—Es demasiado pronto —había protestado Kevin cuando Alice sacó a colación la idea de casarse—. Acabas de mudarte.
Ella le había dirigido una mirada prolongada y penetrante.
—¿Qué plazo consideras?
—¿Plazo? —repitió él, asombrado.
—¿Seis meses? ¿Un año? No voy a esperar eternamente, Kevin. Muchos hombres ya están casados a tu edad. ¿Cuál es el problema? Dijiste que estás enamorado de mí.
—Y lo estoy, pero…
—¿Qué más necesitas saber de mí? ¿Para qué esperar? No tengo ningún inconveniente en marcharme, si crees que esta relación no es la adecuada.
—Nunca he dicho eso.
Pero Alice había decidido que tenía que ocurrirle algo gordo, sobre todo después de perder su empleo de guionista. Había recibido una llamada de su agente, quien acababa de hablar con el autor principal de What the Heart Knows. La serie se había suspendido. Los índices de audiencia habían sido tan bajos que ni siquiera terminarían el argumento. Ya lo habían sustituido por un par de concursos. La distribuidora estaba tratando de vender el programa a una televisión por cable, pero entretanto Alice tendría que quedarse cruzada de brazos y vivir de sus limitados ahorros.
Casarse con Kevin resolvería tres problemas. Le daría derecho a su apoyo económico, lo cual demostraría a Lucy que Kevin quería muchísimo a Alice. También obligaría a sus padres a aceptar el enlace. Alice y su madre organizarían la boda juntas y todo el mundo se dejaría llevar por la agitación. Volvería a unir la familia. Y Lucy tendría que tragarse su orgullo herido y superarlo.
Tan pronto como recibió el diamante de compromiso en el dedo, Alice llamó a sus padres con aire triunfal. Se quedó atónita al comprobar que, en lugar de felicitarla, se mostraban muy críticos.
—¿Ya habéis puesto fecha? —había preguntado su madre.
—Todavía no. He pensado que tú y yo barajaríamos juntas algunas ideas y…
—No es necesario que me impliques en tus planes —le espetó su madre—. Papá y yo asistiremos a la boda, si quieres. Pero organizaría y pagarla es cosa tuya.
—¿Qué? Soy vuestra primera hija que se casa… ¿y no pensáis regalarme una celebración?
—Pagaremos una boda con mucho gusto cuando nuestra familia se haya curado. Pero, tal como están ahora las cosas, has obtenido tu felicidad a costa de la de tu hermana. Y por respeto a sus sentimientos, eso significa que no podemos apoyar tu relación con Kevin. También implica que dejaremos de complementar tus ingresos mensuales.
—¡Me siento repudiada! —exclamó Alice con estupefacta furia—. ¡No me puedo creer lo injusto que es esto!
—Tú has creado una situación que es injusta para todos, Alice. Incluida tú misma. Nos aguardan muchos acontecimientos: fiestas, nacimientos, enfermedades…, cosas que debemos vivir como una familia. Y eso no será posible hasta que hayas resuelto tus diferencias con Lucy.
Ofendida, Alice había repetido esa conversación a Kevin, quien se encogió de hombros y dijo que seguramente deberían aplazar la boda.
—¿Hasta qué Lucy haya superado el hecho de perderte? Se quedará soltera durante los próximos cincuenta años, solo para fastidiar.
—No puedes obligarla a volver a salir —observó Kevin.
Alice estaba absorta en sus pensamientos.
—Tan pronto como Lucy conozca a otro tipo, ya no podrá hacerse la víctima. Mis padres deberán admitir que ha rehecho su vida. Entonces tendrán que regalarme una boda, y las cosas volverán a ser como antes.
—¿De dónde sacarás ese tipo?
—Tú conoces a mucha gente en la isla. ¿A quién sugieres?
Kevin la miró sorprendido.
—Esto se está volviendo muy extraño, Alice. No pienso resarcir a mi ex novia con uno de mis amigos.
—No tiene que ser un amigo íntimo. Solo un chico normal y de aspecto decente que la atraiga.
—Aunque se me ocurra alguien, ¿cómo vas a…? —Kevin dejó la pregunta en suspenso al ver su expresión terca—. No lo sé. Tal vez uno de los Nolan. He oído decir que Alex está en trámites de divorcio.
—Nada de divorciados. Lucy no querrá saber nada.
—El hermano mediano, Sam, está soltero. Tiene un viñedo.
