CAPÍTULO VIII

EL REGRESO DEL REY DESTERRADO

Desde la fuga de Ioláni, los prisioneros eran vigilados con más atención y tratados con más severidad que antes. El fruto de sus labores empezaba a ser visible en la isla. Se habían levantado viviendas y ensanchado senderos, se distribuyeron jardines y se sembraron frutales, se talaron árboles para construir con su madera… y sobre el paisaje general del lugar se extendió un aspecto de fertilidad y comodidad que daba gusto contemplar.

Entre los guardas se creía que los dos Sacerdotes habían logrado culminar con éxito su huida, y que se encontraban escondidos en las montañas de Tahití. Su huida había sido puntualmente comunicada a Mahíné, y éste había ordenado una batida por el campo con un resultado que el lector podrá adivinar fácilmente. Se sospechó de la complicidad del monarca desterrado, pero como no se pudo encontrar ninguna prueba directa de su culpabilidad, ni mediante adivinación por parte de lo sacerdotes ni investigando entre sus compañeros de presidio, permaneció sin castigo. Sus guardianes simplemente se contentaron con vigilarle con más atención que a sus hermanos de exilio.

A eso del mediodía, un día después de la fuga de Mahíné, los prisioneros y los guardas se vieron sorprendidos por igual ante la aparición de una flota de canoas que se dirigía directamente hacia la isla. A medida que se fueron acercando, el asombro de los exiliados se incrementó al comprobar que los ocupantes de las embarcaciones iban completamente armados, como si llegasen preparados para un posible conflicto. Además, desde las canoas llegaba un griterío de voces que reclamaban: «¡El Rey! ¡El Rey!», exclamación que los rebeldes cambiaron al desembarcar por arrogantes llamamientos a la rendición al comprobar que los guardas del usurpador mostraban su determinación de impedir el avance.

Dos minutos de parlamento bastaron para demostrarles a los exiliados que su libertad estaba al alcance de la mano y a los guerreros de Mahíné que el poder de su señor se había desvanecido. No les quedó más remedio, en aquellas circunstancias, que rendirse. Cuando depusieron las armas los gritos se redoblaron:

—¡El Rey! ¡El Rey!

Pero el desterrado monarca se había separado de la multitud de la playa en cuanto había visto aparecer al ejército rebelde. Tras una ansiosa búsqueda, sus indisciplinados libertadores le encontraron sentado a solas en uno de los jardines a la vera del mar, con la cara enterrada entre las manos. Su apariencia denotaba una melancolía completamente extraña e inexplicable en un momento tan glorioso para su gente y para él.

Después de que los recién llegados hubieran acabado de rendirle pleitesía y saludarle como soberano, con una reverencia y una alegría aparentemente desbordadas, el Rey elevó sus ojos hacia los rostros de aquellos salvajes libertadores mostrando una expresión de lástima y desconcierto. Al principio no respondió. Quizá fuese que, pese a la solemnidad del momento, sus pensamientos no pudieran evitar retroceder hasta la hora de su derrota, o hasta su asesinada reina, o quizá hasta las cabañas desoladas y los esqueletos putrefactos que cubrían los llanos junto al Templo de Oro, porque volvió a agachar la cabeza y gimió amargamente. Después, cuando le hubieron reiterado sus promesas de futura obediencia y sus declaraciones de futuro afecto, se levantó y con una voz hueca y quebrada habló de la siguiente manera:

—Buscad entre vosotros un soberano al que podáis obedecer, porque mi lugar ya no se encuentra en la bella Tahití. De toda la gente a la que amé, tan sólo queda el pequeño grupo que ha compartido mi destierro. Del hogar en el que habité, no queda nada salvo un montón de ruinas. Quisierais tenerme por Rey… ¡Ay de mí! ¿Cómo podré reinar si mis consejeros me son extraños? ¿Cómo podré presentarme ante el pueblo cuando, desgraciadamente, ninguno de los que conocí, ninguno de aquellos por los que me preocupé, se encontrará entre la multitud? ¡Oh, ojalá hubiera muerto durante la batalla! ¡Ojalá hubiera caído durante la retirada, porque entonces habría podido morir junto a los valerosos y los bellos! ¡Así habría podido escapar a la vergüenza de la abdicación y la derrota!

