SE PREPARA LA BRUJERÍA
Escaso asombro puede causar la pervivencia de las creencias y la práctica de la brujería entre unas gentes tan imaginativas y supersticiosas como los isleños del Pacífico. Su mitología poblaba, con diferentes razas de espíritus, tanto el sol como la luna, las estrellas, los valles, las montañas y los bosques. Según la creencia nativa, ningún yermo por muy impresionante que resultara, ningún recoveco por muy humilde que fuese, dejaba de estar habitado por sus correspondientes sílfides o demonios, invisibles para el ojo mortal pero con gran poder sobre el corazón. A todas aquellas deidades se podía uno aproximar mediante la invocación de los Sacerdotes escogidos y los Profetas del país. De aquellos cuya misión en la tierra era el bien, se suponía que habían partido las revelaciones que le habían mostrado al hombre las bellezas y los bienes del paraíso polinesio. De aquellos cuyo privilegio era el mal, habían surgido las tenebrosas amenazas de la hechicería y la brujería.
La creencia en los fatales poderes de los magos, fortalecida diariamente por la experiencia, era compartida sin excepción por la gran masa de habitantes de las islas del Pacífico. Eran muchos, por motivos de odios o venganzas, los que año tras año se veían condenados por los brujos a vidas de miseria mental y física o a una muerte repentina y violenta, a menudo sin el más mínimo aviso de su funesto destino. En aquellos casos en los que la sospecha sobre la procedencia del ataque rondaba a la víctima, se empleaban contrahechizos, cuyo éxito o fracaso dependía exclusivamente de que las aprensiones del que padecía resultaran ser correctas o erróneas. Los oscuros secretos de esta ciencia, tenidos por omnipotentes y hereditarios de padre a hijo, eran conocidos por muy pocos. Hasta este día, las verdaderas causas de los efectos producidos por los encantamientos de los brujos han sido, por necesidad, investigadas de manera superficial. Simplemente se sabe que los hechiceros se hallaban en posesión de conocimientos prácticos sobre venenos vegetales absolutamente dignos de admirar en una raza, en tantos aspectos, tan poco cultivada. Pero, pese a las exhaustivas investigaciones de los viajeros del norte, ha sido imposible averiguar la naturaleza de sus brebajes y el secreto de sus consecuencias sobre el cuerpo humano.
Desde el momento de la batalla y la derrota, una oscura sospecha había aparecido en la mente de Ioláni: que la misteriosa visión cuyos efectos venía sufriendo desde la noche de la persecución era el resultado de un hechizo, invocado sobre él a modo de venganza por la desdichada mujer a la que había abandonado y agraviado. Todas sus facultades se centraban ahora en la posibilidad de destruirla mediante los mismos medios que, según creía, ella había utilizado para atormentarle. Durante la época en que gozaba de gloria y reputación, había temido usar aquel método de satisfacer su venganza, ya que una traición y su descubrimiento le habrían impedido seguir manteniendo su carácter santo en el lugar. Además, en aquellos días en los que se sentía henchido de orgullo, habría despreciado deberle el éxito de su venganza a nadie más que a él mismo. En ese instante, en todo caso, sus determinaciones habían cambiado. Era un hombre arruinado, un vagabundo para el resto de su existencia sobre la faz de la tierra. En la brujería residía la última oportunidad de triunfo sobre el objeto de su implacable odio. Tenía todo por ganar y nada que perder, y estaba decidido a que aquel último esfuerzo de iniquidad fuese digno de su antiguo yo.
Cómo había logrado escapar de su destierro, ya es algo sabido. Al alcanzar la orilla no se demoró un solo instante, sino que comenzó a correr hasta alcanzar la semiderruida cabaña mencionada hace algunas páginas. Salvo por el tronco de un platanero joven, cubierto por extraños objetos e inclinado sobre la pared, con su copa apuntando hacia el bosque que se extendía detrás de la choza, la vivienda estaba completamente vacía cuando entró.
La disposición aparentemente accidental de aquella única pieza de mobiliario aparecía repleta de instrucciones a la vista del Sacerdote. La observó atentamente durante un par de minutos y después abandonó la cabaña para internarse tierra adentro.
