LAS NUPCIAS DE MAHÍNÉ
Nunca había brillado el sol del otoño con tanta intensidad sobre Tahití como lo hizo durante aquellos días consagrados a la boda y a la ascensión al trono del nuevo Rey. Nunca se había visto un contraste tan extraordinario como el que en tales momentos se apreciaba en la apariencia de sus habitantes en comparación con el pasado. El Sacerdote vagaba pensativo por los interiores del Templo y el guerrero se tendía al sol de la mañana, ya sin sus armas y libre de sus atavíos de guerra. Los viejos y los niños se mezclaban, confiados, entre las filas de los robustos campesinos; y las mujeres acariciaban a sus hijos, sin reprocharles nada en absoluto, en los lugares más apartados y desiertos del campamento. El mismo aspecto de paz reinaba por todas partes, y la misma alegría simple e indolente se reflejaba en el comportamiento de todos. En la costa se podían ver, a medida que se aproximaba la fresca marea, flotas de canoas desembarcando su carga de felices visitantes llegados de las islas vecinas. En los sombreados senderos del poblado, se reunían pequeños grupos de campesinos, con sus trajes de fiesta, y bailaban al son de la música suave y lujuriosa de la flauta nativa; y en los distantes bosques se demoraban perezosamente el joven que cortejaba a su amada, el viejo guerrero que portaba sus armas hasta su lugar de descanso, y el niño que recogía a cada paso una flor más fresca y hermosa para añadir a la reserva de guirnaldas festivas acumuladas en casa. Ningún recuerdo desolador en relación con la reciente guerra parecía afectar a un solo corazón en todo el pueblo. Sus palabras, sus miradas y sus acciones eran todas producto de la alegría. Y tan ligera era la canción, tan alegre la música de aquella feliz gente, como si jamás hubieran conocido un tumulto en sus costas, como si nunca se hubieran cernido la tristeza y el duelo sobre sus moradas.
A medida que amanecía el día de la boda, empezaron los festejos, aunque tampoco entonces se pudo ver una mezcla indiscriminada entre los sexos, y la escena resultaba por lo tanto bastante más curiosa e impresionante que estimulante y pintoresca. Todas las golosinas que se podía permitir la isla estaban esparcidas sobre el suave y verde césped, frente al sexo más fuerte y privilegiado, y a cierta distancia, para el mayor disfrute de cada uno de los sentidos, las bailarinas y los músicos practicaban infatigablemente sus lujuriosas artes. Hora tras hora se mantuvo el goce, sin una palabra de cólera ni un amago de fatiga que dañara su constante presencia, hasta que la música de los tambores y las flautas dio la señal, desde los claros del bosque, para el inicio de los juegos del festival, y entonces se abandonaron por fin los festejos y el pueblo al completo se volcó ansioso sobre los deportes.
El lugar dedicado en aquella ocasión para el entretenimiento de la isla fue un llano de cierta extensión cubierto de hierba, completamente rodeado por magníficos árboles y ligeramente inclinado desde todos sus extremos hacia el centro, adquiriendo casi la forma de un anfiteatro natural. En poco tiempo, el lugar, únicamente ocupado en un principio por los vigilantes de los juegos, quedó repleto por la jubilosa e impaciente multitud hasta las mismas barreras que indicaban la localidad reservada para los participantes. Ninguna variedad podría ser más hermosa que la que ofrecían la indumentaria y las posturas de los espectadores, a medida que cada uno de ellos se acomodaba en su lugar favorito. Las lustrosas tonalidades blancas, amarillas y escarlatas de los vestidos brillando a la luz o matizadas por la suave oscuridad de la sombra, contrastaban bellamente en su alegre mezcolanza, con la tranquila monotonía del verde que les rodeaba. En aquel lugar no había asientos cuidadosamente colocados mediante los que propagar un antinatural aire de orden y propiedad sobre las posiciones de la asamblea. Algunos permanecían de pie, impacientes por el inicio de las actividades deportivas. Otros, descuidados y relajados, se reclinaban apáticamente sobre el suelo. Un grupo se amontonaba sobre las barreras. Otro se retiraba lentamente para unirse al público apelotonado en el umbral del bosque. Un grupo de jóvenes trepaba a los árboles para obtener una mejor visión de los juegos, y se ocultaba felizmente entre las frescas y sombreadas ramas, mientras un ambicioso pilluelo peleaba para atravesar las barreras y alcanzar el mejor puesto, el más cercano de todos. La confusión y el movimiento continuos penetraban en cada hilera de espectadores, y la risa y las bromas pasaban de boca en boca, hasta que el viejo bosque volvió a quedar inundado por el sonido. Finalmente, tras cierto retraso, llegó el momento de la excitación. Un luchador de Tahití y un luchador de Eiméo entraron en el recinto preparándose para el combate, y un silencio de intensa expectación se abatió sobre la festiva multitud.
