LA RETIRADA
Perseguidos y perseguidores iniciaron una marcha nocturna a través del bosque, en dirección opuesta al campamento rebelde. No había por parte del bando derrotado ningún intento de mantener el orden. No tenían nada para guiarlos hacia su refugio, excepto los intermitentes rayos de la luna que ocasionalmente atravesaban los huecos en el espeso follaje sobre sus cabezas, ni nada que les advirtiera del paradero del enemigo, excepto los gruñidos de los desdichados heridos sacrificados a su rencor, según eran alcanzados, o el resplandor de sus antorchas a través de los oscuros árboles cuando se acercaban a ellos en su carrera. Ciertamente, los sanguinarios guerreros de Mahíné pronto disminuyeron tan considerablemente la distancia que les separaba de sus víctimas, que resultó evidente que la única posibilidad para los ilesos y los levemente heridos era abandonar cualquier escrúpulo hacia los que estaban más desvalidos en su retirada. Ahora dependían exclusivamente del cacique principal de las huestes de Ioláni, que, aun herido y descorazonado, llevaba las riendas del mando. De este hombre emanaron las primeras instrucciones de abandonar a los heridos, y con lágrimas rodando por sus mejillas, el viejo guerrero dio ejemplo al resto abandonando a su hijo moribundo en manos del enemigo.
Pero, entre aquellas bondadosas aunque pecadoras gentes, muchos rehusaron imitar el estoico ejemplo de su jefe, y en medio del odio imperante surgieron muestras de afecto en aquella noche fatal.
Había un hombre, mortalmente herido, cuya esposa y hermano le habían llevado a rastras a pesar de todos los obstáculos. Sin darse cuenta, cada vez se habían ido quedando más atrás. Su tribu les había exigido que abandonasen su carga si querían salvarse. Durante un momento, vacilaron; al siguiente, se detuvieron en el bosque y se prepararon para el martirio que se avecinaba. La mujer y el joven se miraron el uno al otro, durante unos minutos, en un silencio expresivo y entonces la mujer sujetó la cabeza de su marido, tan tranquilamente como cuando solía darle consuelo en tiempos de paz, y el hermano levantó su arma y se plantó ante ellos: y allí aguardaron su destino. Las luces brillaron con mayor intensidad a través de los árboles. Los gritos de triunfo y los gruñidos de sufrimiento se hicieron cada vez más altos. Las ramas chasquearon, partiéndose. Hubo un entrechocar de armas, un chillido desgarrador, y al momento las luces volvieron a empalidecer, los gritos volvieron a apagarse, y todo lo que ahora se movía, en aquel desolado lugar, era un mechón de cabello de la mujer que el viento agitaba sobre su cara, y una hoja marchita que cayó sin ser notada sobre los rígidos rasgos del noble y devoto trío.
También hubo un anciano que había sido abandonado por el resto para que pereciese, y con quien un niño solitario había permanecido, resistiéndose a sus súplicas y decidido a quedarse con él hasta el final. Cuando el enemigo se aproximó, el guerrero condenado se acurrucó detrás de un árbol, cubriendo con su cuerpo el de su acompañante de manera que, con suerte, el pequeño pudiera escapar. Llegaron. Le descubrieron con sus antorchas. Le arrancaron al niño, lo atravesaron con sus lanzas y dejaron atrás al anciano, para que llorase sobre su cadáver. Escarbó un puñado de hojas y tierra del suelo, y al esforzarse por ocultar el cuerpo en la insuficiente cavidad que había hecho, y al limpiar de la cara del muchacho las gotas de sangre que chorreaban desde su propio pecho, él mismo se reunió con los muertos que llenaban el bosque aquella noche.
Ahora nos volvemos desde los silenciosos y los fríos hacia los que aún sufren y corren, pues las horas han pasado y el reducido grupo de los que escapan está alcanzando el lugar de su refugio.
