LA PERSECUCIÓN
Si alguna vez forzó Ioláni sus energías hasta el límite, fue en esta ocasión. Ésta era su última oportunidad para vengarse de Idía y para conservar su prestigio como oráculo del Dios de la Guerra. Todo lo había apostado al éxito de su persecución, y estaba decidido a presentar una terrible batalla antes de perder. Ahora todas las responsabilidades recaían sobre él. En esta importante crisis de los asuntos de estado no podía contar con el escaso margen de poder propio del Rey. Los grandes caciques ni le aconsejarían ni le ayudarían en nada, y el favor de Oro aún no había sido obtenido. Carecería de ayuda o de compañía en sus esfuerzos hasta que consiguiese el sacrificio. Si triunfara en esta empresa, su gloria alcanzaría el cenit; si fracasara, su caída sería irrevocable y completa.
Ahora no había tiempo para demoras. Atravesaron las pequeñas aldeas de los valles siguiendo los senderos de las colinas cubiertas por el bosque, y ascendieron por los barrancos en las vertientes de las montañas, hasta que dejaron atrás las regiones habitadas y llegaron, a la caída de la noche, a la espesura de Vahíria.
La distancia entre el templo y el lago, cuando se cruzaba sin interrupciones, era de apenas dos o tres horas de viaje. Sin embargo, al Sacerdote y sus seguidores les llevó un periodo considerablemente más largo, pues tenían la necesidad de separarse para examinar cada posible escondrijo que hubiera por el camino. De ahí la singular tardanza de su llegada al gran escenario de sus esfuerzos que, según indicaba su astuto líder, era la orilla del lago donde se había erigido el Templo del dios de las aguas. A medida que avanzaban, habían abrigado la esperanza de que la luz de la luna les ayudara en su persecución; pues entonces se encontraban en lo más intrincado del bosque y el dosel de hojas que se extendía sobre sus cabezas ocultaba casi completamente el firmamento y su amenazador aspecto.
Pero ahora habían llegado al extremo de una de las masas boscosas, y al plantarse sobre el terreno árido y rocoso obtuvieron una vista ininterrumpida del lago y el cielo.
El sol acababa de ponerse, y se había levantado un viento frío y otoñal. Las oscuras aguas del lago ya estaban más agitadas de lo habitual, y la oscuridad crecía rápidamente desde los precipicios montañosos. Nubes sombrías del color del plomo surcaban la luminosidad que había dejado el desaparecido sol, y había un silencio ominoso y terrible en la atmósfera al que el distante lamento del viento reforzaba, en lugar de interrumpirlo. El Sacerdote frunció el ceño mirando hacia el cielo, y sus seguidores susurraron aprensivamente entre ellos al ver su expresión taciturna. Eran hombres duros y experimentados; no era la tormenta lo que temían, sino el lugar donde estaban condenados a recibirla.
Su parada duró poco, pues, por orden de Ioláni, volvieron a penetrar en el bosque y se dedicaron a seleccionar cañas secas, muy abundantes en este punto concreto, para usarlas como antorchas si les hacían falta por la noche.
—Era mi intención —dijo el Sacerdote— registrar, a la luz de la luna, las cuevas que hay en las rocas de más abajo, pues yo mismo he descubierto muchos escondrijos en ellas; ¡pero contemplad cómo la cólera de Oro ha estallado en el cielo tormentoso y escuchad cómo se oye su aterradora voz entre las montañas!
Mientras hablaba, el sonido grave y lúgubre del trueno se distinguía en la distancia, y se podían oír las pesadas gotas de lluvia cayendo sobre las hojas de los árboles.
—A los que han partido —continuó el Sacerdote— a recorrer la isla a ambos lados de nosotros, a cada paso les será ofrecido cobijo entre sus compatriotas, pues las regiones del este y el oeste están generosamente pobladas; pero nosotros estamos lejos de donde habita el hombre, y nuestros escondrijos en la tormenta estarán en cuevas solitarias. El templo del dios de las aguas no está lejos, pero sus muros son ruinosos y endebles, y la tempestad que se aproxima es abrumadora y pavorosa. En las profundidades de este bosque hay muchas cuevas y huecos donde podremos escondernos hasta que pase la tormenta. Prended, pues, las antorchas rápidamente, ya que la furia del dios está próxima. En las horas de oscuridad, la víctima podrá estar segura, ¡pero juro por la gloria de Oro que su próximo amanecer será el último!
Una vez más, hubo largos y aún más temerosos susurros entre los hombres, y uno de ellos, dirigiéndose al Sacerdote, le indicó por vez primera que un grupo de guerreros ya había partido a inspeccionar las orillas del lago antes de que se anunciara la segunda respuesta del oráculo. Éstos aún podrían estar al alcance de sus voces, de manera que solicitaba permiso para que sus compañeros intentasen el experimento. Cuantos más fueran, más seguros se sentirían. No temían la tormenta, pero temían sobremanera a los hombres salvajes que se decía que acechaban en gran número en los bosques de Vahíria.
