CAPÍTULO PRIMERO

DESDE EL PRESENTE HACIA EL PASADO

Había transcurrido otro año en la isla cuando Idía se detuvo junto a las orillas del Gran Lago, en el mismo lugar descrito en la introducción de este relato, y casi a la misma hora de la noche. En esta ocasión, sin embargo, no la acompañaba el Sacerdote, sino una mujer y un niño.

Después de detenerse unos momentos para descansar y deliberar, el pequeño grupo subió a una canoa que había sido abandonada en la orilla, y remó rápida y cautelosamente hacia uno de los extremos del lago, donde las rocas se elevaban escarpadas desde el mismo borde del agua, y los bosques que tenía detrás eran inmensos e impenetrables. Para llegar a su destino, la nave tuvo que dejarse arrastrar por la corriente hasta más allá de los riscos, mientras la mayor de las mujeres, sentada a la proa, examinaba minuciosamente, con la ayuda de la suave luz de la luna, todos los detalles de la escarpada orilla hacia la que se deslizaban. De pronto, hizo una señal a su acompañante al otro extremo de la barca, y al momento, con un golpe de remo, sus costados rechinaron contra la áspera superficie de las rocas.

En este punto concreto, la vegetación del bosque había encontrado un lecho de tierra en lo alto del despeñadero, y habiendo tomado la dirección descendente en su exuberante crecimiento, ahora colgaba tan baja que casi tocaba las aguas, y tapaba completamente una amplia arcada natural que en ese punto se formaba en la roca. Apartando con gran dificultad estos obstáculos naturales para su desembarco, las viajeras entraron en una ensenada natural cuya alargada y pedregosa playa había sido antaño accesible desde el bosque que había más allá, a través de un lóbrego vallecito.

Sin embargo, debido a la continua agresión de las zarzas y los árboles, esta cavidad boscosa se había vuelto infranqueable; y la única entrada practicable que quedaba sin embargo para la cala era desde el lago.

A juzgar por su semblante ansioso y apresurado, las mujeres sólo podían haber tenido un objetivo al buscar tal lugar en semejante ocasión: ocultarse. Habiendo arrastrado la canoa hasta la orilla y guardado su pequeña provisión de frutos del pan cocidos, dos arduos logros en una situación como la suya, en la que la luz de la luna apenas penetraba las enredadas masas de maleza en lo alto y el espacio real de tierra seca era muy limitado, se sentaron en su extraño escondrijo; la mujer más joven y el niño acunándose juntos; la mayor…

El lector ya habrá adivinado que los acompañantes de Idía en su vigilia junto a las aguas no eran sino los acompañantes de sus horas de miseria en la cueva solitaria. Aunque todavía una muchacha por edad y por sentimientos, Aimáta ya era una mujer por sus formas y su belleza. A ella, el tiempo sólo la había visitado para adornarla; a los otros dos se había acercado para perjudicarlos. El niño, tan risueño en su nacimiento, en ese momento era débil y de tamaño diminuto, y extrañamente triste y poco infantil en apariencia. De los antiguos atractivos de la madre, apenas quedaba rastro. Sus labios pálidos y chupados, sus ojos hundidos y sus mejillas macilentas y ojerosas hacían un lamentable contraste con su antiguo ser. Aún le quedaba el encanto de la expresión, pero el encanto de los rasgos se había perdido para siempre.

Sin embargo, antes de seguir avanzando será necesario que observemos los incidentes más importantes del año que ha pasado desde el nacimiento del desventurado vástago de Ioláni.

Algunos días después de la escena de la cueva, Idía y Aimáta partieron con el niño hacia otra región de la isla, pensando que sólo así podrían escapar de las maquinaciones del Sacerdote. Viajando sólo de noche y manteniéndose cuidadosamente ocultas de día, consiguieron eludir los esfuerzos de Ioláni para impedir su huida, y llegaron a salvo a su destino. La parte del país que habían elegido para su retiro estaba gobernada, en el momento de su llegada, por un joven cacique representante de la autoridad del Rey, cuyos ancestros habían sido celebrados, no sólo por su destreza militar, sino por su apego y servicio a la corona durante varios reinados. El actual gobernante, sin embargo, aunque indulgente en el ejercicio de su autoridad y amado por la mayoría del pueblo, era el enemigo secreto y amargo del Rey imperante y de sus principales auxiliares en el gobierno de la isla. Un insulto de Ioláni originó este descontento con la causa real; y la renuncia del Rey (que actuó dominado por el miedo a su astuto hermano) a hacer justicia a la parte ofendida, lo confirmó. El cacique era demasiado sabio como para ofenderse inmediatamente por este atropello. Regresó a su región sin una palabra de protesta y aguardó pacientemente la ocasión de desquitarse; el momento de la llegada de Idía a sus dominios coincidió con su regreso después de sufrir esta injusticia a manos de las autoridades gobernantes.

