Epílogo

Una semana después del funeral de Emma, Zoë volvió al trabajo en la posada. Era una bonita mañana soleada de septiembre. En los mercadillos habían empezado a vender hermosas variedades de manzanas, además de calabacines, berenjenas, zanahorias e hinojo. Las manadas de orcas se desplazaban más allá de la isla y los salmones habían terminado sus correrías y remontaban los ríos para desovar. Los patos y los colimbos iban de isla en isla para darse un banquete de vida marina y las águilas americanas se afanaban añadiendo palitos a sus enormes nidos.

Mientras Zoë preparaba el desayuno se preguntaba por qué estaba todo tan silencioso en la posada. Justine había estado entrando y saliendo de la cocina sin decirle apenas una palabra y, aunque Alex le había prometido pasarse para desayunar después de hacer un par de encargos, seguía sin aparecer. Los huéspedes estaban extrañamente callados y no se oía el habitual ruido de conversaciones ni el tintineo de las tazas.

Antes de que pudiera asomarse fuera de la cocina para determinar qué demonios estaba pasando, apareció Justine.

—¿Está listo el desayuno? —le preguntó sin más preámbulos.

—Estará listo dentro de quince minutos. —Zoë la miró extrañada—. ¿Qué pasa? ¿Por qué está todo el mundo tan callado?

—Eso da igual. Hay alguien en la puerta que pregunta por ti.

—¿Quién?

—No puedo decírtelo. Quítate el delantal y ven conmigo.

—¿No es más fácil que venga aquí?

Justine negó con la cabeza y tiró de Zoë para que la siguiera. Recorrieron el pasillo y entraron en el comedor, que se hallaba completamente vacío.

—¿Dónde están los huéspedes? —preguntó Zoë, desconcertada—. ¿Qué has hecho con ellos?

Justine no tuvo que responderle porque vio a una multitud en el vestíbulo. Todos le sonreían. Zoë se puso colorada al darse cuenta de que se habían congregado para darle una sorpresa.

—No es mi cumpleaños —protestó, y todos rieron. Se apartaron y se abrió la puerta de la calle. Con cautela, Zoë salió al porche.

Puso unos ojos como platos cuando una banda de cinco músicos empezó a tocar.

Alex apareció con un ramito de flores en la mano y le sonrió.

—Lo he preparado para que podamos bailar.

—Ya lo veo. —Cogió el ramo, aspiró la fragancia de las flores y los miró con los ojos relucientes—. ¿Por algún motivo en particular?

—Quiero practicar el fox-trot.

—Vale. —Riendo, dejó el ramo en la barandilla del porche y dejó que la guiara en el baile. Otras parejas se unieron a ellos, jóvenes o mayores, y la gente que pasaba se paró a escuchar. Unos niños se pusieron a brincar y girar al ritmo de la música—. ¿A qué viene esta mañana tan particular? —le preguntó—. ¿Y por qué en el porche de la posada?

—Me apetece hacer una declaración pública.

—¡Oh, no!

—¡Oh, sí! —La estrechó contra él y le susurró—: Tengo un regalo para ti.

—¿Dónde está?

—Lo llevo en el bolsillo de atrás.

Zoë levantó las cejas.

—Espero que no sea un broche porque puedes pincharte.

Alex sonrió.

—No es un broche, pero antes de dártelo tengo que saber algo. Si me arrodillo delante de toda esta gente y te hago una pregunta que puedes responder con un sí o con un no… ¿qué me dirás?

La mirada de Zoë se fijó en la calidez de sus ojos azules, unos ojos en los que una mujer habría podido quedarse prendida la vida entera. Dejó de bailar y se puso de puntillas para besarlo.

—Prueba y verás —le susurró, con la boca pegada a sus labios.

Y eso hizo Alex.