—Perfecto. ¿Cómo los juntamos?
—¿Quieres que los presente?
—No, tiene que ser secreto. Lucy no aceptaría nunca salir con alguien que cualquiera de nosotros le hubiera sugerido.
Kevin meditó cómo lograr que dos personas salieran juntas sin revelar que él estaba detrás.
—Alice, ¿de verdad tenemos que…?
—Sí.
—Supongo que Sam me debe una —dijo Kevin pensativamente—. Le hice una prospección un par de años atrás, y no le cobré nada.
—Bien. Entonces pídele que te devuelva el favor. Haz que Sam Nolan salga con Lucy.
Holly soltó una risita cuando Sam se cargó su cuerpo larguirucho sobre los hombros para llevarla al viñedo.
—¡Soy alta! —exclamó—. ¡Miradme!
Pesaba como una pluma y se sujetaba suavemente con sus delgados brazos a la frente de su tío.
—Te he dicho que te lavaras las manos después de desayunar —dijo Sam.
—¿Cómo sabes que no lo he hecho?
—Porque las tienes pringosas, y están en mi pelo.
Una risita flotó sobre su cabeza. Habían hecho galletas S’mores, una receta de su invención, cosa que Mark casi seguramente no les habría permitido de haber estado allí. Pero Mark había pasado la noche en casa de su prometida, Maggie, y en su ausencia Sam tendía a ser menos severo con las normas.
Sujetando los tobillos de Holly con las manos, Sam llamó a los trabajadores del viñedo, que estaban arrancando el tractor Caval. El vehículo estaba equipado con una enorme bobina de malla que cubría cuatro o cinco hileras de vides a la vez.
Holly se aferró con más fuerza a la cabeza de Sam, hasta casi cegarle.
—¿Cuánto me pagarás por ayudarte esta mañana?
Sam sonrió, encantado con su peso ligero sobre los hombros, su aliento azucarado y su inagotable energía de torbellino. Antes de que Holly entrara en su vida, las niñas habían sido criaturas ajenas a él, con su devoción por el rosa y el morado, la purpurina, los animales de peluche y los cuentos de hadas.
En nombre de la igualdad de género, los dos tíos solteros habían enseñado a Holly a pescar, lanzar una pelota y clavar clavos. Pero su afición a los lazos, las chucherías y los peluches seguía inalterable. Su tocado favorito, que llevaba en ese momento, era una gorra de béisbol rosa con una diadema plateada bordada en la parte de delante.
Hacía poco tiempo que Sam había comprado ropa nueva para Holly y había metido la que le había quedado pequeña en una bolsa para beneficencia. Se le había ocurrido pensar que el pasado de Holly con su madre se iba desvaneciendo. La ropa, los juguetes viejos, incluso las frases y los hábitos de antaño estaban siendo sustituidos poco a poco, de forma inevitable. De modo que había apartado algunas cosas para guardarlas dentro de una caja en el desván. Y estaba anotando sus propios recuerdos de Vick, cosas curiosas o entrañables, para compartirlos algún día con Holly.
A veces Sam deseaba poder hablar con Vick sobre su hija, decirle lo mona y lista que era Holly. Contarle las maneras en que Holly iba cambiando y el modo en que alteraba todo lo que la rodeaba. Ahora Sam entendía cosas sobre su hermana en las que nunca había pensado cuando vivía: lo duro que debía de resultarle ser madre soltera, los problemas que padecería a la hora de salir de casa para un recado. Porque cada vez que tenía que ir a algún sitio con Holly, se requerían no menos de quince minutos para encontrar sus zapatos.
Pero había recompensas que Sam no se había esperado. Era él quien había enseñado a Holly a atarse los cordones. Todos los zapatos de la niña tenían cierres de Velero, y cuando se los compraron con cordones, no sabía atárselos. Desde que Holly tenía seis años, Sam pensó que ya había llegado la hora de que aprendiera. Le había enseñado a hacer lazos en forma de orejas de conejito y a unirlos.
Lo que Sam no se esperaba era el sentimiento que había tenido al ver la frente arrugada de Holly concentrándose en aquella tarea. Un sentimiento paternal, suponía. Hasta se le empañaron los ojos observando a la pequeña atándose los zapatos. Ojalá hubiera podido contárselo a su hermana. Y decirle cuánto sentía haber hecho tan poco por ella o por su hija cuando había tenido la ocasión.
