómo iba a tomármela, si no?

Sam sonrió. Utilizando ambas manos, le levantó la cabeza y le depositó un beso lento y dulce en los labios. Notaba el calor de su piel, y la palpitación de sus latidos era como un tatuaje marcado y repentino contra sus dedos. Ese contacto, por limitado que fuera, le excitó más de lo debido, más rápido de lo que cabría esperar. Levantando la cabeza, Sam se esforzó por moderar su respiración, ahuyentar la creciente punzada de deseo.

—Si alguna vez estás interesada en una relación física sin sentido que no va absolutamente a ninguna parte, espero que me lo hagas saber —le dijo.

Caminaron en silencio hasta que llegaron al estudio de arte de Lucy.

Ella se detuvo en el umbral.

—Estoy interesada en el condominio, Sam —dijo con cautela—. Pero no si tiene que llevar a una situación difícil.

—No será así —repuso Sam tras llegar a la conclusión de que, por más que le apeteciera tener una aventura con Lucy Marinn, era imposible que acabara bien. Le obsequió una sonrisa y un breve abrazo platónico—. Obtendré la información de Mark y te llamaré.

—De acuerdo. —Lucy retrocedió y le dirigió una tímida sonrisa—. Gracias por el almuerzo. Y todavía más por ayudarme a superar mi primer encuentro con Kevin y Alice.

—Yo no he hecho nada —dijo él—. Lo habrías superado perfectamente tú sola.

—Ya lo sé. Pero ha sido más fácil contigo.

—Bien —respondió Sam, y le sonrió antes de marcharse.

—Está torcida —anunció Holly por la mañana, entrando en la cocina.

Sam levantó la vista del cuenco que estaba llenando con cereales.

—¿Qué está torcido?

La niña se volvió para mostrarle la parte de atrás de su cabeza. Había pedido a Sam que le recogiera el pelo en dos coletas, un proceso esmerado que comenzaba haciendo una raya perfectamente recta de arriba abajo. Las coletas no debían estar demasiado bajas, demasiado altas, demasiado sueltas ni demasiado tirantes. Normalmente era Mark quien se ocupaba de peinar a Holly, ya que tenía facilidad para hacerlo como ella quería. Pero Mark había pasado la noche en casa de Maggie, y aquella mañana tardaba mucho en llegar.

Sam examinó la raya en la parte posterior de la cabeza de Holly.

—Es recta como una cola de gato.

La pequeña le dirigió una mirada un tanto exasperada.

—Las colas de gato no son rectas.

—Lo son cuando tiras de ellas —dijo él, y tiró suavemente de una de sus coletas. Dejó el cuenco de cereales sobre la mesa—. Llegarás tarde a la escuela si tengo que arreglarlo.

Holly exhaló un suspiro.

—Supongo que tendré que ir así todo el día.

Inclinó la cabeza en un ángulo compensatorio.

Sam se echó a reír, y estuvo a punto de atragantarse con un sorbo de café.

—Si desayunas deprisa, quizá tengamos tiempo de arreglarlo.

—¿Arreglar qué? —dijo la voz de Mark cuando entraba en la cocina. Se acercó a Holly y se arrodilló junto a la silla—. Buenos días, princesa.

La niña le echó los brazos al cuello.

—Buenos días, tío Mark. —Le besó y sonrió contra su hombro—. ¿Me arreglarás el pelo?

Mark la miró compasivamente.

—¿Otra vez te lo ha hecho torcido Sam? Yo me encargaré. Pero antes cómete los cereales mientras aún están crujientes.

—¿Cómo te va? —Preguntó Sam mientras Mark vaciaba la cafetera y el filtro—. ¿Todo marcha bien?

Mark asintió, con un aspecto cansado y preocupado.

—Anoche tuve una cena magnífica con Maggie, todo estupendo. Estamos intentando resolver el calendario. —Se detuvo, a la vez que sus cejas oscuras se juntaban—. Tratamos de fijar la fecha de la boda. Quizá la aplazaremos un poco. Ya te lo explicaré después.

—¿Por qué tanta prisa? —preguntó Sam—. No parece que vuestro compromiso tenga un plazo limitado.

Mark llenó el depósito de la cafetera y dirigió a Sam una mirada precavida.

—En realidad, sí.

—No lo entiendo. ¿Por qué…? —Entonces cayó en la cuenta. Sam abrió los ojos como platos—. ¿Estamos hablando de un plazo de nueve meses? —preguntó con cautela.

Un leve asentimiento con la cabeza.

—¿Maggie va a tener un bebé? —intervino Holly con la boca llena de cereales.

Mark se volvió y masculló un juramento, a la vez que Sam miraba a Holly con incredulidad.

