CAPÍTULO VII

LA REBELIÓN DEL EJÉRCITO

De este modo pasaron en Tahití los días hasta la llegada de los meses del invierno. Muchas viviendas del poblado de Mahíné estaban, para entonces, completamente desiertas. Nadie paseaba por los senderos. Nadie se dirigía hacia sus labores en el campo. Nadie buscaba los entretenimientos que en otro tiempo habían tenido el poder de deleitarles y mantenerles ocupados. Se avecinaba un cambio.

Frente a la morada del Rey, un puñado de veteranos guerreros vigilaban vestidos con su equipo marcial, como si se encontraran en guerra. Nadie quedaba ya para relevar a los últimos guardianes de la seguridad del soberano. Día tras día su número era el mismo, y día tras día llevaban a cabo su tarea, pese a encontrarse en periodo de paz, sin descanso ni interrupciones.

En el interior de la vivienda tan fuertemente guardada, Mahíné permanecía rumiando el peligro que le acechaba dominado por una arisca y severa desesperanza. A sus pies, la joven Aimáta se sentaba sollozando en silencio. Parecía como si una maldición hubiera caído sobre los habitantes del lugar; tan profunda era la desolación que, desde el más noble al más humilde, se advertía en la conducta de todos.

Y no era sin causa que el rostro del Rey expresaba las más fuertes emociones de depresión y desespero, ya que, con la excepción del pequeño grupo de guerreros que vigilaban su hogar, el ejército y el pueblo habían declarado de común acuerdo su desprecio por el poder y su hostilidad hacia su reinado.

A su llegada a Tahití, el fatuo monarca no había realizado ningún intento de restaurar su credibilidad perdida entre la descontenta soldadesca. El obstinado orgullo que parecía haberse instalado en su corazón redujo todos los intentos de sus consejeros por inducirle a efectuar algunas concesiones temporales. Las reclamaciones de las tropas descontentas permanecieron sin respuesta, sin negativa siquiera. Las dignidades prometidas a los jefes y las recompensas garantizadas a los guerreros, una vez que había regresado al centro de sus territorios, siguieron sin ser concedidas. Los guerreros del ejército nativo que aún permanecían fíeles a su líder pronto empezaron a renegar de su alianza. Innecesarios excesos de severidad en castigos a ofensas sin importancia les hicieron decidirse, de modo que pronto se unieron al bando rebelde. La excepción fueron algunos viejos servidores y los acompañantes personales del Rey, quienes permanecieron leales a su causa con la esperanza de que su señor aún sería capaz de despertarse del engaño en que vivía y que aún podría actuar con sabiduría y clemencia.

Entre los guerreros amotinados nada serio se había decidido todavía. En sus filas había muchos hombres que, villanos como eran, practicaban cierto grado de moderación y paciencia, que asombraba a sus compañeros más incautos, con el objetivo de asegurarse el triunfo de su plan maestro. Aquellos formidables rebeldes habían aprendido del Rey una importante lección. Habían descubierto que la revolución ha de ser unánime para conseguir un éxito permanente, y determinaron, antes de pasar a la acción, asegurarse la cooperación de la mayoría de los habitantes de la isla en su osada tentativa.

El deseo de obtener el poder absoluto no era la causa que movía a los líderes de la revuelta en su ambicioso intento. Los principales deseos de su presente empresa eran la venganza por sus agravios y la obtención de aquello que les prometió para atraerlos a su causa el pérfido Rey, y para conseguirlos ningún medio les parecía más efectivo que la recuperación del Rey desterrado. Algunos conocían por experiencia propia, y otros de oídas, la enorme flexibilidad y maleabilidad de su disposición. De la gratitud de un hombre como aquél, se podría esperar cualquier cosa. De su docilidad, podía anticiparse todo. Rescatarle de su exilio y volverle a sentar en el trono era una manera de asegurarse la obtención de innumerables dignidades y beneficios. En él vieron al hombre cuya autorización personal, para dar seguridad e importancia a sus peores planes, podría obtenerse con gran facilidad. No había fraude que no pudiese ser practicado gracias a su credulidad, no había amenaza que no pudiera usarse con éxito para superar sus dudas y derrumbar sus determinaciones. Delegar el gobierno en manos de cualquiera de ellos sería, ya lo sabían, poner a un tirano en el trono cuyo consiguiente derrocamiento pasaría a ser asunto de primera necesidad para todos los demás. Esperar algo más de Mahíné era engañarse. Todo lo que su revuelta necesitaba ahora era un propósito y una excusa, y el Rey exiliado era el hombre apropiado para satisfacer aquellas condiciones a su gusto.