Pero era el temperamento de los Nolan.
Las zapatillas con luces de Holly le golpeaban suavemente el pecho.
—¿Cuánto me pagarás? —insistió la niña.
—Tú y yo trabajamos gratis hoy —contestó Sam.
—Va contra la ley que trabaje gratis.
—Holly, Holly… No irás a denunciarme por infringir un par de miserables leyes sobre el trabajo infantil, ¿verdad?
—Sí —respondió ella alegremente.
—¿Qué te parece un dólar?
—Cinco dólares.
—¿Qué te parece un dólar y una excursión a Friday Harbor esta tarde para tomar un helado?
—¡Trato hecho!
Era domingo por la mañana, el viñedo seguía envuelto en la neblina y la bahía era una pátina plateada. Sin embargo, el ambiente fue alterado por el estruendo del Caval cuando arrancó y empezó a avanzar lentamente entre las hileras.
—¿Por qué tenemos que cubrir las vides con redes? —preguntó Holly.
—Para proteger los frutos de los pájaros.
—¿Por qué no hemos tenido que hacerlo hasta ahora?
—Las uvas aún estaban en la parte inicial, cuando las flores se convierten en bayas. Ahora están en la siguiente fase, que es la versaison.
—¿Qué significa?
—Los granos aumentan de tamaño y comienzan a acumular azúcar, de modo que se vuelven cada vez más dulces mientras maduran. Como yo.
Se pararon, y Sam bajó a Holly con cuidado.
—¿Por qué se llama versaison en vez de llamarse simplemente crecimiento de la uva? —preguntó la niña.
—Porque los franceses le pusieron ese nombre antes que nosotros. Lo cual es bueno, porque hacen que todo suene más bonito.
Tardarían de dos a tres días en cubrir todo el viñedo, lo cual lo protegería de los depredadores al mismo tiempo que facilitaría el acceso al equipo, provisto de tijeras de podar para cortar los frutos demasiado verdes.
Después de tender los primeros paneles de malla, Sam volvió a subir a Holly sobre sus hombros, y uno de los trabajadores le enseñó a pasar un hilo por el borde de la red con una clavija corta de madera.
Las manitas de Holly trabajaban con destreza cosiendo los paneles de malla. Su gorra rosa resplandeció al sol matutino cuando levantó la vista hacia su obra.
—Estoy cosiendo el cielo —dijo, y Sam sonrió.
Cuando llegó la hora de comer, la brigada se tomó un descanso y Sam mandó a Holly al interior de la casa para que se lavara. Dio un paseo solitario por el viñedo, escuchando el susurro de las hojas y deteniéndose de vez en cuando para posar los dedos sobre una cepa o un tallo. Podía percibir la sutil vibración de salud en las vides, el agua subiendo desde las raíces, las hojas absorbiendo la luz del sol, las uvas empezando a ablandarse y a cargarse de azúcar.
Cuando su mano quedó suspendida junto al tallo que crecía en la parte superior de la planta, las hojas se movieron hacia él visiblemente.
La afición de Sam a cultivar se había manifestado en su infancia, cuando trabajó en el jardín de un vecino.
Fred y Mary Harbison eran una pareja de ancianos sin hijos que vivían en el barrio. Cuando Sam tenía unos diez años, estaba jugando con un bumerán que le habían regalado por su cumpleaños cuando el objeto fue a atravesar la ventana de la salita de los vecinos.
Fred salió cojeando. Su cuerpo era alto y nudoso como un roble, pero su cara seria y sencilla rezumaba una bondad innata. «No huyas», dijo cuando Sam se disponía a salir corriendo. Y Sam se quedó allí, mirándole con cautelosa fascinación.
«Podrás recuperar tu juguete —le informó Fred— en cuanto termines algunas tareas para ayudarme a pagar la ventana. Para empezar, la señora Harbison necesita que le arranquen los hierbajos del jardín».
Mary le había caído simpática enseguida. Era tan bajita y oronda como su marido era alto y enjuto. Después de que le mostrara cuáles de las plantas verdes eran hierbajos y cuáles eran flores, Sam se puso manos a la obra.
Arrodillado mientras arrancaba hierbas y cavaba hoyos para plantar bulbos y semillas, sintió como si las plantas se comunicaran con él, diciéndole en su lenguaje sin palabras qué necesitaban. Sin tan siquiera pedir permiso, Sam cogió una pala pequeña del cobertizo de los Harbison y replantó prímulas allí donde recibirían más sol, y colocó las semillas de consuelda y de margarita en las distintas partes del jardín que Mary le había indicado.