—¡Llamadlos si queréis! —gritó el Sacerdote furiosamente—, pero las antorchas, ¡cobardes!, ¡pusilánimes!, ¡las antorchas!
Ahora tenían la tormenta encima, y la escena era espantosa. El terrible sonido de los truenos, inimaginable para los habitantes de las tierras del norte, reverberaba pavorosamente en las lejanas montañas; el relámpago, destellando con un ruido agudo, era temible de escuchar, y en los intervalos de la guerra que se libraba en el firmamento se oía el feroz entrechocar de las ramas en lo alto, y los aullidos de desesperación y terror de los seres humanos que estaban debajo. Los destellos de fluido eléctrico, siguiéndose unos a otros con inconcebible velocidad, revelaban con todo detalle el desastre que estaba asolando la belleza del lugar. Los troncos de los enormes árboles refulgían, lívidos y confusos, en el espectral resplandor que los iluminaba; y las esbeltas enredaderas se contoneaban bajo la furia de los rayos adoptando las formas más espantosas y fantásticas. La densa oscuridad parecía llena de voces coléricas y pobladas de formas fantasmales. Primero, el viento cantaba fúnebremente en la distancia una sinfonía intermitente y melancólica. Después, atacaba en ráfagas furiosas los árboles que tenía a mano. La destrucción cabalgaba triunfante sobre la tormenta. El rostro de la naturaleza parecía alterado y deformado. La majestuosa tranquilidad del bosque desapareció y, sobre la belleza caída de la tierra, pareció levantarse, durante las horas nocturnas, el tumulto y la confusión de un infierno.
La posición de los perseguidores era ahora extremadamente crítica. Desandar sus pasos era imposible. Inadvertidamente, habían penetrado cada vez más en el bosque. Sus antorchas habían sido apagadas por la lluvia; y, aunque él no lo confesaba, a los guerreros les resultaba evidente que su líder sabía tan poco de los casi interminables laberintos naturales que les rodeaban como ellos mismos. Si a estos motivos de inquietud se añadía su creencia de que la tempestad era una manifestación directa de la furia de Oro por su retraso en la entrega de su víctima, se comprende hasta qué punto les dominaba el temor en aquella funesta noche.
¡Corrieron hacia adelante! Era imposible mantenerse inmóvil con semejante peligro encima de ellos. ¡Adelante! ¡Adelante! Pasando los macizos desgarrados de maleza, bajando a las cavidades pantanosas, rodeando los troncos destrozados y chorreantes, asombrándose con cada paso que daban. La tormenta estaba en su punto álgido, el trueno rugía más fuerte que nunca, las ramas se entrechocaban y la lluvia les golpeaba cada vez más intensamente, cuando una exclamación proferida por uno de los hombres, que se había alejado de sus compañeros, hizo detenerse abruptamente a todo el grupo.
—¡El hombre salvaje! ¡El hombre salvaje! —murmuró, tambaleándose hacia el Sacerdote y cayendo inconsciente a sus pies.
A pesar de ser un villano, Ioláni era un hombre intrépido. Mientras sus seguidores se acurrucaban en el suelo, paralizados por el miedo, él se abrió camino en la temida dirección. Si alguna vez fue un abyecto cobarde, en aquel momento debió de sobreponerse al temor, pues en aquella acción se escondía la clave que determinaría su destino.
No tenía nada con qué guiarse, excepto el resplandor de los relámpagos; pero, como si le condujera la locura, se detuvo en el sitio preciso, justo cuando la oscuridad volvió a dominar la escena, y esperó al siguiente fogonazo.
Con el primero, contempló un espacio abierto entre los árboles y en él un montículo de piedras. Con el segundo, un hombre solitario, observando intensamente el borrón del cielo furioso sobre su cabeza. Con el tercero, su posición y sus rasgos. Y entonces, el trueno rugió aún más alto, y la impenetrable oscuridad volvió a caer sobre la tierra.
Desanduvo sus pasos. Ya no era un ser superior al resto de sus compañeros. Estaba tan silencioso e impresionado, tan precipitado en su huida hacia adelante, tan indiferente a los golpes y las caídas en la penumbra, como ellos. Se alegró tanto como el más pusilánime cuando, después de media hora de ese caminar desesperado, sintió la piedra bajo sus pies, y oyó el oleaje distante de las aguas del lago, y vio (de nuevo bajo el relámpago) que una vez más estaban al borde del bosque, y que tenían delante una cueva y un refugio.
Era un lugar húmedo, áspero y miserable, pero se arrastraron contentos hacia los más oscuros de sus fétidos recovecos. Así vieron pasar las horas, hasta que la tormenta empezó a amainar, y la mañana por fin volvió a estar próxima.
