—Tengo problemas de confianza —le había dicho Lucy en cierta ocasión a Kevin, no mucho tiempo después de haberse conocido.
Él la envolvió con sus brazos y susurró:
—No conmigo.
Después de dos años viviendo con Kevin Pearson, Lucy aún no daba crédito a su suerte. Él era todo lo que habría podido desear, un hombre que entendía el valor de los pequeños gestos, como plantar la flor favorita de Lucy en el jardín de la casa que compartían o llamarla durante el día sin ningún motivo. Era un hombre sociable, que solía sacar a Lucy de su estudio para asistir a una fiesta o cenar con amigos.
Los obsesivos hábitos laborales de Lucy le habían causado problemas en sus relaciones anteriores. Si bien confeccionaba piezas tan diversas como mosaicos, apliques e incluso pequeños muebles, lo que más le gustaba hacer eran vidrieras. Lucy no había conocido nunca a un hombre que la fascinara la mitad que su trabajo, con la consecuencia de que había sido mucho mejor artista que novia. Kevin había roto el molde. Había enseñado a Lucy sobre sensualidad, y confianza, y habían compartido momentos en los que ella se había sentido más unida a él que a cualquier otra persona que hubiera conocido. Pero aún ahora seguía existiendo una distancia exigua pero infranqueable entre ellos, que les impedía comprender las verdades plenas y esenciales del otro.
Una fresca brisa de abril se coló a través de la ventana medio abierta del garaje reconvertido. El estudio de arte de Lucy estaba repleto de herramientas de su oficio: una mesa de trabajo con luz incorporada, una mesa de soldar, estantes para colocar láminas de vidrio y un horno. Fuera había colgado un alegre rótulo hecho con un mosaico de cristal que mostraba la silueta de una mujer en un columpio antiguo sobre un fondo azul cielo. Debajo, había grabadas las palabras COLUMPIO SOBRE UNA ESTRELLA en caracteres dorados que se arremolinaban.
Le llegaban los sonidos del cercano Friday Harbor: las risueñas disputas de las gaviotas, la sirena de un transbordador que arribaba… Si bien la isla de San Juan formaba parte del estado de Washington, parecía otro mundo. Estaba protegida de las lluvias por las Cascade Mountains, de modo que incluso cuando Seattle estaba envuelta en nubes grises y llovizna, en la isla lucía el sol. La costa estaba bordeada de playas y el interior, repleto de exuberantes bosques de pinos y abetos. En la primavera y el otoño, unas columnas de vapor de agua hendían el horizonte cuando las manadas de oreas perseguían los bancos de salmones.
Lucy ordenaba y reordenaba cuidadosamente las piezas antes de sujetarlas a un tablero recubierto de una fina capa de masilla. La mezcla de mosaico era un batiburrillo de vidrios de la playa, fragmentos de porcelana, cristal de Murano y Millefiori, todo ello dispuesto alrededor de un remolino de vidrio cortado. Estaba haciendo un regalo de cumpleaños para Kevin, una mesa con un diseño que él había admirado en uno de sus bocetos.
Absorta en su trabajo, Lucy se olvidó de comer. Hacia media tarde, Kevin llamó a la puerta y entró.
—Hola —dijo Lucy con una sonrisa, al mismo tiempo que extendía una tela sobre el mosaico para que él no pudiera verlo—. ¿Qué haces aquí? ¿Quieres llevarme a comer un bocadillo? ¡Estoy muerta de hambre!
Pero Kevin no respondió. Tenía la cara tensa y apenas se atrevía a mirarla a los ojos.
—Tenemos que hablar —anunció.
—¿De qué?
Él soltó una exhalación vacilante.
—Creo que esto no funciona.
Deduciendo de su expresión que algo grave ocurría, Lucy sintió un escalofrío.
—¿Qué…, qué crees que no funciona?
—Lo nuestro. Nuestra relación.
Una oleada de pánico desconcertado le obnubiló la mente. Tardó unos instantes en recuperar la concentración.