Desde entonces Sam acudía a casa de los Harbison casi todos los días al salir de la escuela, incluso después de que Fred le devolviera el bumerán. Mientras Sam hacía los deberes a la mesa de la cocina, Mary siempre le servía un vaso de leche fría y un puñado de galletitas saladas. Le permitió hojear sus libros de jardinería y le suministró todo aquello que él le dijo que necesitaba el suelo: kelp y harina de semilla, cáscara de huevo molida, cal y dolomía, incluso cabezas de pescado traídas del mercado. A consecuencia de los cuidados de Sam, el jardín estalló en flores y colores exuberantes, hasta el punto de que la gente detenía su coche en la calle para admirarlo.
«Vaya, Sam —comentó Mary complacida, con la cara arrugada en una sonrisa que le encantaba—, tienes una mano excelente para las plantas».
Pero Sam sabía que era algo más que eso. De algún modo él y el jardín habían sintonizado. Y se había dado cuenta, como poca gente lo hacía, de que el mundo entero era sensible y estaba vivo. Sabía instintivamente qué semillas había que plantar cuando la luna menguaba y cuáles cuando crecía. Sabía sin que se lo dijeran cuánta agua y cuánto sol necesitaban las plantas, qué añadir al suelo, cómo librarse de los hongos con una rociada de agua y jabón y cómo controlar la población de áfidos plantando maravillas.
Detrás de la casa, Sam había puesto un huerto para Mary que producía verduras grandes y sabrosas y toda clase de hierbas. Había intuido que a las calabazas les gustaba crecer al lado de los pepinos, y que las judías soportaban la proximidad del apio pero no la de las cebollas, y que había que evitar a toda costa plantar coliflores junto a los tomates. Cuando Sam cuidaba de las plantas, las abejas nunca le picaban y las moscas jamás le molestaban, y los árboles extendían sus ramas todo lo que podían para suministrarle sombra.
Fue Mary quien animó un día a Sam a tener un viñedo. «El vino no solo consiste en beberlo —le dijo—. El vino consiste en vivir y amar».
Absorto en sus cavilaciones, Sam fue a una esquina del viñedo para examinar una vid distinta a todas las demás. Era grande y nudosa, viva pero sin flor. Tampoco tenía fruto, tan solo capullos bien cerrados. Pese a los denodados esfuerzos de Sam, aún no había descubierto la manera de hacerla crecer. Y no existía comunicación silenciosa, ni ninguna percepción de qué necesitaba, sino solo vacío.
Cuando Sam había comprado la finca de Rainshadow Road y recorrió su perímetro, encontró aquella parra creciendo silvestre en una esquina. Parecía el tipo de vid vinífera que los colonos habían traído al Nuevo Mundo… pero era imposible. Todas las viníferas habían sido exterminadas por insectos desconocidos, enfermedades y el clima. Los franceses habían desarrollado híbridos con especies autóctonas que daban fruto sin necesidad de ser injertadas a un rizoma resistente a la enfermedad. Tal vez esta planta fuera uno de aquellos antiguos híbridos. Pero no se parecía a nada que Sam hubiera visto o leído nunca. Hasta entonces nadie había podido identificarla, ni siquiera un especialista que había estado examinando las fotos y las muestras que Sam le había mandado.
—¿Cómo puedo ayudarte? —murmuró Sam, pasando suavemente una mano por las hojas grandes y planas—. ¿Cuál es tu secreto?
Normalmente podía sentir la energía del suelo y de las raíces, así como las señales de qué se requería: un cambio de temperatura, humedad, luz o nutrientes. Pero aquella vid permanecía en silencio, traumatizada, insensible a la presencia de Sam.
Tras dejar el viñedo, Sam se dirigió a la cocina para hacer la comida. Sacó una jarra de leche y un pedazo de queso del frigorífico. Mientras preparaba sándwiches de queso a la parrilla, llamaron a la puerta.
El visitante era Kevin Pearson, a quien Sam no había visto en un par de años. No eran amigos, pero ambos habían crecido en la isla, lo que les había imposibilitado evitarse. Kevin siempre había sido guapo y conocido, un deportista que se había desarrollado antes que los demás y que atraía a las mejores chicas.