Con cautela, pero velozmente, atravesó los senderos del bosque hasta que alcanzó un lugar de apariencia salvaje y tenebrosa, en cuyo centro se erguía un viejo árbol. Allí habían colocado otro platanero, pero en este caso con la copa apuntando hacia el suelo. Lo examinó con el mismo cuidado que había empleado la primera señal y después penetró abruptamente en una oscura espesura que había a su izquierda.
A cada paso el terreno se volvía más pedregoso, y por todas partes aparecían cavernas oscuras y profundas, que más parecían pozos que se hundían en la tierra. En la boca de una de ellas yacía un tercer platanero y, junto a él, una antorcha y los materiales necesarios para encenderla. Haciendo uso inmediato de ellos para su expedición subterránea, el Sacerdote penetró en la cavidad después de dudar un poco.
Durante un buen tramo el terreno se deslizaba perpendicularmente, y Ioláni se vio obligado a gatear hasta que concluyó su descenso. En todo caso, cuando alcanzó la parte nivelada de la caverna, su amplitud le permitió alzarse y no volvió a encontrar más obstáculos que le impidieran una total libertad de movimientos. Aquél era un lugar extraño y secreto. Los laberintos naturales, aparentemente interminables, se extendían en diferentes direcciones a cada lado, y recorrerlos sin guía parecía a primera vista una tarea peligrosa e imposible. El Sacerdote se detuvo durante unos minutos y miró a su alrededor con perplejidad. Después, como si hubiera percibido repentinamente alguna señal secreta de la misma naturaleza que aquellas que había examinado previamente, se dirigió hacia el pasaje más amplio de la caverna.
Cada pocos pasos se detenía y escuchaba, pero nada llegaba hasta sus oídos salvo el monótono chapoteo de un descenso de agua y el chisporroteo de la antorcha que portaba en la mano. Avanzó un trecho más, y entonces sintió un viento frío en la cara y una vaharada de humo que pasaba junto a él antes de volver a perderse en el laberinto, a sus espaldas. Un poco más allá pudo distinguir el sonido de una voz humana. En ese momento se detuvo y dijo en voz alta:
—¡Otahára! ¡Maestro! ¡Soy yo… Ioláni, el Sacerdote!
Durante algunos momentos no obtuvo respuesta. Después, oyó las siguientes palabras pronunciadas en un tono ronco y hueco:
—¡Invoca a tu dios para que te proteja, pues Heva y sus espíritus del mal te rondarán mientras sigas aquí! ¡Oro es poderoso! ¡Invócale si quieres acercarte y vivir!
Un poco más adelante la galería daba un abrupto giro. El Sacerdote lo siguió impávido y en un instante se encontró frente al hechicero. En aquel lugar, la caverna acababa en un amplio recoveco, en cuyo techo, a unos cincuenta pies de altura, las raíces de los árboles formaban arcos. Las rocas de las paredes se habían roto componiendo las formas más descabelladas, sobresaliendo hasta quedar colgadas en el aire o hundiéndose hacia atrás hasta perderse de vista en la tenebrosa espesura. En sus partes más altas nacían largas plantas trepadoras de variadas, bellas y fantásticas formas, que se mecían hacia adelante y hacia atrás con el viento que se filtraba en su prisión crepuscular. En una cavidad, el agua se escurría goteando perezosamente sobre las rocas inferiores, mientras en los salientes, parches de musgo húmedo y podrido cubrían la superficie de la roca. Parte del suelo se hallaba ocupado por un fuego reducido a ascuas, y a un lado, los restos de un enorme tronco de árbol sobre el que se sentaba un hombre de mucha edad que contemplaba los rojos y oscuros rescoldos que se extendían a sus pies. Con una mano apretaba contra su pecho un manojo de hierbas y flores secas. Con la otra se apoyaba sobre uno de los extremos de su desolada ermita. Una toga grande y blanca le cubría el cuerpo, y alrededor de la cabeza se enrollaba una guirnalda tejida con hojas marchitas. Le temblaban los miembros y tenía los labios separados en una sonrisa a medio camino entre la agonía y el triunfo. Cuando arrojó su puñado de hierbas sobre la lumbre y observó el humo alzarse en extrañas y misteriosas formas hacia los árboles de arriba, sus ojos brillaron con irregulares destellos de locura. Una vez se hubo consumido la ofrenda y el espeso vapor se hubo disuelto, volvieron a fijarse vacíos y apesadumbrados sobre los rescoldos. Y entonces sus labios se movieron y, con una voz profunda y hueca, murmuró su invocación a los espíritus, hacia las bóvedas que se abrían a su alrededor, o hacia la desolada selva cuya majestuosidad les abarcaba desde la superficie.
