EL DESTINO DEL NIÑO
Apenas había perdido de vista el Sacerdote a su vástago cuando los arbustos de la parte posterior del valle se abrieron lentamente y por la abertura se deslizó con sigilo un hombre solitario.
Manteniéndose deliberadamente fuera de la vista del niño, esta figura se aproximó a él lo más posible sin dejar de estar perfectamente oculto, y, agachándose, hizo un largo y paciente estudio del pequeño desventurado.
La única vestidura del hombre era un pedazo de ropa desgarrado que rodeaba su cintura con hebras de cocotero. El pelo largo y desordenado le llegaba hasta las caderas y, como su barba, era de un color marrón oscuro, habiendo sido chamuscado hasta alcanzar ese tono por la constante exposición a los rayos del sol. La piel de su cara era seca y descolorida, sobre la frente llevaba una profunda y repugnante cicatriz y, sobre el labio inferior, sus dientes sobresalían como colmillos. Su cuerpo, que por naturaleza había sido de gran altura, estaba ahora tan retorcido y deformado que su estatura distaba mucho de ser impresionante; y sus brazos flacos y huesudos parecían, en consecuencia, desproporcionados en tamaño y fuerza cuando se comparaban con el resto del cuerpo. En la piel tenía contusiones y desgarros, y andaba cojeando, como si hubiera sido gravemente herido en una pierna. Aunque la primera emoción que podía provocar su imagen era el terror, la segunda, en la mayoría de los espíritus, habría sido únicamente la lástima, tan completo era el aire de desamparo y sufrimiento de su aspecto. Nada en él indicaba la grandeza del hombre, nada afirmaba su semejanza externa con la humanidad, excepto sus ojos, e incluso éstos, en su extraordinaria expresividad, en su repentina y perfecta elocuencia, eran casi estremecedores. Si tenía pensamientos, debían de pasar como huracanes sobre su mente. Si poseía sentimientos, debían despertar en su corazón únicamente para no acomodarse allí, pues cada emoción humana parecía tener un intérprete instantáneo y fugaz en el único rasgo en que la belleza de la humanidad aún se podía descubrir en él. Unas veces, esos ojos impresionantes se oscurecían con tristeza; otras, se iluminaban con alegría; primero, resplandecían con ferocidad; después, se suavizaban con dulzura. Misteriosos, casi terribles, se distinguían dolorosamente del resto de su apariencia; desafiaban la deformidad que en el resto de él había hecho estragos en su forma.
Mientras vigilaba desde su escondite, el llanto del niño desamparado y abandonado llegó a sus oídos. Al principio tembló como si el sonido sólo le produjera terror. Después, escondió la cara entre sus largos y amorfos dedos y por último, como si le animara una idea repentina, desapareció, regresando casi de inmediato con algunas frutas y una concha de agua en la mano.
Se acercó al niño con cierto temor, escondiendo sus rasgos tras el pelo como si fuera un velo, y colocó las escasas provisiones a su lado, arrodillándose y humillándose como si estuviera ante un ser que pudiera aniquilarle con una palabra.
Había algo impresionante y temible en la escena. Los árboles oscuros y majestuosos arqueándose en lo alto, la luz pálida que impregnaba el lugar, los rayos del sol cayendo fantásticamente sobre las dos figuras, la posición y apariencia del hombre, el terror frenético expresado en el semblante del niño, la lúgubre monotonía del distante panorama de los árboles… todo hacía honor a la reputación sobrenatural del sitio, todo se correspondía con las características de su miserable habitante.
Mecido por el peligro y acariciado por el terror, rodeado, como había estado desde el primer amanecer de su infantil percepción, por las gentes más salvajes y feroces del país, fue lo repentino de la llegada del hombre, más que la deformidad de su apariencia, lo que asustó al niño. La separación de su madre y su rapto y posterior abandono por el Sacerdote casi habían agotado su resistencia al miedo, y muy pronto las lágrimas volvieron a recorrer sus mejillas. Mientras miraba una vez más la figura acuclillada del marginado, su expresión paulatinamente fue convirtiéndose más en sorpresa que en consternación.
