LA RESPUESTA DEL ORÁCULO
La construcción consagrada a Oro, la deidad del campo de batalla, era en apariencia tan sólo una gran masa de gruesos muros de piedra, excepto en el lado más próximo al mar, donde una especie de pirámide ascendía mediante escalones empinados y rugosos, rompiendo la monótona regularidad de la estructura. Sobre esta elevación se situaban las imágenes de los dioses inferiores de la guerra, que en ocasiones excepcionales eran sustituidas por el temido y formidable ídolo de Oro. La mayoría del pueblo aguardaba que el sacrificio que esperaban contemplar tuviera lugar precisamente delante de esta construcción. Así habían actuado siempre los astutos gobernantes del país, debido a la originalidad de este método y su consiguiente capacidad para producir la excitación y la reverencia del populacho.
La ausencia de grandes ornamentos en el templo era compensada por la exquisita belleza de su emplazamiento. Se erigía aproximadamente a una milla de la costa, donde una ligera elevación del terreno le daba una posición imponente y dominante. La orilla del mar, en general salpicada de rocas, en este punto concreto estaba limpia de cualquier añadido, y la vista del noble océano, ya tupido por las canoas, era interminable. Entre la playa y el verde césped que se extendía frente al templo, se disponían los jardines de los nativos, exuberantes de frutas y flores, y en delicioso contraste con la regularidad de las lisas arenas que había más allá. Después, venía la apacible calma de la parte del mar protegida por los arrecifes de coral, y aún más lejos, interrumpiendo a esos guardianes naturales de la costa, había dos islitas perdidas en el océano, cada una con su dosel de altos cocoteros, y su capa de verdor fresco y agradable; y por último, siendo la visión más lejana y noble a los ojos, su ilimitada extensión de aguas reluciendo bajo la gloriosa luz del sol y sus poderosas olas rugiendo con triunfal grandeza sobre la robusta barrera de roca, se abría el grandioso Pacífico.
Ahogadas por el musgo y las flores silvestres, y cubiertas por todas las variedades del follaje, las rocas que rodeaban la costa lejana tenían un aspecto de suavidad y fertilidad que se combinaba deliciosamente con las apacibles características del escenario de tierra adentro. Los inmensos trechos de bosque que había a espaldas del templo, interrumpidos aquí y allá por la presencia de pequeñas aldeas, y desgarrados en todas las direcciones por avenidas y senderos, formaban una visión agradable por su frescura y tranquilidad, después del fulgor y la animación de la visión marina; mientras, las montañas lejanas, bellas en la distancia y rodeadas por suaves y fértiles colinas, perdían su aridez y parecían descender alegre y suavemente hacia los valles felices que tenían a sus pies.
Ahora que el sol se había elevado sobre esta tierra dichosa, paseándose despreocupadamente por sus caminos y avenidas, la población de la zona se dirigía hacia el templo. El viejo calvo y la muchacha con corona de flores, el guerrero con su brillante indumentaria roja y amarilla, y la joven madre con sus ropas blancas, todos llegaban alegremente desde los pasajes de los bosques, y se disponían ante el altar del dios de la guerra. Sin embargo, aún no había ninguna señal del inicio de la ceremonia, y las festivas gentes, rezagándose por los jardines, se dedicaban a sus divertimentos sin ningún gesto de impaciencia por el inesperado retraso.
¿Qué les importaban a ellos las solemnidades que se habían reunido para contemplar? El Pasado y el Futuro no significaban nada para ellos, el Presente era lo único que les preocupaba, y muy duro tenía que ser para que lo recibieran con alguna queja. Idía y su huida habían sido olvidados en la frescura y el sol de la mañana, y las miserias de la batalla que se avecinaba quedaban veladas y ocultas en la animación y la alegría que precedía a su llegada. ¿Qué eran para ellos las lágrimas de los días pasados, y el dolor que aún pudiera afligir sus hogares? Vivían y reían con el amanecer de cada día, y en él encontraban defensa contra los males que pudiera traer la noche.