Ioláni no intentó interrumpir aquella extraña ceremonia ni con palabras ni con hechos. Una vez concluida, sin embargo, se dirigió apresuradamente al hechicero, pero Otahára le hizo de inmediato una señal seca y airada con la que requirió su silencio, y se dirigió hacia la salida siguiendo la misma ruta de la que Ioláni se había servido para entrar. Ni siquiera entonces hubo una sola palabra pronunciada por ninguno de los dos. El mago precedió a Ioláni, deteniéndose únicamente para alterar la disposición de los plataneros repartidos en el bosque, hasta que alcanzaron la desierta cabaña. Entonces, el hechicero habló.
—¿Es que te ha parecido ése un lugar apropiado —gritó— para mantener conversaciones entre mortales? ¿Es apropiado, acaso, que nosotros, que somos hombres, alcemos allí la voz salvo para suplicar? ¿Te ha abandonado la reverencia hasta el punto de llevarte a profanar con tus pisadas los senderos de los espíritus de la oscuridad? ¿Para qué estaba el platanero dispuesto en su lugar correspondiente sino para alejarte de las cuevas? Si tienes algo que decir, habla ahora. ¡Con tu precipitación has cometido una grave ofensa, pero con tu arrepentimiento aún podrás conservar la esperanza!
Aquel reproche fue recibido con paciencia y humildad por el Sacerdote. Tras un corto intervalo de silencio, y aparente contrición, se aproximó al hechicero y en voz baja y circunspecta ambos empezaron a hablar.
Durante la primera parte de la entrevista, mientras el Sacerdote se recreaba en sus agravios, sus sufrimientos y su huida, la severa calma expresada por el rostro de Otahára permaneció inalterable. Pero en la segunda, a medida que la conspiración que había propiciado la venganza fue desmadejada, un aire de satánica malevolencia y deleite apareció en los ojos hundidos y siniestros del hechicero. Se inclinó hacia adelante y escuchó con la atención más absoluta el discurso de Ioláni, asintiendo en silencio a cada pausa que se producía en su súplica.
Pero, en la excitación y la agitación del momento, el Sacerdote pareció pasar por alto la respuesta a su petición. Se arrodilló frente al hechicero y le tomó de la mano, suplicándole.
—¿Permanece mi hermano en silencio? —sollozó—. ¿Acaso se ha despertado la ira de tu servidor sin causa alguna? ¿He mentido al jurarte que había sufrido? ¿Es que he maldecido sin razón a la culpable de mis desdichas? ¿Quién me arrebató mi gloria y mis posesiones? ¿Quién dio a luz a un niño para deshonrarme? ¿Y quién lo preservó para desafiarme? ¿Quién se alió con mis enemigos e inició una guerra cuyo resultado fue la derrota y el destierro? ¡Ella! ¡Otahára, hermano! ¡Fue Ella! ¿Por qué me han sido arrebatadas mis posesiones y mi poder? ¿Por qué me veo atormentado día y noche, en la calma y en la tormenta, haga frío o calor, por una miseria que nadie ha tenido que sufrir con anterioridad? ¡Por ELLA! ¿Acaso deberá la brujería de una mujer triunfar mientras tú vivas en esta tierra? ¿No deberé por todo ello cobrarme venganza? ¿Acaso dudas de mi firmeza? ¡He asesinado! ¡Otahára, he asesinado en el mar y a medianoche! ¡He derramado sangre cuando incluso los guerreros, en plena lucha, han intentado evitarlo! ¡Y derramaré más por ti! ¡Mataré a tu servicio! ¡Soportaré los golpes y las maldiciones que quieras imponerme a cambio de que me vengues! ¡Contempla cómo me arrodillo ante ti, yo que en otro tiempo fui orgulloso! ¡Estoy suplicando a tus pies, yo que una vez fui amo! ¡Otórgame la venganza! ¡Otahára! ¡Mi venganza! ¡Mi venganza!
