CAPÍTULO II

LA CAZA DEL PROSCRITO

Dos meses desprovistos de incidencias habían transcurrido desde la celebración de las nupcias del Rey y, en el ejercicio de sus labores habituales, las gentes del poblado casi habían olvidado los días de festejos y alegría que habían disfrutado. En un primer destello de egoísmo por su amor, Mahíné, despreciando el consejo de sus guerreros, se había retirado con Aimáta a uno de los islotes cercanos a Tahití. Allí, en una gozosa indolencia, él y su amada habían pasado los últimos días agradables del otoño rodeados de cantantes, músicos y bailarinas, reposando a la fresca sombra de los cocoteros o deslizándose en sus canoas sobre la tranquila superficie del océano de medianoche a la luz de la luna. Aquella indiferencia por las obligaciones derivadas de la necesidad de reforzar su gobierno recientemente adquirido fue recibida con considerable desprecio y aprensión por los consejeros más ancianos y experimentados de Mahíné. Resueltos a despertar al Rey y a mostrarle el peligro que representaba su inactividad en un momento tan poco apropiado, le visitaron por segunda vez en su retiro, sólo para ser recibidos de nuevo con la misma despectiva indiferencia que había marcado su recepción en la anterior ocasión.

Las consecuencias inmediatas de este desacuerdo entre el Rey y sus ministros, que nada bueno presagiaba, pueden imaginarse sin dificultades. Las más remotas, sin embargo, no las desvelaremos por el momento.

Mientras en el islote el amor batallaba de esta galante manera contra las obstinadas incursiones del Deber, la solitaria Idía permaneció sin ser molestada en su casa de la aldea. La paz parecía haber regresado por fin a su vida, pero la felicidad que la había acompañado en aquellos días pasados aún se demoraba en acompañarla. Las variadas y profundas emociones cuya violencia había sufrido durante tanto tiempo habían dejado su huella en la profunda y habitual melancolía que durante aquel periodo se apoderó de su corazón. Aun a su pesar, todavía echaba de menos los fatales días en los que había mantenido sus primeros contactos con el Sacerdote. Todo lo que había sufrido a causa de la crueldad de Ioláni no parecía sino un desenlace melancólico a todo lo que había disfrutado gracias a su afecto. Pese a que sentía lo degradante que resultaba aquella debilidad, superarla estaba más allá de su capacidad, y salvo cuando la presencia del niño se convertía en ciertos momentos en un severo y penoso reproche a la inutilidad de sus reflexiones, sus pensamientos se dirigían invariablemente hacia el apasionado amante de Vahíria antes que hacia el inexorable tirano del Templo y del campo de batalla. Y es que, ¡ay!, aunque podemos provocar el amor de alguien por el capricho de un solo instante… ¡a menudo le condenamos a reprimirlo durante toda una vida!

Su existencia se había convertido en una monotonía llena de tristeza, aumentada, que no rota, por la insuficiente compañía de su hijo. El único consuelo para su soledad era sentarse, atardecer tras atardecer, cuando el niño ya estaba durmiendo, inmersa en sus pensamientos, a contemplar el brillante y lujurioso paisaje a medida que se difuminaba y se oscurecía debido a la proximidad de la noche. Hasta entonces se había entregado a aquella pacífica ocupación sin incidentes ni interrupciones, pero en todo caso, aquel atardecer al que está dedicado este capítulo, estaba destinada a experimentar un serio contratiempo en la inocente ocupación de sus horas solitarias.

Como era su costumbre, había estado vigilando al niño, en este caso sentada a su lado, hasta que se había quedado dormido. Después, se aproximó a la entrada de la cabaña, se acomodó en su sitio habitual, y se sumergió, con cierta premura, en su habitual ensueño.

Cuando el crepúsculo se hubo marchado y la luna se elevó en el cielo, la inquietud de su estado mental infectó sus facultades corporales por lo que, abandonando su asiento, anduvo a zancadas de un lado para otro frente a la puerta, contemplando el cielo repleto de estrellas y también el oscuro océano. Al detenerse un momento en uno de los extremos de su jardín, vio, o creyó haber visto, una figura que se arrastraba a cubierto de las paredes de su cabaña. Durante unos momentos su agonía y su terror fueron tan intensos que se quedó completamente inmóvil. Todo pensamiento temeroso e inesperado estaba relacionado en su mente con las maquinaciones del Sacerdote, y pese a estar convencida de su destierro, era al astuto Ioláni al que esperaba encontrarse cuando, con una resolución desesperada, se aproximó por fin a la puerta de su morada.

