«Necesito hablar contigo, Lucy —había dicho su madre en el contestador automático—. Llámame cuando tengas un momento de intimidad. Por favor, no lo aplaces, es importante».
Pese a la urgencia en la voz de su madre, Lucy aún no había devuelto la llamada. No dudaba de que aquel mensaje tenía algo que ver con Alice, y quería un solo día sin pensar ni hablar de su hermana pequeña. En su lugar había pasado la tarde empaquetando sus últimas piezas terminadas y llevándolas a un par de tiendas de Friday Harbor.
—Maravilloso —exclamó Susan Seburg, administradora del comercio y amiga suya, al ver la selección de piezas de mosaico de vidrio que había traído Lucy. Era una serie de calzados de señora: escarpines, sandalias de tacón alto, zapatos de tacón de aguja e incluso un par de zapatillas. Todos estaban hechos de vidrio, azulejo, cristales y cuentas—. ¡Oh, cómo me gustaría ponérmelos! Alguien entrará y comprará el juego entero, ¿sabes? Últimamente no puedo conservar tus obras en los estantes: se venden nada más ponerlas.
—Me alegra oír eso —repuso Lucy.
—Tus últimos trabajos tienen algo tan encantador y…, no sé, especial… Un par de clientes están pensando en hacerte un encargo.
—Estupendo. Siempre me ayuda trabajar.
—Sí, es bueno mantenerse ocupada. —Dejando la lámpara ornamental, Susan le dirigió una mirada compasiva—. Me imagino que te ayuda a alejar tu mente de lo que ocurre. —Viendo la expresión de asombro de Lucy, aclaró—: Con Kevin Pearson y tu hermana.
Lucy bajó la mirada hacia su teléfono.
—¿Te refieres a que los dos vivan juntos?
—Eso, y la boda.
—¿Boda? —repitió Lucy con voz queda.
Parecía como si se hubiera formado de repente una placa de hielo bajo sus pies. Fuera cual fuere la dirección en la que quisiera andar, tenía la certeza de que resbalaría y se caería.
A Susan le cambió la cara.
—¿No lo sabías? Mierda. Lo siento, Lucy. No quería ser la primera en decírtelo.
—¿Están prometidos?
Lucy no podía creerlo. ¿Cómo había logrado Alice convencer a Kevin para que accediera a semejante compromiso? «No me importa la idea de casarme algún día —había dicho Kevin a Lucy en una ocasión—, pero no es algo que me corra prisa. Es decir, estoy dispuesto a vivir con alguien, por propia elección, durante mucho tiempo. Pero ¿qué diferencia hay exactamente entre eso y el matrimonio?».
«Es otro nivel», había respondido Lucy.
«Tal vez. O quizás es un objetivo que nos han marcado los demás. ¿De veras debemos apoyarlo?».
Al parecer, ahora lo apoyaba. Por Alice. ¿Significaba que la quería de verdad?
No era que Lucy sintiera celos. Kevin la había engañado, y seguramente engañaría en sus relaciones futuras. Pero la noticia le hizo preguntarse en qué fallaba. Quizás Alice tenía razón: Lucy era una maniática del orden. Tal vez ahuyentaría a cualquier hombre que fuera lo bastante bobo para quererla.
—Lo siento —repitió Susan—. Tu hermana ha estado recorriendo la isla con una organizadora de bodas. Están buscando lugares.
El teléfono temblaba en su mano. Lucy se lo guardó en el bolso e intentó una sonrisa que resultó ser una mueca.
—Bueno —dijo—, ahora ya sé por qué mi madre me ha dejado un mensaje esta mañana.
—Has perdido todo el color. Acompáñame a la trastienda: tengo refrescos, o puedo prepararte un café…
—No. Gracias, Susan, voy a dejarlo por hoy.
La masa de emoción había empezado a dividirse en capas. Tristeza, desconcierto, rabia.
—¿Puedo hacer algo? —oyó preguntar a Susan.
Lucy negó con la cabeza al instante.
—Estoy bien. De veras.
Reajustándose la correa del bolso sobre el hombro, se encaminó hacia la puerta del establecimiento. Se detuvo cuando Susan volvió a hablar.