—… no se trata de ti —estaba explicando Kevin—. Quiero decir que eres estupenda. Confío en que lo creas. Pero últimamente eso no ha sido suficiente para mí. No…, «suficiente» no es la palabra correcta. Quizá debería decir que eres demasiado para mí. Es como si no hubiera espacio para mí, como si estuviera hacinado. ¿Tiene esto algún sentido?
La mirada atónita de Lucy se posó en los trozos de vidrio cortado que había sobre la mesa de trabajo. Si se concentraba en otra cosa, algo que no fuera Kevin, tal vez él no continuaría.
—… debo ser muy claro en esto, para no acabar siendo el malo de la película. Nadie tiene que ser el malo. Resulta agotador, Luce, tener que convencerte siempre de que estoy tan comprometido con esta relación como tú. Si pudieras ponerte en mi lugar un momento, entenderías por qué necesito alejarme algún tiempo de esto. De nosotros.
—No vas a alejarte algún tiempo. —Lucy cogió con torpeza un cortavidrios y le untó la punta con aceite—. Estás rompiendo conmigo.
No podía creerlo. Al mismo tiempo que se oía a sí misma pronunciando esas palabras, no podía creerlo. Utilizando una regla en forma de L como guía, marcó un trozo de vidrio, apenas consciente de lo que estaba haciendo.
—¿Lo ves? A eso me refiero. El tono de tu voz. Sé lo que piensas. Siempre te ha preocupado que rompiera contigo, y ahora que lo hago crees que siempre tuviste razón. Pero no se trata de eso. —Kevin se interrumpió y la observó mientras sujetaba el vidrio marcado con unos alicates. Con un movimiento experto, la lámina se partió limpiamente por la línea marcada—. No digo que sea culpa tuya. Lo que digo es que no es culpa mía.
Lucy dejó el cristal y los alicates con excesivo cuidado. Tenía la sensación de caerse, aun estando sentada. ¿Era una tonta, sorprendiéndose tanto? ¿Qué señales le habían pasado por alto? ¿Por qué la pillaba desprevenida?
—Dijiste que me querías —declaró, y se encogió ante el patetismo de aquellas palabras.
—Y te quería. Todavía te quiero. Es por eso que me resulta tan difícil. Me duele tanto como a ti. Espero que lo entiendas.
—¿Hay alguien más?
—Si lo hubiera, no tendría nada que ver con mi decisión de tomarme un descanso.
Lucy oyó su propia voz, parecida al borde de algo rasgado.
—Dices «tomarte un descanso» como si fueras a tomarte un café con una rosquilla. Pero no es un descanso. Es permanente.
—Sabía que te fastidiaría. Sabía que sería una situación en la que ambos saldríamos perdiendo.
—¿Qué otra cosa puede ser?
—Lo siento. Lo siento. ¿Cuántas veces quieres que lo diga? No puedo sentirlo más de cuanto lo hago ahora. He hecho todo lo que he podido, y lamento que no haya sido suficiente para ti. No, ya sé que nunca has dicho que no era suficiente, pero lo he notado. Porque nada de lo que he hecho ha podido vencer tu inseguridad. Y finalmente he tenido que enfrentarme a la realidad de que esta relación no funcionaba para mí. Lo cual no ha sido divertido, créeme. Por si te hace sentir mejor, estoy hecho polvo. —Viendo la mirada de incomprensión de Lucy, Kevin soltó un breve suspiro—. Mira, hay algo que debes oír de mí antes de que te enteres por otro. Cuando me percaté de que nuestra relación estaba en crisis, tuve que hablar de ello con alguien. Recurrí a… una amiga. Y cuanto más tiempo pasábamos juntos, más unidos nos sentíamos. Ninguno de los dos pudo evitarlo. Simplemente ocurrió.
—¿Empezaste a salir con otra? ¿Antes de romper conmigo?
—Ya había roto contigo emocionalmente. Solo que aún no había hablado de ello contigo. Ya lo sé, debería haberlo manejado de otra forma. Lo cierto es que tengo que seguir esa nueva dirección. Es lo mejor para los dos. Pero lo que hace que resulte difícil para todos, incluido yo mismo, es que la persona con la que estoy es… cercana a ti.
—¿Cercana a mí? ¿Te refieres a una de mis amigas?
