5

Los esfuerzos por los que pasaba la mente después de una ruptura eran agotadores. Había que recordar y analizar acontecimientos y reevaluar conversaciones pretéritas. Se emparejaban pistas como los calcetines salidos de la secadora. Después de todo este trabajo, lo extraño no era que se hubiera roto, sino que no se hubieran advertido todas las señales.

—La mayoría de la gente no tiene tiempo de contextualizar las cosas en el momento en que ocurren —comentó Justine—. La mayoría estamos demasiado ocupados pensando en la visita al dentista y tratando de no llegar tarde al trabajo, y acordándonos de limpiar la fuente del pescado antes de que empiece a pudrirse.

—No me puedo creer la facilidad con que me mintió Kevin —dijo Lucy—. Me parecía que le conocía muy bien, y resulta que no le conocía en absoluto.

—Así es como funciona la traición. Los demás no pueden hacerte daño a menos que logren que confíes en ellos.

—No creo que el objetivo fuera hacerme daño —repuso Lucy—. Pero en un momento dado los sentimientos de Kevin hacia mí cambiaron, y no me di cuenta. Quizá se enamoró de Alice y es así de sencillo.

—Lo dudo —dijo Justine—. Creo que Kevin utilizó a Alice para dejar la relación contigo, y ahora está atrapado por ella.

—Aunque eso sea cierto, necesito entender por qué se desenamoró de mí.

—Lo que tú necesitas es otro novio.

Lucy sacudió la cabeza.

—Voy a mantenerme alejada de los hombres hasta que averigüe por qué siempre me lío con los que no me convienen.

Pero su amiga no quiso saber nada.

—Conozco a muchos tipos estupendos. Puedo concertarte una cita con alguien.

Justine participaba activamente en muchos grupos y clubes de Friday Harbor. Se ofrecía voluntaria en la organización de campañas benéficas y carreras populares, y patrocinaba un curso de autodefensa para las mujeres de la ciudad. Si bien las relaciones de Justine con los hombres a menudo no duraban más tiempo que un cacheo de un agente de seguridad de los transportes públicos, tenía el don de conservar la amistad con todos los chicos con los que había salido.

—Desde luego —añadió pensativa—, quizá tendrás que rebajar un poco tus aspiraciones.

—Para empezar, mis aspiraciones no son elevadas —respondió Lucy—. Lo único que quiero es un hombre que se cuide sin ser narcisista, que trabaje sin estar obsesionado por su trabajo, que esté seguro de sí mismo sin ser arrogante, que no viva aún con sus padres una vez entrado en la treintena, y que no espere que invitarme a una cena romántica en un restaurante local llevará automáticamente a quitarme la ropa. ¿Es mucho pedir?

—Sí —dijo Justine—. Pero si te olvidas de esta lista de cualidades, podrías dar con un tipo bastante decente. Como Duane.

Se refería a su novio actual, un motero que vestía ropa de cuero y montaba una Harley Shovelhead del 81.

—¿Te he dicho que estoy haciendo algunos trabajos para Hog Heaven? —preguntó Lucy.

Era la iglesia de moteros que Duane frecuentaba.

—No, no lo mencionaste.

—Me encargaron que sustituyera el ventanal trasero del edificio. Estoy utilizando algunas sugerencias de la congregación. El brazo horizontal de la cruz se hará con manillares de moto estilizados.

—Muy original —observó Justine—. Pero no creo que puedan pagarte.

—No pueden —admitió Lucy con una sonrisa—. Pero son tan buenos chicos, que no supe decirles que no. Así pues, básicamente, hemos convenido un trueque. Yo les haré los vidrios y, si necesito algún favor en el futuro, debo llamarles.