—No conozco demasiado a Kevin, y no sé prácticamente nada sobre tu hermana. Pero por lo que he visto y oído hasta ahora… se merecen uno al otro. Y eso no es un cumplido para ninguno de los dos.
Las yemas de los dedos de Lucy encontraron el cristal de la puerta, y por un momento sintió alivio en aquel contacto, en su lisura fría y tranquilizadora. Dedicó a Susan una frágil sonrisa.
—No pasa nada. La vida sigue.
Cuando llegó a su coche, Lucy se sentó y puso la llave en el contacto. Cuando la hizo girar, no sucedió nada. Se le escapó una risa incrédula.
—¿Te ríes de mí? —dijo, y volvió a intentarlo.
Clic, clic, clic, clic. El motor se negaba a arrancar. Puesto que las luces aún funcionaban, no podía ser cosa de la batería.
Regresar a la hostería no sería ningún problema, ya que estaba relativamente cerca. Pero la idea de tener que vérselas con un mecánico y pagar una reparación que le reventaría el presupuesto era demasiado. Lucy recostó la cabeza sobre el volante. Ésa era la clase de cosas que Kevin siempre le había arreglado. «Una de las ventajas», habría bromeado, después de cambiar el aceite y sustituir los limpiaparabrisas.
Sin lugar a dudas, reflexionó Lucy con desaliento, lo peor de ser una mujer soltera consistía en tener que ocuparse de su coche. Necesitaba una copa, un trago de algo fuerte y anestésico.
Tras apearse del coche inerte, se dirigió a un bar próximo al muelle, donde la gente podía contemplar los barcos y ver la carga y descarga de los transbordadores. El bar había sido una taberna en el siglo XIX, fundada para atender a los buscadores de oro que iban de camino a British Columbia durante la fiebre de Fraser. Para cuando los buscadores se fueron, el establecimiento adquirió una nueva clientela de soldados, pioneros y empleados de Hudson Bay. Con el transcurrir de las décadas, se había convertido en un bar viejo y venerable.
Una melodía de notas musicales surgió del interior de su bolso cuando sonó el móvil. Hurgando entre los diversos objetos —una barra de labios, monedas sueltas, un paquete de chicles—, Lucy consiguió dar con el teléfono. Al reconocer el número de Justine, respondió lánguidamente.
—Hola.
—¿Dónde estás? —preguntó su amiga sin preámbulos.
—Deambulando por la ciudad.
—Acaba de llamarme Susan Seburg. No me lo puedo creer.
—Yo tampoco… —admitió Lucy—. Kevin será mi cuñado.
—Susan está hecha polvo por haber sido la primera en decírtelo.
—No debería. Iba a enterarme tarde o temprano. Mi madre me ha dejado un mensaje esta mañana; estoy segura de que tenía que ver con el compromiso.
—¿Estás bien?
—No. Pero tomaré un trago y después lo estaré. Puedes reunirte conmigo, si quieres.
—Ven a casa y prepararé unas margaritas.
—Gracias —dijo Lucy—, pero hay demasiada tranquilidad en la hostería. Quiero estar en un bar con gente. Muchas personas ruidosas con problemas.
—De acuerdo —repuso Justine—, entonces ¿dónde…?
El teléfono emitió un pitido y cortó la frase de su amiga. Lucy miró la pequeña pantalla, que mostraba el símbolo de una batería roja parpadeando. Se le había acabado la gasolina.
—Lógico —murmuró.
Tras dejar caer el teléfono agotado dentro del bolso, accedió al oscuro interior del bar. El establecimiento olía ostensiblemente a edificio viejo, a humedad y a cerrado.
Puesto que era solo media tarde, aún no había aparecido la gente que salía del trabajo. Lucy se dirigió al extremo de la barra donde las sombras eran más oscuras y examinó la carta de bebidas. Pidió un lemon drop, hecho con vodka, limón revuelto y Triple Sec y servido en una copa con el borde azucarado. Le bajó por la garganta con un agradable escalofrío.
—Como el beso de un iceberg, ¿verdad? —preguntó sonriendo la camarera, una rubia llamada Marty.
Después de vaciar la copa, Lucy asintió y la dejó a un lado.
—Otro, por favor.
—Vas muy deprisa. ¿Quieres algo para picar? ¿Nachos o jalapeños, tal vez?
—No, solo otra copa.
Marty la miró dubitativa.