Sam, en cambio, había tenido la constitución física de una judía verde y había andado siempre enfrascado en el último número de Popular Science o en una novela de Tolkien. Había crecido siendo el hijo menos favorito de su padre, el bicho raro que prefería estudiar los bivalvos, las gambitas y los poliquetos que quedaban atrapados en los charcos de la marea en False Bay. Se le daban bien los deportes, pero nunca había disfrutado tanto de ellos como Mark ni los había afrontado con la feroz energía de Alex.
El recuerdo más vivo que Sam tenía de Kevin Pearson se remontaba a séptimo grado, cuando les habían emparejado para hacer un trabajo sobre alguien del campo de la medicina o de la ciencia. Tuvieron que entrevistar a un farmacéutico local, hacer un póster y escribir una redacción sobre la historia de la farmacología. Ante la indecisión y la pereza de Kevin, Sam había terminado haciéndolo todo él solo. Sacaron un sobresaliente, que Kevin compartió a partes iguales. Pero cuando Sam se quejó de que no era justo que Kevin se llevara la mitad del mérito por un trabajo que no había hecho, éste le lanzó una mirada de desprecio.
—No lo he hecho porque mi padre no quería —le explicó Kevin—. Dijo que tus padres son unos borrachos.
Y Sam no había podido rebatirlo ni negarlo.
—Habrías podido invitarme a tu casa —señaló Sam hoscamente—. Habríamos podido hacer el póster allí.
—¿No lo entiendes? No te habrían dejado entrar. Nadie quiere que sus hijos sean amigos de un Nolan.
A Sam no se le ocurrió ninguna razón para que alguien quisiera ser amigo de un Nolan. Sus padres, Jessica y Alan, se habían peleado sin ningún pudor ni sentido del decoro, gritándose delante de sus hijos o sus vecinos, en presencia de cualquiera. No vacilaban en divulgar secretos sobre dinero, sexo, asuntos personales. A medida que se despedazaban uno al otro y se rebajaban al mismo tiempo, sus hijos aprendieron algo sobre la vida familiar: que no querían tener nada que ver con ella.
No mucho tiempo después del trabajo de ciencia con Kevin, cuando Sam tenía unos trece años, su padre se ahogó en un accidente en barca. Desde entonces la familia se había desmoronado, sin horarios regulares para comer o dormir ni norma alguna. No extrañó a nadie que Jessica falleciera de un coma etílico en los cinco años siguientes a la muerte de su marido. Y, en medio del dolor, llegó un momento en el que los retoños de los Nolan se sintieron aliviados por el hecho de que se hubiera ido. Ya no habría más llamadas en mitad de la noche para que fueran a buscar a una madre que estaba demasiado borracha para conducir después de ponerse en evidencia en el bar. No más bromas o comentarios humillantes de los demás, no más crisis surgidas de la nada.
Años después, cuando Sam compró las tierras de False Bay para el viñedo, tuvo que alquilar material pesado para remodelar el paisaje y se enteró de que Kevin había fundado su propia empresa. Hablaron tomando unas cervezas, compartieron cuatro bromas e incluso algunos recuerdos. Como favor, Kevin había hecho algunos trabajos para Sam por una parte del precio habitual.
Incapaz de adivinar qué traía ahora a Kevin hasta la puerta de su casa, Sam le tendió la mano.
—Pearson. Cuánto tiempo.
—Me alegro de verte, Nolan.
Se midieron uno al otro con una breve mirada. Sam estaba asombrado en secreto por la idea de que Kevin Pearson, cuya familia jamás había permitido que un insignificante Nolan cruzara su umbral, fuera ahora a verle en su casa. El antiguo matón del patio de la escuela ya no podía patearle el culo ni burlarse de su inferioridad social.
En todos los aspectos cuantificables, eran iguales.
Con las manos metidas en los bolsillos de su pantalón corto de color caqui, Kevin entró y miró el vestíbulo con una sonrisa aturdida.
—Este sitio prospera.
—Me mantiene ocupado —repuso Sam afablemente.
—He oído decir que tú y Mark cuidáis de vuestra sobrina. —Kevin vaciló—. Lamento lo de Vickie. Era una chica estupenda.
«Aunque fuera una Nolan», pensó Sam, pero se limitó a decir:
—Holly y yo nos disponíamos a comer. ¿Quieres tomar algo?
—No, gracias, no puedo entretenerme.
—¿Quieres esperar en la cocina mientras preparo unos sándwiches?
