EL RETIRO EN LA ISLA
Entregado a los lujos del retiro y la indolencia, y desatendiendo los ruegos reiterados de aquellos hombres cuya complicidad debiera haberse asegurado para salvaguardar la estabilidad de su trono, Mahíné cometió un error irreparable precisamente cuando se encontraba en la cúspide de su triunfo. Entre los que en ese momento le rodeaban no había nadie que le dijera cuáles eran sus verdaderos deberes ni le reprochase su escasamente gloriosa comodidad. Los pocos guerreros que le habían acompañado hasta la isla en calidad de guardia personal no eran sino jovenzuelos, cuyas predilecciones naturales se veían perfectamente reflejadas en la corte de su gobernante. El burlón recibimiento brindado por el rey a las sombrías predicciones de sus consejeros fue acogido con aplausos por parte de aquellos despreocupados cuchimanes, y el murmullo de la flauta y la cadencia de la música siguieron sonando entre los cocoteros de la isla de una manera tan constante y alegre como siempre.
Para ser sinceros, Mahíné se encontraba completamente hechizado por su pasión por Aimáta. Su unión había dado paso, para él, a una nueva vida, a una novedad en los placeres del amor que nunca antes podía haber imaginado. La influencia que la joven tenía sobre él, y que podría haber resultado tremendamente positiva, sirvió, inconscientemente, sólo para el mal. Joven, cariñosa y despreocupada, Aimáta poseía el mismo gozo imprudente del presente y la misma fatal indiferencia hacia el futuro que su señor y, cuando los lujos naturales que la isla podía producir y los disfrutes artificiales que sus habitantes podían inventar se unieron para iluminar su feliz amor, era natural que los reproches de ascéticos consejeros y las murmuraciones de guerreros veteranos cayeran en oídos sordos tanto en Aimáta como en su jefe, el Rey.
Mientras tanto, en la isla principal, los asuntos empezaron a adoptar un cariz peligroso. La mayor parte del ejército de Mahíné, formado por guerreros reclutados en zonas alejadas y por mercenarios de otras islas, había luchado bajo su estandarte no por aprecio al jefe sino por su amor a la batalla y al saqueo. Fue de estos hombres de los que surgieron las primeras quejas. Al comienzo de la guerra se les había dado a entender que la toma de Tahití era tan sólo el preludio a una serie de victorias sobre los gobernantes de las islas vecinas, que, tan pronto como fuesen conquistadas, serían puestas bajo el dominio de jefes elegidos entre el gran cuerpo de reclutas. Tras su boda y ascenso al trono, el Rey había intentado olvidar esta promesa, pero al descubrir que las demandas de sus solicitantes no iban a remitir así como así, cambió repentinamente de planes y negó tajantemente haber dado su palabra de que cumpliría aquello que proclamaban los guerreros extranjeros. En vano intentaron sus más cercanos consejeros convencerle de que les siguiese la corriente durante un tiempo, aunque sólo fuese para prevenir la tormenta que se estaba preparando, y aunque estuviera determinado a no ceder, por lo menos hasta que pudieran averiguar un medio para satisfacer de otra manera los requisitos de las tropas mercenarias. Mahíné trató su consejo con la misma indiferencia de siempre. Infatuado, el Rey insistía obstinadamente en asegurar sus goces privados aun a costa de dañar su imagen pública, sacrificando sin precaución ni consideración las absolutas necesidades del Deber ante las secundarias exigencias del Amor. Todo lo que era activo y ambicioso en su carácter se perdió momentáneamente, disuelto en todo lo que tenía de indolente y lujurioso, y los que habían sido sus seguidores cercanos y entusiastas fueron perdiendo gradualmente la esperanza de conseguir su conversión para dedicarse a esperar las consecuencias de la arrogancia de su líder, dominados por una desesperanza ineludible y pesimista.
De este modo fueron pasando los días hasta que hubo transcurrido casi otro mes: entonces empezaron a verse en la isla los preparativos para la marcha de Aimáta y el Rey.
Aunque no prestase atención a la llamada del deber, el corazón de la chica estaba tan abierto como siempre a la voz del afecto. Ni todos los encantos de su encierro habían borrado por un solo instante de su memoria el agradecido recuerdo de la amiga y compañera que se había encargado de ella en época de sufrimientos y peligros. A medida que transcurrían los días de su retiro, empezó a sentir que su felicidad, aunque suprema, seguía siendo imperfecta mientras se encontrase separada de Idía y de su hijo, por lo que presionó al rey para que regresaran a Tahití y al pequeño poblado donde la mujer seguía residiendo.
Antes de que hubiera acabado de exponer su ruego, Mahíné ya había dado orden a sus seguidores de que comenzasen los preparativos para el viaje de regreso. Los juerguistas abandonaron sus lugares predilectos, las guirnaldas de flores quedaron esparcidas por el suelo y los sonidos de la música y la risa cesaron, devolviendo el silencio a los bosques. Cuando todo estuvo dispuesto, una ligera brisa se alzó desde el mar y las olas del ancho y resplandeciente océano brillaron bajo los gloriosos rayos solares, como si bendijeran el regreso de los hijos del Lujo y el Amor.