—¿Cómo sabes qué preguntaba?

—Veo el canal Discovery.

—Gracias, Sam —gruñó Mark.

Sam sonrió, le abrazó y le dio unas palmaditas en la espalda.

—Felicidades.

Holly saltó de la silla y se puso a brincar.

—¿Podré ayudar a cuidar del bebé? ¿Puedo ayudar a ponerle nombre? ¿Haré fiesta en la escuela el día que nazca? ¿Cuándo llegará el bebé?

—Sí, sí, sí, y aún no lo sabemos —contestó Mark—. Princesa, ¿podemos mantenerlo en secreto durante algún tiempo? Aún no ha llegado el momento de que Maggie quiera empezar a anunciarlo a la gente.

—Claro —dijo Holly alegremente—. Sé guardar un secreto.

Mark y Sam intercambiaron una mirada arrepentida, sabiendo que al final del día toda la escuela primaria ya se habría enterado.

Después de llevar a Holly a la escuela, cuando regresó a casa, Mark encontró a Sam pintando el revestimiento recién instalado en el salón. La pintura, de color avellana oscuro, desprendía un fuerte olor a disolventes pese a que Sam había abierto algunas ventanas para tratar de ventilar la estancia.

—No entres a menos que quieras pillar un colocón —advirtió Sam.

—En ese caso te ayudaré.

Sam sonrió socarronamente cuando su hermano entró en la sala.

—Ha sido una noticia bomba, ¿no? ¿Lo teníais previsto?

—No.

Suspirando, Mark se situó a su lado y cogió un pincel.

—Este revestimiento es jodidamente difícil de pintar —comentó Sam—. Tienes que penetrar en todas las estrías. ¿Cómo reaccionaste cuando Maggie te lo dijo?

—Un cien por cien positivo, por supuesto. Le dije que era la mejor noticia que había recibido nunca, que la quería y que todo saldrá bien.

—Entonces ¿cuál es el problema? —preguntó Sam.

—Estoy muerto de miedo.

Sam se rió discretamente.

—Eso es normal, supongo.

—Mi mayor preocupación es Holly. No quiero que se sienta postergada. Quería poder destinarle algún tiempo, para que Maggie y yo hiciéramos cosas solo con ella.

—Creo que Holly necesita justo lo contrario —replicó Sam—. Diablos, Mark, nos ha tenido a los dos, y a veces a Alex, dedicados por entero a ella durante un año. Seguramente a la pobre niña le vendría bien un respiro. Con la llegada de un bebé, Holly tendrá compañía. Le encantará.

Una mirada dubitativa.

—¿Tú crees?

—¿Cómo no? Una madre, un padre y un hermanito o hermanita: una familia perfecta.

Mark aplicó pintura al revestimiento. Transcurrieron un par de minutos hasta que se permitió confesar lo que de verdad le incomodaba.

—Pido a Dios que pueda ser lo bastante bueno para ellos, Sam.

Su hermano comprendió. Cuando uno provenía de una familia tan desestructurada como la suya, no tenía ni idea de cómo hacer las cosas. No había ningún modelo, no era posible echar mano de los recuerdos cuando hacía falta saber cómo ocuparse de algo. Se requería la seguridad de no acabar de alguna manera como uno u otro de sus progenitores. Pero no existía ninguna seguridad. Tan solo la esperanza de que, si se hacía todo al contrario de cómo les habían criado, quizá las cosas saldrían bien.

—Ya eres lo bastante bueno —dijo Sam.

—No estoy preparado para ser padre. Me preocupa muchísimo que se me escape la situación de las manos.

—No has de temer que se te escape la situación de las manos. Es que se te escape el bebé de las manos lo que causa problemas.

Mark frunció el ceño.

—Estoy tratando de decirte que creo que estoy más jodido de lo que parezco.

—No lo he dudado en ningún momento —repuso Sam, y sonrió al ver su expresión. Poniéndose serio, continuó—: Tú, Alex y yo estamos jodidos por el hecho de ser Nolan. Pero tú eres el que tiene más probabilidades de salir adelante. Puedo imaginarme que serás un padre bastante decente. Lo cual es un milagro, y muchísimo más de lo que puedo decir sobre Alex o yo.

—A mí me fue mejor que a ti y a Alex —observó Mark al cabo de un momento—. Mamá y papá no eran tan malos en los primeros años de matrimonio. Fue después de que naciera Alex que se convirtieron en alcohólicos. De modo que tuve la ventaja de…, bueno, no fue exactamente una vida familiar, pero fue lo más cerca que los Nolan pudieron llegar. Tú no tuviste a nadie.

—Yo tuve a los Harbison —señaló Sam.