El terreno que en ese momento ocupaban los fugitivos era montañoso, y carecía de caminos o señales de ninguna clase que pudieran guiar los pasos de un extraño. La luna había desaparecido, y ayudados por la oscuridad y un conocimiento superior del lugar, habían conseguido poco a poco incrementar la distancia entre el enemigo y ellos. A esas alturas, la litera ya había sido desechada y, apoyándose en su hermano y en los más robustos de sus ayudantes, el Sacerdote se abría camino a pie penosamente, detrás del grueso de los derrotados. Aún quedaban algunas mujeres y niños entre ellos, pero ya prácticamente exhaustos y casi suplicando que los dejaran atrás para morir en paz. El cacique guerrero había intentado comunicarse con Ioláni una o dos veces, pero tan vagas y torpes habían sido sus respuestas, que las facultades del Sacerdote parecían arruinadas para siempre. Su hermano había querido sacarle de ese extraño estado de ánimo, y las mujeres le habían consolado y se habían lamentado a su lado. Pero su gesto no había cambiado, pues tampoco había cambiado nada en su interior. La excitación del momento del sacrificio, la sorpresa de la emboscada, la confusión de la batalla, el sufrimiento de la retirada, todo ello había dejado intacta la fuerza del recuerdo del bosque. La cruz que ahora pesaba sobre su ánimo era tan amarga y tan misteriosa como en el primer momento, cuando empezó a afligirle en presencia del niño.
Aunque avanzando cada vez más despacio, los derrotados seguían ascendiendo por la montaña. Los jóvenes, a partir de ese momento, vigilaban desde los claros el avance de los vencedores, que con impávida paciencia y perseverancia seguían las huellas de los fugitivos desde el valle. Por fin, llegaron a un profundo y escarpado barranco, sobre el cual se había tendido un burdo puente de troncos. En cuanto todos hubieron utilizado este paso, fue destruido, y al otro lado, los despojos del bando del Rey se detuvieron.
En este punto, casi al borde del barranco, se erigía una especie de plataforma de gran resistencia, construida casi enteramente con madera. Pasando bajo ella, los fugitivos llegaron a un espacio cerrado de extensión considerable, tres de cuyos lados estaban protegidos por un muro de piedra de doce pies de altura, y el cuarto, por la citada plataforma. El terreno se inclinaba suavemente en el extremo más alejado del barranco y, a escasa distancia de la fortaleza, era muy boscoso. Esa entrada al recinto era considerada la más peligrosa de todas, y el muro, allí, era de gran anchura y fuerza, con su parte alta enlosada como una terraza para comodidad de los guardias, cuya torre de vigía en tiempos de conflictos era esa eminencia. El interior de este refugio estaba ocupado por un par de burdas chozas, una arboleda de plátanos y árboles de fruto de pan y un riachuelo. En lo alto de la plataforma había varias masas de piedras, montones de rocas y otros proyectiles para ser usados si el enemigo intentaba capturar el sitio escalando por las paredes del barranco que tenía inmediatamente debajo. Este refugio no pertenecía a ningún bando en concreto, sino que era propiedad, en aquel momento, de quien quiera que lo alcanzase antes. Tomarlo por la fuerza era algo que se consideraba imposible. Sus ocupantes estaban bien provistos contra el hambre. Lo único que debían temer era la posibilidad (terrible en un momento como el presente) de la sorpresa.
En el momento en que entraron, todos los fugitivos empezaron a prepararse para el esperado ataque. Los más fuertes se dirigieron a los bosques de alrededor para conseguir provisiones extra, y otros comenzaron a bloquear con grandes piedras la entrada bajo la plataforma. De los más débiles, algunos dispusieron las armas, y otros atendieron a los heridos. Así, en un periodo de tiempo inconcebiblemente corto, el refugio se puso en estado defensivo y, terminadas sus tareas más urgentes, los hombres del Rey aguardaron, en casi completo silencio, la llegada del enemigo.