—Espero que no conduzcas después de esto.
Lucy soltó una carcajada amarga.
—No. Mi coche acaba de estropearse.
—Un día aciago, ¿eh?
—Un año aciago —contestó Lucy.
La camarera se tomó su tiempo para traerle la siguiente copa. Girando sobre el taburete de la barra, Lucy echó una ojeada a los demás clientes del bar, algunos alineados en la otra punta, otros sentados en mesas. En una de ellas, media docena de moteros bebían cerveza y charlaban animadamente.
Demasiado tarde, Lucy se percató de que pertenecían a la iglesia de moteros, y que entre ellos estaba el novio de Justine, Duane. Antes de poder apartar los ojos, éste miró en su dirección.
Desde el otro lado del local, Duane le hizo un gesto para que se uniera a ellos.
Lucy sacudió la cabeza y le saludó levemente con la mano antes de devolver su atención a la barra.
Pero el corpulento y bondadoso motero se le acercó y le plantó una mano amigable entre los hombros.
—Hola, Lucy —dijo—. ¿Cómo te va?
—He entrado a tomar una copa rápida —respondió Lucy con una tímida sonrisa—. ¿Cómo estás, Duane?
—No puedo quejarme. Ven a sentarte conmigo y los chicos. Todos somos de Hog Heaven.
—Gracias, Duane. Te agradezco la invitación, pero ahora mismo me apetece mucho estar sola.
—¿Qué ocurre? —Al advertir su vacilación, dijo—: Sea cual sea tu problema, nos ocuparemos nosotros, ¿recuerdas?
Cuando Lucy levantó la mirada hacia aquel rostro ancho y enmarcado por unas patillas desmesuradas, su sonrisa se volvió sincera.
—Sí, lo recuerdo. Vosotros sois mis ángeles custodios.
—Entonces cuéntame tu problema.
—Dos problemas —dijo Lucy—. En primer lugar, mi coche está muerto. O, por lo menos, está en coma.
—¿Es la batería?
—No creo. No lo sé.
—Nos ocuparemos de él —prometió Duane en el acto—. ¿Cuál es el otro problema?
—Me siento el corazón como una porquería que tengo que recoger con un periódico doblado y echarlo al cubo de la basura.
El motero le dirigió una mirada compasiva.
—Justine me contó lo de tu novio. ¿Quieres que los chicos y yo le demos un escarmiento?
Lucy dejó escapar una risita.
—No querría induciros a cometer un pecado mortal.
—Oh, pecamos sin parar —repuso Duane alegremente—. Es por eso que fundamos una iglesia. Y me parece que a tu ex le convendría una buena azotaina. —Una sonrisa conectó sus extensas patillas mientras citaba—: «Ascuas de fuego acumularás sobre su cabeza, y el Señor te recompensará».
—Me conformaré con que me arregléis el coche —dijo Lucy.
A instancias de Duane, le explicó dónde estaba el automóvil y le entregó las llaves.
—Lo llevaremos al Artist’s Point en un par de días —prometió Duane—, arreglado y funcionando.
—Gracias, Duane. No sabes cuánto os lo agradezco.
—¿Seguro que no quieres tomar algo con nosotros?
—Gracias, pero estoy segura.
—Como quieras. Pero los chicos y yo te vigilaremos. —Señaló hacia el rincón del bar, donde se estaba instalando un reducido grupo musical—. Esto no tardará en llenarse.
—¿Qué ocurre? —preguntó Lucy.
—Es el día de la Guerra del Cerdo.
Abrió unos ojos como platos.
—¿Es hoy?
—El quince de junio, como todos los años.
Le dio un golpecito amistoso en el hombro antes de regresar con sus colegas.
—Tengo que salir de aquí —murmuró Lucy.
Cogió su segunda copa y tomó un trago. Decididamente, no estaba de humor para celebrar la Guerra del Cerdo.
Esta tradición provenía de un suceso acaecido en 1859, cuando un cerdo perteneciente a la factoría de Hudson Bay, de propiedad británica, se había adentrado en el campo de patatas de Lyman Cutler, un agricultor americano. Al encontrarse con el enorme cerdo escarbando en sus tierras y comiéndose sus cultivos, el labriego mató al animal de un disparo. Este incidente ocasionó una guerra de trece años entre los británicos y los americanos. Ambos bandos establecieron campamentos militares en la isla. Finalmente la contienda terminó en un arbitraje, que concedió la propiedad de la isla a Estados Unidos. Durante todo el conflicto entre las unidades militares americanas y británicas, la única baja registrada fue la del cerdo.
