Por la mañana, Lucy consultó su buzón de voz y escuchó un mensaje que Sam Nolan le había dejado la noche anterior.
«El condominio aún está libre. Tiene una magnífica vista del puerto, y dista solo dos minutos a pie del Artist’s Point. Llámame si quieres ir a verlo».
Llegó casi la hora de comer cuando Lucy reunió el valor suficiente para devolverle la llamada. Nunca había sido propensa a vacilar cuando quería algo. Pero desde la ruptura con Kevin, ponía en duda cosas que antes generalmente no cuestionaba, sobre todo a sí misma.
Durante los dos últimos años había estado demasiado absorta en su relación con Kevin. Había abandonado amistades y había dejado de lado sus opiniones y deseos personales. ¿Era posible que hubiera tratado de compensarlo fastidiando y controlando a Kevin? No sabía cómo retomar el buen rumbo, cómo reencontrarse consigo misma. Pero una cosa estaba clara: no era cuestión de andar tonteando con Sam Nolan, que era un callejón sin salida en lo que respectaba a relaciones serias.
—¿Tienen que ser serias todas las relaciones? —le preguntó Justine cuando Lucy así lo había manifestado la noche anterior.
—¿Para qué molestarse si no llevará a ninguna parte?
—He aprendido cosas estupendas de relaciones que no iban a ninguna parte. ¿Qué es más importante, el destino o la travesía?
—Ya sé que debería contestar la travesía —repuso Lucy con tristeza—. Pero, ahora mismo, prefiero el destino.
Justine se echó a reír.
—Piensa en Sam como una de esas atracciones junto a la carretera que resultan inesperadamente divertidas —dijo.
Lucy la miró con escepticismo.
—¿Cómo la madeja más grande del mundo? ¿O Carhenge?
Si bien estas preguntas eran sarcásticas, Justine reaccionó con entusiasmo sin límites.
—Exactamente. O quizás una de esas ferias ambulantes con emocionantes viajes en la montaña rusa.
—Odio los emocionantes viajes en la montaña rusa —replicó Lucy—. Parece que vayas a alguna parte, pero cuando termina, estás en el mismo punto de partida, mareada y con el estómago revuelto.
Aquella tarde, a invitación de Lucy, Sam pasó por su estudio. Llevaba unos vaqueros gastados y un polo negro. Sus ojos relucían con un asombroso tono turquesa en marcado contraste con su bronceado. Cuando le hizo pasar, Lucy notó un cosquilleo nervioso en la boca del estómago.
—Bonito lugar —comentó Sam, mirando a su alrededor.
—Antes era un garaje, pero el dueño lo reconvirtió —explicó Lucy.
Le mostró las mesas de soldar y de luz, y montones de bandejas con vidrio cortado y listo para montar en ventanas. Una parte de los estantes estaba llena de latas de compuesto impermeable y yeso blanco, junto a hileras ordenadas de herramientas y pinceles. La mayor parte del taller, sin embargo, estaba ocupada por anaqueles verticales de vidrio que llegaban hasta el techo.
—Recojo toda clase de vidrio que encuentro —dijo Lucy—. A veces guardo alguna pieza antigua que podría utilizar en trabajos de restauración histórica.
—¿Qué es esto? —Sam se acercó a un tesoro hallado de vidrio azul verdoso oscurecido con plata—. Es precioso.
Lucy se reunió con él y alargó la mano para pasar los dedos sobre una lámina de vidrio.
—Oh, esto ha sido el hallazgo del año, créeme. Iban a utilizarlo para una gran exposición pública de arte en Tacoma, pero no alcanzaron los fondos, de modo que todo este maravilloso vidrio experimental pasó más de veinte años encerrado en un cobertizo. Entonces el tipo quiso deshacerse de él, y un amigo mutuo me lo dijo. Conseguí el lote entero por cuatro chavos.
—¿Qué vas a hacer con él? —preguntó Sam, sonriendo ante su entusiasmo.
—Todavía no lo sé. Mira cómo reluce el color dentro del cristal… todos esos azules y verdes. —Antes de que pudiera evitarlo, levantó la vista hacia él y añadió—: Como tus ojos.
Sam arqueó las cejas.
—No estaba coqueteando —se apresuró a aclarar Lucy.
—Demasiado tarde. Ya lo he interpretado así. —Sam se dirigió hacia un enorme horno eléctrico que ocupaba un rincón—. Un horno. ¿Qué temperatura alcanza?
—Puede llegar hasta 260 grados centígrados. Lo uso para fundir o dar textura al vidrio. A veces forjo piezas de vidrio en un molde.
—¿No lo soplas?
