LA BATALLA
Será necesario que nos detengamos aquí un instante para describir al lector de forma concreta lo que hasta ahora sólo ha sido mencionado de forma general: la llanura ante el templo. Pues en este lugar se concentra uno de los principales puntos de interés del relato.
Al contrario que la mayoría de las construcciones sagradas de la isla, el templo de Oro se erigía sobre un emplazamiento parcialmente cubierto por los árboles, que hacían de guardianes de las capillas adyacentes. En dos de los lados, el bello y suave terreno se alargaba durante una milla o más, antes de que su superficie fuera interrumpida, bien por el bosque, bien por las viviendas del hombre. En el tercero, sin embargo (el que estaba en dirección a la frontera enemiga), el piso era rocoso y desigual, y salpicado de árboles hasta llegar casi a los muros del templo. En este punto se levantaba el altar sobre el cual se había decidido ofrecer la víctima al dios en el caso que nos ocupa. Aquí, por el carácter sagrado del lugar, no se había edificado ninguna choza, y las solitarias y umbrosas avenidas serpenteaban sin que las profanara la labor del campesino en el enorme bosque que se extendía más allá. Por este lado era por el que se encontraba el camino más corto, y también más difícil para llegar a la región hostil. En muchas partes esperaban al viajero innumerables valles y cuevas sin ningún sendero que le guiase. Por lo tanto, debido a la multitud de escondrijos que ofrecía, fortificar las inmediaciones del templo con alguna posibilidad de éxito era imposible para los rudos guerreros del país. Su principal seguro contra un ataque desde ese flanco residía, sólo, en la casi total inaccesibilidad, al menos siguiendo algo que semejara un orden marcial, del laberinto natural que lo rodeaba. En esta ocasión, Ioláni y los jefes guerreros sencillamente habían decidido situar vigías en las diferentes salidas del bosque, más como una medida de seguridad elemental que como una verdadera necesidad. Su intención, más que atacar, era defender. Se creían en un estado de preparación bélica superior al de su enemigo, y decidieron aprovechar la inmensa ventaja que, en una campaña como la suya, les proporcionaba trasladar el escenario de la batalla desde su propia región hasta la del bando hostil.
La disposición de los reunidos, en el momento anterior al sacrificio, era extremadamente impresionante. Un poco apartados del resto, y próximos al bosque, estaban Ioláni y la víctima; ésta, atada al altar, y aguardando la muerte sin la menor señal de emoción o miedo. Al lado de los dos actores principales estaban los sacerdotes inferiores, los guerreros distinguidos, y algunos guardias que sujetaban a la aparentemente inerte Aimáta, quien, por orden de Ioláni, había sido incluida en la comitiva. Más allá de éstos, estaba el grueso de los soldados, extendidos a lo largo de varios cientos de metros, en una masa densa y oscura; y aún más allá, los ancianos inútiles, las mujeres y los niños. Ningún sonido quebraba el profundo silencio de la atmósfera, excepto el hueco rugido del océano en la distancia, sobre los arrecifes de coral, cuando el Sacerdote, cuyos rasgos estaban horriblemente distorsionados, levantó su arma para golpear. De improviso, sin embargo, para asombro de la multitud, la dejó caer al suelo, y volviéndose hacia los desfiladeros que tenía a sus espaldas, escuchó atentamente.
Había oído, o le había parecido oír, un débil grito procedente del puesto de los vigías. La más ligera señal de alarma le preocupaba. Miró fijamente la profunda penumbra que tenía delante, pero no distinguió nada. Escuchó con la mayor atención y cuidado, pero no llegó a sus oídos ningún otro sonido desde el temido flanco. No era momento de vacilaciones; la tarea había sido emprendida por él mismo, y sólo él debía concluirla; y una vez más se volvió hacia la víctima.
La cachiporra estaba firmemente sujeta, su cuerpo estaba echado hacia atrás para añadir fuerza letal al golpe, su otra mano ceñía el cabello de la mujer, el arma volvía a levantarse; y entonces, una flecha procedente del bosque a sus espaldas le alcanzó en el hombro derecho, y otra, inmediatamente después, se alojó en su muslo. Cayó al suelo, y al momento la batalla había comenzado sobre el cuerpo postrado del Sacerdote.