—En realidad se trata de… Alice.
Lucy notó cómo se tensaba toda su piel, como cuando uno acaba de librarse de una caída pero todavía siente el aguijoneo de la adrenalina. No podía articular palabra.
—Ella tampoco quería que ocurriera —añadió Kevin.
Lucy parpadeó y tragó saliva.
—¿Qué ocurriera qué? ¿Tú… sales con mi hermana? ¿Estás enamorado de ella?
—No tenía esa intención.
—¿Te has acostado con ella?
Su avergonzado silencio fue la respuesta que sospechaba obtener.
—Vete —dijo.
—Está bien. Pero no quiero que la culpes de…
—Vete. ¡Fuera!
Lucy ya había oído suficiente. No sabía muy bien qué haría a continuación, pero no quería que Kevin estuviera presente cuando lo hiciera.
Él se encaminó hacia la puerta del estudio.
—Ya seguiremos hablando más tarde, cuando hayas tenido ocasión de pensarlo, ¿de acuerdo? Pero, Luce, ocurre que… Alice va a instalarse aquí muy pronto. De manera que tendrás que buscarte algún sitio.
Lucy guardó silencio. Esperó inquieta durante varios minutos después de que él se fuera.
Se preguntó amargamente por qué estaba sorprendida. El patrón no había cambiado nunca. Alice siempre había conseguido lo que quería, había cogido lo que necesitaba, sin siquiera detenerse un instante a pensar en las consecuencias. Todos los miembros de la familia Marinn ponían primero a Alice, incluida la propia interesada. Habría sido fácil odiarla, salvo que en determinadas ocasiones Alice mostraba una mezcla de vulnerabilidad y melancolía que parecía el eco de la callada tristeza de su madre. Lucy siempre se había encontrado en la situación de cuidar de su hermana; pagar la cuenta cuando salían a cenar fuera; dejándole dinero que jamás recuperaba y permitiéndole tomar prestados ropa y zapatos que nunca le eran devueltos.
Alice era lista y expresiva, pero siempre le había costado trabajo terminar todo lo que empezaba. Cambiaba de empleo a menudo, dejaba proyectos sin acabar y rompía relaciones antes de que llegaran a alguna parte. Dejaba una primera impresión deslumbrante —carismática, sexy y divertida—, pero no tardaba en hartarse de la gente, aparentemente incapaz de soportar las interacciones mundanas del día a día que cimentaban una relación.
Durante el último año y medio, Alice había trabajado como guionista de una serie de televisión que llevaba mucho tiempo en antena. Era el empleo más largo que había tenido jamás. Vivía en Seattle y de vez en cuando viajaba a Nueva York para hablar con los autores principales sobre el argumento. Lucy le había presentado a Kevin y se habían encontrado en alguna ocasión, pero Alice no había demostrado nunca ningún interés por él. Ingenuamente, Lucy no había sospechado jamás que el préstamo de sus pertenencias llegaría hasta el punto de que le robara el novio.
¿Cómo había empezado la relación de Kevin y Alice? ¿Quién había dado el primer paso? ¿Se había mostrado Lucy tan necesitada que había espantado a Kevin? Si no era culpa de él, como había afirmado, entonces tenía que ser culpa suya, ¿no? Tenía que haber algún culpable.
Cerró los ojos con fuerza para combatir la presión de las lágrimas.
¿Cómo se podía pensar en algo que causaba tanto dolor? ¿Qué hacer con los recuerdos, los sentimientos y las necesidades que ya no correspondían a nada?
Lucy se puso en pie como pudo y se acercó a su vieja bicicleta de tres velocidades, que estaba apoyada junto a la entrada. Era una Schwinn antigua de color turquesa, con un cesto sujeto al manillar. Cogió el casco colgado de un gancho junto a la puerta y sacó la bici.
