CAPÍTULO XII

LAMENTOS ENTRE EL PUEBLO

La lenta marcha de los conquistadores y los conquistados a su regreso de la fortaleza presentaba un singular contraste con la velocidad a la que habían viajado hacia su refugio. Además de sus otras muestras de clemencia, el jefe había concedido al bando vencido el privilegio de enterrar a aquellos de sus muertos que habían caído durante la retirada, reservándose a sí mismo el derecho de disponer de los que habían sido asesinados en el campo de batalla. Aquella muestra de inusual indulgencia fue recibida con gratitud y alegría por los exiliados, y en esos momentos se rezagaban triste y lentamente por los senderos sobre los que tanto se habían apresurado la noche anterior.

Resultaba una visión melancólica, incluso en aquellos lugares donde menos cadáveres había, ver con qué heroica paciencia administraban los supervivientes de la lucha sus últimas necesidades a aquellos que en algún momento les habían amado y cuidado. Los métodos más expeditivos que podía inventar el bando vencedor para obligarles a llegar con más premura al final del viaje se demostraban inútiles. Sabían que el privilegio que Mahíné les había concedido cesaría al llegar al campo de batalla, y estaban decididos a aprovecharlo al máximo posible mientras lo tuvieran. Algunos formaban un grupo animado por el triste triunfo que representaba descubrir que todos aquellos a los que habían honrado y amado habían sido asesinados en la retirada, y que podrían, por tanto, ser preservados de la mutilación y el deshonor. Más allá, por el contrario, se rezagaban un par de desdichados que no habían podido encontrar entre los cadáveres a ninguno que pudieran reclamar como suyo, y que envidiaban a sus compañeros aquellos muertos que habían escapado del combate para ser sacrificados en la huida. Desde que habían recibido su sentencia de exilio, una especie de delicada simpatía parecía haber brotado en el corazón de los desterrados. Una extraña y repentina alteración de sus sentimientos se había alzado entre ellos. Y es que los silenciosos y fríos cuerpos no estaban acostumbrados a reclamar sus cuidados. Por ello, se demoraban más y más al recorrer aquellos sombríos senderos. Aún en el mismo umbral del bosque continuaron sirviéndose de su privilegio, tan duramente ganado y con tanta ansiedad disfrutado.

Y cuando al fin llegaron a la llanura… cuando sus hogares, en otro tiempo reverenciados por ellos con amor y alegría, les saludaron a su regreso convertidos en ruinas negras y desmoronadas… cuando los campos y los jardines en los que habían disfrutado desde la mañana a la tarde se mostraron sombríos y atroces con su carga de cadáveres… cuando, en una amarga burla, el océano que iba a conducirlos hacia su destierro rompía con su acostumbrada melodía en una playa bañada de sangre y brillaba sobre los arrecifes de coral con su acostumbrado resplandor… entonces lloraron su miseria, entonces se arrodillaron en el suelo, vencidos por su dolorosa y absoluta desesperación.

En un primer momento, entre los que formaban el bando del depuesto Rey, sólo unos pocos fueron vistos vagando tristemente entre los muertos, que no se atrevieron a tocar, o deteniéndose con un pesar vacío y casi alelado junto a sus derruidos y saqueados hogares. Pero, gradualmente, también ellos se unieron al cuerpo principal de estoicos congregados alrededor del Rey prisionero, como si temieran la soledad comparativa impuesta sobre ellos por su separación temporal de los demás, y observaron con una atención mecánica y desolada, como sus compañeros, los sombríos preparativos para las ceremonias de la Paz.

Entonces, mientras el sol empezaba a hundirse sobre las aguas frías y serenas, se oyó la canción de la victoria entonada por los Profetas de la Guerra. Y sus voces se hundían en una cadencia profunda y hueca o se elevaban feroz y poderosamente en el aire, según la variación del tema o del ritmo. Mientras duró el son, los guerreros de Mahíné fueron vistos por todas partes, arrastrando los cuerpos de los asesinados en dirección al Templo y apilándolos en espeluznantes y deformes montones como ofrendas a la grandeza del dios de la batalla. Durante un intervalo de tiempo bastante considerable, aquella horrenda labor continuó con una regularidad y diligencia absolutas, excepto cuando un jefe se detuvo un momento para apropiarse del cráneo de un enemigo ilustre, el cual pretendía convertir en vasija que le sirviera de trofeo de guerra y con la que bebería en la celebración de la victoria. Cuando hubieron completado su repugnante tarea, los guerreros formaron una única, densa y oscura masa frente a los supervivientes de sus artes bélicas, a la espera de que llegara el jefe-Rey.

