CAPÍTULO III

EL NACIMIENTO DESDICHADO

Entre las dos habitantes de la solitaria vivienda habían surgido, a pesar de la desproporción de sus edades y de la diferencia de sus caracteres, los más fuertes lazos. Cuando sólo se asume por conveniencia, no hay hipocresía tan perecedera como la amistad femenina, pero cuando surge de la estima mutua, tampoco existe una sinceridad tan duradera; y era este raro y hermoso afecto el que en su mayor sinceridad y pureza unía a la mujer y su protegida. De los padres de Idía, uno había muerto, y el otro había partido para vivir con una tribu lejana y extraña. Había descubierto a la niña Aimáta, abandonada por sus guardianes naturales, casi en su infancia, y se había apiadado de su desamparo y la había cobijado y cuidado. En un país donde los lazos domésticos eran en el mejor de los casos pobremente reconocidos, el abandono de un vástago, aunque poco común, no era insólito, e Idía conservó la indisputada posesión de la muchacha hasta el momento de su presentación ante el lector. La niña abandonada no podía haber obtenido mejor protector, pues su guardián aún no había perdido la simpatía honesta y afectuosa de las gentes del país. Era amada y reverenciada por las mujeres, y al mismo tiempo raramente recibía el despiadado desprecio que los hombres arrojaban con tanta frecuencia sobre la población femenina de la isla. Para un sexo, era apreciable por la constante dulzura y humildad de su conducta. Para el otro, fue estimable, en los primeros años de su existencia, por su superioridad (aparente, aunque inexplicable) respecto a las mujeres que la rodeaban; en los posteriores, por su íntima conexión con el ilustre y poderoso Ioláni, Alto Sacerdote de Oro.

En este hombre se centraba la única e importante diferencia de sentimientos entre la mujer y su protegida. Pues, por muy elocuentemente que intentara persuadirla, Idía nunca conseguía superar la aversión de la muchacha hacia la presencia e incluso el nombre del líder religioso del país.

Este desacuerdo, por muy fatal que pudiera parecer, y en verdad podría haberlo sido en muchos otros casos, no tenía ninguna influencia nociva sobre los vínculos que compartían guardián y protegida. La aversión de Aimáta hacia el Sacerdote, por muy invencible que resultara, era una aversión pesarosa pero nunca insultante, y por lo tanto despertaba compasión y asombro, en vez de cólera y desprecio, en el corazón de la amada de Ioláni. Era tan sumisa, tan afectuosa con su protectora, tan inocente y resignada a las largas soledades que ahora estaba condenada a soportar, que mofarse o despreciarla habría sido casi demasiado incluso para la refinada capacidad para la vileza que tiene la humanidad.

Tal era entonces la situación de Idía y su joven protegida, en la época de su felicidad, cuando sus vidas transcurrían en una soñadora monotonía de placer, tan carente de vida cuando se describe y tan deliciosa cuando se experimenta. Su ronda habitual de diversiones inocentes aún bastaba para ocupar las horas de soledad de Aimáta; y los encuentros de Idía con el Sacerdote eran tan frecuentes y tan tranquilos como el primero. Así, los días pasados en regocijo, que después serían recordados con dolor, transcurrían de forma agradable. Pero rápidamente se aproximaba un cambio en la suerte de la muchacha y su guardián, y en la hora del parto que se acercaba, se escondía la señal de su comienzo para ambas.

El día que trajo los acontecimientos que forman el tema de este capítulo fue uno de los más hermosos de la bella estación que aún se demoraba sobre las islas del Sur. A cierta distancia de la morada de Idía, en una especie de medio caverna, medio cenador, yacía durmiendo, protegida del calor del mediodía, la muchacha Aimáta. El lugar estaba situado en una colina, y elevado por una eminencia rocosa sobre la calzada pública. Cómo su actual ocupante podía haber ganado semejante posición, era un enigma, pues no existían medios visibles de ascenso hacia el extraño lugar de descanso que había elegido. En su inquieto dormitar, sus ligeras ropas se habían descompuesto tanto que dejaban la parte superior de su cuerpo, tan delicada de formas, tan encantadoramente suave y morena de tono, casi completamente descubierta. Su largo pelo se derramaba ocultando parcialmente el cuello y el pecho. Una mano (sobre la cual había apoyado su mejilla) aún agarraba una profusión de flores reunidas durante la mañana, algunas de las cuales se arracimaban en exquisita confusión sobre la parte inferior de su semblante. La otra descansaba sobre su cadera, como si el sueño la hubiera dominado en el momento en que había intentado arreglar la prenda que había resbalado desde su costado. ¡Así yacía, en la belleza de la inocencia y la juventud! ¡Digna hija del más suave de los climas y del más bello país terrenal!