Por todas partes se dispersaban; algunos, a reposar en la sombra, otros, a su baño matutino en los arroyos de agua fresca que descendían hacia el mar. Los ancianos se dirigían a sus asientos, y los jóvenes se apartaban para pasear amorosamente por las avenidas. Los recién llegados añadían nueva animación a la escena. Todos se sumaban libremente a los grupos formados por sus vecinos, cualquiera que fuese su carácter, excepto los caciques guerreros, que caminaban lúgubremente aparte, meditando sus planes para la inminente batalla. La risa y la confusión estaban en su punto álgido cuando los sonidos de un canto salvaje se elevaron sobre el ruido y el tumulto de los reunidos ante el templo.
Inmediatamente, los bailarines cesaron en sus evoluciones, los ancianos se levantaron de sus asientos, los amantes salieron corriendo de sus escondrijos, los bañistas abandonaron el agua, las madres y los niños emergieron de las sombras, y los nadadores que retozaban contra las olas y apenas habían iniciado su peligrosa diversión, se volvieron hacia la playa. Los viejos y los jóvenes, los serios y los joviales, todos se alzaron como si les dominara un impulso común y corrieron en dirección a las voces salvajes y caóticas.
Un momento después, saltando enfurecidamente como maníacos o demonios, los miembros de la misteriosa fraternidad Areoi (los actores ambulantes de Polinesia) emergieron de las avenidas y, haciendo retroceder de nuevo a la impaciente multitud hasta que se detuvo en la parte más baja del césped, se prepararon para su salvaje representación.
Esta cofradía de libertinos tenían más apariencia de espíritus malvados que de seres humanos. Sus cuerpos estaban pintarrajeados con carbón de la manera más grotesca y, a la vez, repugnante. Sus caras las desfiguraba un tinte escarlata brillante y sus cabezas y cinturas las ornamentaban guirnaldas de hermosas hojas amarillas y rojas. A la maligna influencia y ejemplo de estos suministradores de entretenimiento popular podrían atribuirse los peores rasgos del carácter polinesio. Reverenciados como sagrados y directos descendientes de los dioses, sus peores crímenes y exacciones quedaban impunes y sin castigo. Entregados a la indolencia y la iniquidad, viajaban de región en región, interpretando sus extrañas representaciones que condescendían con los peores vicios de la naturaleza humana. En la presente ocasión interpretaban su despedida, pues las extraordinarias ceremonias preliminares que anunciaban sus representaciones ya se estaban preparando en otra parte de la isla.
Sonoras fueron las carcajadas del populacho inconsciente cuando un miembro de la banda comenzó la diversión con un elocuente discurso que ridiculizaba la inminente guerra y sus principales actores en ambos bandos. La sátira de los acontecimientos públicos y de las personas públicas era el más preciado de sus privilegios, y en esta ocasión lo ejercieron sin reparos. La alocución fue seguida por una especie de coro cantado con extraordinaria velocidad y animación por todos los miembros de la compañía. Una vez hubo terminado, se levantaron y comenzaron su danza final.
Girando en las más intrincadas evoluciones, sus movimientos, aunque groseros, distaban mucho de ser repugnantes debido a la salvaje y pintoresca gracia de cada gesto. El más refinado libertinaje de los países civilizados no podría inventar exuberancia alguna más peligrosamente fascinante para la vista, o más fatalmente destructiva para el carácter, que los laberintos de la danza Areoi, siempre sorprendentes y variados. La fatiga parecía tan desconocida para los intérpretes como el hartazgo para el público. Viejos y jóvenes, mujeres y niños, se apiñaban alrededor de la compañía, contemplando con ruidoso deleite la exhibición, mitad grotesca, mitad pavorosa. El movimiento de los bailarines era cada vez más salvaje, su discordante música cada vez más estridente, y cada vez más fuertes se elevaban los aplausos de los espectadores. Es difícil imaginar el tumulto de la escena en ese momento, y aún más difícil describirlo. Por muy furiosas que se hubieran vuelto ahora las risas, parecía poco probable que decreciesen, a pesar de la asombrosa duración del entretenimiento. La orgía, ciertamente, podría haber continuado casi sin interrupción hasta altas horas de la noche, de no ser por la aparición en la pirámide del templo, en ese momento, de uno de los sacerdotes inferiores, cuya presencia parecía señalar el inminente anuncio de la respuesta del oráculo. Así pues, la volátil multitud, en el momento en que le percibió, abandonó su frenético entretenimiento y corrió con semblantes extrañamente alterados hacia la escena de la ceremonia más importante.