Nada, en aquel momento, podía resultar más salvaje o más sobrenatural que aquella escena. La luna empezaba a elevarse e iluminaba las calmadas aguas del Pacífico y la maltratada y ensangrentada tierra de la isla de Tahití con una suavidad sureña bellísima de contemplar. Las copas de los árboles a cada lado del llano, las filas de los guerreros que descansaban y el confuso amontonamiento de los cautivos acuclillados en el suelo, aparecían, aquí y allá, parcial y pintorescamente iluminados por la misma luz brillante y deliciosa. Mientras, las zonas más ocultas de las rocas que rodeaban la playa a cada extremo, la orilla y los muros del Templo, con los muertos a su alrededor, se presentaban amortajadas por una impenetrable oscuridad que contrastaba enormemente con el brillante escenario recién descrito. Por otra parte, allí estaban los islotes, lejos, junto a los arrecifes, brillando sin sombras, y los bosques y las montañas, a lo lejos, hacia el interior de la isla, iluminados tenuemente o reposando bajo una suave e ininterrumpida oscuridad. Y sin embargo, pese a lo impresionante de la noche, sus maravillas pasaron desapercibidas para todos aquellos que se encontraban en la llanura, ya que para sus corazones endurecidos por el triunfo y sus ojos empañados por la miseria y la vergüenza, los encantos de la naturaleza no poseen ni la elocuencia que emociona ni el encanto que asombra y deleita.

Poco después, el sonido de una música solemne surgió de los bosques que había tras el pueblo, y Mahíné y Aimáta, seguidos por una larga caravana de habitantes de diferentes regiones de Tahití y las islas vecinas, entraron en escena. Por la mañana, la impaciencia generalizada había sido tal que la realización de las ceremonias de la Paz, en lugar de comenzar una vez que hubiera llegado la noche, había sido prevista para la puesta de sol como muy tarde. En todo caso, eran muchas las causas que se habían combinado para producir un retraso tan inesperado como el que se había dado. Ya que, además de las horas perdidas por el bando vencido en enterrar a aquellos que habían sido asesinados durante la retirada, mucho más tiempo aún había empleado Mahíné en preparar la partida de su poblado nativo, en parte por la dificultad de reunir y preparar a sus seguidores, pero también debido a la nula disposición de Aimáta a acompañarle hasta el escenario de la batalla. De hecho, al alcanzar dicho lugar, el jefe se arrepintió de haber insistido en que obedeciera sus deseos, ya que tan pronto como hubo contemplado la sombría perspectiva que le aguardaba, la fortaleza completamente fingida abandonó a la pobre muchacha, y solicitó lastimosamente que se le concediera permiso para esperar la conclusión de la ceremonia en algún lugar donde los horrores del campo de batalla y la miseria de los cautivos no estuvieran al alcance de sus ojos. Mientras profería, entre lágrimas, su solicitud, una sombra momentánea cubrió el rostro del joven guerrero. Pero los dictados del amor llegan incluso a tener una influencia más fuerte sobre el corazón que los acerados imperativos de la tradición, de modo que su expresión airada pronto abandonó su semblante y la petición de la chica fue concedida sin reservas ni demora.