Aproximadamente un siglo y medio después, se festejaba el comienzo de la Guerra del Cerdo con carne a la barbacoa, música y suficiente cerveza para mantener a flote una flota de embarcaciones de mástiles altos.
Para cuando Lucy apuró la copa, el grupo ya tocaba, se servían platos de costillas de cerdo gratis en la barra y el local estaba atestado de gente alborotada. Hizo un ademán para pedir la cuenta, y la camarera asintió con la cabeza.
—¿Puedo invitarte a otra? —le preguntó el tipo sentado en el taburete vecino al suyo.
—Gracias, pero ya he terminado —dijo Lucy.
—¿Te apetece una de éstas?
Intentó pasarle un plato de costillas de cerdo.
—No tengo hambre.
—Son gratis —insistió el tipo.
Cuando Lucy le miró con el ceño fruncido, le identificó como uno de los empleados de arquitectura paisajista de Kevin. No recordaba bien su nombre. Paul, acaso. Con los ojos vidriosos y el aliento amargo, daba la impresión de que había empezado la celebración muchas horas antes.
—Oh —exclamó incomodado al reconocerla—. Tú eres la novia de Pearson.
—Ya no —replicó Lucy.
—Es verdad, eres la vieja.
—¿La vieja? —repitió Lucy, ofendida.
—Quería decir la antigua novia… Esto… tómate una cerveza.
Cogió un vaso grande de plástico de una bandeja que descansaba sobre la barra.
—Gracias, pero no.
Lucy retrocedió cuando él empujó el rebosante vaso hacia ella.
—Es gratis. Cógela.
—No quiero cerveza.
Apartó el vaso al mismo tiempo que el hombre se lo ofrecía. Alguien de la muchedumbre que tenía a su espalda le dio una sacudida. Como a cámara lenta, todo el vaso de cerveza topó contra el pecho de Lucy y se derramó sobre ella. Se quedó sin resuello cuando el helado líquido le empapó la blusa y el sujetador.
Hubo un breve momento de estupefacción mientras la gente de su alrededor reparaba en lo ocurrido. Multitud de miradas se volvieron inquisitivas hacia Lucy, algunas compasivas, otras frías de desagrado. No cabía duda que más de uno entendía que aquella mujer se había echado la cerveza encima.
Humillada y furiosa, Lucy tiró de la blusa empapada de cerveza, que se le pegaba por todas partes.
Dirigiendo una mirada a Lucy, la camarera extendió un rollo entero de servilletas de papel sobre el mostrador. Lucy procedió a secarse la blusa.
Entretanto Duane y los demás moteros se habían acercado. La manaza de Duane cogió a Paul por la parte de atrás del cuello de la camisa y casi lo levantó del suelo.
—¿Tú has derramado la cerveza sobre nuestra Lucy? —inquirió Duane—. Te arrepentirás, gilipollas.
La camarera reclamó con urgencia:
—¡No empecéis una bronca aquí dentro!
—Yo no he hecho nada —balbuceó Paul—. Ella iba a coger la cerveza y se me ha escapado involuntariamente de la mano.
—Yo no iba a coger nada —dijo Lucy, indignada.
Alguien se abrió paso entre el gentío y una mano delicada se posó sobre su espalda. Lucy se puso tensa y empezó a regañarle, pero sus palabras se apagaron cuando vio un par de ojos de color azul verdoso.
Sam Nolan.
De toda la gente que podía verla en aquellas circunstancias, ¿tenía que ser precisamente él?
—Lucy —dijo en voz baja, mientras evaluaba rápidamente la situación—. ¿Alguien te ha hecho daño?
Dirigió una mirada afilada como una navaja a Paul, que se encogió de miedo.
—No —murmuró Lucy, cruzando los brazos sobre el pecho. La tela de su blusa estaba pegajosa y era casi transparente—. Solo estoy… mojada. Y tengo frío.