Entonces, después de un intervalo, el hombre se aventuró (el pelo aún caído sobre su semblante) a tomar la mano del niño, y a acariciarla suavemente. El infante se sobresaltó ante el gesto, y retrocedió como si el contacto con la dura y callosa tez de su protector hiciera daño a su piel delicada, pero no aparecieron nuevas lágrimas en sus mejillas, ni nuevos sollozos salieron de sus labios. Lenta y cuidadosamente, el proscrito incrementó la familiaridad así iniciada (con el niño retrayéndose ante cada nuevo avance, pero sin intentar repelerlo) hasta que cogió en brazos al objeto de sus preocupaciones. Entonces tomó el fruto de pan, lo ablandó en el agua, y alimentó al niño con esmerada consideración, con la atención afectuosa y entusiasta de una mujer. Por último, lo devolvió amablemente a su lugar de descanso original, y empezó a reunir las más llamativas y delicadas flores silvestres que crecían en los alrededores, engarzándolas en burdas guirnaldas y formas fantásticas, y esparciéndolas ante el niño para que las destruyera o las acariciase, según fuera su infantil capricho. Con las prisas y el entusiasmo, el pelo se le había descompuesto, dejando parcialmente visible su cara, pero el niño abandonado siguió con su agradable entretenimiento, sin un gesto de miedo ni una expresión de desconfianza. Pronto, la sonrisa regresó a sus labios, murmuró graves e imperfectos intentos de habla, y pronto incluso dejó las flores y entrelazó los dedos en la larga y enredada barba del marginado, cuando éste se inclinó sobre él, examinando con infantil sorpresa su longitud y apariencia, y ya sin retraerse ni temblar.
Repentinamente, sin embargo, el rostro del hombre cambió. Sus ojos relampaguearon y se dilataron, y todo su cuerpo tembló convulsivamente. Se apartó del niño y se tambaleó hasta un punto cercano, apartado de su vista. Titubeó, regresó un par de pasos, y entonces, como haciendo un último y sobrehumano esfuerzo, desapareció en el bosque.
Primero avanzó con rapidez, indiferente a los obstáculos, y quejándose y murmurando espantosamente para sus adentros. Después, como si estuviera completamente agotado, cayó al suelo, removiendo la tierra con manos y dientes, con espuma asomándole por los labios, los ojos brillando ferozmente y un temblor en los miembros, como si sufriera la más extrema agonía. En una ocasión, medio se levantó de la tierra, mirando patéticamente la soledad que le rodeaba y murmurando con voz rota sencillas palabras cariñosas, o diciendo tristemente un nombre concreto. En otra, miró a su alrededor con una expresión de pavor extremo. Entonces, retrocediendo, elevó ferozmente la mano como para descargar un golpe repentino y decidido. En ese gesto, el acceso de locura volvía a dominarle y atormentarle. Era una demencia temible cuando le poseía, pero no duraba mucho. Pronto quedaba agotado, con una siniestra palidez cubriéndole el rostro, y yacía inmóvil y silencioso sobre el suelo, salvo cuando un repentino escalofrío recorría sus miembros, o cuando un suspiro profundo y ocasional escapaba de sus labios.
Poco después se levantó y, apartando de su rostro y su persona las consecuencias de la repentina visita del sufrimiento, desanduvo lentamente sus pasos, en dirección al niño. Excepto por un casual y transitorio regreso de su más salvaje expresión a los ojos, no había ninguna evidencia exterior del tormento que tan recientemente había soportado, y su actitud hacia su pequeño protegido fue tan paciente, amable y sumisa como antes. Su repentino delirio parecía haber sido previsto y sufrido como un trance familiar, como una desgracia tan frecuentemente vivida que había acabado convirtiéndose en costumbre.
Volvió a dedicarse a la tarea de divertir a su acompañante, y sus esfuerzos fueron recibidos por el niño con la misma alegría que antes. Así vieron pasar las horas ambos, en su solitario receso, hasta que estuvo cerca el crepúsculo, el memorable crepúsculo que señalaba el mayor peligro para la madre y la feliz salvación del hijo, y entonces el hombre, cogiendo en brazos al niño una vez más, desapareció lentamente con él, dejando atrás el valle solitario e internándose en la maleza de la que había emergido cuando partió el infame Sacerdote.