Las fugitivas habían permanecido suficiente tiempo en su nueva morada como para ganarse las simpatías de la gente a causa de los pesares de la una y la belleza de la otra, cuando Ioláni descubrió su refugio y exigió imperiosamente a Mahíné (su protector) que las entregara por rebelarse contra su autoridad, y por ultrajar su alto y sagrado oficio. Complacido por la oportunidad que se le concedía de frustrar a su antiguo enemigo, el cacique rehusó satisfacer la solicitud del Sacerdote, hasta que hubiera demostrado, ante un consejo de los ancianos del país, la veracidad de sus acusaciones. Podría ser necesario añadir que Mahíné se sintió más animado a tomar esta valiente determinación por su apego a la muchacha Aimáta, y por su temor, conociendo el carácter de Ioláni, de perderla para siempre si la entregaba a sus manos.

Demasiado inseguro de su poder e influencia como para arriesgar ninguno de los dos en la peligrosa prueba de una acusación falsa, el Sacerdote abandonó su primer plan para obtener la posesión de las fugitivas. Revelarse como un sensualista serviría más para aumentar que para disminuir su reputación entre los sensuales habitantes del país, pero arriesgarse a ser descubierto como un mentiroso y un hipócrita sería, para alguien en su situación, un error fatal. Su astucia aún dominaba a su sed de venganza, y sabía por experiencia que la mejor garantía de éxito era aguardar la oportunidad y no provocarla.

Habría sido fácil para él, utilizando su influencia sobre su hermano, obtener por la fuerza lo que se le negaba mediante subterfugios, pero había tres objeciones válidas para emprender semejante curso de acción. La primera era la necesidad de implicar al país en una guerra para complacer sus deseos. La segunda era la pérdida de popularidad por el apego del pueblo a su víctima, además del riesgo existente para su poder y su existencia, si fueran derrotados en la batalla; y la tercera, aun suponiendo que la fuerza, como suele ser habitual, triunfara sobre la justicia, era la certeza de que al satisfacer así su venganza estaría asegurando, más que su victoria, el convertir a Idía en una mártir.

Que nadie considere imposible que una ofensa tan trivial como la de Idía provocara en el corazón de Ioláni tan letal determinación de venganza. Era un hombre que odiaba y amaba en exceso. No poseía emociones inferiores; o, más bien, ninguna emoción que naciera dentro de él crecía en la mediocridad; si no perecía al nacer, en seguida se convertía en una pasión dominante. En este caso, la mera indiferencia inmediatamente maduró en odio implacable. Todo lo que ahora viese o sintiera le afectaba sólo de una manera. Acciones e incidentes aparentemente insignificantes, inconscientemente los distorsionaba para convertirlos en refuerzos directos de su único y absorbente deseo. Dormido o despierto, trabajando o descansando, de forma lenta pero segura alimentaba el fuego que ardía en su interior. No tenía nadie con quien compartirlo y, en consecuencia, nadie que debilitara su intensidad, pues era un rasgo destacado de su carácter el no confiar jamás en nadie, ni sincerarse con un amigo. La virtud de no traicionar nunca a un camarada es una virtud humana muy común, pero la virtud de no traicionarse nunca a uno mismo es la más rara de las facultades. Este don, necesario para un hombre bueno, es indispensable para un villano; y el Sacerdote lo poseía.

Que nadie piense que al extendernos tanto sobre la astucia política de los gobernantes y el talento para la estrategia entre las gentes de las islas del Pacífico, estemos refiriéndonos a una capacidad para la intriga, una inteligencia hábil y aguda, demasiado refinada para existir en ninguna otra comunidad civilizada. Aunque los habitantes de la Polinesia son deficientes en todo lo que es intelectualmente elevado y abstracto, sin embargo no son en absoluto limitados en aquellas cualidades mentales originadas en las circunstancias y la experiencia. Su política ha tenido su Maquiavelo, y su campo de batalla su César; aunque su religión nunca haya tenido un Lutero, ni su idioma un Homero. Como nación, de las verdaderas virtudes mentales tienen pocas, si es que tienen alguna; de las dudosas tienen muchas, si no todas.