Mark se detuvo mientras mojaba el pincel.

—Me había olvidado de ellos.

—De no haber sido por ellos, me habría ido tan mal como a Alex, o incluso peor —dijo Sam—. Fred no tenía hijos, pero sabía mucho más acerca de cómo ser padre que el nuestro. Lo cual nos lleva a lo que he dicho antes: te irá bien.

—¿Cómo lo sabes?

—¿Recuerdas cuando al principio de tener a Holly estaba muy alterada a las diez de la noche, y el pediatra tuvo que explicarnos el significado de «agotada»?

—Sí. ¿Qué tiene que ver eso?

—Solo que no sabíamos nada acerca de criar niños, ni siquiera las nociones más básicas. Pero, a pesar de ello, a Holly le va estupendamente. Lo has estado haciendo más que bien. De modo que tendrás que ir improvisando sobre la marcha, lo cual, que yo sepa, es lo que hacen la mayoría de los padres. Y si tienes que pecar de algo, peca de afectuoso. Porque todo se basa en eso, ¿no? Vas a tener otra persona en tu vida a quien querer.

—Cielo santo, qué sentimental te pones cuando inhalas vapores químicos. —Pero el rostro de Mark se había relajado, y sonrió—. Gracias.

—De nada.

—Así pues, teniendo en cuenta todos los consejos que me estás dando… ¿cambiarás de opinión en algún momento?

—¿Sobre casarme? Desde luego que no. Me gustan demasiado las mujeres para casarme con una sola. No estoy hecho para eso más que Alex.

—Por cierto… ¿le has visto últimamente?

—Hace un par de noches —contestó Sam—. Solo un momento.

—¿Cómo está?

—Agotado.

Los labios de Mark dibujaron una sonrisa triste.

—Últimamente cada vez que veo a Alex, está medio borracho, cuando menos.

—Creo que es la única manera como sabe afrontar la vida. —Sam hizo una pausa—. Ahora necesita dinero. Darcy le ha dejado sin blanca.

—Es lo que se merece ese idiota, para empezar por haberse casado con ella.

—Cierto.

Pintaron madera en silencio durante unos minutos.

—¿Qué podemos hacer? —preguntó Mark finalmente.

—Espera a que toque fondo.

—¿Y si Alex no sobrevive cuando toque fondo? Ninguno de nuestros padres lo hizo.

Incapaz de seguir soportando los vapores, Sam volvió a poner la tapa al bote de pintura y se dirigió hacia la ventana abierta. Allí tomó unas cuantas inhalaciones profundas y purificantes de aire fresco.

—Supongo que podríamos tratar de intervenir de algún modo —sugirió, dubitativo.

—Y si eso nos ofrece la posibilidad de patearle el culo unos minutos, hagámoslo.

Sam le dirigió una fugaz sonrisa por encima del hombro y miró el viñedo, el manto verde que se alzaba hacia el cielo.

—No daría resultado con Al —se oyó decir.

El aire estaba impregnado del aroma de parras creciendo, de tablillas calentadas por el sol y el olor salobre y fecundo de False Bay.

Cuando las cosas se habían torcido de forma especial durante el último año, Alex acudía a trabajar en la casa o a sentarse en el porche. A veces Sam le había convencido de que diera un paseo por el viñedo o hasta la bahía con él. Pero Sam había tenido la sensación de que el paisaje no era más que sombras para Alex; pasaba por la vida sin experimentarla.

De todos los hijos de los Nolan, Alex era el que lo había pasado peor. Con cada año la negligencia de sus padres se había ido diseminando hasta que no quedó nada para el hijo más joven. Ahora, mucho tiempo después de que Jessica y Alan se hubieran ido, Alex era como un hombre ahogándose: se le podía ver sumergido justo debajo de la superficie. Pero solo se podía intentar ayudar a Alex desde la distancia. Si uno se acerca demasiado a alguien que se está ahogando, éste arañará, se agarrará y le arrastrará consigo hacia el fondo. Y Sam no tenía ninguna certeza de estar en condiciones de salvar a nadie: en ese momento ni siquiera tenía claro si podría salvarse a sí mismo.

Lucy despertó por la mañana en un mar de confusión. La habían atormentado sueños que le habían dejado impresiones de cuerpos deslizándose, retorciéndose tensados por el placer…, de sí misma atrapada bajo el agradable peso de un hombre. Había estado soñando con Sam, reconoció con vergonzante fastidio. Quizá fuera una buena señal: sin duda indicaba que había dado un paso adelante después de Kevin. Por otra parte, resultaba estúpido. Sam era un tipo para el que cualquier relación era con toda seguridad un callejón sin salida.