Se detuvo abruptamente y volvió a hundir la cabeza en el pecho mientras las lágrimas tanto tiempo contenidas empezaron a manar de sus ojos. Pero entre los rudos y fieros guerreros que le rodeaban no se despertó ninguna simpatía por aquel hombre desolado y de corazón destrozado. Su petición de que se le permitiera continuar tranquilamente en su destierro fue ahogada por el clamor que prevalecía por todos lados. El Rey fue triunfalmente arrancado de su pacífico retiro, se cargaron y llenaron de hombres las canoas y los pocos habitantes nativos que observaban perezosamente desde la playa la partida de la flota volvieron a quedarse solos en la isla del exilio.

El sistema del futuro gobierno de Tahití quedó fijado en pocos días, ya que cuanto más osadas eran las exigencias del jefe rebelde, más implícita era la obediencia del Rey. Lo que más intensamente deseaba de los cabecillas del ejército y del pueblo era que le concedieran un retiro completo, que le eximieran en la medida de lo posible de toda responsabilidad personal sobre los asuntos de la isla.

Quedó acordado que la isla debería dividirse en diferentes provincias, como siempre, pero se insistió en que el mando de los jefes sobre ellas no debería responder ante nadie en el ejercicio de su poder, un privilegio nunca concedido con anterioridad, por obvias razones, en las islas de la Polinesia. Aquella atrevida demanda recibió, necesariamente, la tácita aquiescencia del indefenso Rey, quien voluntariamente reforzó la posición de sus formidables y ambiciosos consejeros nombrando regente de su propia región al jefe principal del ejército rebelde.

De esta manera, la paz reinó una vez más sobre la isla. Las armas de guerra volvieron a ser abandonadas, y los campesinos regresaron a sus labores de labranza hasta que la próxima revolución entre su brava pero irreflexiva gente volviera a convocarles, dejando sus tranquilas haciendas y sus simples ocupaciones para formar parte del derramamiento de sangre y de las batallas.

A la mañana siguiente de que se hubiera completado la formación del nuevo gobierno, el Rey dejó el palacio desatendido y paseó, unas veces bordeando la costa, otras a través de los senderos del bosque, hacia el desolado escenario en el que había pasado sus días de felicidad y paz.

Desde su liberación de la isla del exilio hasta aquel momento había sacrificado una y otra vez sus propias emociones y deseos ante los requerimientos de los demás, por muy injustos o numerosos que éstos pudieran ser. Pero, una vez que ya había jugado su humillante y desagradecido papel en el espectáculo de los otros, no tuvo escrúpulos en satisfacer los inocuos deseos de los simples y afectados sentimientos propios. Desde el momento en que había vuelto a pisar las costas de su isla natal, su corazón se había mostrado anhelante por regresar a aquel lugar, consagrado para él, pese a su actual apariencia deprimente y solitaria, por los recuerdos de su brillante y tranquilo pasado. En los llanos del Templo se abandonó a su pena. Allí, durante años y años, había vivido más como un compañero de su pueblo que como un Rey. Allí habría muerto felizmente, junto a los hogares de sus padres y entre los seres que había amado. Indolente por disposición y cariñoso de corazón, considerado y bondadoso tanto de sentimientos como en sus actos, era un auténtico y admirable ejemplar de las más felices características de su raza. Su peor desgracia era la eminencia de su puesto. Sus más peligrosos enemigos eran sus deberes como Rey. Como soberano de rango, su vida había sido un largo error. Como simple campesino, su existencia nunca habría sido acosada por las necesidades ni amargada por una sola pena.

Cuando, tras proseguir su camino, alcanzó la semiderruida cabaña del hechicero, el desconsolado monarca se detuvo junto al arroyo para admirar triste y solemnemente la belleza de aquel lugar. Volviendo los ojos hacia la desolada morada, observó a un hombre solitario erguido en el umbral. Siempre necesitado de compañía, buscando siempre consuelo a sus desgracias, el Rey se acercó enseguida al ocupante de la cabaña, deseando que la figura que veía pudiese ser uno de sus compañeros de exilio, dominado por la misma melancolía que él. Cuando le vio acercarse, el hombre alzó la mano. ¡Alegría! ¡Alegría! ¡Era su hermano perdido! ¡Era Ioláni el Sacerdote!