¡Los hombres sanguinarios llegaron en avalancha! ¡Los soldados de la revuelta con sus caciques rebeldes peleando a la cabeza! A la primera arremetida, los guerreros de Ioláni retrocedieron hacia el grueso de sus fuerzas arrastrando consigo a su herido profeta. Y fue allí, sobre el suave terreno y bajo la sagrada luna, donde se libró por fin la terrible y mortífera lucha.
Mientras, los hombres que habían incapacitado al Sacerdote (después de haberle sorprendido y asesinado a sus vigías), se habían hecho con la muchacha, Aimáta, y liberado del altar a la supuesta víctima del dios de la guerra. En esta osada maniobra les dirigió Mahíné. Los guerreros no perdieron ni un instante. Un par de besos apasionados para la muchacha aún desfallecida, una mirada a las mujeres, mientras eran llevadas hacia los bosques, y el héroe rebelde ya estaba gritando la canción de guerra de su tribu en mitad de la refriega.
Ninguno de los dos bandos esperaba ni concedía cuartel. El pillaje y la venganza animaban a un ejército, la desesperación y la determinación, al otro. Cada vez más salvajes crecieron los aullidos de las mujeres y niños atacados, cada vez más altas en la noche silenciosa sonaron las furiosas maldiciones de los Profetas de la Guerra, y cada vez más estridente se elevó el entrechocar de armas en mitad del espantoso conflicto. Aquí no se podía confiar en la fortuna. Era una lucha cuerpo a cuerpo, un enfrentamiento multitudinario, una guerra de exterminación. ¡Escuchad! ¡El grito victorioso de las huestes de Mahíné! Han matado y capturado al primer hombre. Llevan su retorcido cuerpo clavado en las lanzas. Corren hacia el templo, y lo arrojan ante el dios de la guerra, al cual bañan en sangre. Queman al hombre hasta reducirlo a cenizas. Es el primer fruto de la batalla, y los rebeldes lo ofrecen al árbitro de la contienda. «¡Victoria para Mahíné! ¡Un presagio para Mahíné!», gritan los Profetas de la Guerra, mientras manchan sus cuerpos con la sangre de la ofrenda, y agitan sus banderas, apresurándose hacia donde la matanza es más intensa y la pelea más espantosa.
¡Escuchad! ¡Escuchad! ¡Sus voces se elevan sobre la confusión del campo!
—¡Mahíné! ¡Mahíné! ¡Te diriges a la gloria! ¡Tus guerreros vencerán! ¡El Rey del país se inclinará ante ti! ¡Golpea y no te compadezcas! ¡Aunque sollocen, no tengas piedad! ¡Aunque se arrastren y supliquen, no perdones! ¡Como el granizo a las flores, destruye la muchedumbre de tus enemigos! ¡Como las rocas del océano serás cuando te ataquen! ¡Como el remolino en aguas tranquilas, cuando caes sobre ellos, haces que den vueltas! ¡Amontonarás sus muertos hasta que lleguen a las copas de los árboles! ¡Asesinarás a sus huidos hasta que los ríos se vuelvan rojos! ¡El espíritu de la batalla pelea contigo! ¡Te diriges a la gloria! ¡Mahíné! ¡Mahíné!…
Y, en el otro bando, los Profetas no guardaban silencio.
—¡Levantaos, levantaos guerreros del país! ¡Recordad a vuestros padres, cómo pelearon, a vuestros antepasados, cómo triunfaron! ¡No desesperéis de la victoria! ¡Ioláni aún vive para comulgar con el dios! ¡Por su causa peleáis, y no os abandonará! ¡Recordad vuestras mujeres y vuestras posesiones! ¡Vuestro Profeta y vuestro Rey! ¡Y no dejéis vivo a ningún rebelde! ¡Para Oro sólo son perros! ¡No perdonéis! ¡No perdonéis! ¡Aunque la mañana llegue durante la batalla, no os canséis de la matanza y la contienda!