Se abrió camino a través de lo más espeso del bosque (pasando por el claro y el montículo de piedras en donde había sido visto por Ioláni) hasta que llegó a lo más recóndito del bosque, donde el terreno era rocoso y desigual, y aparentemente inaccesible por la cercanía de los árboles y la cantidad de plantas silvestres y maleza que crecía entre ellos. Abriéndose paso a través de estos obstáculos, y al mismo tiempo teniendo el mayor cuidado de que los estorbos del camino no hicieran daño alguno al niño, llegó, después de descender una corta distancia, hasta una fila de rocas basálticas, y entró en una de las más profundas y grandes de las muchas cavidades que se abrían allí.
Desde este lugar, aunque la espesura de los árboles y una elevación del terreno lo ocultaban de la vista, se podía oír, en una noche borrascosa, el oleaje de las aguas del gran lago. El aspecto interior de la cueva era vasto y lúgubre. En una esquina había un montón de musgo seco y hojas marchitas. En otra, los andrajosos restos de un vestido femenino, cuidadosamente disimulados en una grieta en la piedra. El espacio abierto ante la boca de la cueva estaba desgastado formando un pequeño camino, a un lado del cual florecía un macizo de pequeñas pero exquisitamente hermosas flores, que estaba protegido por una fuerte valla hecha con estacas de madera de carpe. Había en aquel lugar un aire de soledad absoluta extremadamente melancólico. Era uno de esos retiros, solitario y ermitaño, donde la menor muestra de presencia humana tiene un interés absorbente para el ojo más descuidado, donde el más humilde logro del arte humano sugiere una historia dolorosamente misteriosa a las imaginaciones más volátiles.
El primer acto del marginado fue avanzar a tientas a través de las tinieblas de la parte interior de la cueva, hasta el lugar donde estaba escondido el pedazo de vestido de la mujer. Aparentemente, con la intención de discernir si durante su ausencia había permanecido perfectamente inadvertido e intacto. Después de palparlo cuidadosamente, regresó hacia la mitad exterior de la cueva y empezó a esparcir su provisión de musgo seco en un pequeño hueco de la roca y, sobre el colchón tan simple y rápidamente preparado, colocó al niño con suavidad, sentándose a su lado para vigilarlo hasta que se quedó dormido.
Pero cuando el fresco aire nocturno empezó a penetrar en el lugar, un escalofrío recorrió el cuerpo del pequeño, y empezó a sollozar. El proscrito se volvió involuntariamente hacia el pedazo de ropa que estaba escondido a sus espaldas. Avanzó hacia él. Entonces, como si careciera del valor necesario para perturbarlo, recogió un poco más de musgo y con él cubrió el cuerpo de su protegido. Pero la agitación del niño pronto hizo inútil este abrigo y, después de dudar otro instante, sacó su extraño tesoro del escondrijo y con él envolvió el cuerpo del pequeño, produciéndole el uso que había dado a su posesión algún temor sobre su seguridad, pues mantuvo la mano sobre ella hasta que el objeto de sus preocupaciones volvió a sumirse en un profundo y tranquilo sueño.
Entonces dejó la cueva y caminó arriba y abajo por su pequeño sendero, deteniéndose al fin, como dominado por un impulso irresistible, junto al lecho de flores. Éstas parecieron despertar en él la facultad de la memoria, pues sus ojos se ablandaron (¡otro día podrían incluso haberse llenado de lágrimas!) al mirarlas, y cuando se inclinó y apartó un par de hojas marchitas que habían caído sobre su cercado, murmuró, mecánicamente, las mismas palabras cariñosas y el mismo nombre que había pronunciado durante su acceso de locura apenas unas horas antes. Pronto, sin embargo, regresó a la cueva, y se sentó una vez más junto al niño dormido. Y así, la noche de la batalla y la masacre pasó pacíficamente para los habitantes del bosque. ¡Así la abandonada e indefensa criatura se salvó, mientras el poderoso tirano que había planeado su destrucción era derribado de la cumbre de su poder, y los guerreros del país eran derrotados y humillados en su esplendor!