Había caído una neblina sobre la fría tarde de primavera, y las arboledas de pino Oregón perforaban una capa de nubes ligera como espuma de jabón. Se le puso carne de gallina en los brazos desnudos cuando la brisa le metió un frío húmedo dentro de la camiseta. Lucy pedaleó sin rumbo fijo, hasta que le ardían las piernas y le dolía el pecho. Se detuvo en un desvío, donde identificó un camino que llevaba a una bahía situada en el lado oeste de la isla. Empujando la bicicleta a pie por el pedregoso sendero, llegó a una serie de escarpados acantilados formados por basalto rojo erosionado y grietas de caliza pura. En la playa de abajo, cuervos y gaviotas picoteaban los restos de la marea baja.
La población indígena de la isla, una tribu de los Coast Salish, se dedicaba antiguamente a recoger almejas, ostras y salmones con sus redes. Creían que la abundancia de alimento en el estrecho era un regalo de una mujer que mucho tiempo atrás se había casado con el mar.
Un día que se bañaba, el mar adoptó la forma de un apuesto joven que se enamoró de ella. Después de que su padre diera de mala gana su consentimiento al matrimonio, la mujer había desaparecido con su amante entre las olas. Desde entonces el mar, como agradecimiento, ofrecía a los isleños pródigas capturas.
A Lucy siempre le había gustado aquella leyenda, intrigada por la idea de un amor tan absorbente que a una no le importaba perderse en él. Darlo todo a cambio. Pero era un concepto romántico que solo existía en el arte, la literatura o la música. No tenía nada que ver con la vida real.
Por lo menos, no con la suya.
Tras dejar la bici apoyada sobre su soporte, Lucy se quitó el casco y bajó a la playa. El terreno era pedregoso y accidentado, con parcelas de arena gris erizada de maderas de deriva. Anduvo despacio, mientras trataba de decidir qué hacer. Kevin quería que dejara la casa. Lucy había perdido su hogar, su novio y su hermana en una sola tarde.
Las nubes bajaron y atenuaron la capa vestigial de luz diurna. A lo lejos, un nubarrón descargaba lluvia sobre el océano en chaparrones que corrían como visillos de gasa sobre una ventana. Un cuervo se elevó sobre el agua, con las puntas de sus alas negras separadas en forma de dedos de plumas mientras seguía una corriente ascendente y se dirigía tierra adentro. La tormenta se aproximaba: Lucy debía buscar cobijo. Solo que no se le ocurría adónde ir.
A través de una mancha de sal, vio un destello verde entre los guijarros. Se inclinó a cogerlo. A veces el océano empujaba hasta la costa botellas arrojadas desde los barcos que pasaban por las inmediaciones, que las olas y la arena convertían en piedras esmeriladas.
Cuando cerró su mano alrededor del trozo de vidrio marino, miró hacia el agua que lamía la costa en forma de mantas de espuma. El océano era de un gris morado, el color de la pena, el rencor y la soledad más intensa. Lo peor de haber sido engañada de aquel modo era que le hacía perder la fe en sí misma. Cuando una tenía un juicio tan equivocado sobre algo, ya jamás podría estar segura de nada.
Le ardía el puño, hecho un nudo de fuego. Al notar un extraño hormigueo en la palma de la mano, abrió los dedos. El vidrio marino había desaparecido. En su lugar descansaba sobre su palma una mariposa, que desplegaba unas alas azules irisadas. Permaneció solo un momento, antes de alzar el vuelo temblorosa, un fulgor azul sobrenatural mientras se alejaba en busca de cobijo.
Los labios de Lucy dibujaron una sonrisa triste.
Nunca había revelado a nadie lo que era capaz de hacer con vidrio. A veces, cuando experimentaba emociones intensas, un trozo de cristal que había tocado se convertía en un ser vivo, o cuando menos en ilusiones extraordinariamente convincentes, siempre menudas, siempre efímeras. Lucy se había esforzado por entender cómo y por qué ocurría, hasta que leyó una cita de Einstein: uno tenía que vivir como si todo fuera un milagro, o como si no existieran los milagros. Y entonces comprendió, que tanto si atribuía su don a un fenómeno de la física molecular como a la magia, ambas definiciones eran ciertas y las palabras ya no importaban.
La triste sonrisa de Lucy se extinguió cuando vio desaparecer la mariposa.
Una mariposa simbolizaba la aceptación de cada fase nueva de la vida. Conservar la fe cuando todo alrededor cambiaba.