Frustrado, pero no desalentado, Ioláni partió del territorio del cacique. Su reputación entre el pueblo nunca había sido tan elevada como en aquellos momentos. El círculo de los partidarios de Idía en su tierra natal había empezado a disminuir. Se divulgó que era una burla pedirle al Sacerdote que demostrara lo que debía haber sido creído sólo con que un hombre como él lo afirmara. Se corrió el rumor de que, a su regreso de la región de Mahíné, el Rey, indignado por la falta de respeto del cacique hacia su hermano, le había ofrecido su ejército para arrasar el detestable territorio, y que Ioláni había preferido sufrir las indignidades arrojadas sobre él que implicar al pueblo en la guerra, que sólo llevaría el sufrimiento a los inocentes por causa de los culpables. Algo semejante no se había visto nunca. Era la primera muestra de consideración por la vida humana por encima del deseo de satisfacer una enemistad privada que se había producido en la isla. Guerreros de rango y renombre corrieron en tropel a Ioláni para ofrecerle sus servicios como asesinos privados; pero, con la mayor amabilidad y dignidad, aunque alabó su fidelidad, rehusó inflexiblemente el método que habían elegido para demostrarla. Pronto, las conferencias del Sacerdote con sus dioses se hicieron más largas y más frecuentes, y se murmuraba que su ultrajada dignidad sería vengada mediante una intervención divina, y no por medios humanos.

Mientras, en la región de Mahíné, las cosas no iban tan bien como de costumbre. En sus vagabundeos amorosos con Aimáta, el cacique siguió mostrándose tan amable como siempre, pero ante sus consejeros y guerreros sus maneras se volvieron malhumoradas y lúgubres. Su demorado triunfo sobre Ioláni le había hecho desear victorias más importantes sobre su antiguo enemigo, y se irritaba con los obstáculos que la prudencia le obligaba a oponer a sus propios deseos. Dejaba caer vagas alusiones a la imbecilidad y la inutilidad del Rey, y a las ventajas que se derivarían para el pueblo y para él mismo de una ampliación de su región. Estas alusiones no eran ignoradas por aquellos a los que se dirigían, y los más sabios entre los hombres de guerra empezaron a afilar en secreto sus armas.

También el grueso del pueblo, aunque ignorante de la traición que se incubaba entre sus nobles, se había vuelto indolente y descontento, y, por lo tanto, estaba listo para seguir la consigna de la rebelión, si es que ésta era pronunciada. La atención de su cacique hacia ellos había disminuido últimamente. Se había visto a extraños merodeando entre ellos, y algunos fueron tan lejos como para declarar que Ioláni era uno de esos. Todo aquello escondía un misterio que eran incapaces de comprender, y esta falta de entendimiento por su parte, en contraste con el que evidentemente sí disfrutaban los intrusos, los amargó rápidamente. Además, muchos de sus jefes guerreros habían mostrado recientemente un interés especial en exigir de sus posesiones agrícolas los tributos que una costumbre injusta les permitía obtener. Éstas, y muchas otras causas, contribuyeron a difundir rumores, cosa que Mahíné observó complacido, pues ayudaba convenientemente a que se adaptaran a sus sediciosas intenciones. La victoria sobre el Rey no sólo aseguraría la ruina y la caída del Sacerdote, sino que le garantizaría el trono. La ambición y la enemistad le urgían a intentar tan gloriosa hazaña. Podía contar con muchos desafectos de diferentes partes del país y de otras islas. El número de sus propios guerreros era, a pesar de la larga paz, importante; y consideraba seguro el resultado de su empresa si podía obtener la aprobación del pueblo y el favor de los dioses antes de emprenderla.

Durante algunos meses, las cosas siguieron igual en la isla, hasta que volvió el verano y los planes que la Ambición y la Venganza habían trazado tan hábilmente estuvieron listos para ponerse en marcha.