Salvo por algún murmullo que surgía ocasionalmente de sus filas, ahora la asamblea estaba completamente en silencio. Tras otro intervalo de expectación, la paciencia del populacho fue por fin recompensada por la aparición de Ioláni sobre el sagrado pináculo.
Para completo asombro de la multitud, su porte se distinguía por una tranquila solemnidad, extrañamente distinta de los habituales accesos de furia de los sacerdotes cuando comunicaban las órdenes del oráculo. Había algo en su actitud inmóvil y dominante y en su posición solitaria y elevada que sobrecogía a los valientes y aterrorizaba a los pusilánimes; y antiguas tradiciones del poder y la opresión sacerdotal despertaron en sus recuerdos mientras iban acudiendo desde los recintos anexos al lugar sagrado para aguardar silenciosamente la alocución del mayor de los ministros de su tiránica y misteriosa religión.
Durante los primeros minutos, Ioláni dirigió una mirada penetrante y colérica a la multitud. Después, avanzando un par de pasos, habló con voz grave y pesarosa a los reunidos:
—¡Afligíos, gentes del país, por vuestros hogares y vuestras posesiones, vuestra felicidad y vuestro honor, vuestras esposas y todo lo que habéis amado, pues Oro sigue sin haber sido saciado, el altar aún está vacío, vuestra tierra nativa aún no ha sido consagrada por la sangre del sacrificio!
»¡Os miro y veo que los hombres valientes, que han recorrido los laberintos montañosos desde su juventud, están ahora temerosos de cruzarlos! ¡Miro a la muchedumbre y contemplo a los que han alardeado en el campamento de su astucia, los que han proclamado su inteligencia en los consejos de los sabios! Pero, ¿dónde están sus ardides en la hora de la necesidad? ¿Se los dejan a Idía, en su escondrijo de las montañas? ¿O los guardan con las mujeres y los niños del país?
»¡Buscadla! ¡Buscadla! ¿Es que no hay estímulo para buscar la victoria en los bosques? ¿Es que no hay ánimo de obedecer a Oro en esta empresa? ¿Abandonaréis a vuestro dios, vosotros que sois sus devotos, cuando él ha combatido por vosotros sin que lo propiciarais? ¿Seréis burlados por una mujer, vosotros que sois valientes, que sois terribles entre los guerreros del país?
»¿Quién hay entre vosotros que no tema a la muerte, si la vergüenza va a escribir el epitafio en su tumba? ¿Quién de vosotros desea la vida, si el deshonor empaña vuestro hogar y las mofas os persiguen a donde vayáis?
»Pero así será vuestro destino, si no se da satisfacción a Oro. No creáis que porque habéis vencido en la primera escaramuza, también vais a vencer en la batalla que se avecina. El dios os ha animado al principio, para que le obedezcáis mejor al final. La lucha en el bosque no fue una señal de victoria, sino una orden para que os sometierais a la voluntad de los Espíritus de la Guerra.
»Tened cuidado, pues Mahíné es astuto, y los corazones de sus guerreros tienen sed de contienda. ¿Acaso el primer árbol que derribasteis en el bosque doblegó la tozuda resistencia del resto? ¿Con la primera fila de rebeldes que habéis matado, se ha destruido el poder del gran ejército que venía detrás? ¿En la gran y terrible batalla que se avecina, no necesitaréis más inspiración que vuestro odio? ¿No necesitaréis más ayuda que vuestras armas bélicas?
