PADRE E HIJO
¡Date prisa, Ioláni! Ahora la mujer y la muchacha están en tu poder. ¡Liquida al niño, y tu venganza será completa, y tu orgullo habrá quedado satisfecho!
¡Estaba solo! La vacilación que le había asaltado al inicio de la mañana, una vez que el día había avanzado y la víctima estaba asegurada, parecía haberle abandonado para siempre. Como de costumbre, todo parecía ayudarle en su criminal misión. Estaba demasiado lejos de su tropa para oír los gritos de los guerreros, o los chillidos de las angustiadas mujeres; y no había nada cerca de él que pudiera interrumpir la espantosa quietud de la atmósfera del bosque. Pero esto, que en principio le beneficiaba, pronto se convirtió en un amargo mal para él. Si no se agitaba ni una hoja en los árboles, ni una flor en el suelo, si el niño condenado yacía silencioso e inmóvil en sus brazos, si la absoluta ausencia de sonido reinaba en todas partes, él habría dado un mundo por un soplo de aire, habría cambiado la mitad de su venganza por la caída de una rama marchita, por cualquier cosa que interrumpiera la quietud ominosa y misteriosa. Pero en el antiguo y solitario lugar sólo él se movía.
Paulatinamente, un extraño encantamiento pareció dominarle en aquel silencio. Le influyó lentamente, sin que supiera cómo. Se detuvo inconscientemente en su camino. Tomó aliento más suave y cautelosamente de lo que era su costumbre. El peso del niño ya le cansaba los brazos; pero no se atrevía a cambiar de posición, por miedo a que el acto pudiera ocasionar un ruido. Era sobrecogedor. Había empezado deseando lo mismo que en este momento tanto temía: un sonido.
Miró el fardo viviente con el que cargaba. Los ojos vigilantes y dilatados del infante miraban con una expresión mecánica e inmutable de temor. Era la réplica exacta de la mirada que le había dirigido la madre cuando le sugirió que lo destruyeran. Cuanto más contemplaba el semblante del niño, más extraño y terrible era el parecido. Le parecía oír incluso la voz de la madre llamándole a través del silencio desolado: ¡Ioláni! ¡Ioláni!
El corazón latía desbocadamente en su pecho, y se encogió. Un escalofrío recorrió su piel. El húmedo rocío de la angustia brotó en su frente. Cerró los ojos. Llamó a sus dioses ¡Él, el tramposo que no creía! ¡Él, el hipócrita, el libertino, el villano! Incluso él buscaba refugio en el culto que profanaba. Como el cristiano, como el pagano, también él reconocía su religión sólo para mitigar su pecado. Se arrodilló, imploró. ¡Sólo deseaba que aquel sobrecogedor horror cesara un instante, nada más que un instante!
¿Un instante, Sacerdote? ¡Ese glorioso, importante, inmortal instante de fortaleza del bueno, para las desgracias del malo, es el tesoro que buscan en el infierno, el único beneficio que tu amo Satanás no puede conceder!
¿Cómo debería actuar? ¿Qué refugio le quedaba ahora? Nunca había odiado al niño tanto como en aquel momento en el que le temía más que a nada. Nunca deseó tan ardientemente la muerte de la madre como entonces, cuando el sacrificio le aguardaba y sin embargo era incapaz de moverse. La víctima ya estaba custodiada en el templo; el momento de la ceremonia se aproximaba cada vez más; los guerreros impacientes esperaban su llegada; el enemigo se preparaba para la pelea, Venganza, Deber y Éxito le susurraban con duros acentos en su interior: ¿Ioláni, te demoras? ¿Debería retrasarse, debería seguir perdiendo tiempo absurdamente?
También estaba el niño, el fruto maldito de un amor maldito, todavía mirándole a la cara, todavía observando su locura, todavía viviendo, a su pesar. Una decisión momentánea, un regreso momentáneo a su antiguo yo, y se libraría de él para siempre. Unos metros más adelante tenía uno de los vallecitos naturales del bosque. Parecía el sitio ideal para llevar a cabo el acto. Sus miembros se convulsionaron, y se acercó tambaleándose; pero llegó al borde del terraplén y por fin miró hacia abajo.
Era un lugar desolado y pestilente, cuyos lados, escarpados y ásperos, estaban formados en algunos sitios por masas de roca descolorida; en otros, por parches de terreno blando y montones podridos de hojas. Alrededor de su fondo, había una oscura ciénaga llena de malas hierbas, en cuya parte más profunda la lluvia de la noche anterior había formado una charca de agua estancada sobre la que descansaban perezosamente algunas hojas marchitas, empapándose del hediondo vapor que flotaba a su alrededor. Aquí no llegaban ni la luz del sol ni su calor; pues, de todas las zonas del bosque, ésta era la de árboles más espesos y la menos explorada por el hombre. Era conocida entre los nativos con el nombre de «El Valle del Hombre Salvaje», por haber visto años antes unos viajeros que casualmente pasaban por allí a uno de aquellos proscritos de la humanidad, merodeando por la melancólica zona.