Después de que Lucy se hubiera trasladado de la casa que compartía con Kevin a la habitación del Artist’s Point, había trabajado en su estudio durante casi dos días seguidos. Solo salió para dormir unas pocas horas en el bed-and-breakfast y regresó al taller antes del amanecer. A medida que la vidriera de la iglesia de moteros empezaba a tomar forma, Lucy experimentaba una vinculación todavía más intensa con su trabajo.

La iglesia se congregaba en lo que había sido un antiguo cine. La sala era pequeña y sin ventanas, exceptuando la vidriera que se había instalado recientemente en el centro de la pared de delante, que antes ocupaba una pantalla. El edificio entero no debía de medir más de seis metros de ancho, con filas de seis asientos a ambos lados del pasillo. «Nos dirigimos hacia el cielo —le había dicho el pastor—, porque el infierno no podrá alcanzarnos». Tras oír estas palabras, Lucy había sabido perfectamente cómo diseñar la ventana.

Combinó el método tradicional de engarce de plomo —sujetar cristales en un armazón de metal soldado— con una técnica moderna consistente en pegar piezas de vidrio soplado y coloreado sobre unas láminas más grandes. Esto confería a la ventana una mayor profundidad y dimensión. Después de dar una capa de barniz a los espacios entre el plomo y el vidrio, Lucy soldó una matriz de rejas de refuerzo a la ventana.

Cuando terminó el trabajo hacia las dos de la madrugada, se apartó de la mesa. Se estremeció de satisfacción al contemplar su obra. Había resultado tal como la había concebido: reverente y hermosa, un tanto peculiar. Exactamente como la congregación de la iglesia de moteros.

Le había sentado bien hacer algo productivo y concentrarse en algo que no fuera sus problemas personales. Su vidrio, pensó mientras pasaba las puntas de los dedos sobre el resplandeciente panel traslúcido, no la había abandonado nunca.

Lucy había demorado llamar a sus padres para anunciarles su ruptura con Kevin. No solo necesitaba tiempo para pensar en lo que acababa de suceder y en qué hacer a continuación, sino que además estaba segura de que para entonces Alice ya les habría llamado para contarles su propia versión de la situación. Y Lucy no estaba dispuesta a malgastar sus emociones ni su energía en una batalla inútil. Sus padres se pondrían de parte de Alice, y lo mejor que Lucy podía hacer era mantener la boca cerrada y desaparecer.

Los Marinn se habían mudado a un condominio próximo al Instituto de Tecnología de California, donde Phillip impartía clases a tiempo parcial. Volaban a Seattle cada dos o tres meses para ver a sus hijas y para no perder el contacto con sus amigos y colegas. En su última visita, se habían disgustado al enterarse de que Lucy se había gastado un generoso cheque que le habían regalado por su cumpleaños en una moto acuática nueva para Kevin.

—Esperaba que te compraras algo bonito para ti —la había regañado con delicadeza su madre en privado—. O que hicieras arreglar y repintar tu coche. Algo que te aprovechara.

—Si Kevin es feliz, me aprovecha.

—¿Cuánto tardó en decir que quería una moto acuática después de que recibieras ese cheque?

Aguijoneada por esta pregunta, Lucy contestó de pasada:

—Oh, no lo dijo. Se me ocurrió a mí.

Lo cual no era cierto, desde luego, y de todos modos su madre no se lo había creído. Pero a Lucy le molestó comprobar que su novio no les caía bien a sus padres. Ahora se preguntaba qué debían de pensar de él después de haber dejado a una hermana a cambio de la otra. Si era eso lo que Alice quería, si la hacía feliz, Lucy sospechaba que ya encontrarían algún modo de aceptarlo.

Sin embargo, cuando su madre la llamó desde Pasadena, su reacción fue distinta a la que Lucy se esperaba.

—Acabo de hablar con Alice. Me ha contado lo que ha ocurrido. No puedo creerlo.

—Yo tampoco pude, al principio —respondió Lucy—. Luego, cuando Kevin me pidió que me fuera, empecé a creerlo.

—¿Había alguna señal? ¿Tenías alguna idea de que iba a suceder?