«Esta vez no», pensó, disgustada por su facultad y el aislamiento que imponía.
En el límite de su campo visual, vio un perro andando a la orilla del mar. Iba seguido por un desconocido de pelo oscuro, cuya viva mirada se posó en Lucy.
Al verle, se sintió incomodada al instante. Tenía la constitución fornida de un hombre que se ganaba el sustento trabajando a la intemperie. Y algo en él transmitía la sensación de conocer bien las penalidades más duras de la vida. En otras circunstancias Lucy quizás hubiera reaccionado de otro modo, pero no le importó encontrarse sola con él en una playa.
Se encaminó hacia el sendero que llevaba hasta lo alto del risco. Al mirar sobre el hombro se percató de que el hombre la seguía. Aquello le alteró los nervios. Cuando apresuró el paso, la punta de su zapatilla tropezó en el basalto erosionado por el viento. Se desequilibró hacia adelante y cayó al suelo, pero logró amortiguar el choque con las manos.
Lucy, aturdida, trató de reponerse. Para cuando consiguió levantarse, el hombre ya la había alcanzado. Se volvió hacia él con un respingo, y su enmarañado pelo castaño le obstaculizó en parte la visión.
—Tranquilízate, ¿quieres? —dijo él secamente.
Lucy se apartó el pelo de los ojos y le observó con cautela. Sus ojos emitían un vivo fulgor azul verdoso en un rostro bronceado. Era apuesto, sexy, con el atractivo de un pendenciero. Si bien no aparentaba más de treinta años, tenía la cara curtida por la madurez de un hombre que había vivido lo suyo.
—Me estabas siguiendo —le espetó Lucy.
—Yo no te seguía. Resulta que éste es el único camino que lleva hasta la carretera, y querría regresar a mi camioneta antes de que descargue la tormenta. Así pues, si no te importa, sigue andando o hazte a un lado.
Lucy se apartó y le indicó con un gesto burlón que la precediera.
—No quisiera retrasarte.
El desconocido fijó la mirada en la mano de Lucy, donde se habían formado unas manchas de sangre en las arrugas de los dedos. Se le había clavado el canto de una piedra en la parte superior de la palma al caer. El hombre frunció el ceño.
—Llevo un botiquín de primeros auxilios en la camioneta.
—No es nada —repuso Lucy, aunque le dolía mucho la herida. Se limpió la sangre en los vaqueros—. Estoy bien.
—Aprieta la herida con la otra mano —le aconsejó el hombre. La observó y sus labios se tensaron—. Te acompañare por el sendero.
—¿Por qué?
—Por si vuelves a caerte.
—No voy a caerme.
—Es una cuesta empinada. Y, por lo que he visto, no parece que conozcas muy bien el terreno que pisas.
Lucy soltó una carcajada incrédula.
—Eres muy… Yo… ni siquiera te conozco.
—Sam Nolan. Vivo en False Bay. —Se interrumpió un momento cuando un trueno amenazador retumbó en el cielo—. Más vale que nos movamos.
—Podrías mejorar tu manera de tratar a la gente —comentó Lucy.
Pero no puso ningún reparo a que la acompañara por el accidentado sendero.
—Aguanta, Renfield —dijo Sam al bulldog, que les seguía entre bufidos y resuellos.
—¿Vives todo el año en la isla? —preguntó Lucy.
—Sí. Nací y crecí aquí. ¿Y tú?
—Vine hace un par de años. —Y agregó sombríamente—: Pero es posible que me marche pronto.
—¿Cambias de trabajo?
—No. —Si bien Lucy solía ser reservada con su vida privada, un impulso temerario la llevó a añadir—: Mi novio acaba de romper conmigo.
Sam le dirigió una fugaz mirada de soslayo.
—¿Hoy?
—Hace cosa de una hora.
—¿Seguro que se ha terminado? Quizá solo ha sido una discusión.
—Estoy segura —afirmó Lucy—. Me ha estado engañando.
—Entonces que le den morcilla.
—¿No vas a defenderle? —preguntó Lucy cínicamente.