Dudó un breve instante, mientras el recuerdo de todos sus sufrimientos a manos del Sacerdote se abalanzaba como un remolino sobre su mente. Después, su resolución la ayudó una vez más y entró.

Los rayos de luna que se filtraban a través del umbral caían sobre el lecho del niño. Su sueño seguía igual de tranquilo que cuando su madre había estado velando por él, ahora que su lugar había sido ocupado por el demente proscrito del lago Vahíria.

¡Se había sentado allí! Su deformidad aparecía más espantosa y terrible que nunca a causa de la luz pálida y fría que la iluminaba en aquel momento. Sus ojos se fijaban, soñadores y tristes, en el rostro del niño y, de vez en cuando, esparcía unas cuantas flores sobre su lecho, como si aún se creyese en el interior de la caverna en la que había conseguido preservar al objeto de sus cuidados. En un primer momento de sorpresa y terror, Idía lanzó un agudo grito. El proscrito se levantó de inmediato, agarró al niño y, con la extrema astucia de la locura, se retiró al rincón más oscuro de la cabaña, con la intención de conseguir que la mujer dejara libre la entrada atrayéndola hacia al interior con idea de rescatar a su vástago, o impulsándola a salir en busca de ayuda. No estaba, en todo caso, destinado a escapar con semejante impunidad. Los gritos de socorro de la mujer habían atraído hasta la cabaña a unos campesinos que regresaban hacia sus hogares. En el momento en que sus pisadas fueron audibles, el demente abandonó su refugio (ya que notaba cómo se cernía sobre él uno de sus frenéticos ataques), apartó a Idía del umbral de la puerta arrojándola al suelo y se enfrentó al grupo que se aproximaba al rescate en uno de los extremos del jardín. Intentó abrirse paso entre ellos, pero uno de los hombres se arrojó sobre su cuello y otro le arrebató al niño de las manos y corrió con él a la cabaña. De inmediato, antes de que ninguno de los tres campesinos que quedaban pudiera agarrarle también, el proscrito alzó en brazos, como si fuera un niño, al hombre con el que aún estaba luchando y echó a correr internándose en la espesura.

No había nada que guiara a los horrorizados campesinos que se apresuraron al rescate de su compañero aparte de sus gritos de socorro y la salvaje risa de aquel loco, que sobrecogía el inmóvil aire de la noche. Pronto, los gritos cesaron por completo y ya sólo se escuchó la risa, cada vez más y más distante. Pero ellos siguieron adelante. Se trataba de una persecución espantosa y llevada a cabo a una hora espantosa, pero mientras hubiera la más mínima esperanza, aquellos hombres estaban determinados a rescatar a su desgraciado compañero, fuese cual fuese el peligro que les acechaba.

Lo que no sabían es que se encontraba más allá de toda ayuda. Su fuerza había quedado reducida a nada al compararse con el abrazo del demente. Con el brazo izquierdo rodeando fieramente a su víctima y con la mano derecha apretando firmemente su garganta, el proscrito le había estrangulado como si de un niño se tratase. Apenas unos minutos de lucha y había muerto.

¡Alegre! ¡Alegre! ¡Sobre el llano iluminado por la luna, a través de los senderos que atraviesan el desierto bosque, y sobre la suave y blanca arena que descansa más allá, junto al océano! ¡Mientras brillen las estrellas! ¡Mientras el rostro del muerto siga lívido! ¡Mientras las maldiciones de tus perseguidores resuenen a tus espaldas levantando ecos en el bosque! ¡Habrá razones para sentirse jubiloso! ¡Habrá placer en la huida! ¡El viento silba débilmente! ¡Las olas gimen tristes junto a la solitaria orilla! ¡Sigue avanzando alegre, loco! ¡Sigue avanzando alegre!