—No, ningún indicio.

—Alice dice que tú y Kevin teníais problemas.

—Por lo visto, el problema que teníamos era Alice —espetó Lucy.

—Le he dicho a Alice que tu padre y yo estamos muy decepcionados con ella, y que no podemos apoyar semejante conducta. Por su propio bien.

—¿De veras? —preguntó Lucy al cabo de un momento.

—¿Por qué te extraña?

Lucy soltó una carcajada desconcertada.

—Mamá, en toda mi vida no recuerdo haberos oído decir a ti o a papá que estabais decepcionados por algo que hubiera hecho Alice. Creía que ibais a pedirme que aceptara la relación de Alice con Kevin y lo olvidara.

—Has vivido dos años con ese hombre. No sé cómo podrías «olvidarlo». —Siguió una larga pausa—. No puedo imaginarme de dónde has sacado la idea de que tu padre y yo aprobaríamos las acciones de Alice.

Su madre parecía tan sinceramente perpleja que Lucy no pudo contener una risa incrédula.

—Siempre habéis aprobado todo cuanto Alice quería hacer, estuviera bien o mal.

Su madre guardó silencio por un momento.

—Lo admito, siempre he tendido a consentir a tu hermana —dijo por fin—. Siempre ha necesitado más ayuda que tú, Lucy. Nunca ha sido tan capacitada como tú. Y nunca ha sido la misma después de la meningitis. Cambios de humor y depresiones…

—Eso bien podría haber sido provocado por estar tan mimada.

—Lucy.

El tono de su madre fue de reproche.

—También es culpa mía —admitió Lucy—. He consentido a Alice tanto como todos los demás. Todos la hemos tratado como si fuera una niña dependiente. No descarto la posibilidad de que tuviera que lidiar con algunos efectos a largo plazo de la meningitis. Pero… ha llegado un momento en el que Alice tiene que ser responsable de su conducta.

—¿Quieres venir a vernos a California? ¿Salir un par de días? Papá y yo te pagaremos el billete.

Lucy sonrió ante el evidente esfuerzo de su madre por cambiar el rumbo de la conversación.

—Gracias. Sois muy amables. Pero lo único que haría sería pasarme todo el día deprimida. Creo que será mejor que me quede aquí y me mantenga ocupada.

—¿Necesitas algo?

—No, estoy bien. Me lo estoy tomando día a día. Creo que lo peor será tropezarme con Kevin y Alice… Todavía no sé cómo voy a afrontarlo.

—Esperemos que Kevin tenga la decencia de pasar algún tiempo con ella en Seattle, en vez de insistir en que vaya a verle a la isla.

Lucy parpadeó, perpleja.

—Los dos estarán aquí, mamá.

—¿A qué te refieres?

—¿No te lo ha dicho Alice? Viene a vivir con Kevin.

—No, ella… —Su madre se interrumpió—. Dios mío. ¿En la casa que compartías con él?

—Sí.

—¿Y qué hará Alice con su piso en Seattle?

—No lo sé —contestó Lucy secamente—. Quizá me lo alquile.

—Lucy, esto no tiene ninguna gracia.

—Lo siento. Es solo que… Alice se ha metido en mi vida como si fuera un par de zapatos viejos. Y lo que me saca de quicio es que no se siente nada culpable. De hecho, creo que piensa que tiene derecho a quitarme el novio. Como si tuviera que cedérselo solo porque ella lo quería.

—Es culpa mía. Tal como la he criado…

—Espera —dijo Lucy, en un tono más tajante del que pretendía. Tomó aire y suavizó la voz—. Por favor, mamá, por una vez, ¿puede ser algo culpa suya? ¿Podemos convenir que Alice ha hecho algo mal sin buscar una docena de excusas para justificarla? Porque cada vez que pienso en ella durmiendo en mi casa, en mi cama, con mi novio, me dan ganas de echarle la culpa.