—¡Tuya es! —exclamó con furia el hechicero—. ¡Levántate y prepárate! ¡Ha llegado el momento de que sea ella la que sufra, y tú el que se regocije!
Ioláni tenía todos los motivos para creer que la conformidad del mago con sus deseos era sincera. La complicidad en antiguas iniquidades es el único lazo reconocido entre los villanos, y ya existía entre ellos. Unos minutos más bastaron para madurar el plan. El hechicero se marchó a hacer sus conjuros y el Sacerdote le esperó en la solitaria cabaña hasta la llegada de la noche.
El agotamiento se había apoderado de él, de modo que se tumbó en el suelo e intentó descansar, ya que, como se encontraba en tierra firme, se había asegurado la ayuda del mago, y se había garantizado su venganza, imaginaba que sus tormentos habrían desaparecido. Pero el sueño reparador seguía, en esta pacífica y soleada tierra, tan lejos de él como lo había estado en el tormentoso océano. Los mismos terrores que le habían asaltado durante la noche, lo hicieron durante el día, y aquel recuerdo pavoroso y eterno continuó torturándole como tenía por costumbre. Desde su última maldad, un nuevo cambio se había producido en su interior. La soledad, en cualquier parte, se había convertido en un terrible tormento. Pero no osaba seguir al hechicero. Esperar, contemplar cómo transcurrían las horas interminables, en medio del temor y la miseria, era el destino que le aguardaba hasta la llegada de la noche, que señalaría el inicio de su venganza. El otrora impávido e implacable tirano de toda una nación, temido por sus maldades, se hizo un ovillo, murmurando y gimiendo para sí mismo, reducido a un estado miserable y titubeante, a medio camino entre la peor maldad del villano y la indecisión y el temor más completo del cobarde.
El sol se había puesto, la oscuridad lo había reemplazado y hacía una hora que había salido la luna cuando regresó Otahára. Cuando vio al Sacerdote apresurarse ansiosamente a su encuentro, aquella malévola sonrisa reapareció en su rostro a la vez que exclamaba: «Hecho», y puso frente a los ojos de Ioláni un mechón de pelo oscuro y suave. El Sacerdote contempló completamente desconcertado el símbolo que formaba el cabello al contraerse. Antes de que pudiera expresar su asombro, Otahára habló de nuevo.
—¡Observa! —gritó—. No he perdido el tiempo ni siquiera en dormir. Es su pelo lo que contemplas, y a través de él penetrará el demonio que permitirá que el hechizo tenga éxito. El sol aún lucía bajo en el cielo cuando alcancé los arbustos que rodean su cabaña. Frente a la puerta caminaba un guarda, un campesino de la tribu de Mahíné. Observé y esperé. Y de esta manera llegó y se marchó el crepúsculo, y la oscuridad de la noche empezó a acechar sobre la tierra. Entonces, vencido por el cansancio, el campesino se tumbó frente al umbral de la puerta. Esperé un rato más y… ¡ajá! se había dormido. Esperé un poco más aún y después me arrastré en silencio hacia la entrada. A veces se oían murmullos desde el interior. En otras ocasiones provenían del exterior, cuando el campesino se agitaba en su reposo al verse su sueño sobresaltado por los espíritus de la noche. Protegido por la oscuridad que rodeaba las paredes de la cabaña, me introduje en su interior. Un único rayo de luna penetraba en ella. Su luz caía sobre la mujer, que se encontraba sentada junto a su hijo. Le besaba y se lamentaba. Mi mano estaba preparada y, cuando ella se echó hacia atrás el cabello (porque el niño rompía a llorar cada vez que caía sobre su cara), conseguí mi trofeo, sin que nadie me viera ni sospechase. ¡Contémplalo, aquí lo tengo! ¡Alégrate, hermano! ¡Alégrate! ¡Bastarán unas cuantas súplicas más y la venganza será tuya!