Repentinamente, sin embargo, se despertó de su sueño y, recogiendo apresuradamente su vestido, corrió hacia la entrada de la cueva.

Dos voces familiares, elevadas por la furia y el nerviosismo, habían llegado a sus oídos desde el camino que tenía debajo. Se asomó cautelosamente. Pocos minutos después, Ioláni el Sacerdote pasó bajo ella, con su moreno semblante alterado por una expresión de ira concentrada y profunda. Podía oírle murmurando y riendo de manera horrible y antinatural mientras avanzaba en dirección a las aldeas de la costa. Esperó hasta que hubo desaparecido de la vista, y entonces, deslizándose con extraordinaria intrepidez y agilidad por los lados casi perpendiculares de la ermita natural gracias a los arbustos y las protuberancias de la piedra, corrió en dirección opuesta a la que había tomado el Sacerdote.

Apenas había avanzado una corta distancia cuando se encontró con Idía, sola en un retiro rocoso junto al camino. La complexión olivácea de la mujer se había convertido en una palidez espectral, sus ojos avanzaban y retrocedían salvajemente por el paisaje que tenía ante sí, y sus manos apretaban su frente, como si una agonía profunda y terrible la hubiera asaltado de pronto. En el instante en que vio a Aimáta, la agarró casi bruscamente por el brazo, y arrastrándola hasta su lado, pronunció algunas palabras a su oído con voz áspera y quejumbrosa. Al momento siguiente, la muchacha cayó a sus pies y estalló en un torrente de lágrimas.

Lo que le había comunicado, y por qué afectaba terriblemente tanto a la narradora como a su oyente, sólo se puede explicar satisfactoriamente si indagamos con brevedad en uno de los pocos aspectos repugnantes del carácter polinesio: la deplorable y criminal costumbre del infanticidio.

Esta lacra de la nación estaba íntimamente relacionada, si no enteramente originada, con una secta de reconocidos libertinos que han existido desde las más antiguas épocas conocidas, bajo diferentes nombres, en las islas del Pacífico, y a cuyas extraordinarias instituciones tendremos que volver a referirnos en una futura ocasión. Entre las reglas de esta atroz sociedad, a la prohibición del matrimonio entre sus miembros se añadió la regulación de que sus hijos debían ser invariablemente eliminados al nacer. Este punto en concreto de la ley de los Areoi pronto se convirtió en un punto conveniente para la gente, en general, siendo la pobreza, el orgullo o la brutalidad de los padres las tres causas principales de la destrucción de los vástagos. Si las posesiones de un hombre eran escasas, si los resultados de su trabajo eran precarios y exiguos, la imposibilidad de criar a sus hijos con comodidad y abundancia se consideraba razón suficiente para su muerte en el instante en que llegaban al mundo. Si un cacique de altura establecía intimidad con una mujer de las clases bajas, los resultados de dicha relación eran considerados indignos de los cuidados del padre y, consecuentemente, eran destruidos al nacer. En el caso de una larga guerra, cuando las filas de los miembros masculinos de la población disminuían con ominosa rapidez, este sistema autorizado de infanticidio era, por necesidad, parcialmente restringido; pues el número de niños que por motivos de conveniencia, afecto o necesidad eran perdonados habría sido insuficiente en una crisis semejante para satisfacer la carencia repentina e inesperada. Sin embargo, tanto se veía sometido el afecto natural al insensato temor a la superpoblación entre estas gentes equivocadas cuyas autoridades gobernantes habían llegado a autorizar el infanticidio en primera instancia, que las frecuentes protestas y resistencia de las madres contra las salvajes intenciones del padre y los parientes masculinos se consideraban, o bien ridículas, o bien directamente insultantes y ofensivas; y la desdichada progenitora tenía la desgracia de ver a su vástago asesinado ante sus ojos, a menos que de alguna manera pudiese prolongar su existencia durante un cuarto de hora a partir de su nacimiento; en ese caso, la ley decretaba que desde ese momento se le permitiera vivir.