Las capas más bajas de la población fueron convencidas sin dilación. También ellos se mostraban furiosos con su desdichado soberano, pues incluso ahora que había regresado seguía mostrándose tan remiso a promover su entretenimiento o a mejorar su posición como a acceder a las reclamaciones del ejército cuyo intrépido valor le había ganado el trono. Recordaban con arrepentimiento el gobierno suave y afectuoso de su anterior monarca, en comparación con la orgullosa indiferencia de su presente Rey ante sus deseos y necesidades. Por lo tanto, cuando el jefe rebelde les prometió el regreso de su soberano exiliado, abrazaron su causa con la misma pasión y presteza con la que se habían alzado anteriormente para despojarle del trono.

El plan de la rebelión maduró pronto. La mayor parte de los insurgentes debían permanecer ocultos e inactivos hasta que se asegurase el éxito de la empresa más inmediata e importante: el asesinato de Mahíné. Se dividieron, por tanto, en dos partidas, una para tomar posesión del poblado, la otra para embarcarse sin demora con el objetivo de rescatar al Rey exiliado.

El asesinato les fue encomendado únicamente a unos pocos elegidos. Los cabecillas de la rebelión eran plenamente conscientes de la necesidad absoluta de aquella drástica medida. Mientras Mahíné viviera, su plan no estaría a salvo. Podrían expulsarle de la isla, pero no podían tener la absoluta certeza de que no fuera a regresar. Para un hombre tan activo y con tan pocos escrúpulos como creían que seguía siendo, la organización de un formidable grupo de nuevos seguidores, con el que asegurar su reinstauración, sería una tarea relativamente sencilla. Era un enemigo demasiado peligroso como para permitir su fuga. Nada salvo su muerte podría sellar el triunfo. De modo que el ataque sorpresa contra los guardas fieles a la corona y el asesinato del jefe quedaron fijados para el mismo día en que Mahíné ha sido presentado al lector, desafiando hoscamente desde sus posesiones los peligros que pudieran acecharle en cada esquina.

Regresemos de nuevo, brevemente, al interior de los compartimentos reales.

La habitación escogida como refugio por Aimáta y el Rey aparecía ocupada ahora por un tercer individuo, con el cual Mahíné conversaba seriamente. Al principio, el coloquio tuvo lugar en susurros, pero no pasó mucho tiempo antes de que el Rey, repentinamente indignado, se separara abruptamente de su consejero y dijera sus últimas palabras en un tono de voz elevado y airado.

—¡Escucha! —gritó—. He escogido lo que me corresponde. Si hay peligró, iré a su encuentro. Si hay una rebelión, la sofocaré como Rey. ¿Es que acaso soy yo el que debe obedecer? ¿Deberé actuar como un esclavo en manos del pueblo al que gobierno, entregando mi trono a una horda de rebeldes, y mis posesiones a un grupo de campesinos y ladrones? ¡Por la grandeza de Oro, al que sirvo, que eso no sucederá! A esta malvada gente la he conquistado por mí mismo, y seré yo, y sólo yo, el que los gobierne mientras viva. Aún me quedan fieles. En la isla del exilio tengo fíeles que deberán ser reclamados. Igual que mis padres vencieron, así venceré yo. Tal como ellos murieron, cubiertos de gloria, así lo haré yo también. ¡Aunque la chusma de las islas sea tan numerosa como los árboles de los bosques, la rechazaré y lucharé hasta el final!

Y, mientras ordenaba al guerrero que le dejara solo, su antiguo espíritu marcial volvió a poseerle, y la osadía y la ambición del jefe ocuparon momentáneamente el lugar de la indolencia y el capricho del Rey.

Pero en cuanto Aimáta se le acercó, le rodeó el cuello con los brazos y le miró a la cara con la tristeza marcada en su rostro, el bastón de guerra cayó de su mano, el fuego desapareció de su expresión y el apasionado cariño del amante volvió a apoderarse de su corazón.

—Marchémonos —dijo la joven suavemente—. ¡Oh, Mahíné! ¡Mahíné! Marchémonos y vivamos de nuevo en paz. Desde que la persona que amamos nos abandonó para siempre, no ha habido felicidad ni tranquilidad para nuestros corazones en este desolado lugar. Mientras haya tiempo, aún podremos huir. Hay otras tierras en las que vivir. Hay otras gentes a las que podríamos unirnos. ¡No hay nadie en las islas que quiera cuidar de mí excepto tú! Si tú me fueses arrebatado ¿quién me quedaría al que pudiese llamar amado entre las naciones de la tierra?

Y escondió la cabeza en el pecho del Rey, y esperó su respuesta. Pero aunque todo su cuerpo se estremeció con la violencia de las emociones que se agitaban en su interior, Mahíné no respondió. De modo que ella se levantó, abandonó la estancia momentáneamente y regresó con el niño huérfano en brazos.