Ambos hombres se encontraban desnudos excepto por unos taparrabos de lino. El campeón de Eiméo tenía una ligera ventaja sobre su adversario en altura y constitución física, pero el luchador nativo era un espécimen muy superior en belleza y gracia masculinas. Cada uno de ellos era, por sus capacidades personales, el más celebrado de su respectiva isla, y la presente contienda se veía de modo general como decisiva para averiguar a cuál de ellos pertenecía la supremacía del campo.
Durante los primeros minutos, los antagonistas mantuvieron las distancias observando cautelosamente los movimientos del rival, ya que la práctica de la lucha libre en las islas del Pacífico permitía el uso de artimañas de todo tipo si alguno de los combatientes no se sentía seguro de alcanzar el éxito únicamente por la fuerza. Al final, como si la espera le hubiera impacientado, el campeón de Eiméo se abalanzó sobre su hombre, agarrándole de los hombros y confiando en que su altura y peso superiores le permitirían derribarle. El luchador de Tahití actuó únicamente a la defensiva hasta que notó que lo peor del asalto del otro ya había pasado. Entonces, repentinamente, soltando el hombro de su adversario y por lo tanto desequilibrándole, rodeó la cintura del hombre de Eiméo, lo alzó en el aire y le arrojó violentamente contra el suelo.
Un momento más tarde el aire se había inundado con los gritos de los espectadores y la discordante música de los tambores de guerra. Las barreras fueron arrasadas como por una tormenta, y hombres, mujeres y niños bailaron como criaturas frenéticas alrededor del cuerpo del hombre derribado. Cientos de voces se unieron en un salvaje coro, después en diferentes canciones de victoria, para terminar gritando con más fuerza aún sus más bestiales expresiones de triunfo y desafío. El tumulto se elevó todavía más cuando el bando del luchador caído empezó a responder a los que lo celebraban mediante vociferantes declaraciones de la habilidad del vencido y las más salvajes predicciones sobre la cada vez más cercana derrota de su rival. Apenas podría imaginarse una escena de más fiero clamor y confusión. Y sin embargo, cuando el tumulto alcanzó sus cotas más altas, bastó la aparición de dos nuevos luchadores para que todo volviese a la calma de una manera casi inmediata. La gente se retiró a sus puestos tan súbitamente como los habían abandonado y se reanudó la competición, aunque tan sólo para volver a desembocar en la misma extraordinaria demostración de entusiasmo y júbilo en sucesivas ocasiones, hasta que todos los combatientes quedaron exhaustos y la atención de la feliz multitud pareció quedar atrapada por otro tipo de diversiones.
Las mismas reacciones que habían caracterizado los combates de lucha libre marcaron la celebración de los siguientes juegos, constituyendo los motivos de entretenimiento los simulacros de peleas, los bailes, y el lanzamiento de jabalina. A la llegada del atardecer concluyeron las festividades de aquel día con la actuación de la compañía Areoi, teniendo ésta las mismas características ya mencionadas con anterioridad en esta misma narración. Una vez concluida esta última exhibición, volvió a sonar la música, pero ahora siguiendo unos compases más solemnes y medidos, y los presentes en la asamblea, susurrando ansiosamente entre sí, dirigieron sus pasos hacia las avenidas que conducían al Templo de la Paz, posicionándose a los lados del camino para contemplar la comitiva nupcial que se esperaba apareciera de un momento a otro.
La paciencia de la multitud fue, en aquella ocasión, puesta a prueba muy brevemente, ya que apenas se habían situado en sus puestos cuando de entre los recovecos del bosque empezaron a surgir unos distantes trinos de flauta, y poco después, avanzando lentamente por las largas y sombreadas avenidas, se hizo visible (simple y sin embargo imponente) la comitiva nupcial.
En primer lugar aparecieron los sacerdotes, con sus ropajes sagrados, seguidos por un grupo de músicos, envueltos en togas amarillas estampadas en rojo con las formas de las diferentes flores que se podían encontrar en la isla. A cierta distancia marchaba una selección de los más ilustres jefes de Mahíné, con sus holgados y blancos ropajes inferiores, que hacían destacar por contraste los amplios chales de rojo vivo y oscuro con los que habían envuelto sus torsos. Después llegó un grupo compuesto por algunas de las más jóvenes y hermosas mujeres de la isla, cubiertas sencillamente por níveas togas. A ellas las siguieron la novia y el novio y, al final del todo, llegaron los parientes del Rey e Idía y su hijo.