—Salgamos de aquí. —Tras coger su bolso de la barra, Sam se lo entregó y dijo por encima de su cabeza—. ¿Qué se debe, Marty?
—Sus copas van a cuenta de la casa —respondió la camarera.
—Gracias. —Sam miró a los moteros—. No mutiles al chico, Duane. Está demasiado borracho para darse cuenta de lo que pasa.
—Nada de mutilaciones —convino Duane—. Tan solo lo lanzaré al muelle. Es posible que lo meta bajo el agua un par de veces. Le provocaré un caso leve de hipotermia. Nada más.
—No me encuentro bien —balbuceó Paul.
Lucy casi empezaba a compadecerse de él.
—Deja que se vaya, Duane.
—Me lo pensaré. —Duane entrecerró los ojos mientras Sam comenzaba a guiar a Lucy entre la multitud—. Nolan. Ten cuidado con ella, o serás el siguiente.
Sam le dirigió una sonrisa socarrona.
—¿Quién te ha convertido en carabina, Duane?
—Es amiga de Justine —dijo el motero—. Lo que significa que te patearé el culo si intentas algo con ella.
—Tú no podrías patearme el culo —replicó Sam, y sonrió al añadir—: En cambio, Justine…
Al salir del edificio, Lucy se detuvo en la acera y se volvió hacia Sam. Parecía tan vital y apuesto como lo recordaba.
—Puedes volver a entrar —dijo bruscamente—. No necesito ayuda de nadie.
Sam sacudió la cabeza.
—Iba a marcharme de todos modos. Está demasiado lleno.
—Entonces ¿por qué has entrado?
—Iba a tomar una copa con mi hermano Alex. Hoy ha terminado su divorcio. Pero se ha ido nada más enterarse de que había la fiesta de la Guerra del Cerdo.
—Yo debería haber hecho lo mismo. —Una suave brisa sopló sobre el pecho empapado de la blusa de Lucy y la hizo estremecerse—. Uf. Tengo que ir a casa a cambiarme.
—¿Dónde está tu casa?
—En el Artist’s Point.
—El establecimiento de Justine Hoffman. Te acompañaré andando.
—Gracias, pero prefiero ir sola. No queda lejos.
—No puedes ir andando por Friday Harbor de esa guisa. La tienda de recuerdos de al lado aún está abierta. Déjame comprarte una camiseta.
—Ya me la compraré yo.
Lucy sabía que se estaba mostrando ingrata y descortés, pero se sentía demasiado fastidiada para que le importara. Entró en la tienda, y Sam la siguió.
—¡Dios mío! —exclamó la anciana dependienta de pelo azul al ver a Lucy—. ¿Ha habido un accidente?
—Un gilipollas borracho me ha derramado una cerveza encima —explicó Lucy.
—Oh, vaya. —La cara de la mujer se iluminó cuando vio a Sam detrás de ella—. Sam Nolan.
Supongo que no has sido tú, ¿verdad?
—Debería conocerme mejor, señora O’Hehir —la reprendió él con una sonrisa—. Siempre soy prudente con el alcohol. ¿Tiene algún sitio donde mi amiga pueda ponerse una blusa nueva?
—En la trastienda —contestó la anciana, señalando una puerta a su espalda. Miró a Lucy compasivamente—. ¿Qué clase de blusa buscas, querida?
—Una simple camiseta.
—Yo encontraré algo —se ofreció Sam—. ¿Por qué no entras ahí y empiezas a lavarte mientras echo un vistazo?
Lucy vaciló antes de asentir.
—No elijas nada extraño —le advirtió—. Nada con calaveras, frases estúpidas ni palabrotas.
—Tu desconfianza me hiere —dijo Sam.
—No te conozco lo suficiente para confiar en ti.
—La señora O’Hehir responderá de mí. —Sam se acercó a la anciana, apoyó las manos sobre el mostrador y se inclinó hacia ella con complicidad—. Vamos, dígale lo buen chico que soy. Un ángel. Un rayo de sol.
La mujer reveló a Lucy:
—Es un lobo con piel de cordero.
—Lo que la señora O’Hehir trataba de decir —le informó Sam— es que soy un cordero con piel de lobo.
Lucy reprimió una sonrisa, más animada mientras aquella mujer diminuta le dirigía una mirada elocuente y sacudía la cabeza despacio.