Pero, incluso en esa ocasión, ¡incluso entonces!, aquella partida tan importante se vio retrasada por Aimáta y su joven jefe, que se demoraron hasta el último momento debido a su natural apego por las bellezas de su isla-refugio. Y, mientras los acompañantes esperaban su llegada a la costa, ellos aún vagaban y se demoraban, rodeados por los escenarios de su reciente felicidad.
Vagaron por lugares solitarios, deliciosos para cualquier ojo pero mucho más para los suyos, consagrados como estaban por su amor. ¡Embellecidos por su entusiasmo y juventud! Allí, donde los grandes y verdes senderos avanzaban bajo las arcadas formadas por los árboles; allí, donde los lechos de flores aparecían en toda su belleza, en la límpida orilla, se recrearon en completo silencio paseando una última mirada sobre aquellos sencillos tesoros que cada uno de ellos había contemplado y amado durante tanto tiempo. Es en despedidas tan tristes como ésta cuando se suele experimentar la excesiva y dolorosa sensibilidad del corazón, la misma que nos enseña a perdonar sin causa y a arrepentirnos sin resignación. Ésa fue la razón de que la joven rompiera a llorar y de que el entrecejo del jefe mostrara una expresión de melancolía y tristeza por primera vez desde el día de sus nupcias. Aunque se sentían desgraciados, no se puede decir que ninguno de los dos temiera nada en absoluto. El abatimiento de Aimáta no se debía en modo alguno al presentimiento de que la tristeza estuviese destinada a oscurecer, una vez más, la existencia de su amiga; tampoco la depresión de Mahíné tenía nada que ver con el temor de que el peligro pudiera estar esperando para recibirle en las costas cuyo gobierno había usurpado. Ambos, cegados por su confianza juvenil y su elasticidad de espíritu, sólo podían imaginar que les aguardaba la misma felicidad, estuvieran en la isla que estuvieran, en la pequeña o en la grande. Y, sin embargo, mientras paseaban junto a las bellezas de su refugio, ambos sintieron una tristeza que la naturaleza de su partida no podía justificar, ni sus proyectos de futuro explicar.
Algo más tarde, al fin las canoas pusieron proa a Tahití. El viaje, gracias a un mar calmado y un viento propicio como el que les favoreció en aquella ocasión, fue completado con rapidez. Pasaron entre los arrecifes de coral, donde ya se ejercitaban los surfistas, y vararon las embarcaciones en su isla natal.
Al entrar en el poblado, Aimáta sintió que la mano del Rey se estremecía dentro de la suya, y al mirarle a la cara vio que mostraba una expresión a medio camino entre el asombro y la rabia que nunca había observado con anterioridad. En todo caso, antes de que pudiera dirigirle una sola palabra, el veterano jefe del ejército se lo había arrebatado con inquietud y celeridad de su lado para susurrarle algo al oído.
Aunque para la inexperta joven la repentina emoción observada en la conducta del Rey era algo que le resultaba completamente sorprendente, para alguien que conociera bien el carácter de las gentes de la Polinesia, el aspecto de la aldea en aquel momento era más que suficiente para justificar la repentina agitación de Mahíné a su regreso al asiento del gobierno.
En lugar de encontrarse diseminados e inmersos en sus tareas diarias, los campesinos, pescadores y demás sectores trabajadores de la población, se encontraban reunidos aquí y allá en pequeños grupos dispuestos en círculo, cuyos miembros exhibían un porte de hosca indolencia. Grupos semejantes del ejército, ahora disperso, campaban por el poblado con esa misma actitud sospechosa. Estos últimos parecían conversar incesante y vehementemente, y sus movimientos resultaban más agitados e inquietos que los de sus vecinos más humildes. Las mujeres y los niños parecían tristes y asustados, y remoloneaban alrededor de los hombres como si esperaran el estallido de algún tipo de calamidad. Ni por palabras ni por actos demostró ninguno de ellos el más mínimo placer o sorpresa por el regreso del Rey. La misma apariencia de profunda depresión se podía apreciar en el comportamiento de la multitud al completo. Entre unas gentes que, por simples y afectuosas, generalmente suelen apasionarse tanto como para llegar a extremos de obediencia o revuelta, signos como aquéllos eran lo suficientemente alarmantes para cualquiera, y desde luego para nadie más que para su Rey recientemente elegido. La conferencia entre Mahíné y el jefe, pese a ser breve, resultó violenta, y ambos se separaron de inmediato tras su conclusión, el guerrero para regresar al campamento y el descuidado Rey, tras dirigir una feroz mirada a sus refractarios súbditos, para acompañar a su amada hasta la residencia de Idía.
Aimáta y Mahíné dejaron a sus acompañantes en el poblado y recorrieron sin escolta el pequeño sendero que conducía hasta la solitaria cabaña de la mujer. Cuando se acercaron a la puerta, Aimáta llamó a su ocupante con la vieja expresión de bienvenida que tantas veces habían compartido, pero nadie respondió a su saludo. Rindiéndose a la impaciencia y a la curiosidad, la joven se adelantó a Mahíné y, dejando que la siguiera, entró sola en la vivienda.