Fue en esta época cuando Mahíné volvió a hacer una solicitud personal al Rey respecto a su vieja rencilla con el Sacerdote. Su petición, como esperaba y deseaba, fue tratada con desdén; y abandonó la morada real amenazando con deshacer la afrenta con sus propios medios, ya que la mediación de las reglas del país le había sido injustamente negada por segunda vez. Ese mismo día, bandas escogidas de merodeadores de la región del cacique hicieron incursiones contra los territorios directamente vigilados por el Rey, saquearon y asolaron las moradas de los laboriosos campesinos con despiadada crueldad y regresaron triunfantes a su campamento. El cuartel general exigió que fueran entregados al gobierno, demanda que fue rechazada; y los mensajeros que llevaron la requisa fueron golpeados y maltratados salvajemente en presencia de los jefes rebeldes. Estos actos de violencia fueron inmediatamente vengados por parte del Rey. Las antaño pacíficas aldeas de la costa se convirtieron en escenarios de disturbios y matanzas; y los campesinos, abandonando sus posesiones, se refugiaron con sus mujeres e hijos en los campamentos de sus respectivos gobernantes. La bandera del Rey fue enviada por toda la isla para reunir a sus soldados; Mahíné no dejó de probar ningún medio para extender la traición en el país, y solemnes preparativos para el comienzo de la guerra se emprendieron en cada bando.

Primero, ambas partes ofrecieron un sacrificio humano. Los unos, para poner a los dioses a favor de su traición; los otros, para obtener su ayuda en la justa causa de la defensa del Rey y la nación. Después, por parte de Mahíné, pudieron verse los apresurados y desesperados preparativos propios de los hombres que se rebelan. Bandas de forajidos de otras islas, sedientos de sangre, deseosos de matar, luchadores a favor de la gran causa de la matanza, desembarcaron en las playas y se unieron al campamento rebelde. La misma temeridad ante las consecuencias, la misma ansia de gloria Presente y de desafiar al Futuro animaba todas las filas y todos los temperamentos. Era terrible ver el desánimo de los más bondadosos entre la población, las mujeres y los niños, ante la perspectiva de la rapiña y la sangría que ahora se planteaba. En algunos, una salvaje hilaridad, repugnante en semejante momento, reinaba suprema. Otros contemplaban atónitos los preparativos para la batalla. Aquí podía verse a una mujer adornando con infantil deleite los pertrechos del guerrero. Allá, se observaban jovencitas correteando jubilosas por el campamento, y aumentando con su presencia el salvaje y furioso regocijo de los soldados impacientes por entrar en combate. Endurecidos por los torrentes de sangre procedentes de los sacrificios de hombres y bestias, los niños jugaban con los atroces despojos de las ofrendas a los dioses, sus agudos chillidos ahogados, bien por el mar de voces procedente del campamento, bien por los berridos de los hombres y los animales torturados, bien por los gritos de los enfurecidos sacerdotes que profetizaban el éxito de los rebeldes y amontonaban las más horribles maldiciones sobre la cabeza del enemigo. Entonces, en la lejanía, destrozando el pavoroso silencio que dominaba las aldeas abandonadas, se oían las pisadas apresuradas de los nuevos reclutas corriendo hacia el campamento. Desde los bosques y los páramos, su feroz semblante pálido y espectral bajo la luz de la luna (pues viajaban de noche), marchaba el campesino, con la cachiporra armada con dientes de tiburón sobre el hombro; el jefe, con la espada de acero de tres hojas y el turbante enrollado en la frente; y los jóvenes, con sus lanzas y sus hondas. ¡Corrían cantando sus salvajes canciones de guerra, exultantes ante la perspectiva del combate! ¡Adelante! ¡Adelante! ¡Engrosando con cada hora las criminales filas de la brutalidad, se apresuraban a llegar al lugar de reunión; y el corazón de Mahíné saltaba en su pecho al ver cómo se derramaban desde lo alto del campamento!

Este ambiente de caos y libertinaje duró varios días. Los preparativos para la guerra, siempre complicados y numerosos en las islas del Pacífico, fueron en esta ocasión particularmente lentos por ambas partes. Los ritos solemnes, sin embargo, continuaron con absoluta regularidad hasta que por fin sólo faltaba el último sacrificio humano para conmemorar la partida de los guerreros.