El Sacerdote no divulgó lo que había visto, y sus seguidores no le preguntaron. El hombre que había descubierto al solitario habitante de los bosques se mantuvo especialmente alejado de Ioláni, de la misma manera que éste le evitaba a él. Ambos estaban poseídos por un temor mutuo. Les oprimía el miedo de que uno pudiera comunicar al otro un nuevo horror, una mejor descripción de la visión que ambos habían contemplado. El pavor compartido genera compañerismo incluso entre los enemigos. Un compañero en la cobardía es la peor agravante del sufrimiento que puede padecer la víctima de un terror sobrecogedor.
Cuando el alba empezó a apoderarse del firmamento, el Sacerdote avanzó solo por una terraza de roca que se proyectaba sobre el lago, meditando sus planes para el día; y descubrió, para su asombro, que fue en ese mismo punto donde habían contemplado el crepúsculo la noche anterior. El trueno aún tocaba su hueca retirada en la lejanía, y las gotas de lluvia aún repiqueteaban sobre las hojas desgarradas de las plantas. Las aguas del lago habían cambiado durante la noche hasta adquirir un monótono color pardo, y aún se agitaban cansinamente, aunque la violencia de la tempestad ya había pasado por completo. Las cumbres de las montañas estaban envueltas en profundas nieblas, nubes negras que se habían amalgamado en grandes masas de tono grisáceo, frío e indistinguible, pero prometedor, más hacia el este, de un día brillante y hermoso.
Apenas había levantado los ojos el Sacerdote hacia el panorama que tenía ante sí, cuando descubrió, a cierta distancia, una pequeña compañía de hombres abriéndose camino penosamente entre las rocas al margen del lago, hacia un lejano extremo del bosque por el cual había errado con sus seguidores durante la noche. Sin dudarlo un momento, esperando y temiendo todas las cosas, se volvió de nuevo hacia los bosques que tenía detrás, su temor al viaje dominado por la razón que lo había motivado, y buscó un sendero por el cual sabía que debían pasar para volver a casa.
Era un camino penoso e incierto, que resultaba doblemente exasperante por la febril impaciencia que ahora le poseía. Pero llegó al lugar antes que ellos, y al detenerse oyó el sonido de sus voces y el ruido de sus pisadas al aplastar en su marcha las pequeñas ramitas esparcidas por la violencia de la tormenta nocturna.
Cada vez se acercaban más. Se adelantó corriendo para reunirse con ellos. ¡Alegría para el opresor! ¡Miseria para la agraviada! ¡La fugitiva había sido capturada durante la noche!
¡Allí estaba! Precedida por dos guerreros, y seguida por otros miembros de la cuadrilla, con su hijo y la sollozante y asustada Aimáta. En el instante en que percibió al Sacerdote, la cuadrilla se detuvo, y así Ioláni y su víctima quedaron frente a frente.
Resultaba extraño, pero Idía era la más tranquila del grupo. Expresiones mezcladas de triunfo y ferocidad iluminaban el semblante de los guerreros; el pesar y la desesperación hablaban elocuentemente en el gesto de Aimáta; una diabólica malignidad dominaba los rasgos del Sacerdote; pero la víctima no parecía sufrir ninguna emoción, ni estar afectada por el terror. Sus ojos sombríos y hundidos eran inexpresivos; y los labios pálidos y chupados tampoco se curvaban con desdén ni se estremecían con temor. ¡Pues, cuando su primavera ya ha pasado para siempre, el corazón se hace más dócil en sus exigencias, y hasta al dolor y el sufrimiento se acostumbra, con una facilidad que entristece!
El Sacerdote susurró unas palabras al oído de uno de los hombres, que de inmediato partió en dirección a la caverna que cobijaba a sus seguidores. Hecho esto, ordenó que llevaran atrás a Aimáta y el niño; y su más oscura y peor expresión empezó a aflorar en su semblante, mientras hablaba.
Este cambio no pasó inadvertido a Idía. En un instante, salió de su ensimismamiento e hizo un esfuerzo para recuperar a su vástago, pero fue inmediatamente dominada por los guardias; y la mujer, tan superior al resto apenas unos minutos antes, cayó ahora a los pies de sus perseguidores y suplicó con lágrimas agónicas que le devolvieran a su hijo.
Unos minutos después, la criatura fue arrancada de brazos de Aimáta por uno de los hombres, que se lo entregó al Sacerdote. Las desesperadas súplicas de las mujeres para que se lo devolvieran no dieron fruto. Las arrastraban en cabeza, mientras que Ioláni cargaba con su vástago en la parte de atrás.
Fue quedando cada vez más rezagado, hasta que se convirtió en el último hombre de la tropa, y los hombres que tenía delante impedían que le vieran las cautivas. Durante algún tiempo, los guardias obligaron a apretar el paso a sus prisioneras, hasta que llegaron a un terreno elevado al extremo del bosque. Allí se detuvieron por un instante, y miraron hacia atrás.
El Sacerdote y el niño habían desaparecido.