10

Salieron del condominio, cruzaron Front Street y fueron al Downrigger’s, una conocida marisquería. En un cálido día de verano, no había en Friday Harbor un sitio mejor para comer que la terraza exterior que daba a Shaw Island. Sam pidió una botella de vino blanco y un aperitivo de veneras de Alaska envueltas en bacon, asadas a la parrilla y servidas con salsa de maíz. La melosa dulzura de las veneras era perfectamente equilibrada por el bacon salado y el maíz ahumado.

Tomando una copa de Chardonnay bien frío y sosegada por el encanto natural de Sam, Lucy notó que empezaba a relajarse. Habló a Sam acerca de la meningitis que Alice padeció en su infancia y sus consecuencias, y cómo se había desequilibrado la dinámica de la familia a partir de entonces.

—Siempre tuve celos de Alice —confesó Lucy—. Pero con el tiempo me di cuenta de que no había ningún motivo para sentirme así. Porque ella creció esperando que se lo dieran todo, y ésa es una forma terrible de vivir. Jamás termina nada de lo que empieza. Creo que mi madre empieza a arrepentirse de haberla mimado tanto, pero es demasiado tarde. Alice ya no cambiará.

—Nunca es demasiado tarde para cambiar.

—No dirías eso si conocieras a Alice. Lo tiene interiorizado. Francamente, no sé qué ve Kevin en ella.

Sam tenía los ojos oscurecidos por unas gafas de sol de aviador.

—¿Qué viste tú en Kevin?

Lucy se mordió despacio el labio inferior.

—Al principio era muy atento —contestó por fin—. Afectuoso. Formal.

—¿Y en el sexo?

Lucy se sonrojó y miró a su alrededor para comprobar si alguien lo había oído.

—¿Qué tiene que ver eso?

Sam se encogió levemente de hombros.

—El sexo es el canario en la mina de carbón. —Al ver la cara de asombro de Lucy, continuó—. Los mineros llevaban un canario enjaulado bajo tierra. Si había una fuga de dióxido de carbono en la mina, el pájaro era el primero en caer muerto, y entonces sabían que tenían que salir de allí. Así pues… ¿cómo era?

—No quiero hablar de eso —dijo Lucy con remilgo.

La sonrisa de Sam estaba teñida de socarronería amistosa.

—No importa. Ya conozco la respuesta.

Ella abrió los ojos como platos.

—¿Te ha hablado Kevin de nuestra vida sexual?

Sam entrecerró los ojos fingiendo que se esforzaba por recordar.

—Algo sobre mantequilla, cables de arranque, una escafandra…

—Era del todo normal —susurró Lucy abruptamente, con la cara colorada como un tomate—. Sexo normal, ordinario, anticuado y aburrido.

—Era era mi segunda suposición —dijo él muy serio.

Lucy frunció el ceño.

—Si vas a reírte de mí durante toda la comida…

—No me estoy riendo de ti. Me estoy burlando. Es distinto.

—No me gusta que se burlen de mí.

—Es justo —repuso Sam con una voz más dulce—. No lo haré más.

Después de que la camarera les tomara nota de los platos principales, Lucy contempló a Sam con cauteloso interés. Era un manojo de contradicciones: un reputado mujeriego que parecía haber pasado mucho más tiempo trabajando en su viñedo que persiguiendo mujeres; un hombre que se jactaba de ser despreocupado al mismo tiempo que compartía la responsabilidad de criar una niña.

—Me extraña que no te haya conocido antes —dijo—. Sobre todo teniendo en cuenta que ambos conocemos a Justine.

—No he tenido demasiada vida social desde que empecé con el viñedo. Requiere mucho trabajo, sobre todo al principio. No es la clase de empleo que se pueda dejar los fines de semana. Y durante este año pasado, Holly ha necesitado toda la atención que Mark y yo podíamos dedicarle.

—Los dos os habéis sacrificado mucho por ella, ¿verdad?

—No ha sido ningún sacrificio. Holly es lo mejor que me ha ocurrido nunca. Con los niños, se recibe mucho más de lo que se da. —Sam se detuvo, pensativo—. Y de paso también conseguí un hermano.

—¿No estabais unidos antes Mark y tú?

Sam negó con la cabeza.

—Pero durante este último año hemos llegado a conocernos. Hemos tenido que depender uno del otro. Y resulta que el chico me cae bien.

—Me da la impresión —dijo Lucy, vacilante— que quizá procedéis de una… ¿familia conflictiva?

—No era una familia. Lo parecía desde fuera, pero no era más una familia de como las reses muertas colgadas en una cámara frigorífica son una manada de vacas.

—Lo siento —dijo Lucy en voz baja—. ¿Había problemas con alguno de tus padres?

Sam vaciló durante un momento tan prolongado que Lucy creyó que no iba a responder.

—Siempre hay un borracho en una comunidad pequeña —respondió por fin—. En el caso de mis padres, había dos por el precio de uno. —Su boca hizo una mueca—. Una pareja de alcohólicos casados se apoyan uno al otro hasta el infierno.

—¿Intentó buscar ayuda alguno de ellos?

Sam sacudió la cabeza.

—Aunque uno de ellos lo hubiera hecho, es casi imposible dejar la bebida conviviendo con otro alcohólico.

La conversación había adquirido un tono cauteloso, de tanteo de límites, terreno resbaladizo.