Lucy sacudió la cabeza.
—Eso requeriría un tipo de horno sólido que hay que mantener caliente todo el tiempo. Y aunque en el pasado soplé algo de vidrio, no es mi fuerte. Me gusta trabajar en ventanas más que cualquier otra cosa.
—¿Por qué?
—Es… crear arte con luz. Una forma de compartir tu visión del mundo. Emoción hecha visible.
Sam señaló con la cabeza un juego de altavoces instalado sobre la mesa de trabajo.
—¿Sueles poner música mientras trabajas?
—La mayor parte del tiempo. Si tengo que cortar vidrio con precisión, necesito silencio. Pero, las demás veces, pongo lo que me apetece según mi humor.
Sam siguió indagando, curioseando entre botes de bastones y varas de vidrio de colores.
—¿Cuándo te interesaste por primera vez por el vidrio?
—En segundo grado. Mi padre me llevó a ver un taller de vidrio soplado. Desde entonces fue una obsesión. Cuando paso demasiado tiempo alejada de mi trabajo, empiezo a necesitarlo. Es como una especie de meditación: me mantiene centrada.
Sam se acercó a su mesa y miró un boceto que había hecho Lucy.
—¿Crees que el vidrio es femenino o masculino?[2]
Lucy soltó una carcajada de sorpresa, pues nunca le habían hecho semejante pregunta. Lo pensó detenidamente. Había que dejar que el vidrio hiciera lo que quisiera, acompañarlo más que dominarlo, tratarlo con delicadeza y energía.
—Femenino —respondió—. ¿Y qué me dices del vino? ¿Es femenino o masculino?
—La palabra francesa que designa vino —vin— es masculina. Pero, en mi opinión, depende del vino. Desde luego —Sam le dirigió una sonrisa—, hay objeciones al uso del lenguaje sexista en el mundo del vino. Como decir de un Chardonnay que es femenino si es suave y delicado, o que un potente Cabernet es masculino. Pero a veces no hay otro modo de definirlo. —Siguió examinando el boceto—. ¿Alguna vez te arrepientes de desprenderte de una de tus obras?
—Me arrepiento de desprenderme de todas mis obras —respondió Lucy con una carcajada de autocensura—. Pero estoy mejorando en eso.
Finalmente abandonaron el estudio y se dirigieron hacia el condominio, andando por las calles de Friday Harbor. Heladerías y cafeterías antiguas se hacían sitio entre elegantes galerías de arte y restaurantes de moda. La sirena ocasional de un transbordador que arribaba no alteraba para nada aquel ambiente húmedo y apacible. Los intensos olores a filtro solar y marisco frito se superponían a la mezcla de agua de mar y gasoil.
El condominio formaba parte de una urbanización multiusos en West Street, con un paseo peatonal que bajaba escalonadamente hasta Front Street. Una azotea y grandes ventanas intervenían en un diseño moderno y de líneas puras. Estaba equipado con algunos muebles contemporáneos, y las habitaciones estaban decoradas con madera natural y colores de cielo y tierra.
—¿Qué te parece? —preguntó Sam, observando cómo Lucy evaluaba la vista desde todas las ventanas de la sala principal.
—Me encanta —dijo ella con tristeza—. Pero me temo que no puedo permitírmelo.
—¿Cómo lo sabes? Todavía no hemos hablado de cifras.
—Porque esto es más bonito que todos los pisos en los que he vivido hasta ahora, y ni siquiera podía permitírmelos.
—Mark está impaciente por tener un inquilino. Y este sitio no se adapta a todo el mundo.
—¿A quién no le gustaría?
—A la gente que detesta las escaleras. O a la que quiere mucha más intimidad de la que permiten todas estas ventanas.
—A mí me parece perfecto.
—Entonces ya se nos ocurrirá algo.
—¿Qué significa eso? —preguntó Lucy con cautela.
—Significa que me aseguraré de que el alquiler sea asequible para ti.
Lucy sacudió la cabeza.
—No quiero estar en deuda contigo.
—No lo estarás.
—Desde luego que sí, si dejo que empieces a hacerme favores. Sobre todo favores económicos.
Sam frunció las cejas.
—¿Crees que trataría de aprovecharme de ti? —Se le acercó, y Lucy retrocedió instintivamente hasta que notó el borde de la encimera de granito contra su espalda—. ¿Esperas que un día me presente atusándome el bigote y llevando una chistera negra, exigiendo sexo en lugar del dinero del alquiler?
—Claro que no lo espero. —Lucy se removió inquieta cuando Sam plantó las manos a ambos lados de ella, apoyando las palmas sobre la encimera—. Solo que… esta situación me incomoda.