—Pero, Lucy, aunque seguramente es demasiado pronto para hablar de esto, sigue siendo tu hermana. Y un día, cuando te ofrezca una disculpa sincera, espero que la perdones. Porque la familia es la familia.

—Es demasiado pronto para hablar de esto. Oye, mamá, yo… tengo que irme.

Lucy sabía que su madre trataba de ayudar. Pero no era ésa la clase de conversación que mejor se les daba. Podían hablar de cosas superficiales, pero siempre que se adentraban en territorio un poco más espinoso, su madre parecía que estaba obligada a decirle qué debía pensar y sentir. Como consecuencia, generalmente Lucy confesaba los detalles personales de sus relaciones a sus amigas en lugar de su familia.

—Sé que crees que no entiendo cómo te sientes, Lucy —dijo su madre—. Pero lo sé.

—¿Lo sabes?

Mientras Lucy esperaba que su madre continuara, sus ojos se posaron en una reproducción del cuadro de Munch El baile de la vida. La obra representaba varias parejas bailando en una noche de verano. Pero dos mujeres aparecían solas en la escena. La de la izquierda iba vestida de blanco y tenía un aspecto inocente y optimista. La mujer más mayor de la derecha, en cambio, vestía de negro, y los ángulos inflexibles de su cuerpo transmitían la amargura de una aventura amorosa frustrada.

—Algún tiempo antes de casarme —explicó su madre— estuve liada con un hombre, al que quería mucho, hasta que un día me dio la noticia de que estaba enamorado de mi mejor amiga.

Hasta entonces su madre no le había confesado nada parecido. Lucy aferró el teléfono, incapaz de emitir sonido alguno.

—Fue más que doloroso. Tuve…, bueno, supongo que lo llamarías una crisis nerviosa. No he olvidado nunca la sensación de no poder levantarme de la cama. La sensación de que te pesa demasiado el alma para moverte.

—Lo siento —dijo Lucy con voz queda—. Cuesta trabajo creer que hayas pasado por algo así. Debió de ser terrible.

—Lo más difícil fue que perdí a mi novio y a mi mejor amiga al mismo tiempo. Creo que ambos lamentaron el dolor que me habían causado, pero se querían tanto que no importaba nada más. Se casaron. Más tarde mi antigua amiga me pidió perdón, y se lo di.

—¿La perdonaste de corazón? —no pudo evitar preguntar Lucy.

Esto provocó una risa amarga.

—Pronuncié las palabras. Fue lo más que pude hacer. Y me alegré de haberlo hecho porque, un año después, murió de la enfermedad de Lou Gehrig.

—¿Y él? ¿Recuperaste el contacto con él?

—Tú lo has dicho. —La voz de su madre se tornó dulcemente árida—. Con el tiempo me casé con él, y tuvimos dos hijas.

Lucy abrió los ojos como platos ante aquella revelación. Ignoraba que su padre hubiera estado casado antes. Que hubiera amado y perdido a otra mujer. ¿Era ése el motivo de su eterno distanciamiento? Cuántos secretos ocultos en la historia de una familia. En el corazón de un padre o una madre.

—¿Por qué me lo dices ahora…? —logró articular por fin.

—Me casé con Phillip porque le seguía queriendo, aunque sabía que él no sentía lo mismo por mí. Volvió conmigo porque estaba abatido y se sentía solo, y necesitaba a alguien. Pero eso no es lo mismo que estar enamorado.

—Pero él te quiere —protestó Lucy.

—A su manera. Y ha sido un buen matrimonio. Pero siempre he tenido que vivir sabiendo que yo era su segunda opción. Y no desearía nunca eso para ti. Quiero que encuentres un hombre que sienta que lo eres todo para él.

—No creo que ese tipo exista.

—Existe. Y, Lucy, aunque dijiste sí al hombre equivocado, espero que eso no te haga decir no al hombre adecuado.