23

Por la mañana se trataron con la ligereza de dos personas que intentan fingir desesperadamente que nada ha cambiado cuando en realidad todo es diferente. A Zoë le resultaba insoportable simular que estaba contenta y alegre viendo el modo en que Alex se alejaba de ella. Mantuvieron una conversación impersonal mientras él la llevaba en coche a su casa. Era absolutamente espantoso, pensaba ella, deprimida y desafiante. Sabía con todo su ser que Alex la amaba pero nunca lo admitiría, que quería que lo amara pero nunca permitiría que lo hiciera.

El coche de la enfermera estaba en el camino de entrada. Justine ya había vuelto de la posada.

Zoë se detuvo en la puerta, se volvió y miró a Alex.

—Anoche me divertí —dijo alegremente—. Gracias.

Él se adelantó y le plantó un ligero beso seco en los labios, sin mirarla directamente a los ojos.

—Fue divertido —convino.

—¿Nos veremos después? —le preguntó Zoë—. ¿Esta noche, tal vez?

Alex negó con un gesto.

—Estaré ocupado los dos próximos días con eso de Inari, pero te llamaré.

—No… no lo…

Alex la miró inquisitivamente.

Zoë no quería continuar fingiendo. La idea de esperar y hacerse preguntas mientras su relación se escurría como la arena de un reloj era demasiado deprimente. Tenía que ser honesta con él.

—Lo que te dije anoche… Si te asusté, lo siento, pero no puedo volverme atrás ni quiero hacerlo.

—Yo no…

—Por favor, déjame terminar —le pidió con una sonrisa temblorosa—. Si en este momento quieres romper, bien. —Le tocó la tensa mejilla—. Ahora bien… si quieres que sigamos, no podemos fingir que lo de anoche no pasó. Tienes que sentirte bien con el hecho de que te quiera, porque si no es así, no deberíamos volver a vernos más.

Alex estuvo callado un rato, inexpresivo.

—Tal vez debamos tomarnos un descanso.

—De acuerdo —susurró ella, con el alma en los pies.

Se había acabado. Estaba allí mismo, con ella, pero la distancia entre los dos era infinita.

—Solo de unos días —añadió Alex.

—Claro. —Tenía ganas de rogarle: «No me dejes. Deja que te ame. Te necesito». Sin embargo consiguió tragarse las palabras antes de pronunciarlas.

—Pero si necesitas algo, llámame —le dijo Alex.

Jamás. No le haría aquello a él ni se lo haría a sí misma.

—Sí. —Se dio la vuelta y rebusco la llave en el bolso. De algún modo consiguió abrir la puerta—. Adiós —dijo sin volverse. Le ardían los ojos. Entró y cerró la puerta.

El fantasma no dijo nada hasta que hubieron vuelto a Rainshadow Road. Alex se sentía enfermo y agotado. No había pegado ojo en toda la noche. Se la había pasado mirando a Zoë mientras ella fingía dormir. Anhelaba subirse a la furgoneta y volver con ella pero, al mismo tiempo, si le decía aquellas tres palabras… no lo… Habían sido el motivo de la ruptura. Sabía que estaba jodido, nunca lo había dudado siquiera, pero sobre aquello no podía bromear ni podía tomárselo a risa ni ignorarlo. Era doloroso.

Fue a la cocina y vio el sitio donde Zoë se había apoyado mientras la desnudaba. Recordó el intenso placer de la noche anterior, la absoluta felicidad y la ternura de un acto físico que solo podía ser descrito como «hacer el amor». Nunca había experimentado nada semejante y esperaba no volver a experimentarlo.

Posó los ojos en una botella de vino semivacía, tapada con un corcho. El vino de Sam. A pesar de lo temprano que era, Alex deseaba una copa más que nunca. Siempre que algo iba mal, algo en sus entrañas pedía a gritos alcohol. Se preguntó si eso dejaría de ser así alguna vez. Tragó el exceso de saliva y fue al fregadero para echarse agua en la cara.