Y de nuevo, se lo mostró al Sacerdote. Su cabello… ¡Cielos! ¡Ese cabello que en otros tiempos se había deslizado sobre su pecho! Ese cabello que su propia mano había adornado con flores. ¡Ese cabello que sus propios labios habían alabado por su belleza y exuberancia! ¡Y ahora podía abandonarlo al atroz encantamiento, a la posesión contaminante del hechicero, sin un solo latido de lástima en su corazón, ni un rubor de vergüenza en sus mejillas! ¡Cielos! ¡Cielos!
Llevando en la mano aquel tesoro conseguido con malas artes, Otahára se dirigió hacia la puerta. En aquel momento la feroz expresión de triunfo abandonó el rostro del Sacerdote. Agarró convulsivamente la toga del hechicero y detuvo su apresurada marcha.
—Basta de soledad —murmuró salvajemente—. ¡Es terrible estar solo! ¡Te seguiré adonde vayas! ¡Incluso en el mismo interior de la caverna seguiré tus huellas! ¡Para mí no existen ni el sol, ni la luz, ni la belleza cuando me encuentro a solas! ¡La maldición actúa con más fuerza cuando no hay nadie a mi alrededor!
Una sonrisa de desprecio atravesó los severos rasgos del hechicero. Pero antes de que pudiera responder, Ioláni habló de nuevo (en esta ocasión en un tono suplicante y tembloroso).
—¡Le asesiné! ¡Oh, Otahára! ¡Hermano! ¡Le asesiné en el mar y a medianoche! Y sin embargo podría soportarlo, ya que mis manos están cubiertas por otras sangres además de la suya. ¡Pero el Hombre Salvaje! ¡Su efigie! ¡El espíritu malvado que reside en mi interior para siempre! ¡Ese tormento no puedo sufrirlo a solas! ¡Ten piedad de mí! ¡No me dejes! ¡Ten piedad! ¡Ten piedad!
—¡Recuerda que en la caverna has de permanecer en silencio! —contestó Otahára con firmeza. Y, sin más palabras, condujo al Sacerdote a través del bosque.
Fue aquella entrevista, desde el principio y hasta el final, la que contempló el proscrito, del modo en el que ya se ha descrito, desde la pared exterior de la cabaña. Aunque a su razón hecha pedazos le resultó imposible comprender una sola palabra del diálogo precedente, había reconocido perfectamente, loco como estaba, al Sacerdote. Todas las evocaciones de aquel tiempo en que vivía mezclado con la humanidad habían desaparecido, salvo ésta. La locura había podido velar pero nunca destruir por completo el recuerdo de la apariencia de su enemigo. En todas las demás cuestiones se manejaba como un demente. En aquélla, aún era capaz de actuar como un ser razonable e inteligente. En el momento en que el hechicero había estado a punto de abandonar a su desdichado cómplice, el proscrito se había puesto inmediatamente en pie, pero, al regresar Otahára, había vuelto a acuclillarse para seguir observando. Cuando los dos partieron finalmente juntos en dirección al bosque, el proscrito se alzó rápidamente y siguió sus pasos desde tan lejos como pudo.
Los siguió hasta el lugar donde se erguía el gran árbol, pero allí desaparecieron de su vista repentinamente. Tras vagar por aquel lugar durante un buen rato en un vano intento por recuperar su rastro, regresó al lugar donde los había visto por última vez y se escondió detrás del tronco del árbol marchito.
Mientras mantuvo su solitaria vigilancia no dejó de reírse y farfullar, dirigiendo cautelosamente su mirada, una y otra vez, a la densa oscuridad que le rodeaba. Después volvió a acuclillarse, inmóvil en su escondite. Con la peculiar astucia que caracteriza a los de su miserable condición, le había parecido que el Sacerdote y su compañero debían de haberle visto, de modo que se habían escondido entre los arbustos de los alrededores de la misma manera que él hacía. Cuando llegó la mañana le encontró aún vigilante, con la misma ferocidad en su expresión y la misma cautela en su comportamiento que había empleado durante toda la noche.