—Estoy segura de que ha entendido perfectamente lo que he dicho.
Entró en el exiguo baño, se quitó la blusa húmeda y la dejó caer en la papelera. Como también tenía el sujetador empapado, lo echó a su vez. Era una prenda vieja, con la goma gastada y los tirantes algo deshilachados. Usando agua caliente y toallas de papel, procedió a lavarse los brazos y el pecho.
—¿Por qué estabas rodeada por un séquito de moteros? —oyó preguntar a Sam desde el otro lado de la puerta.
—Me encargaron hacer una vidriera para su iglesia. Y ahora son como mis…, bueno, supongo que me han tomado bajo su protección.
—¿Es así cómo te ganas la vida? ¿Eres vidriera?
—Sí.
—Parece interesante.
—Puede serlo, a veces.
Lucy tiró un fajo de toallas de papel empapadas.
—Te he encontrado una camiseta. ¿Estás lista para que te la pase?
Lucy se acercó a la puerta y la abrió unos cinco centímetros, procurando mantenerse bien oculta. Sam introdujo la mano para pasarle una camiseta marrón oscuro. Tras cerrar la puerta, Lucy extendió la camiseta para examinarla con ojo crítico. El pecho estaba decorado con un diagrama de símbolos químicos de color rosa.
—¿Qué es esto?
La voz de Sam se filtró a través de la puerta cerrada.
—Es un diagrama de una molécula de teobromina.
—¿Qué es la teobromina? —preguntó Lucy, desconcertada.
—La sustancia química del chocolate que te alegra la vida. ¿Quieres que busque otra cosa?
A pesar del asqueroso día que estaba teniendo, Lucy no pudo evitar sonreírse.
—No, me quedo con ésta. Me gusta el chocolate.
El elástico tejido de punto era suave y cómodo al posarse sobre su torso húmedo. Lucy abrió la puerta y salió del baño.
Sam la estaba esperando, y la miró de arriba abajo.
—Te sienta bien.
—Parezco una cretina —replicó Lucy—. Huelo como una fábrica de cerveza. Y necesito un sujetador.
—Mi cita soñada.
Conteniendo una sonrisa con cara seria, Lucy se dirigió al mostrador.
—¿Qué le debo? —preguntó.
La señora O’Hehir señaló a Sam con un gesto.
—Ya me ha pagado.
—Considéralo un regalo de cumpleaños —dijo Sam al ver la expresión de Lucy—. ¿Cuándo es?
—En noviembre.
—Un regalo de cumpleaños muy tempranero.
—Gracias, pero no puedo…
—Sin compromiso alguno. —Sam hizo una ligera pausa—. Bueno, quizá con una condición.
—¿Cuál?
—Podrías decirme tu nombre completo.
—Lucy Marinn.
Sam le tendió la mano, y ella vaciló antes de estrechársela. Su apretón era cálido, los dedos algo ásperos por las callosidades. La mano de un hombre trabajador. El calor le subió por el brazo, como si su piel cobrara vida, y deshizo el contacto enseguida.
—Déjame acompañarte a casa —pidió Sam.
Lucy negó con la cabeza.
—Deberías ir a buscar a tu hermano y hacerle compañía. Si finalmente ha terminado de divorciarse hoy, lo más probable es que esté deprimido.
La señora O’Hehir, que había estado escuchando desde detrás del mostrador, intervino:
—Dile a Alex que le irá mejor sin ella. Y dile que la próxima vez se case con una chica simpática de la isla.
—Creo que a estas horas todas las chicas simpáticas de la isla ya le conocen bien —repuso Sam, y siguió a Lucy fuera de la tienda—. Escucha —dijo una vez en la calle—, no quiero ser un pelmazo, pero tengo que cerciorarme de que llegas a casa sin ningún percance. Si lo prefieres, te seguiré de lejos.
—¿A qué distancia? —inquirió Lucy.
—La media que establece una orden de restricción, unos cien metros más o menos.
Se le escapó una risa involuntaria.
—No será necesario. Puedes andar conmigo.
Sam le siguió el paso obedientemente.
De camino hacia el Artist’s Point, Lucy se fijó en el comienzo de una espectacular puesta de sol, con el cielo teñido de naranja y rosa y las nubes bordeadas de oro. Era una vista que, en otras circunstancias, habría disfrutado.