—¿Por qué iba a defender a un tipo así?
—Porque es un hombre, y al parecer los hombres no podéis evitar engañarnos. Forma parte de vuestra constitución. Un imperativo biológico.
—Y un cuerno. Un hombre no engaña. Si quieres ir detrás de otra persona, primero debes romper. Sin excepciones. —Siguieron andando por el sendero. Unas gruesas gotas de lluvia golpeaban el suelo cada vez con mayor insistencia—. Ya casi estamos —dijo Sam—. ¿Todavía te sangra la mano?
Cautelosamente, Lucy dejó de apretar con los dedos y echó un vistazo a la herida.
—Está parando.
—Si no se detiene pronto, quizá deberán ponerte un par de puntos de sutura.
Esto la hizo tropezar, y él la sujetó por el codo para impedir que se cayera. Viendo que había palidecido, preguntó:
—¿No te han puesto nunca puntos de sutura?
—No, y prefiero no empezar ahora. Tengo tripanofobia.
—¿Qué es eso? ¿Miedo a las agujas?
—Ajá. Te parece ridículo, ¿verdad?
Sam negó con la cabeza y sus labios esbozaron una sonrisa.
—Yo tengo una fobia peor.
—¿Cuál?
—Es algo estrictamente confidencial.
—¿A las arañas? —intentó adivinar ella—. ¿A las alturas? ¿A los payasos?
La sonrisa de Sam se ensanchó un breve instante.
—Frío, frío.
Llegaron al desvío y él le soltó el codo. Se dirigió a una desvencijada camioneta azul, abrió la puerta y empezó a rebuscar dentro. El bulldog avanzó pesadamente hasta el lado del vehículo, se sentó y se puso a observarles entre la masa de pliegues y arrugas de su cara.
Lucy esperó en las inmediaciones, observando a Sam discretamente. Tenía un cuerpo enjuto y fuerte bajo la descolorida camiseta de algodón, con los vaqueros algo caídos sobre las caderas. Los hombres de aquellos pagos tenían un aspecto especial, una dureza innata. El noroeste del Pacífico había sido poblado por exploradores, colonos y soldados que nunca sabían cuándo llegaría un barco con provisiones. Habían sobrevivido con lo que obtenían del océano y las montañas. Solo una amalgama especial de dureza y humor podía permitir a un hombre sobrevivir al hambre, el frío, la enfermedad, los ataques enemigos y los períodos de un aburrimiento casi mortal. Aún se podía ver en sus descendientes, hombres que vivían según las reglas de la naturaleza primero y las normas de la sociedad después.
—Debes decírmelo —insistió Lucy—. No puedes decir que tienes una fobia peor que la mía y luego dejarme colgada.
Sam sacó una caja blanca de plástico con una cruz roja pintada. Después de coger una gasa antiséptica del botiquín, rompió el envoltorio con los dientes.
—Acerca tu mano —dijo.
Lucy vaciló antes de obedecer. La suave presión de la mano de Sam fue electrizante y provocó una nítida impresión del calor y la fuerza de aquel cuerpo masculino tan próximo al suyo. Se le cortó la respiración cuando miró aquellos ojos azules intensos. Había hombres que poseían esa cualidad extra que podía dejar a una anonadada.
—Esto te escocerá —advirtió él mientras procedía a limpiar la herida con movimientos suaves.
Lucy dejó escapar el aire entre los dientes al sentir el escozor del antiséptico.
Aguardó en silencio, preguntándose por qué un desconocido se tomaba tantas molestias por ella. Cuando él inclinó la cabeza sobre su mano, Lucy contempló los espesos mechones de su pelo, de un tono castaño tan intenso y oscuro que parecía casi negro.
—A pesar de todo, se te ve bastante entera —le oyó murmurar.
—¿Te refieres a mi mano o a la ruptura?
—A la ruptura. Ahora mismo la mayoría de las mujeres estarían llorando.
—Todavía estoy conmocionada. La siguiente fase será llorar y mandar mensajes de texto indignados a todos mis conocidos. Y después vendrá la fase en la que querré restablecer la relación hasta que todos mis amigos empiecen a evitarme. —Lucy sabía que hablaba demasiado, pero no podía parar—. En la última fase, me haré un corte de pelo que no me favorecerá y me compraré un montón de zapatos caros que no me pondré jamás.