Sam se inclinó hacia ella sin llegar a tocarla. Estaba lo bastante cerca para que Lucy se sorprendiera mirándole fijamente el cuello liso y bronceado.
—Lucy —dijo—, actúas como si tratara de obligarte a algo. No es así. Si resulta que estás interesada en algo más que amistad, me alegraré tanto como un maldito pájaro con una patata frita. Pero, hasta entonces, te agradecería que no me incluyeras en la misma categoría que los gilipollas como Kevin Pearson.
Lucy parpadeó asombrada. Cada respiración empezó a golpear la siguiente, como una hilera de fichas de dominó.
—¿Cómo…, cómo sabes su nombre?
—Ayer vino al viñedo y dijo que debía pedirme un favor. Relacionado contigo.
—¿Que él…? ¿Conoces a Kevin?
—Desde luego que le conozco. Le hice los deberes de ciencias durante todo el séptimo grado para que no me partiera la cara en el aparcamiento de la escuela.
—Y… ¿qué te dijo? ¿Qué quería?
—Dijo que va a casarse con tu hermana. Añadió que tus padres no soltarán ni un centavo para la boda hasta que Alice arregle las cosas contigo.
—No me había enterado de esto último. Alice debe de alucinar. Mis padres le han estado dando dinero durante años.
Sam se apartó de ella, se encaminó hacia un taburete alto y se sentó despreocupadamente.
—Al parecer Kevin y Alice creen que la solución es emparejarte con alguien. Quieren que un tipo te seduzca hasta que estés tan llena de endorfinas, que ya no te importe lo más mínimo que se casen.
—¿Y serás tú ese tipo? —preguntó Lucy, incrédula—. ¿El señor Endorfinas?
—El mismo.
Una sofocante nube de indignación se cernió sobre ella.
—¿Qué debería hacer ahora?
Sam respondió encogiéndose de hombros con indolencia.
—Haz lo que quieras hacer.
—Aunque quisiera, ahora es imposible que salga contigo. Se reirían a mi espalda y comentarían lo ingenua que he sido.
—Pero tú te reirías de ellos —señaló Sam.
—No me importa. Prefiero evitar toda esta situación.
—Bien —repuso él—. Les diré que no has caído en la trampa, que no soy tu tipo. Pero no te extrañe que intenten emparejarte con alguien más.
Lucy no pudo contener una carcajada de incredulidad.
—Es lo más ridículo que he… ¿Por qué no me dejan en paz?
—Por lo visto —contestó Sam—, tus padres solo aprobarán la boda de Alice, y volverán a darle dinero, cuando se haya cumplido una condición.
—¿Qué condición?
—Tu felicidad.
—¡Dios mío! —exclamó Lucy, exasperada—. Qué familia tan extraña tengo.
—No se parecen a los Nolan en nada, créeme.
Ella apenas le oyó.
—¿Ahora se preocupan por mi felicidad? —inquirió—. Mil veces en el pasado han podido apoyarme y no lo han hecho, y ahora, de repente, ¿quieren que sea feliz? ¡Qué se vayan al cuerno! Y tú también.
—Eh, no dispares al mensajero.
—Oh, claro —dijo Lucy, mirándole irritada—. Tú no eres el problema, sino la solución. Tú eres mi proveedor de endorfinas. Muy bien, estoy lista. Dámelas.
Sam parpadeó.
—¿Qué debo darte?
—Endorfinas. Si todo el mundo quiere que sea feliz, estoy dispuesta. Así pues, dame una dosis de tus mejores endorfinas que levantan el ánimo.
Él la miró dubitativo.
—Quizá deberíamos comer primero.
—No —repuso Lucy, furiosa—. Acabemos con esto. ¿Dónde está el dormitorio?
Sam parecía dividido entre la diversión y la preocupación.
—Si es sexo por despecho lo que buscas, te ayudaré con mucho gusto. Pero antes ¿te importaría decirme exactamente con quién estás enfadada?
—Con todos. Incluida yo misma.
—Bueno, acostarte conmigo no va a resolver los problemas de nadie. —Sam hizo una pausa—. Excepto quizá los míos. Pero eso no viene al caso. —Se le acercó, la sujetó por los hombros y le dio una sacudida cariñosa—. Respira hondo. Vamos. Exhala.
Lucy obedeció. Respiró otra vez, y otra, hasta que el halo rojo que tenía delante de los ojos se disipó. Bajó los hombros, derrotada.
—Vamos a comer —propuso Sam—. Descorcharemos una botella de vino y hablaremos. Si luego sigues queriendo endorfinas, veré qué puedo hacer.