Detrás de él, el fantasma habló:

—Así que es esto, supongo.

—No te escucho —dijo Alex con la voz ronca, pero el otro siguió sin inmutarse.

—Zoë ha cometido el imperdonable crimen de decir que te ama, aunque no tengo ni la más remota idea de por qué, así que la abandonas. ¿Sabes lo más graciosos? He oído a Darcy decirte docenas de veces lo mucho que te odiaba y parece que no te basta. ¿Por qué te resulta más fácil tolerar a una mujer que te odia que a una que te ama?

Alex se dio la vuelta, secándose el agua de la cara con una mano, y apartándose los mechones mojados de la frente.

—Eso no dura.

—Eso solía pensar yo —dijo el fantasma. El silencio de Alex era pétreo—. Nunca he entendido por qué estoy encadenado a ti. Probablemente nunca lo entienda. Nada de esto tiene sentido. Tendría que estar unido a Emma, no a ti. ¿Qué va a ser de ella cuando muera y yo no esté? —Parecía enfermo y derrotado.

—No pasará nada. Va a morirse estés o no tú aquí. Su existencia se acabará cuando deba acabarse y la tuya terminará cuando deba terminar y si Dios quiere. Yo me quedaré solo.

—Tú no crees en Dios. No crees en nada. Me preguntaste si podía encontrar un modo de desaparecer y te dije que tenía miedo de intentarlo y no ser capaz de hablar contigo nunca más. Ya me da igual. Bien podría ser invisible. —Vio que Alex volvía a mirar la botella de vino y torció la boca, sarcástico—. Adelante, tómate una copa. ¿Qué más da? Te la serviría yo si pudiera.

Desapareció en un abrir y cerrar de ojos.

La cocina estaba en silencio.

—¿Tom? —llamó Alex, aturdido por la completa ausencia de movimiento y de ruido.

No hubo respuesta.

—¡Ya era hora! —gritó Alex. Se acercó a la botella de vino y la agarró. Al notar el peso del líquido que contenía, el modo en que chocaba contra el vidrio, como tinta, el ansia lo desgarró. Sacó el corcho con los dientes y se dispuso a tomar un trago. Con el rabillo del ojo, sin embargo, vio que una sombra se deslizaba por el suelo.

Con un movimiento brusco, arrojó la botella contra la forma oscura y el cristal se hizo añicos. El vino salpicó los muebles. El aroma intenso del cabernet llenó la cocina. Alex se sentó y apoyó la espalda en el armario, agarrándose la cabeza con las manos, mientras el líquido rojo formaba un charco en el suelo que iba extendiéndose.

—¿Qué clase de maldición? —le preguntó Justine, ojeando un viejo libro ajado en la cocina mientras Zoë preparaba el desayuno—. Veamos… ¿impotencia? ¿Verrugas, furúnculos? Un trastorno digestivo, halitosis, alopecia… Me parece que no le quitaremos el deseo sexual pero lo haremos tan horroroso que nadie le querrá.

Zoë cabeceó, divertida, usando una pala para helado para llenar de masa unas bandejas de magdalenas. Esa mañana le había confesado a Justine que ella y Alex habían roto hacía unos días y su prima se había puesto hecha una furia. Parecía convencida de que podía exigir alguna clase de venganza sobrenatural en nombre de Zoë.

—Justine… ¿Qué estás mirando?

—Un libro que me dio mi madre. Aquí hay un montón de buenas ideas. Mmmm… a lo mejor alguna plaga… de ranas o algo así…

—Justine… No quiero echar una maldición a nadie.

—Claro que no, eres demasiado buena. Yo, sin embargo, no tengo ese inconveniente.

Zoë dejó la pala y se acercó a la mesa a la que estaba sentada su prima. Echó un vistazo al sucio libro de aspecto vetusto. Estaba lleno de extraños símbolos e ilustraciones un tanto alarmantes. Algo gelatinoso goteó del borde.

—¡Dios santo, Justine! Lávate las manos después de haber tocado esta porquería… Todas las páginas están mugrientas.