—En el caso de los chicos es mucho más sencillo —dijo Sam—. Bebemos mucha cerveza, no nos afeitamos en días y nos compramos un aparato.
—¿Cómo una tostadora, quieres decir?
—No, algo que haga ruido. Como un cortacésped o una sierra de cadena. Es muy terapéutico.
Este comentario arrancó a Lucy una breve sonrisa, a su pesar.
Debía regresar a casa y pensar en el hecho de que su vida era completamente distinta de cómo era cuando se había despertado aquella mañana. ¿Cómo podía volver al hogar que ella y Kevin habían creado juntos? No podía sentarse a la mesa de la cocina con la pata coja que ambos habían intentado arreglar en incontables ocasiones, ni escuchar el tictac del antiguo reloj de péndulo que Kevin le había regalado por su vigesimoquinto cumpleaños. Su cubertería era una colección de cucharas, cuchillos y tenedores desparejados de tiendas de antigüedades. Cubiertos con nombres maravillosos. Se habían deleitado en encontrar nuevos tesoros: un tenedor del rey Eduardo, una cuchara de Waltz of Spring. Ahora cada objeto de aquella casa se había convertido en la prueba de otra relación fracasada. ¿Cómo iba a afrontar aquella acumulación irrefutable?
Sam le puso una tirita en la mano.
—No creo que tengan que ponerte puntos de sutura —dijo—. La hemorragia casi se ha parado. —Le retuvo la mano una fracción de segundo más tiempo del necesario antes de soltarla—. ¿Cómo te llamas?
Lucy sacudió la cabeza, con la sombra de una sonrisa aún presente.
—No hasta que me digas cuál es tu fobia.
Él la miró. Ahora la lluvia caía más deprisa, y un tejido de gotitas resplandecía sobre su piel y le mojaba el pelo hasta hacer que los espesos mechones se oscurecieran y separaran.
—A la manteca de cacahuete —dijo.
—¿Por qué? —exclamó ella, confusa—. ¿Te provoca alergia?
Sam negó con la cabeza.
—Es por la sensación pegajosa que me deja en el paladar.
Lucy le dirigió una mirada escéptica.
—¿Es una fobia de verdad?
—Desde luego.
Sam inclinó la cabeza y la observó con aquellos ojos tan llamativos. Ella comprendió que él esperaba saber su nombre.
—Lucy —dijo.
—Lucy. —La voz de Sam adquirió un tono más dulce al preguntar—: ¿Quieres que vayamos a algún sitio a charlar? ¿Te apetece un café?
Lucy se sorprendió de la intensidad de la tentación de aceptar. Pero sabía que si iba a cualquier parte con aquel desconocido apuesto y corpulento, terminaría por llorar y quejarse de su patética vida sentimental. Como agradecimiento por su amabilidad, decidió ahorrárselo.
—Gracias, pero tengo que irme —respondió, sintiéndose desesperada y vencida.
—¿Te llevo a casa? Podría poner tu bici en la parte trasera de la camioneta.
A Lucy se le obstruyó la garganta. Sacudió la cabeza y se alejó.
—Vivo al final de Rainshadow Road[1] —dijo Sam a su espalda—. En el viñedo de False Bay. Ven a verme y descorcharé una botella de vino. Hablaremos de lo que quieras. —Se interrumpió—. Cuando quieras.
Lucy le dirigió una sonrisa triste mientras lo miraba por encima del hombro.
—Gracias. Pero no puedo meterte en eso.
Llegó hasta su bicicleta, levantó el soporte y montó.
—¿Por qué no?
—El tipo que acaba de romper conmigo… era exactamente igual que tú, al principio. Encantador, y simpático. A todos les gustas al principio. Pero siempre acabo así. Y ya no lo soporto.
Se alejó pedaleando bajo la lluvia, con las ruedas dejando surcos en el suelo que se reblandecía. Y, aunque sabía que él la observaba, no se permitió volver la vista atrás.