Si alguna vez el rostro suave y feliz de la chica había sido hermoso fue en aquel momento, cuando toda la variedad de emociones placenteras que puede contener el corazón pugnaba por asomar elocuentemente a su expresión. Nada podía ser de un buen gusto más exquisito y apropiado que su vestido nupcial, desde el cabello trenzado en forma de turbante y la triple corona de flores blancas, rojas y amarillas que adornaba su cabeza, hasta la toga ribeteada de escarlata que la cubría hasta los pies. Nada podía ser más natural y seductor que su apariencia y su actitud, mientras permanecía bajo la solemne y tenue luz que alumbraba el interior del Templo, estremeciéndose entre sus encontrados sentimientos de placer y apasionada admiración por el Rey, y la intimidante cercanía del inicio de la sagrada ceremonia.
Y en aquel momento, tocado con los atavíos más imponentes de su orden, el Sacerdote jefe se adelantó y dirigió una solemne admonición tanto al esposo como a la mujer en pro de su futura constancia, concluyendo el discurso con la elocuente y patética oración por la futura felicidad de la pareja de recién casados, habitual en ocasiones semejantes. Entonces, tras haber sido tomados de sus tumbas los cráneos de los ancestros de Mahíné y colocados a su lado, se trajo un gran pedazo de tela blanca, emblema de la pureza y lo sagrado de la ceremonia, y Aimáta y el Rey la agarraron en silencio cada uno por un extremo. Y es que, la hermosa superstición de que los espíritus de sus muertos amados y honrados se convertirían de esta manera en los guardianes de su descendencia en la tierra, estaba completamente arraigada entre aquella gente de alma poética. La más perfecta reverencia quedó reflejada entonces en el comportamiento de todos los presentes, ya que se había alcanzado el momento culminante de la ceremonia nupcial, cuando los espíritus de sus padres se demoraban alrededor de la forma de Mahíné para santificar sus votos y para propiciarle unos prósperos días en su futura existencia. Durante un tiempo considerable, nadie rompió el silencio; cada asistente al Templo permaneció tan fijo e inmóvil en su posición como los muros a su alrededor. Al fin, tras recibir una señal del Sacerdote jefe, la novia y el novio retrocedieron hasta sus lugares anteriores, los cráneos fueron cuidadosamente retirados y la ceremonia final fue preparada por Idía y los padres del Rey.
Habiendo tomado previamente un trozo de tela blanca entre las dos, Idía y la madre de Mahíné se infligieron a sí mismas varias heridas con un objeto punzante en distintas partes de su cuerpo, tan graves como para causar un flujo de sangre que cayera sobre el lino que ambas sostenían. Cuando éste estuvo perfectamente empapado, fue depositado por las dos mujeres a los pies del rey y de su novia, quienes a su vez abrazaron afectuosamente uno a su anciana madre, y la otra a su generosa protectora y amiga. Este extraño procedimiento no era diferente en intención de la anterior ceremonia. Del mismo modo que en aquélla los cráneos de los muertos eran símbolos de la presencia favorecedora de los espíritus que ya habían partido, en ésta la tela manchada de sangre evocaba la sinceridad y la vitalidad del afecto de aquellos que eran más queridos por los adoradores que en aquel momento se encontraban en el altar. ¡De esta manera poética y conmovedora se constituía un matrimonio en las islas del Pacífico! Y sin embargo, ninguna ceremonia tenía unos efectos tan temporales y era tan poco reverenciada o considerada cuando ya había terminado como aquélla. De hecho, podría decirse sin faltar a la verdad que el contrato nupcial en aquella tierra de lujos se establecía con inteligencia y cuidado, únicamente para romperse a voluntad por la frivolidad y el capricho.
Con aquel ritual concluyó la boda y la partida nupcial, conducida por el Sacerdote jefe, reapareció en la avenida del Templo. Sin embargo, en vez de regresar al poblado, se internaron por un sendero que atravesaba el bosque y que conducía a una pequeña cabaña que se alzaba en medio de un retirado valle, rodeado y casi oculto a la vista de todos por su majestuosa protección arbórea. Allí, la procesión se detuvo. La joven pareja fue situada sobre una corteza recubierta de hierba y mientras los grandes jefes y consejeros se turnaban para homenajear a su recién elegido Rey, las mujeres de la partida entregaron a la joven Aimáta sus humildes obsequios, consistentes en flores, frutas y ropajes alegremente teñidos. Finalizadas aquellas obligaciones, se intercambiaron los abrazos de la despedida y los diferentes asistentes a la boda se prepararon para partir, ya que el sol empezaba a hundirse rápidamente en el océano occidental.
El rumor de las voces procedentes de las avenidas ya había cesado, la multitud se había dispersado y los senderos de las selva se habían vaciado con la llegada de la noche. Los Sacerdotes encaminaron sus pasos hacia el Templo. Los jefes y los consejeros regresaron al palacio del Rey, Idía se retiró con su hijo a su solitaria morada, y Mahíné y Aimáta, que remoloneaban bajo el suave crepúsculo a la puerta de su aislado refugio, se quedaron solos en la soledad del Templo del bosque.