Acababa de aparecer en el cielo el resplandor que anunciaba la salida del sol, cuando surgieron unos ruidos entre la maleza, e inmediatamente después apareció el Sacerdote seguido por el hechicero. Al ver a Ioláni, el proscrito estuvo a punto de abandonar su escondite, pero en cuanto Otahára se hizo visible, se controló y continuó esperando hasta que hubieron pasado frente a él, limitándose a seguirles una vez más con la misma cautela que antes.
Fuera el que fuese el resultado del hechizo conjurado durante la noche, sus efectos habían repercutido terriblemente sobre el corazón del Sacerdote. Su rostro presentaba un color casi lívido, y sus ojos vagaban incesantemente de un lugar a otro con una expresión de perpetuo temor. A la menor palabra o acción del hechicero se sobresaltaba aterrorizado y, mientras trotaba a su lado, murmuraba para sí mismo casi sin interrupción:
—¡Mía es la venganza! ¡Mía es la venganza!
Se dirigieron hacia el poblado de Mahíné siguiendo los senderos menos frecuentados por los habitantes de la isla y los que más rodeos daban. Al final, alcanzaron la espesura frente a la que se erguía la residencia de Idía y allí se detuvieron a observar la entrada de la cabaña.
No pasó mucho tiempo antes de que vieran a la mujer salir con su hijo. Los rastros de lágrimas en sus mejillas aún estaban húmedos, y de hecho volvían a cubrirse de lágrimas de un modo involuntario y casi continuo, como si Idía se sintiera afligida por un temor constante y sin causa. La vieron desaparecer entre los árboles y después, cautelosamente, entraron en la choza.
En el interior había una cesta con frutas del pan recién horneadas. El hechicero, murmurando unas palabras con tanta rapidez que resultaron completamente ininteligibles, extrajo de su pecho un manojo de hierbas y las estrujó hasta que su jugo se derramó sobre la comida. Después, avanzando hasta el lecho de la mujer, ocultó el mechón de pelo bajo su almohada, y entonces, con una salvaje expresión de triunfo irradiando de sus rasgos, volvió a llevarse a su compañero hasta el lugar donde se habían ocultado con anterioridad. ¡Su brujería estaba preparada!
Tuvo que transcurrir un largo y fatigoso intervalo antes de que la mujer regresase. Finalmente la vieron en la lejanía. Entró en su morada y casi de inmediato volvió a aparecer en el exterior portando la fatal cesta. Se sentó frente a la puerta y separó para el niño algunos de los frutos.
Pero el niño parecía estar enfermo y no dejaba de quejarse, de modo que rechazó el alimento e Idía acabó por comerse ella misma la porción que había separado. Su mortal almuerzo concluyó con rapidez, ya que los continuos lloros de la criatura, que se agitaba entre sus brazos, parecieron privarle del placer de su ingestión. Intentó por todos los medios calmar el llanto del niño, pero resultó inútil, por lo que, suspirando amargamente y presionándolo contra su pecho, volvió a internarse con él en la cabaña.
¡El objetivo se había cumplido! ¡La brujería estaba en marcha! Pero la sensación de triunfo que había esperado sentir al ver su venganza completada se encontraba tan alejada como siempre del corazón del Sacerdote. Vagos presentimientos sobre la posibilidad de que se produjera un contrahechizo, de fracasar o de verse traicionado por Otahára, habían empezado a oprimirle por primera vez. El comportamiento reciente del hechicero le había movido a dudar de su sinceridad, a sospechar, incluso, que en realidad iba a ser él mismo la víctima de sus artes. Pero no se atrevió a expresar ninguna de las muchas dudas que le atormentaban y continuó avanzando junto al mago. Tan pronto como emprendieron el regreso hacia su solitaria guarida, el proscrito, como una sombra viviente, volvió a seguirles de cerca.