En el bando del Rey, durante el periodo descrito con anterioridad, la convocatoria para la batalla se llevó a cabo con relativo orden y disciplina. La confusión, habitual entre el pueblo en tales ocasiones, apenas podía observarse en el campamento real, pues el populacho estaba concentrado en un solo objetivo, la captura de la última víctima para el dios de la guerra; es decir, la captura de la pobre desgraciada que había sido objeto del antiguo amor y de la actual enemistad del gran Sacerdote.

Mientras los altares aún apestaban con los sacrificios preliminares, convocó a toda la masa del populacho y ordenó, con feroz elocuencia, que obedecieran los requisitos de su dios y capturasen, como víctima que debía cerrar las ceremonias de la guerra, a la desventurada Idía. Utilizó todas sus artes para excitar sus pasiones y para halagar su valentía y astucia. Presentó su anterior falta de interés en vengarse de la ofensa de la mujer como el resultado de una comunicación directa por parte del ídolo, que le ordenaba que reservase a la malhechora para su propio capricho y placer. Declaró solemnemente que ahora había llegado la hora señalada, que el dios por fin reclamaba su sacrificio y que el éxito en la batalla estaba próximo, pendiente sólo de esa ofrenda. El efecto de este llamamiento fue instantáneo. La energía salvaje de sus palabras, la mezcla de dignidad y excitación en su porte, su conmovedora expresión de dolor, que el ídolo sólo pudiera ser aplacado por la muerte de aquella a quien él había amado antaño y a la que ahora compadecía y perdonaba con sinceridad, todo ello inflamó los corazones y despertó la reverencia de las multitudes supersticiosas. Cuadrillas de los espías más expertos que poseía el campamento salieron inmediatamente hacia la fortaleza del enemigo. Estaban decididos a arrebatar a la víctima, viva o muerta, de entre las filas de los rebeldes.

Pasaron dos días, y al tercero los perseguidores regresaron, desanimados y avergonzados. Al principio, habían intentado capturar a la mujer mediante estratagemas, para que pudiera ser ejecutada victoriosamente en el altar del dios, pero sus esfuerzos habían sido inútiles. Después habían intentado abiertamente, mediante sobornos, incitar a los más descontentos de entre los provincianos a traicionar el lugar de su escondrijo, pero la respuesta de todos los que habían intentado corromper fue la misma: «Había abandonado el campamento y no sabían dónde estaba». Era imposible que pudiera haber escapado de Tahití, pues las canoas del Rey vigilaban el mar alrededor del territorio de Mahíné, para interceptar cualquier comunicación con las islas vecinas. De vuelta a casa, habían registrado cuidadosamente todos los posibles escondrijos; algunos de sus camaradas, que aún seguían de guardia, todavía podrían encontrarla, pero, lo que era por su parte, habían fracasado completamente.

Y no era de extrañar que su empresa resultara inútil. Mientras Ioláni enviaba sus espías, Mahíné no había estado ocioso, utilizando los mismos medios para informarse de lo que acontecía en los consejos del Rey. Sus emisarios habían asistido a la convocatoria del pueblo realizada por el Sacerdote, y sin demorarse más que para oír el asunto principal de la arenga, habían corrido de vuelta al campamento rebelde con la información, pues juzgaron que, debido a la íntima conexión e influencia de la mujer sobre su amada, el cacique querría ponerla a salvo de la venganza del implacable Sacerdote.

Estaban en lo cierto. Mahíné, en el momento en que conoció las noticias, mandó llamar a Idía y su acompañante, pero no pudieron encontrarlas. Uno de los espías había comunicado despreocupadamente la información a algunos ociosos a las puertas del campamento, y se había divulgado velozmente, pasando de boca en boca hasta llegar a oídos de Idía y la muchacha. Fueron buscadas por orden del preocupado cacique, pero sin éxito. Se suponía que habían aprovechado la confusión de la aldea para escapar. Todo lo que se pudo averiguar de ellas fue lo poco que se sacó de un viejo medio tonto que declaró que las había visto pasar en los límites del bosque, y a quien la mujer había ordenado que diera el siguiente mensaje a Mahíné:

—Ten valor, yo la protegeré para ti; pelea rápida y tenazmente, y Aimáta será tu recompensa.