Sobre las extrañas perversidades que a veces marcan el cariño, pocos ejemplos más chocantes podrían esgrimirse que el del aprecio del Rey por un hombre que siempre se había mostrado tan frío y distante en su presencia como su infame hermano. Desde su más temprana niñez, en todo caso, cuanto más insensibles habían sido los intentos de Ioláni por repelerlas, más pacientes y continuas se habían mostrado las profusiones de amor fraternal del Rey. La repulsa parecía estimular su afecto; el desprecio, renovarlo por completo. Y ahora que, cuando más solo se encontraba, uno de su propia sangre se erguía ante él, ahora que el hombre desolado había recobrado un compañero, tras haberse resignado con tristeza a llorar su pérdida, su antigua generosidad, su vieja determinación a amar pese a las pétreas barreras de odio y desprecio, regresó a su corazón multiplicada por diez. Se abalanzó sobre el Sacerdote, destinándole palabras de aprecio y observando ansiosamente y con cariño su rostro, como si esperase que la pena y el sufrimiento que nos cambia a todos hubiese sido capaz de modificar incluso el corazón de piedra del Sacerdote.

—¡Ay de mí! —gritó—. ¡Cómo hemos sufrido los dos! Pero ahora que volvemos a estar juntos ¡cómo nos alegraremos! Mis tierras me han sido devueltas, mi poder vuelve a ser mío. Tus propiedades, tu rango, tus riquezas, ¡volverás a tenerlo todo! ¡La pompa y la gloria volverán a ser tuyas! ¡Tu grandeza será restaurada! ¡Oh, Ioláni, Ioláni! ¡Si lo deseas, serás Rey! ¡Así me querrás! ¡Así podrás ser gentil con tu pueblo y un compañero y un amigo para tu hermano!

El Rey calló y una vez más contempló el sombrío rostro del Sacerdote. Pero Ioláni no le ofreció respuesta. Durante un momento dudó, y sus ojos salvajes y fieros se suavizaron por un instante. Pero enseguida se separó del Rey como si temiese que por el hecho de escuchar a su hermano hubiese cometido una falta, y se tambaleó en dirección al interior de la cabaña gritando «¡Otahára! ¡Otahára!» en tono tembloroso e implorante.

Cuando el hechicero se enfrentó al Rey, puso la mano sobre el hombro de Ioláni, como si quisiera separar al Sacerdote, por la fuerza, del último de su estirpe, y una arrogante expresión de triunfo destelló en sus siniestros ojos. Ningún rango temporal, por muy orgulloso que sea, tenía la más mínima influencia sobre los estudiantes de lo sobrenatural, y Otahára conminó al Rey a que se marchase, no como lo haría un vasallo sino como si fuera un superior y un señor.

El infeliz monarca contempló por última vez, implorante, la cara de su fatuo hermano, pero los ojos de Ioláni únicamente miraban al hechicero, por lo que sintiéndose desesperado y miserable se volvió para abandonar aquella guarida de los devotos del mal, no sin antes despedirse de la siguiente manera:

—Se me ordena que te deje, pero aunque me aleje de tu morada apenado y avergonzado, no me olvidaré de ti. Cuando llegue la mañana, mis jóvenes guerreros vendrán a vigilar los alrededores de esta casa en la que estás prisionero, y si por ventura consigues vencer los hechizos que ahora te atan, y tu corazón se acuerda del hermano que se ha marchado, ellos te recogerán y te traerán hasta mi morada, ya que me siento solo entre mi pueblo, e incluso pese a tu profunda indignidad, Ioláni, aún te quiero.

En cuanto las últimas palabras hubieron surgido de los labios del rey y éste hubo desaparecido entre los laberintos del bosque, Ioláni volvió a entrar en la cabaña. ¡Y de esta manera se separaron! Un hermano, dominado por su noble pesar, para convivir con el ángel que llevaba en el interior; el otro, en su lamentable degradación, ¡para combatir el espíritu malvado que residiría para siempre en su corazón!