—¿En qué fase estás ahora? —preguntó Sam.
—¿Fase? Ah, te refieres a mi calendario pos ruptura. Supongo que me estoy acercando al final de la primera fase.
—Sarah MacLachlan y mensajes de texto airados.
—Sí.
—No te cortes el pelo.
—¿Qué?
—La siguiente fase. Corte de pelo y zapatos nuevos. No te toques el pelo, es precioso.
—Gracias. —Lucy se retiró tímidamente un mechón largo y oscuro detrás de la oreja—. En realidad, el corte de pelo es la tercera fase.
Se detuvieron en una esquina, esperando que cambiara el semáforo.
—Ahora mismo —comentó Sam— estamos delante de una vinatería que sirve el mejor atún dorado del noroeste del Pacífico. ¿Qué te parece si paramos a cenar?
Lucy miró a través del escaparate de la vinatería, en cuyo interior había gente sentada a la luz de las velas que parecía pasar un rato muy agradable. Devolvió su atención a Sam Nolan, que la observaba fijamente. Debajo de su aire despreocupado se ocultaba algo, no muy distinto al efecto de un cuadro en claroscuro. Clair-obscur, lo llamaban los franceses. Claroscuro. Tenía la sensación de que Sam Nolan no era el personaje sencillo que Justine había pintado de él.
—Gracias —contestó—, pero eso no me llevaría a ningún sitio al que quiera ir.
—No tiene que llevar a ninguna parte. Solo será una cena. —Advirtiendo su vacilación, Sam añadió—: Si me dices que no, acabaré calentando en el microondas cualquier lata que encuentre por casa. ¿Podrás seguir viviendo después de hacerme eso?
—Sí.
—¿Sí vas a cenar conmigo?
—Sí podré seguir viviendo después de que cenes una lata.
—Qué cruel —la acusó en voz baja, pero había un fulgor de diversión en la viveza de sus ojos.
Siguieron caminando hacia la hostería.
—¿Hasta cuándo te alojarás en el Artist’s Point? —preguntó Sam.
—No mucho más tiempo, espero. He estado buscando un piso. —Lucy soltó una carcajada de autocensura—. Por desgracia, los pisos que puedo permitirme no son tan bonitos como los que no me puedo permitir.
—¿Qué hay en tu lista de deseos?
—Una habitación es todo cuanto necesito. Algo tranquilo pero no demasiado aislado. Y me gustaría tener vista al mar, si es posible. Entretanto, me alojo en casa de Justine. —Hizo una pausa—. Supongo que tú y yo tenemos una amiga en común.
—¿Te ha dicho que somos amigos?
—¿No es verdad?
—Eso depende de lo que te haya contado de mí.
—Dijo que eres un chico estupendo y que debería salir contigo.
—En tal caso, somos amigos.
—Añadió que eres perfecto para una transición, porque eres divertido y prefieres evitar cualquier compromiso.
—¿Y qué le dijiste tú?
—Que no me interesaba. Estoy harta de cometer errores estúpidos.
—Salir conmigo sería un error muy inteligente —le aseguró Sam, y ella se echó a reír.
—¿Por qué?
—No soy celoso, ni hago promesas que luego no puedo cumplir. Soy diáfano como el agua.
—Un buen rollo publicitario —observó Lucy—. Pero sigue sin interesarme.
—El rollo publicitario incluye una prueba en carretera gratis —dijo Sam.
Lucy sonrió y sacudió la cabeza.
Llegaron al Artist’s Point y se detuvieron ante los escalones de la entrada.
Tras volverse hacia él, Lucy dijo:
—Gracias por la camiseta nueva. Y por ayudarme a salir del bar. Has sido… un buen final de un día aciago.
—De nada. —Sam se interrumpió—. Acerca de ese piso que buscas… se me ocurre una idea. Mi hermano Mark ha estado alquilando su casa, un condominio frente al mar, desde que él y Holly vinieron a vivir conmigo.
—¿Quién es Holly?
—Mi sobrina. Tiene siete años. Mi hermana Victoria murió el año pasado, y Mark fue designado como tutor. Le estoy ayudando durante una temporada.
Lucy lo miró fijamente, intrigada por aquella revelación.
—Le ayudas a criarla —aclaró.