—Claro. —Kevin siguió a Sam—. He venido a pedirte un favor, aunque finalmente quizá termines dándome las gracias por ello.
Sam sacó una sartén del armario, la puso a calentar sobre el fogón y le echó un chorrito de aceite de oliva. Desde que se percató de que Holly no iba a crecer con una dieta de soltero a base de pizza y cerveza, Sam había aprendido a cocinar. Aunque todavía le quedaban muchas cosas por aprender, había alcanzado un nivel de competencia básica que hasta ahora les había impedido morirse de hambre.
Mientras vertía la sopa de tomate en un plato, preguntó:
—¿Cuál es el favor?
—Hace un par de meses rompí con mi novia. Y ha resultado algo más complicado de lo que me esperaba.
—¿Te está acosando?
—No, nada de eso. En realidad apenas sale.
Los sándwiches de queso crepitaron suavemente cuando Sam los puso en la sartén caliente.
—Eso es normal después de una ruptura.
—Sí. Pero tiene que seguir viviendo. He estado pensando en alguien que presentarle, alguien con quien pueda divertirse. Y, que yo sepa, ahora mismo tú no sales con nadie… ¿verdad?
Sam abrió los ojos como platos al comprender qué era lo que Kevin se proponía. Entonces se echó a reír.
—No me interesan tus sobras. Y estoy completamente seguro de que no voy a agradecértelas.
—No es eso —protestó Kevin—. Es estupenda. Y está buena. En fin, en realidad no es que esté buena, pero es bonita. Y dulce. Dulcísima.
—Si es tan estupenda, ¿por qué rompiste con ella?
—Bueno, tengo una relación con su hermana pequeña.
Sam se quedó mirándole.
Kevin adoptó una expresión defensiva.
—¿Qué quieres? El corazón es dueño de sus actos.
—Cierto. Pero no voy a ocuparme de tus residuos tóxicos.
—¿Residuos tóxicos? —repitió Kevin socarronamente.
—Cualquier mujer tendría problemas gordos después de algo así. Es probable que sea radiactiva.
Sam volteó los sándwiches con destreza.
—Se encuentra bien. Está preparada para seguir adelante. Solo que aún no lo sabe.
—¿Por qué no dejamos que sea ella quien decida cuándo está preparada? ¿Por qué estás tan interesado en encontrarle otro tipo?
—Esta situación ha causado ciertos problemas en la familia. Acabo de prometerme con Alice.
—¿Es ésa la hermana pequeña? Felicidades.
—Gracias. De todos modos… los padres de Alice están jodidos por la situación. No quieren pagar la boda, ni ayudar a organizaría, ni nada que tenga que ver con ella. Y Alice quiere reunir a la familia. Pero ese momento entrañable no se producirá hasta que su hermana me olvide y empiece a salir con alguien.
—Buena suerte, entonces.
—Me lo debes, Nolan.
Con el ceño fruncido, Sam metió la sopa en el microondas y lo encendió.
—Maldita sea —murmuró—. Ya sabía que me saldrías con eso.
—Todo aquel trabajo sucio que hice por ti, prácticamente a cambio de nada. Por no hablar de cuando te ayudé a trasplantar esa parra silvestre.
Era cierto. La parra habría caído víctima del proyecto de construcción de una carretera si no la hubieran trasplantado. Kevin no solo había hecho un buen trabajo en aquel proceso esmerado y difícil, sino que además había cobrado a Sam una parte de lo que habría pagado cualquiera.
Pues sí. Se lo debía a Kevin.
—¿Cuántas veces quieres que la saque a pasear? —preguntó Sam secamente.
—Solo un par. Quizás una para tomar algo, y luego para cenar.
Sam puso los humeantes sándwiches en platos y cortó el de Holly en cuatro triángulos exactos.
—En cuanto haya sacado a esa mujer, si es que logro convencerla de ir a alguna parte conmigo, estaremos en paz, Pearson. No más favores. Habremos terminado.
—Por supuesto —se apresuró a decir Kevin.
—¿Cuándo quieres presentarnos?
—Bueno, la cuestión es que… —Kevin pareció incómodo—. Tendrás que encontrar la forma de conocerla por tu cuenta. Porque si supiera que tengo algo que ver con esto, se cerraría en banda.
Sam le miró incrédulo.
—¿De modo que quieres que siga el rastro de tu ex novia amargada y cínica y la convenza de que salga conmigo?