En la habitación principal estaban reunidos el Rey, las mujeres, los niños y los gravemente heridos, y en las murallas estaban los guardias. Todos estaban juntos, excepto el cacique y el Sacerdote, y de estos dos, uno estaba en lo alto de la plataforma, y el otro se acurrucaba cobijándose bajo uno de los muros de piedra.
El día ya despuntaba, y los que lo habían recibido con regocijo la mañana anterior, hoy lo contemplaban silenciosos y apesadumbrados.
El Rey, que apenas unas horas antes se había movido entre miles, ahora veía a su alrededor apenas a unos centenares. De la riqueza de sus posesiones, apenas quedaba un puñado de armas. De sus numerosos consejeros, apenas restaba un hombre incapacitado y descorazonado. Era el primero de su estirpe cuyo reino había sido mancillado tan completamente por la derrota. Ya no tenía guía ni consuelo en el Sacerdote. Su Reina había sido asesinada en el umbral de su morada. Sus dioses le habían abandonado, y había perdido lo mejor de su ejército. Ya había sufrido el deshonor de la huida, de manera que ahora sólo le quedaban dos pruebas más: el cautiverio y la muerte.
Mientras meditaba, con amargura en el corazón, sobre sus adversidades, el desventurado gobernante se volvió una vez más hacia el silencioso y solitario Sacerdote. Pero Ioláni no tenía nada que decirle. La caída de una estirpe y la masacre de un ejército eran cuestiones demasiado nobles y generosas para un espíritu como el suyo. Podía pensar en la huida de la víctima, y en la supervivencia de Aimáta, pues en ello encontraba razón para blasfemar de sus dioses. Podía meditar sobre su abandono del niño, pues en ese acto encontraba todavía alimento para su aborrecimiento de la madre. Podía recordar, una a una, las iniquidades de su existencia pasada, pues en esa ocupación, por terrible que fuera, estaba su única posibilidad de desentrañar el misterio de su recuerdo del bosque, destruyendo así su eterna conexión con sus pensamientos y evitando su fatal y continua influencia sobre sus actos. Pero compartir los pensamientos con sus congéneres, planear con otros, para el beneficio de otros, le resultaba, en un momento como éste, imposible. ¿Qué le importaban ahora los deberes de su posición o la celebridad de su nombre? Devolvedle su venganza, liberadle de la tortura de un recuerdo y un sentimiento, y para siempre perdería Rey y patria, honor y libertad, sin derramar una lágrima o formular una queja.
Mientras el sol se elevaba sobre la plataforma, los fugitivos aguardaban en silencio las primeras señales de la llegada del enemigo, y el Rey, incapaz de seguir soportando la angustia de la espera, subió al puesto que el viejo cacique defendía en solitario.
La cara del guerrero miraba al sol. Se apoyaba pesadamente en su cachiporra, e inspiraba el aire a bocanadas, a pesar de que se había levantado la brisa de la montaña. Una palidez mortal y la severa rigidez de sus rasgos le distorsionaban el semblante. De pronto, sin embargo, el sombrío y mortecino brillo de sus ojos se iluminó con una mirada feroz y salvaje; todo su cuerpo tembló violentamente, hizo un esfuerzo por hablar, se tambaleó hacia su señor y, señalando hacia los bosques de más abajo, cayó a sus pies. ¡Las primeras líneas del enemigo se aproximaban al barranco!
El Rey gimió desesperado y, levantando al anciano en brazos, le habló con voz amable y apesadumbrada. El guerrero moribundo volvió los ojos hacia su monarca e intentó besarle la mano. El Rey le arrancó la armadura del pecho y le levantó, pero la rígida expresión de su cara ya no volvió a cambiar. ¡Ay, la última batalla del cacique por la seguridad del soberano y por el futuro de la guarnición, ya había sido librada en las llanuras de más abajo!