Entonces empezaron las ceremonias, con los lugartenientes y consejeros de Mahíné avanzando hasta determinado lugar para dedicar una oración a los vencidos, al encontrarse con el depuesto Rey y lo que quedaba de su ejército, y expresar de viva voz tanto la enorme e inusual clemencia del jefe victorioso hacia sus enemigos como los castigos a una posible revuelta y, por último, la virtuosa determinación del nuevo dirigente a mantener una paz larga y duradera. La respuesta del arruinado monarca se limitó a una excusa por la inasistencia de su hermano el Sacerdote a consecuencia de sus heridas, y una declaración de obediencia implícita por su parte a los deseos de su nuevo soberano. Apenas llevaba, en todo caso, unos momentos hablando cuando sus emociones de vergüenza y pena le impidieron continuar. Se detuvo abruptamente y, para esconder su desgracia a los ojos de sus conquistadores, se ocupó en preparar las jóvenes ramas que iban a ser entrelazadas con otras, proporcionadas por el bando opuesto, en la corona sagrada que representa el emblema de la paz. Una vez finalizada esta ceremonia, se ofrendaron a los dioses los animales requeridos y los Sacerdotes, por adivinación, declararon el tiempo que iba a durar la tregua. Entonces, el misterio final, la «heiva» o gran danza, comenzó con los hombres y las mujeres de la tribu de Mahíné bailando al inspirador son de los tambores y las flautas. El rasgo más extraordinario de aquella actuación fue el movimiento mediante el que cada bailarín, cuando le llegaba su turno, intentaba sorprender a los guardias que rodeaban a su Rey recién elegido y acercarse a su persona tan cerca como para besarle la mano o para tocar los pliegues de sus ropajes reales. Aquella danza, que expresaba una absoluta devoción por la causa del monarca, pareció desatar el interés y la curiosidad más intensos, y cada vez que uno de los bailarines culminaba con éxito su propósito, se veía recompensado por los espectadores con escandalosas y duraderas exclamaciones. A la conclusión de aquella extraña ceremonia, se divulgó una proclama referente al solemne banquete que se celebraría a la mañana siguiente y al nombramiento del nuevo dirigente, tras lo cual la asamblea se disolvió. El grueso de los guerreros permaneció acampado alrededor del terreno para vigilar a los vencidos hasta que llegase el amanecer, momento en que finalizarían los preparativos para su destierro. Mientras, Mahíné y sus principales jefes y consejeros dirigieron sus pasos hacia un refugio provisional, situado a corta distancia del campo de batalla, en el que pasarían la noche. El guerrero triunfante se detuvo en el camino para visitar la cabaña en cuyo interior se alojaba, vigilada, su amada; pero su entrada no fue recibida con bienvenidas, ya que la joven Aimáta se estaba preparando para su reposo no con sonrisas y alegría sino con lágrimas y en silencio.

Y cuando las fatigadas horas de la noche llegaron a su fin y el primer rubor del amanecer hubo aparecido sobre el cielo oriental, la desolada llanura revivió durante un breve intervalo de tiempo con el ajetreo de los preparativos. La flota de canoas fue dispuesta ordenadamente junto a la orilla, los guerreros y el populacho fueron conducidos a sus respectivos puestos, y los heridos, los afligidos y los vencidos empujados hacia su largo y amargo destierro. El Rey destronado, con estoica paciencia y una calma inhabitual en alguien en su situación, abría el camino. El caído Ioláni, mirando a su alrededor con una expresión de impotente rabia y desdén, siguió a su hermano. Tras él llegó el cuerpo principal de los exiliados: el guerrero herido, la mujer desconsolada, y el niño aterrorizado. ¡Una procesión fatigada y maltratada por el infortunio!

Subieron a sus barcas, los guardianes las empujaron desde tierra firme y, triste y lentamente, se alejaron flotando de los hogares en los que habían vivido y de las costas que habían amado. Entonces, a medida que la pequeña flota se iba perdiendo de vista, la multitud reunida en la playa obedeció la señal de sus jefes e inició el camino de regreso a través del bosque hacia el hogar de su Rey rebelde.

Desde las desiertas aguas, las brisas se alzaron más frescas y puras, las grises y lejanas nubes se caldearon instantáneamente hasta adquirir un matiz suave y brillante, y un sol esplendoroso se elevó sobre la llanura del Templo, no para el regocijo de los corazones de una población feliz, sino para burlarse de la deformidad de los macabros y fríos cadáveres y para acentuar la desolación de sus hogares desiertos y en ruinas.

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Fin del Libro Segundo