Tal (en un breve análisis) era la práctica del infanticidio en las islas del Pacífico, y tal era el crimen con el que el Sacerdote había tentado a la desdichada mujer que le había confiado su valiosa aunque sencilla dote de afecto y sinceridad. El indignado y decidido rechazo por parte de la mujer de la inicua demanda convirtió de inmediato la indiferente crueldad de sus intenciones hacia su vástago no nacido en odio decidido y maligno hacia la madre. Hacía ya mucho que los encantos de la mujer habían empezado a palidecer ante él. La saciedad, el camino más directo del crimen hacia el corazón, ya le había instado a repudiarla; pero ella se había vuelto tan paciente y tan redobladamente afectuosa, a pesar de su apenas disimulado desprecio, que ni siquiera él, a pesar de su villanía, era capaz de abandonarla sin ninguna sombra de pretexto. Ahora, por la manera en que había recibido su propuesta, le había proporcionado la oportunidad de dejarla, y él la aprovechó con impaciencia y alegría.

Pero sus malvadas intenciones no acababan allí. El momento más peligroso para el que ofende es la media hora que sigue a la ofensa, pues, aunque el corazón crea la enemistad, es la mente la que perfecciona el trabajo. Así ocurría con el Sacerdote. El triunfo de haber obtenido su objetivo le bastaba para partir con honor, pero tan pronto se embarcó en su solitario paseo, otros pensamientos empezaron a brotar en su interior.

Había sido desdeñado y desafiado, él, un hombre poderoso y célebre, cuyo gesto había sido, hasta ahora, una orden, cuya menor palabra había sido la ley. ¿Y quién le había desafiado? ¡Una mujer! ¡Una criatura inferior en la escala de los seres, una sierva de la casa, una esclava de la sensualidad del hombre! ¡El más ínfimo campesino de la isla se habría enfurecido de haber sufrido una indignidad como la que él, el hermano del Rey, el Profeta y Sacerdote del Dios de la Guerra, acababa de sufrir!

No había suplicado por el niño. No se había humillado ante él pidiendo el favor de su vida. Le había amenazado y despreciado. Era demasiado.

Estaba decidido a tomar venganza, una venganza inevitable, rápida y completa, pero, ¿cómo la ejecutaría? ¿Debería intentar la destrucción de su hijo en la hora de su nacimiento? Con esto cumpliría su primer objetivo, a la par que satisfaría su sed de venganza; y, además (tal y como garantizaban las costumbres del país) sin ningún peligro para él mismo. En Ioláni, el pensamiento y la acción eran uno, de manera que volvió sobre sus pasos.

No tardó mucho en encontrar la pista de las mujeres, y cuando se detuvo un instante para contemplarlas sin ser observado, otra idea, más satánica aún que la primera, apareció en su mente.

La muchacha, Aimáta, estaba llegando a la madurez. Era el ser más querido por la mujer, su consuelo y su alegría en todas las estaciones. Era inocente y bella incluso entonces, en el primer amanecer de su juventud. ¡Qué instrumento de venganza podría fabricar con ella! ¡Qué admirablemente secundaría y endulzaría su venganza con la lujuria! ¡Con cuánta seguridad todo el dolor que aún quedara en la detestable Idía sería devorado por los celos! ¡Al fin había descubierto un terrible y perdurable método de castigo! Sólo necesitaba tomarse el tiempo necesario, y sería cosa hecha. ¡Si era cauteloso y resuelto en su objetivo, la victoria debía ser suya!

Así decidido, el villano volvió a seguir los pasos de sus víctimas, unas veces acechando entre el follaje, cuando se detenían y miraban hacia atrás; otras, acercándose a sus huellas, cuando entraban en los bosques, después, alejándose más, cuando salían a las llanuras, pero nunca, ni por un instante, permitiéndose perderlas de vista.

Mientras, las mujeres habían sido tan diligentes preparando su seguridad como el Sacerdote tramando su desgracia. Por indefensa que Idía pudiera estar ante la súbita desgracia que la había acometido, su indefensión era sólo momentánea. La inflexible determinación de conservar al niño, aunque pereciese en el intento, había crecido ya en su interior. La vileza de la propuesta del Sacerdote la había horrorizado, pero no abrumado, y la desesperación de una mujer cuyos afectos habían sido atropellados sin motivo se alzó rápidamente para fortificar su corazón contra toda emoción egoísta y contra toda debilidad.