—Contémplale, Mahíné —rogó—. Es el legado que me confió en su lecho de muerte. ¿Cómo podré cumplir si permanecemos aquí en peligro? Sus cuidados fueron los que me preservaron para ti. ¿No debería yo velar por la integridad del hijo al que tanto amó como ella veló por la mía? ¿No deberé conservarle como lo único que me ha quedado de la compañera cuyas palabras eran música para mis oídos, y cuya presencia era como el resplandor del cielo para mi corazón? Marchémonos de este lugar, amado mío. ¡Vivamos allá donde los bosques sean más seguros para nuestros pies, donde nuestra morada no deba ser guardada y donde las armas de la guerra sean ajenas a tu mano!

Y calló y se arrodilló ante él, sollozando, con el niño aún apretado contra su pecho, y la fatua insensibilidad del jefe ante los peligros que le rodeaban se desvaneció ante la voz suave y calmada del cariño. Con un gemido de amargura, levantó a la joven del suelo y avanzó hacia la puerta de la vivienda.

Pero, hasta el último momento, dudó antes de abandonar la morada. El conflicto entre el amor y la ambición había quedado adormecido, pero no había concluido aún. Una expresión de profundo desaliento y melancolía se apoderó de su rostro, y los ruegos de Aimáta cayeron sobre él sin ser oídos, en un momento tan decisivo e importante. Se trataba de una decisión terrible: abandonar de aquella manera el trono por el que había batallado y triunfado para vivir condenándose a sí mismo a la oscuridad del exilio cuando, apenas unos meses antes, había contado con la completa seguridad de una existencia futura repleta de triunfos y renombre. Pese a lo ardientemente que amaba a la joven, aquella situación representaba un momento de miseria para el vencedor del campo de batalla y el usurpador de un trono. Tan sólo un momento para decidir si era capaz de llevar a cabo la más osada cobardía.

Acababa de verse arrastrado a un breve y amargo ensueño cuando a sus oídos llegó un entrechocar de espadas proveniente del otro lado de la puerta. Agarró su bastón de guerra y escuchó. Los ruidos del combate sonaban cada vez más cerca, y casi de inmediato uno de los servidores del Rey entró tambaleándose en la habitación, cubierto de sangre, para anunciar que la vivienda estaba siendo atacada por una partida de rebeldes.

Siguiendo una señal de Mahíné, el hombre agarró a la aterrorizada Aimáta de la mano y la arrastró a través de una entrada secreta hasta la parte posterior de la casa y, tras escalar el muro que la rodeaba, alcanzaron un escondite seguro junto a la orilla del mar. Mientras tanto, en la parte frontal, el Rey ya se había situado a la cabeza de sus partidarios, consiguiendo con su primera embestida rechazar a los asaltantes hasta el perímetro exterior del muro. Pero su triunfo fue breve. El número de los rebeldes triplicaba el del bando real, y a medida que un defensor tras otro iban cayendo resultó evidente que en pocos minutos la residencia del Rey iba a quedar en poder de los líderes de la revuelta. En aquel momento, Mahíné, que aún batallaba desesperadamente al frente de sus guerreros, por su honor y por su trono, fue arrastrado hacia la retaguardia por dos de sus últimos jefes guerreros. A pesar de su resistencia, fue forzado a seguir el mismo camino que habían seguido a Aimáta y su protector. Una canoa esperaba en la orilla. Los guerreros saltaron a su interior para tripularla y la echaron al mar. Apenas unos segundos más tarde, el usurpador y su mujer se dirigían velozmente hacia el océano.

La defensa de su residencia fue mantenida hasta el final por los pocos y valerosos hombres que habían permanecido fíeles al Rey, hasta que desapareció toda oportunidad de seguir ofreciendo una resistencia exitosa. Entonces, los defensores dieron media vuelta y huyeron a las montañas mientras los asaltantes penetraban sin dificultades en la casa del Rey. La estratagema mediante la que su víctima había conseguido escapar fue pronto descubierta. Corrieron a la costa y botaron sus canoas, pero la embarcación que llevaba al monarca fugitivo se hallaba ya completamente fuera de su alcance, y toda persecución resultó inútil. Amargamente decepcionados e indignados por el resultado de su atentado, los rebeldes regresaron a su campamento.

Varias horas se perdieron en inútiles recriminaciones entre los rebeldes a los que se les había confiado el asesinato de Mahíné, lo que dio lugar a una acalorada discusión entre los miembros del ejército al completo. La paz, en todo caso, se había restaurado al fin. El poblado fue ocupado por una división de guerreros, y otra partió a la mañana siguiente hacia la isla del exilio, tal como se había decidido en un primer momento.