La escena descrita al inicio de este capítulo será suficiente para que el lector conozca el destino de la fuga de Idía. Horrorizada por el crimen y la confusión resultantes de los preparativos para la guerra, y temiendo por la inocencia de la muchacha al verse rodeada de semejante caterva de miserables, llevaba algún tiempo meditando la posibilidad de refugiarse lejos del estruendo de las aldeas, en el silencio de los bosques. La información sobre el destino que la aguardaba, la hizo decidirse de inmediato. La repugnaba, pero no la abrumaba, la terrible exhibición de la perversidad de Ioláni. El peligro y el dolor ya la habían perjudicado todo lo que podían, y fuera cual fuese su forma, ahora llegaban como acompañantes y no como desconocidos. En un instante comprendió su posición. Nadie sabía tan bien como ella lo profunda y compleja que era la astucia del Sacerdote. Si dependía de otros para su protección, estaría expuesta a la traición; pero, si confiaba sólo en sí misma, sabría que su escondrijo estaría a salvo de que nadie lo descubriera mediante la fuerza o el fraude, y sólo podría ser revelado por la casualidad. Sólo aguardó a consultar los deseos de Aimáta, cuya situación era menos peligrosa que la de ella misma, antes de iniciar la fuga. La muchacha, aterrorizada por todo lo visto y oído bajo la protección de su amado, no dudó un instante en su decisión, y ambas partieron juntas hacia los bosques.

Al elegir Vahíria como lugar de refugio, Idía se lanzó sobre su única posibilidad de salvarse del peligro inminente. Había cuevas a las orillas del lago conocidas sólo por el Sacerdote y por ella misma, y como eran escasas las posibilidades de que, en un momento tan crítico para la nación, Ioláni pudiera permitirse emprender la búsqueda en persona, aquél era el lugar que mayor seguridad le ofrecía. Durante algunos días se escondieron en los distintos rincones y grietas al borde del agua, reuniendo unas escasas provisiones; completada esa labor, llegaron hasta el extraño escondite descrito al inicio de este capítulo.

Ioláni, aunque furioso por el resultado de la misión, ni se desanimó ni flaqueó. Vio que el fracaso en la búsqueda de la víctima había disminuido el interés de algunos por las ceremonias sagradas, y que había desencantado a otros. Por lo tanto, arriesgarse ahora a la batalla era casi asegurar la derrota. Descubrió, gracias a la información proporcionada por sus espías, que el enemigo había terminado sus ofrendas y estaba a punto de marchar contra él. Tras consultar con los jefes guerreros, organizó una poderosa partida elegida entre los forajidos de su bando para que pudiera librar una escaramuza, con el fin de detener el avance de los rebeldes. Para esta banda, la menor posibilidad de practicar el pillaje y el derramamiento de sangre era tanto estímulo para enfrentarse a todo un ejército como el favor declarado de su dios. Ayudados por un mejor conocimiento del terreno, mataron hombre a hombre a los insurgentes, cuya fuerza principal, ignorante del número real de sus asaltantes e incapaz de actuar en plenitud en un espacio tan reducido, se vio dominada por el pánico y retrocedió hasta su fortaleza en medio de la confusión.

Este golpe de fortuna parecía asegurar el éxito de Ioláni en el objetivo que anhelaba con toda su alma. Muy probablemente, pasaría mucho tiempo antes de que los rebeldes volvieran a estar capacitados para plantar batalla, y en ese periodo tendría suficiente oportunidad para buscar a la fugitiva y saciar su venganza. El pueblo era más que devoto de su causa. Contemplaban el éxito en la escaramuza como una manifestación directa del favor de su dios, y el clamor reclamando a la víctima se elevó cada vez más alto entre sus filas. La noche del día de la victoria, Ioláni hizo una nueva convocatoria para la mañana siguiente, ante los muros del templo, para escuchar el resultado de otra súplica al dios y averiguar si aún deseaba el sacrificio de la víctima que había exigido en la anterior ocasión, pues el Sacerdote declaraba que su esperanza de salvar a la mujer, aplacando a Oro con otras ofrendas, era el único motivo de que se aventurara a hacer una segunda súplica al oráculo de la Guerra.

Hasta ese punto, pues, había avanzado esta intrincada trama de acontecimientos, cuando el populacho se preparó aquella memorable mañana para atender a la solemne invitación del Sacerdote. Una temeraria sensación de triunfo y alegría llenaba todos los corazones, y los antaño formidables insurgentes eran ahora desdeñados. Si menospreciar de esta manera a los rebeldes era sabio, es algo que se verá a continuación.