»¡Dirijo mis ojos hacia la inmensidad del océano, y veo cómo elevándose sigilosamente desde su superficie, el viento de la mañana sopla sobre la tierra! ¡Las flores, en su belleza, se inclinan ante su victoriosa llegada! Las hojas del bosque, en su abundancia, se mueven y desperdigan ante su rápido avance. Sobre las nobles cumbres y bajo los rincones secretos de los valles y las rocas, se abre camino. Pasa por encima de todo. ¡No hay nada en la tierra que pueda hacerlo retroceder, y así, regocijándose en su poder, supera los obstáculos del terreno y regresa una vez más a las salvajes aguas que hay más allá!
»De la misma manera se alzan sigilosamente en su lejano territorio las huestes del enemigo. ¡De la misma manera (con el Dios de la Guerra insatisfecho) cederán vuestras bellas mujeres a la voluntad del opresor! ¡De la misma manera vuestros numerosos guerreros serán dispersados por el avance del bando victorioso de Mahíné, y de la misma manera, imponiéndose a través de vuestras costas, volverán a sus hogares seguros y triunfantes!
»Por lo tanto, no desesperéis ni flaqueéis en la búsqueda. Viva o muerta, atrapad a la víctima y todo saldrá bien. Traedla ante los muros del templo y el enemigo huirá de vosotros. ¡Las más bellas de sus mujeres y las mejores de sus posesiones caerán en vuestras manos; y los más orgullosos de los jefes rebeldes se humillarán a vuestros pies, pues así me lo prometió anoche en una visión el Dios de la Guerra!
Aquí el Sacerdote hizo una breve pausa para observar el efecto que su arenga tenía sobre la multitud. Excepto los lamentos de las mujeres o el ocasional gemido de algún niño aterrado, el más completo silencio reinaba sobre el auditorio. Los hombres, en grupos separados, o bien se agachaban silenciosamente sobre la tierra, o bien caminaban preocupados alrededor del círculo exterior de la muchedumbre. La alocución de Ioláni parecía haberles preparado más para la derrota que para asegurar la victoria, y la misma desesperación ominosa y tenaz se expresaba en los semblantes de todos.
Enseguida (ahora en un tono feroz y excitado) volvió a hablar el Sacerdote.
—¿Están abatidos los guerreros? —gritó—. ¿Ha abandonado su determinación a los valientes? ¡Que la recuperen! ¡Buscad sin desfallecer y la victoria aún será vuestra!
»¡Pues yo sí, yo el amado de Oro, el compañero del dios, os conduciré en vuestra búsqueda! ¡Guiado por los espíritus de vuestros padres, protegido por el Arbitro del campo de batalla, a mí la astucia no puede confundirme ni fatigarme! ¡Que los jóvenes se adelanten! Que los mayores y los débiles permanezcan aquí suplicando. ¡Juro por la gloria de Oro que el sol de mañana se levantará sobre el altar para iluminar por fin el sacrificio!
El efecto de estas palabras fue eléctrico. Los hombres, con un solo impulso, se levantaron y agruparon alrededor del pináculo desde el cual Ioláni se había dirigido a ellos. Ser conducidos por él era una señal de éxito para todos, y una prueba de entusiasmo por la causa del dios que nunca antes había sido concedida por un dignatario del país. Maravilloso ejemplo de la tiranía de la superstición sobre el corazón, era la influencia de este hombre sobre su pueblo. Apenas salió una palabra de sus labios, se consideró inspirada directamente por un mundo distinto y más noble; y mientras que el abatimiento que había caracterizado la primera parte de su arenga había hundido a su audiencia en las más hondas profundidades de la miseria y la desesperación, la enérgica arrogancia de la segunda tuvo, por extraño que parezca, el poder de producir una instantánea y completa revolución en sus sentimientos.
En aquellos momentos, nada podía igualar el entusiasmo de la asamblea. En un periodo de tiempo asombrosamente corto, se reunieron los soldados y los espías, se situaron los centinelas, se apartaron las mujeres y los niños, y se organizaron tres cuadrillas distintas de buscadores, la más numerosa y disciplinada de las cuales fue inmediatamente encabezada por el astuto Ioláni y dirigida hacia Vahíria.
Esa noche, el sol se puso entre nubes espesas y coléricas; y, mientras los congregados se separaban y se encaminaban a sus hogares, los ancianos y los experimentados previeron una inminente tormenta.