Y la pobre muchacha, cuya inocencia ya estaba marcada por quien la arruinaría, que había sido enseñada a esperar un futuro compañero y una futura ocupación en el niño aún no nacido, incluso ella parecía haber adquirido en esta hora de pesar una determinación impropia de su edad. Dependiente de otros como había estado toda su vida, obligada por las circunstancias, se convirtió en ese momento en un ejército en sí misma. En las mujeres, más comúnmente que en los hombres, la necesidad de acción genera el poder. Sus energías, aunque menos diversas, están más concentradas y, por su posición en la existencia, menos sobrecargadas que las nuestras; es por ello que en muchas situaciones extremas, mientras nosotros deliberamos, ellas actúan; y si, en consecuencia, sus fracasos son más deplorables, sus éxitos resultan, por la misma razón, más victoriosos y completos.

En un instante, Aimáta percibió que en ese momento su deber era gobernar y no obedecer. Condujo, casi arrastró, a la mujer fuera del camino, hacia una senda en el bosque, que conducía a lo largo de las colinas hasta un barranco profundo y distante limitado, a un lado, por la escarpada vertiente de una montaña, y por el otro, por la vasta masa de tierra boscosa que acababan de atravesar mientras llevaban a cabo su fuga. En la distancia, en el hueco de la división natural entre montaña y montaña, se podían percibir en distintas grietas de la piedra los brillantes y hermosos fulgores de las aldeas y el campo que había más allá, y que terminaban en el resplandeciente océano que se extendía en la lejanía. Aquí, en una cueva formada por la unión de varias masas descomunales de basalto, Aimáta se detuvo, pues la había asaltado el extraño presentimiento de que sus huellas eran seguidas por el Sacerdote.

Miró a Idía a la cara. Un ligero rubor como de dolor, o ansiedad, le cubría las mejillas, y un sonido grave, mitad quejido, mitad sollozo, salía de sus labios, pero parecía tan moralmente insensible, tan incapaz de hablar o de percibir, como siempre. La muchacha la atrajo hacia una parte de la cueva cubierta de musgo y flores silvestres y, rompiendo un coco que había caído desde los árboles, recogió un poco de agua en el cascarón; después, arrodillándose junto a la sufriente, la consoló y lloró por ella.

¡Y así, paciente y amable criatura, cuando la Muerte marchite la suavidad de tus mejillas y el brillo de tus ojos felices, cuando tu espíritu tarde en separarse de su bella morada, y los que se hayan regocijado contigo estén llorando a tu lado, así los ángeles se arrodillarán junto a tu cama y te consolarán y llorarán por ti!

Las horas pasaron. El hacha del leñador se oía desde el valle, y las armonías de la brisa, desde el verdor de más arriba. Las sombras, una a una, comenzaron a aparecer sobre las rocas, y la neblina cálida ya se había desvanecido en el mar distante; pero las fugitivas aún se demoraban en la cueva; y la sufriente aún lloraba, y la consoladora, aún consolaba.

Un poco después, la mujer se agitaba con inquietud en su colchón de musgo. Sus ojos relampagueaban y se dilataban. Sus graves lamentos se hacían más profundos, convirtiéndose en gemidos, y desgarraba el musgo y las flores silvestres que tenía a su lado. Entonces, se incorporó un poco y se apartó el vestido del pecho, como si se sofocara de calor, suplicando a la muchacha, con voz lastimera, que tuviera piedad de ella, que aguantara a su lado un poco más, que permaneciera con ella hasta que llegara la hora de su muerte.

* * *

¡Consuélalo, Aimáta, cuídalo! En toda la isla sólo tú le darás la bienvenida. No le reprendas por su llanto, pues su nacimiento fue desdichado. El peregrinaje por el mundo es un peregrinaje de dolor, ¿por qué habría de sorprendernos, entonces, que el inicio del viaje se reciba con una lágrima?

¡Contempla cómo los rayos del sol se reflejan en su piel, cómo se extravían sobre el delicado dibujo de sus pequeños miembros, cómo anidan en los hoyuelos de sus mejillas redondeadas! ¡Y el aire, aunque invisible para ti, qué dulcemente se desliza sobre el seno del infante, qué ligeramente flota sobre su labio! Si la misma naturaleza parece seducirlo para que sonría… ¿quién vacilará en ayudar en un esfuerzo tan sagrado?

Las sombras se habían alargado y multiplicado, la fresca brisa de la noche ya se había levantado sobre la tierra y el sol se hundía rápidamente en el océano distante, cuando Aimáta, que aún estaba acariciando al niño, de pronto se interrumpió en su actividad.

Hubo un distante susurro entre los arbustos. Podría haber sido la caída de un coco o de una piedra suelta. Volvió a escuchar.