—¿Eran siempre así? —preguntó Lucy.

—La mayor parte del tiempo que puedo recordar. A medida que los hijos íbamos creciendo, fuimos huyendo de aquel infierno. Hasta que solo quedó Alex. Y ahora…

—¿Es alcohólico?

—No sé dónde trazar esa línea. Pero si aún no la ha cruzado, no tardará en hacerlo.

Lucy pensó que no era de extrañar que Sam rehuyera el compromiso. No era de extrañar que tuviera un problema con las relaciones que trascendían el plano físico. Tener un progenitor alcohólico ya bastaba para destrozar una familia. Los hijos siempre tenían que estar en alerta, enfrentándose a una manipulación constante y a malos tratos. Pero cuando ambos bebían… no había escapatoria. No se podía confiar en nadie.

—Dados los problemas de tus padres —planteó Lucy—, ¿no te dio miedo entrar en el sector del vino?

—En absoluto. El hecho de que mis padres bebieran no significa que no pueda gustarme el vino. Además, no soy tanto vinicultor como viticultor. Agricultor.

A Lucy le hizo gracia. Con su atractivo sexual despreocupado y aquellas gafas oscuras de aviador, Sam no podía parecerse menos a un agricultor.

—¿Qué es lo que más te gusta de ser viticultor?

—Que es una mezcla de ciencia, trabajo duro… y un toque de magia.

—Magia —repitió Lucy, mirándole fijamente.

—Claro. Un viticultor puede cultivar el mismo tipo de vid en el mismo pedazo de tierra, pero resulta distinta cada año. El sabor de las uvas te habla de la composición del suelo, el tiempo de insolación, la frescura de las brisas nocturnas, la cantidad de lluvia caída. Es la expresión única de un lugar y una temporada. Terroir, lo llaman los franceses.

La conversación se interrumpió momentáneamente cuando la camarera les trajo los platos principales y les volvió a llenar las copas de agua. Mientras el almuerzo discurría sin prisas, Lucy sintió que se relajaba y disfrutaba incluso más de lo que habría podido esperar. Sam tenía una manera de centrarse en una persona que era sumamente aduladora, sobre todo en el caso de una mujer con el ego magullado. Era inteligente, autocrítico y tan encantador que la habría inducido fácilmente a una falsa sensación de seguridad.

Pero Lucy no podía permitirse olvidar que era la clase de hombre que sabía pillar desprevenida a una mujer, tomar lo que quería y convencerla de que era también lo que ella quería. La hacía girar, ponía distancia entre ellos y pasaba a su siguiente conquista sin mirar atrás. Y una no podía quejarse, porque él no había fingido ser más que lo que era en realidad.

Finalmente la camarera trajo la cuenta, y Sam puso una mano sobre la de Lucy cuando hizo ademán de coger su bolso.

—Ni se te ocurra —le dijo, y entregó a la camarera su tarjeta de crédito.

—Los amigos pueden pagar a escote —protestó Lucy.

—Es un precio pequeño por el placer de tu compañía.

—Gracias —contestó ella con sinceridad—. He pasado un rato estupendo. Estoy de tan buen humor que no creo que nada pueda estropearlo.

—No seas gafe.

Sam golpeó la mesa.

Lucy se echó a reír.

—¿Eres supersticioso?

—Sí. Soy isleño. Me he criado entre supersticiones.

—¿Por ejemplo? —preguntó Lucy, distraída.

—Las piedras de los deseos de South Beach. Las conoces, ¿verdad? ¿No? La gente siempre anda buscándolas. Son lisas y tienen franjas blancas. Si das con una, formulas un deseo y la lanzas al mar.

—¿Lo has hecho?

—Un par de veces.

—¿Se hicieron realidad tus deseos?

—Todavía no. Pero los deseos no tienen fecha de caducidad.

—Yo no soy supersticiosa —declaró Lucy—. Pero sí creo en la magia.

—Yo también. Se llama ciencia.

—Yo creo en la magia de verdad —insistió Lucy.

—¿Como qué?

Antes de que Lucy pudiera contestar, vislumbró una pareja que accedía a las sillas de la terraza exterior. Palideció de repente.

—Mierda —susurró, a la vez que el aura de bienestar se desvanecía rápidamente. Una sensación de náusea la dominó por completo—. Tenías razón. He sido gafe.

Siguiendo su mirada, Sam vio a Kevin y Alice. Frunció el ceño y le cogió una mano entumecida.

—Mírame, Lucy.

Ella desvió los ojos hacia los de él y forzó una tenue sonrisa.

—No podemos evitarles, ¿verdad?

—No. —Su apretón era firme y tranquilizador—. No hay necesidad de asustarse.

—No estoy asustada. Solo que aún no estoy preparada para afrontar esto.

—¿Qué piensas hacer?

Dirigiéndole una mirada desesperada, Lucy tomó una decisión espontánea.

—Bésame —pidió con urgencia.

Sam parpadeó, un tanto sorprendido.

—¿Ahora?

—Sí.

—¿Qué clase de beso?

—¿Qué quieres decir con qué clase de beso? Un beso normal.

—¿Un beso amistoso o un beso romántico? ¿Se supone que salimos juntos, o…?

—Oh, por el amor de Dios —exclamó Lucy, y le atrajo la cabeza hacia la suya.