El Sacerdote se aproximó más al borde y, apartando su cara de los ojos del niño, intentó reunir fuerzas para su sangriento propósito. El horror de aquel lugar no le afectaba en lo más mínimo. Su terror era demasiado real y demasiado intenso como para que algo tan fantástico y tan indefinido como la superstición pudiera acompañarlo por un solo instante. En este momento, no sentía compasión ni remordimiento, pero era incapaz de arrojar al niño. No sabía qué era lo que se lo impedía. No podía comprender cuál era el verdadero horror que le afectaba, pero allí permaneció inmóvil, mirando la charca de agua como si fuera un sueño.
Pronto, como mediante un vínculo misterioso, el valle comenzó a relacionarse en su mente con la escena nocturna que había contemplado en el bosque. Las aguas sombrías que contemplaba parecían reflejar aquel lugar vacío entre los árboles y su proscrito y temible habitante. La escena se repetía en su imaginación, cada vez más espantosa. Sus ojos se oscurecieron y, de nuevo en su imaginación, el trueno volvió a aullar, el relámpago estalló y la lluvia feroz y densa cayó a su alrededor. Era insoportable; se tambaleó saliendo de las sombras hacia algunos rayos de luz que resplandecían a través de una lejana abertura entre los árboles; y entonces, la impresión de la tormenta se desvaneció de su mente; pero el vívido recuerdo del marginado permaneció.
Parecía como si los mil miedos imaginarios, los muchos asaltos de la indecisión que había evitado durante la ejecución de antiguos crímenes, se hubieran despertado ante su nueva iniquidad para acumular sobre él, en una hora escasa, los tormentos de tantos años; y para después concretarse, tras haber devastado su corazón, en una sola imagen, en el simple recuerdo de una visión terrible e indeseada. Pero incluso en esto había un misterio que la inteligencia mortal no podía resolver. Era un recuerdo distinto de todos los demás recuerdos. Capturaba la atención y fascinaba y fatigaba al mismo tiempo. Se convirtió en un tormento familiar y lento a la vez, una miseria cuya tozuda vitalidad nada podría dañar o destruir.
En este recuerdo había, para él, una condena por los crímenes pasados y un castigo por los futuros; pues estaba destinado a acompañarle en sus pensamientos hasta la hora de su muerte. Destruiría las escasas emociones amables que hubiera poseído. Embotaría su miserable disfrute de los éxitos de su perversidad, pero dejando intacta su ansia de ellos. No interrumpiría su servicio a la iniquidad, pero le arrebataría para siempre sus recompensas. No como el tormento que sólo aflige para reformar, sino como la voz de un crimen pasado, reclamándole incesantemente justicia y expiación en una lengua desconocida.
Ni su propósito ni su naturaleza eran conocidos para el Sacerdote, pero se esforzó instintivamente para sacudírsela, pues sentía que en aquellos instantes dominaba sus actos, aunque no luchaba contra sus pensamientos. Pasaban los momentos inexorables, y el niño aún respiraba, la mujer aún forcejeaba para intentar salvarle, la muchacha aún vivía sin ser mancillada por sus brazos. Era imposible seguir indeciso más tiempo. No había forma de combatir el extraño encantamiento que le había dominado. No había forma de desafiar la protección sobrenatural que parecía amparar al niño. Debía sacrificar en parte su venganza, si no quería perderla por completo. Debía abandonar sus intenciones hacia el niño, si quería cumplir sus propósitos con la progenitora y su amiga.
Habiendo decidido esto, el miserable, con el cuerpo entero temblando como si sufriera una agonía mortal, y los ojos desviados con espanto de su propio vástago, consintió que el niño trepara desde sus brazos hacia un montón de turba que tenía a su lado. Durante un instante, lo miró malignamente y le dedicó las más abominables maldiciones, condenándole al hambre y la muerte. Entonces, se marchó sigilosamente, volviéndose numerosas veces para mirarle y para acumular nuevas maldiciones sobre su cabeza. Cuando los sollozos del niño empezaron a llegar a sus oídos, apretó el paso, y sus ojos (ahora tristes e inexpresivos), vagaron distraídamente sobre el paisaje. Por fin, alcanzó el camino que llevaba a la ciudad, y entonces avanzó más rápidamente, pues la luz del sol ya había comenzado a desaparecer de los claros del bosque que le rodeaban.