Después de un corto intervalo de silencio, volvió a sonar, esta vez más cerca. El ruido fue más prolongado. Corrió hacia Idía casi aturdida por el terror. El susurro se aproximaba, y su oído, entrenado en una percepción refinada desde la infancia, advertía que el sonido lo causaban pasos de hombre. Hablaron unos momentos. El tono de la mujer era dominante y tranquilo, el de la muchacha, alterado e implorante. Al momento siguiente, Aimáta desapareció con el niño en dirección a las llanuras.

Idía se levantó y miró hacia el claro. De pronto, alguien oscureció el último rayo de luz solar que se derramaba a través de la boca de la cueva. Le reconoció, a esa distancia, por su alta y noble estatura, y (a medida que se acercaba) por la amarga burla en sus labios y la inflexible ferocidad de sus ojos. Era el Sacerdote.

—¡Vete! ¡Vete! —gritó ella, a medida que él se aproximaba—. ¿Qué haces aquí? ¡Vuelve con tus hechicerías y con tus dioses, pues el niño está salvado! ¡Lo que era mío, lo he preservado a pesar de ti! ¡Ha nacido! ¡Vive! ¡Crecerá bello y fuerte! ¡Avergonzará tu corazón con su gentileza cuando lo mires! ¡Hablará en el consejo de los valientes! ¡Caminará entre los guerreros del país! ¡Está salvado! ¡Le he visto! ¡Mi amado, sólo mío!

Se rió histéricamente, y había un terrible salvajismo en su mirada, mientras le instaba a marcharse.

Pero él siguió acercándose lentamente, murmurando, con una repugnante sonrisa cadavérica en los labios, y una expresión de ferocidad y lujuria mezclada en los ojos. Mientras observaba la parte exterior de la cueva, apenas notó a la mujer; y habiendo completado su inspección, se dirigió hacia el refugio interior.

Hubo una pausa, un breve silencio; y entonces, pudo oírle avanzando a tientas hacia la oscuridad más allá de ella, llamando con voz suave y tentadora: «¡Aimáta! ¡Aimáta!».

Una horrible sospecha le cruzó la mente. Miró hacia la entrada de la cueva. ¿Dónde estaba Aimáta? ¡Si la chica regresaba mientras el Sacerdote seguía allí…! Era demasiado espantoso para imaginarlo. Se volvió de nuevo hacia la oscuridad. «¡Aimáta! ¡Aimáta!». ¡Ioláni perseveraba en su búsqueda!

Intentó levantarse. Apenas conseguía sostenerse en pie apoyándose en las paredes de la cueva; así que se tambaleó, ayudándose con las protuberancias de la piedra para llegar hasta la entrada de su refugio y allí montó guardia. Si la muchacha regresaba, podría hacerle una señal para que huyese, y así aún podría salvarla.

«¡Aimáta! ¡Aimáta!». Ya podía oír su respiración profunda y apresurada. Al momento siguiente, lo tendría al lado. Al mirarla, sus dedos agarraron mecánicamente el aire, como si pensara que ya la tenía en sus garras asesinas. Avanzó, la sujetó ferozmente por el brazo, titubeó un instante, y entonces, apartándola mientras se reía y murmuraba, la dejó atrás dirigiéndose hacia los terrenos que había más arriba; y aún llamando, a intervalos: «¡Aimáta! ¡Aimáta!».

El sol se había puesto. El breve crepúsculo del sur pronto se extinguió, y sobre la superficie de las aguas se elevó la luna quieta y suave; pero la muchacha no apareció. ¡Una larga hora había transcurrido desde la partida del Sacerdote, y Aimáta aún no había vuelto!

¿La habría encontrado en los bosques? Idía se estremeció sólo de pensarlo. Con temor y pesadumbre, siguió vigilando. Unos minutos después, bajo la luz de la luna vio la figura de la muchacha avanzando cautelosamente hacia ella.

Llegó hasta la cueva. Su larga ausencia la había motivado un exceso de precaución. El infante dormía en sus brazos, y la sonrisa feliz y brillante había vuelto a su rostro inocente. Se deslizó junto a Idía y, dejando a la criatura en sus brazos, le besó la mejilla. Con ese gesto, la antigua ternura y amabilidad regresaron al corazón de la sufriente, y un último y pálido recuerdo de la belleza que ya se desvanecía en ella para siempre parpadeó en su semblante, mientras inclinaba la cabeza y sollozaba sobre el niño.

* * *

Fin del Libro Primero