Lo que necesitaba, decidió Lucy, era ejercicio y aire fresco. Dejó la hostería, fue a su estudio y recogió su bicicleta y el casco. Hacía un día precioso, soleado y con algo de viento, idóneo para visitar una plantación de lavándula local y comprar un poco de jabón y gel de baño caseros.

Pedaleó pausadamente por Roche Harbor Road. Si bien no era la vía más transitada de la isla, disponía de un arcén bastante ancho para los ciclistas y ofrecía vistas deliciosas de huertos, pastos, charcas y bosques espesos. La placentera monotonía del paseo contribuyó a serenar sus pensamientos.

Consideró qué había sentido al ver a Kevin y Alice la víspera. Había sido un descubrimiento reconfortante comprobar que ya no sentía nada por él. El verdadero problema, la fuente de continua congoja, era su relación con Alice. Lucy reconoció que necesitaba perdonarla de alguna manera por su propio bien. De lo contrario el dolor de la traición perseguiría a Lucy como aquellos objetos más cercanos de lo que parecen en el retrovisor. Pero ¿y si Alice no manifestaba ningún arrepentimiento? ¿Cómo era posible perdonar a alguien que no lamentaba en absoluto lo que había hecho?

Al oír un coche que se acercaba, Lucy tomó la precaución de circular por el borde exterior del arcén para dejar al conductor el mayor espacio posible. Pero en los segundos siguientes percibió que el vehículo se le aproximaba demasiado deprisa, que sonaba directamente detrás de ella. Lanzó una mirada por encima del hombro. El coche, un sedán con forma de barca, se había salido del carril y se le echaba encima. Hubo un momento cegador en el que notó la corriente de aire del vehículo justo antes de chocar contra la parte trasera de su bicicleta. La escena se desparramó como una cajita de tarjetas de visita vuelta del revés. Se encontró en el aire, suspendida y patas arriba entre retazos de cielo, fragmentos de bosque, asfalto y metal, y entonces el suelo se le acercó a la velocidad de la luz.

Cuando abrió los ojos, lo primero en que pensó fue que era por la mañana, la hora de despertarse. Pero no estaba en la cama. Estaba tendida en un suelo cubierto de hierbas que oscilaban. Un par de desconocidos se inclinaron sobre ella, un hombre y una mujer.

—No la muevas —advirtió la mujer, con un teléfono móvil en la oreja.

—Solo voy a quitarle el casco —repuso el hombre.

—Creo que no deberías hacerlo. Podría tener una lesión en la espina dorsal o algo así.

El hombre miró a Lucy con preocupación mientras ésta empezaba a moverse.

—Espera, cálmate. ¿Cómo te llamas?

—Lucy —resolló ella, a la vez que trataba de desabrocharse la correa del casco.

—Aguarda, deja que te ayude a quitártelo.

—Hal, te he dicho que… —empezó a decir la mujer.

—Creo que está bien. Mueve los brazos y las piernas. —Le desabrochó el casco y se lo quitó—. No, no intentes levantarte aún. Te has llevado un buen porrazo.

Inmóvil, Lucy trató de evaluar los daños que presentaba su cuerpo. Tenía arañazos punzantes en el costado derecho, y sentía un dolor sordo en el hombro, además de una fuerte jaqueca. Pero lo peor con diferencia era el estado de la pierna y el pie derechos, que le producían la sensación de estar ardiendo.

La mujer se inclinó sobre ella.

—Una ambulancia está en camino. ¿Quieres que llame a alguien?

Le castañeteaban los dientes. Cuanto más se esforzaba por reprimir los temblores, más empeoraban. Tenía frío, y unas gotitas de sudor helado le empapaban la ropa. Sentía en la nariz el olor salado y metálico a tierra y sangre.

—Despacio, despacio —dijo el hombre mientras Lucy jadeaba con respiraciones superficiales—. Tiene los ojos dilatados.

—El shock.

La voz de la mujer parecía venir de muy lejos, seguida de un chisporroteo de parásitos.

A Lucy se le ocurrió un nombre. Justine. El esfuerzo por reunir las sílabas fue como tratar de reunir hojas en medio de una tormenta. Oyó unos sonidos temblorosos que salían de sus labios. ¿Pronunciaba el nombre con la suficiente claridad?

—Está bien —dijo el hombre en un tono tranquilizador—. No intentes hablar.

Percibió más sonidos, vehículos deteniéndose al lado de la carretera, el resplandor de luces, el destello rojo de una ambulancia. Voces. Preguntas. El contacto vacilante de unas manos desconocidas sobre su cuerpo, una máscara de oxígeno colocada sobre la boca y la nariz, la punzada de una aguja intravenosa. Entonces todo se desvaneció y se encontró girando hacia la nada.