Y ahora, nubes oscuras empezaban a flotar sobre el rostro de la luna, y las antorchas se encendían, y cada bando las levantaba para que iluminaran su mortífero trabajo. Para entonces, la batalla ya duraba más de una hora. El suave y delicado terreno estaba manchado de sangre. La belleza de los jardines florales había sido destruida por los asesinos y por los asesinados. Las voces empezaban a fallar, y el estruendo de las armas a incrementarse, ¡y sin embargo, la batalla aún no estaba decidida! Pues, cuantos menos combatientes quedaban, más terrible era la contienda.
Ambos ejércitos habían derivado paulatinamente hacia la orilla del mar. Ya se podía ver a guerreros de ambos bandos peleando en el agua para hacerse con la flota del Rey, por si la refriega terminase en el océano. Pero en ese instante, el Sacerdote Ioláni, sujetado y rodeado por una fuerte guardia, apareció en el campo. El bando del Rey se recompuso al verle, e hizo retroceder a los rebeldes, hasta que el enfrentamiento volvió a rugir una vez más junto a los muros del templo.
En ese momento, como para abreviar la masacre, la luna volvió a salir, y entonces fue evidente para los contrincantes de ambos bandos que tenía que llegar el exterminio o el final de la batalla.
La feroz lucha todavía rugía desenfrenada donde, pisoteando cadáveres, los guerreros aún hacían su trabajo de matanza. Exhaustas al fin, dos líneas hostiles se miraban fijamente en absoluto silencio, detenidas tan sólo el tiempo de tomarse un respiro para reiniciar el combate con la temible y diabólica ferocidad que había caracterizado su inicio. En un lado, agazapándose en la distancia, el lanzador de honda aún afinaba su mortífera puntería bajo la luz de la luna. Al otro, los heridos, levantados por los ilesos, volvían tambaleándose a la pelea para descargar la furia de su sufrimiento en un último ataque. Mientras, en los alrededores de un ejército se podía ver al anciano, llorando en su desolada morada por la pérdida de sus parientes; a la mujer, sacando a rastras del campo al guerrero muerto; al viejo y al desvalido, con manos temblorosas, cavando la tumba que impediría que el cuerpo de un jefe fuera mutilado y deshonrado; al niño solitario, gritando aterrorizado junto al cadáver de su padre; y al perro salvaje hambriento, esperando entre los árboles la partida de los vivos para darse un festín con los muertos. En la otra parte de la llanura, había guerreros moribundos, dando con su último aliento ánimos para sus compañeros; macabros y fríos cadáveres extendidos bajo la luz de la luna; y heridos trastabillándose en su intento de vengar a los muertos y expirando antes de alcanzar el campo. ¡Mientras aún sonaban, elevándose incluso sobre el clamor del conflicto, la canción de batalla de Mahíné y los desvarios de los Profetas de la Guerra!
Un tercio de los rebeldes y la mitad del bando del Rey yacían ya muertos y heridos. ¡Resultó evidente, por fin, que la victoria favorecía a Mahíné y los suyos! Lentamente, paso a paso, golpe a golpe, muerte a muerte, hicieron retroceder a sus adversarios hasta las aldeas donde estaban encerrados las imágenes de sus dioses, su gran Sacerdote, sus mujeres, sus niños y sus posesiones. Los derrotados habían decidido, hombre a hombre, morir en esa posición; el enemigo se había preparado para conquistarlo por encima de sus cadáveres, cuando Ioláni y el Rey dieron la orden de que los restos de sus fuerzas abandonaran la lucha y se dirigieran a las espesuras de las montañas, a cubierto de la noche.
Atormentado por el dolor de su cuerpo y la agonía de sus pensamientos, el Sacerdote había perdido sus facultades desde el inicio de la batalla, y ahora era tan incapaz de actuar como el mismo Rey. La urgencia del momento le obligó a dar la orden de retirada; y ése fue su último acto de decisión, su última demostración de capacidad. Fue transportado por las mujeres en una camilla, su desamparado hermano lamentándose a su lado con los viejos y los niños. La última ofensiva la llevaron a cabo unos pocos fíeles y desesperados, y cubiertos por ella, los restos de los vencidos se dieron a la fuga para ser perseguidos hasta la muerte, a partir de ese momento, por los implacables vencedores. ¡Apenas unos momentos después, allí donde la luna había salido sobre los vivos y los orgullosos, ahora se ponía sobre los silenciosos y los muertos!