Le persiguieron hasta la playa. Allí se volvió un instante mientras le gritaban que se detuviese. Entonces, redoblando sus esfuerzos, se dirigió hacia los altos peñascos que bordeaban la costa y se lanzó a trepar por sus accidentadas y escarpadas superficies. En aquel momento los campesinos empezaron a reducir las distancias, ya que el peso de su horrible trofeo le estorbaba y perdía terreno a cada paso que ascendía. Los campesinos vieron que la única oportunidad de atraparle residía en aquel tramo rocoso y redoblaron sus esfuerzos. Pero abrirse paso a través de aquellos precipicios no resultaba tarea fácil bajo la engañosa luz de la luna, y poco después, pese a los infructuosos resultados de su peligroso empeño, llegaron a un punto muerto al borde de un abismo.

Daba miedo contemplar tal lugar a aquellas horas. La sima, aunque estrecha, era profunda y oscura, siendo el extremo del otro lado la parte más escarpada y elevada. Cómo había podido el proscrito, cargado como iba, atravesar aquel abismo, era imposible de concebir. Pero allí estaba. Sobre el peñasco más alto, completamente iluminado por la luna, observando a sus desconcertados perseguidores con el cadáver aún firmemente agarrado entre sus brazos. En aquel momento descubrieron por primera vez que su camarada había perecido en el abrazo de aquel demente. Rescatar su cuerpo del deshonor era ahora la única esperanza que les quedaba. Le amenazaron, le rogaron… En su agonía, provocada por la ansiedad y la impaciencia, buscaron a tientas sobre la uniforme superficie del peñasco un proyectil que les permitiera conseguir por la fuerza lo que habían sido incapaces de lograr hablando, pero todo fue en vano. Finalmente, uno de ellos, que se había atrevido a escalar un trecho considerable de acantilado, llamó a sus compañeros diciendo que había descubierto un modo de cruzar. Se prepararon para obedecer sus instrucciones cuando aquella terrible risa burlona volvió a resonar en sus oídos. Alzaron la mirada. En aquel mismo instante, el demente alzó el cadáver por encima de su cabeza y lo arrojó con rabia al abismo antes de desaparecer de su vista.

Oyeron el cuerpo golpear una o dos veces contra los salientes de la piedra… después hubo un momento de silencio, y luego se oyó un chapoteo apagado y discreto. ¡Había desaparecido!

Los pasos del proscrito se dirigieron de nuevo hacia la playa. Se apresuró avanzando hasta que alcanzó una pequeña cala, en la que los árboles del bosque ocupaban el lugar de las rocas y llegaban prácticamente hasta la misma orilla. En aquel lugar el desgraciado paria se detuvo, vencido al fin por la fatiga. Poco después, sin embargo, abandonó su postura de apático reposo por una de intensa atención, como si hubiera oído un sonido inusual. Tras escuchar durante unos minutos, se arrastró cuidadosamente, manteniéndose apartado de la luz lunar, hasta una cabaña semiderruida que permanecía medio escondida en uno de los extremos de la cala, y miró a través de una de las múltiples grietas que se abrían en sus desmoronadas paredes.

Apenas había acabado de instalarse en su puesto de observación cuando la expresión de vacío abandonó sus ojos para ser sustituida por una feroz mirada de triunfo e inteligencia como nunca había brillado en ellos con anterioridad. Mientras aquello que tenía de salvaje su peculiar tipo de locura permaneció, lo que tenía de idiota pareció desvanecerse súbitamente. Cuanto más miraba, más concentrada era su atención, más absorto se veía su comportamiento. Sus brazos se habían cruzado convulsivamente sobre su pecho, como si temiera permitirles la más mínima libertad de movimientos. Tenía todo el aspecto de un hombre que siente que su pasión está sobrepasando todas las barreras que su inteligencia había levantado para protegerse de ella, y que decide prolongar una resistencia ante sí mismo hasta el último momento.

Si alguna vez el retorno de su razón pudiera haber beneficiado al proscrito, fue aquélla. Y es que, de los dos hombres cuya secreta conversación había oído aunque sin comprender, uno era Otahára, el más célebre hechicero de las islas del Pacífico, y el otro era Ioláni, el Sacerdote.