Sam asintió.
—Y les has dejado instalarse en tu casa —afirmó Lucy en lugar de preguntar.
Sam se encogió de hombros, incomodado.
—Es una casa grande. —Su rostro se volvió impenetrable y su voz, intencionadamente despreocupada—. En lo que se refiere al condominio… el último inquilino se ha ido y, que yo sepa, Mark aún trata de arrendarlo. ¿Quieres que lo consulte? ¿Quizá te gustaría verlo?
—Yo…, tal vez. —Lucy se percató de que se estaba mostrando excesivamente cauta. Un condominio frente al mar no era algo fácil de encontrar, y merecería la pena echarle un vistazo—. Estoy segura de que se escapa de mis posibilidades. ¿Cuánto pide?
—Se lo preguntaré y te lo diré. —Sam sacó su teléfono móvil y la miró con expectación—. ¿Cuál es tu número? —Sonrió al ver su vacilación—. Juro que no acoso a las mujeres. Sé aceptar un rechazo.
Poseía un encanto relajado que le parecía difícil de resistir. Lucy le dio su número, miró sus ojos azul verdoso y notó una sonrisa involuntaria dibujándose en sus labios. Era una verdadera lástima que no fuera capaz de soltarse lo suficiente para divertirse con él.
Solo que Lucy era una mujer con experiencia. Estaba harta de esperar, confiar y perder. Más adelante, al cabo de unos meses, o más probablemente años, la necesidad de compañía volvería a aparecer, y entonces se arriesgaría a relacionarse con alguien de nuevo. Pero no ahora. Y menos con aquel hombre, que mantendría una relación estrictamente superficial.
—Gracias —dijo Lucy, observando cómo Sam se guardaba el teléfono en el bolsillo trasero. Le tendió la mano con un torpe gesto formal—. Espero noticias tuyas si el condominio está libre.
Sam le estrechó la mano con gravedad, aunque con los ojos chispeantes.
La calidez de su mano, la seguridad con que sus dedos se doblaban en torno a los suyos, le proporcionaron una sensación indescriptiblemente agradable. Había transcurrido mucho tiempo desde que alguien la había tocado o abrazado de alguna manera. Lucy prolongó aquel momento algo más de lo necesario, al mismo tiempo que un rubor del color de la vergüenza le subía desde los pies hasta el cuero cabelludo.
Sam la observó, y su expresión se tornó inescrutable. Aprovechó el apretón de manos para acercarla un poco, con la cabeza inclinada sobre la de ella.
—En cuanto a esa prueba en carretera… —murmuró.
Lucy no podía seguir sus propios pensamientos. Había empezado a latirle el corazón. Miró sin ver hacia la puesta de sol, que se fundía en una fresca oscuridad azul. Sam la sorprendió atrayéndola contra su hombro y pasándole una mano por la espalda con un movimiento relajante. Sus cuerpos se tocaron a intervalos; la presión del de Sam era cálida e intensa y hacía que le temblaran las piernas.
Desorientada, Lucy no dijo nada cuando Sam le puso una mano en el costado de la cara y la sujetó con firmeza mientras su boca descendía. Fue delicado, invitándola al beso. Ella se abrió a él instintivamente, los malos instintos imponiéndose sobre los buenos.
Aquel beso la indujo a pensar, solo por un momento, que ya no tenía nada que perder. «Esto es una locura», pensó, pero la lengua de Sam tocó la suya y su mano subió buscándole la nuca. Un torrente de sensación fluyó por los intervalos entre los latidos de Lucy.
Fue Sam quien puso fin al beso. Mantuvo los brazos alrededor de Lucy hasta que ésta recobró el equilibrio. Desconcertada y desarmada, finalmente Lucy logró apartarse de él. Se encaminó hacia los escalones de la entrada.
—Te llamaré pronto —le oyó decir.
Se detuvo y le miró por encima del hombro.
—No sería buena idea —dijo en voz baja.
Ambos sabían que no se refería al condominio.
—Nadie va a precipitarte en nada —declaró Sam—. Tú llevas la voz cantante, Lucy.
A ella se le escapó una risita.
—Si tienes que decir a alguien que lleva la voz cantante, significa que en realidad no la lleva.
Y terminó de subir los escalones sin mirar atrás.