—Sí, básicamente es eso.
—Olvídalo. Prefiero pagarte por el trabajo sucio.
—No quiero tu dinero. Quiero que saques a mi ex. Una vez a tomar algo y otra a cenar.
—Me siento como un prostituto —comentó Sam agriamente.
—No tienes que acostarte con ella. En realidad…
—¿Qué es un prostituto, tío Sam? —dijo la voz de Holly mientras entraba en la cocina.
Se acercó a Sam y le abrazó por la cintura, sonriéndole.
—Sustituto —se apresuró a corregir él, al mismo tiempo que le giraba la gorra rosa sobre la cabeza para que la visera quedara detrás—. Es alguien que hace el trabajo de otro. Pero no uses esa palabra, o el tío Mark me arrancará los labios.
Se inclinó obedientemente cuando la niña levantó el brazo para bajarle la cabeza.
—¿Quién es? —susurró.
—Es un viejo amigo mío —contestó Sam.
Le dio el plato con su sándwich, la hizo sentarse a la mesa y sirvió sopa con un cucharón.
Mirando a Kevin con los ojos entrecerrados, preguntó:
—¿Tienes alguna foto suya?
Kevin se sacó un teléfono móvil del bolsillo de atrás y fue pasando fotografías.
—Aquí tengo una. Te la mandaré a tu móvil.
Sam le cogió el teléfono y observó la mujer de la foto. Se le cortó la respiración al reconocerla.
—Es artista —oyó decir a Kevin—. Se llama Lucy Marinn. Se aloja en el Artist’s Point y tiene un estudio en la ciudad. Trabaja con vidrio: ventanas, pantallas de lámpara, mosaicos… Es guapa, ¿no?
La situación era interesante, por no decir otra cosa. Sam se planteó mencionar que ya conocía a Lucy, que la había acompañado al Artist’s Point la víspera. Pero decidió callárselo por el momento.
En el tenso silencio que siguió, Holly dijo desde la mesa:
—Tío Sam, ¿y mi sopa?
—Aquí la tienes, pelirroja.
Sam dejó el cuenco delante de la pequeña y le puso una servilleta de papel al cuello. Después se volvió hacia Kevin.
—¿Qué? ¿Lo harás? —preguntó éste.
—Sí, lo haré. —Sam señaló despreocupadamente hacia la puerta—. Te acompaño afuera.
—Si Lucy te gusta, tendrías que ver a su hermana —comentó Kevin—. Es más joven y está más buena.
Lo dijo como para tranquilizarse de que él, Kevin, volvía a llevarse la mejor tajada.
—Estupendo —repuso Sam—. Yo quiero ésta.
—De acuerdo. —Kevin parecía más perplejo que aliviado—. Te confesaré que no me esperaba que lo aceptaras tan fácilmente.
—Ningún problema. Pero hay algo que no entiendo.
—¿Qué?
—¿Cuál es la verdadera razón de que rompieras con Lucy? Y no me vengas con chorradas sobre querer a alguien más joven o que esté más buena, porque lo que esta mujer no tiene, no lo necesitas. ¿De qué se trata?
Kevin tenía la expresión confusa de quien da un traspié y se vuelve a mirar un obstáculo invisible en la acera.
—Descubrí todo lo que se podía saber sobre ella, y… se volvió aburrido. Llegó el momento de dar un paso adelante. —Frunció el ceño al ver la leve sonrisa de Sam—. ¿Por qué te parece gracioso?
—No lo es.
Sam no estaba dispuesto a explicar que su diversión derivaba de la incómoda percepción de que él no era mejor que Kevin en el trato con las mujeres. En realidad, no había logrado mantener ninguna relación que se acercara a los dos años, ni tampoco lo había querido.
—¿Cómo me enteraré de lo que ocurra? —preguntó Kevin mientras Sam le acompañaba a través del vestíbulo y abría la puerta de la calle.
—Te enterarás, tarde o temprano.
Sam no creyó necesario decirle que llamaría a Lucy aquella misma noche.
—Preferiría saberlo de primera mano. Mándame un mensaje de texto cuando salgas con ella.
Con un hombro apoyado en el marco de la puerta, Sam le dirigió una mirada burlona.
—Ni mensajes de texto, ni e-mails, ni presentaciones en PowerPoint. Sacaré a tu ex, Pearson. Pero cuándo lo haga, y qué ocurra después, es asunto mío.