—No, no todas. Solo las del tercer capítulo. Siempre rezuma un poco.

Haciendo una mueca, Zoë llevó espray multiusos y papel de cocina a la mesa.

—Vuelve a envolverlo —le ordenó a Justine, indicando con un gesto el trozo de tela en el que había estado envuelto.

—Espera, deja que encuentre un hechizo rapidito…

—¡Ya! —dijo Zoë, categórica.

Poniendo mala cara, Justine envolvió el libro en la tela y se lo puso en el regazo mientras la otra limpiaba la mesa.

—No sé si lo dices en serio o si estás bromeando —le dijo Zoë—, pero no hacen falta hechizos ni maldiciones. Si un hombre no quiere estar conmigo, tiene derecho a tomar esa decisión.

—Estoy de acuerdo. Tiene derecho a tomar esa decisión… y yo lo tengo a hacerle sufrir por haberla tomado.

—No le lances ningún hechizo a Alex. No se lo lanzaste a Duane, ¿a qué no?

—Si alguna vez lo ves sin patillas, sabrás por qué.

—Bien, quiero que dejes en paz a Alex.

Justine estaba cabizbaja.

—Zoë, tú eres la única verdadera familia que he tenido. Tengo un padre ausente y mi madre es una de esas mujeres que no deberían haber tenido hijos. Pero tuve la suerte de tenerte. Eres la única buena persona que he conocido. Me conoces lo bastante para herirme más de lo que podría hacer nadie, pero nunca lo harías. Una hermana no te querría tanto como yo.

—Yo también te quiero —dijo Zoë, sentándose a su lado, sonriendo pero con lágrimas en los ojos.

—Desearía que hubiera un hechizo para encontrar a un hombre que te tratara como te mereces, pero los hechizos no funcionan así. Sabía que Alex era peligroso para ti, y lo peor que hay en el mundo es ver a alguien por quien te preocupas ir de cabeza hacia un peligro y no ser capaz de detener a esa persona. Así que no creo que una maldición, una pequeñita, esté completamente injustificada.

Zoë se apoyó en ella y permanecieron las dos sentadas en silencio.

—Alex ya está suficientemente maldito, Justine —dijo por fin—. No puedes hacerle nada peor de lo que ya tiene encima. —Se levantó y volvió a la encimera para terminar de llenar los moldes.

—¿Quieres una bolsa de plástico para guardar ese libro repugnante?

Justine se llevó el libro al pecho, protectora.

—No. Tiene que respirar.

Mientras Zoë metía la bandeja en el horno, sonó el móvil. El corazón le dio un brinco, como cada vez que había sonado durante los últimos días. Sabía que no era Alex quien llamaba, pero no podía evitar desear que lo fuera.

—¿Puedes contestar por mí? —le preguntó a Justine—. Está en mi bolso, en el respaldo de la silla.

—Claro.

—Antes límpiate las manos.

Justine le hizo una mueca, se puso espray multiusos en las manos y se las secó con un trozo de papel de cocina. Luego sacó el teléfono del bolso de su prima.

—Es el número de tu casa —le dijo—. ¡Hola! Soy Justine. Zoë está en plena faena. ¿Le doy el mensaje? —Un momento de silencio—. Estará ahí enseguida. —Otra pausa—. Lo sé, pero querrá ir. De acuerdo Jeannie.

—¿Qué pasa? —preguntó Zoë, metiendo otra bandeja en el horno.

—Nada serio. Jeannie dice que Emma tiene la tensión un poco alta y parece confusa. Confunde las palabras más de lo normal. Jennie le está dando su medicina y dice que no hace falta que vayas, pero ya has oído lo que le he dicho.

—Gracias, Justine. —Tenía el ceño fruncido. Se quitó el delantal y lo dejó en la encimera—. Saca esas magdalenas dentro de exactamente quince minutos, ¿vale?

—Sí. Llámame cuando puedas. Házmelo saber si al final tienes que llevarla al hospital.

Zoë tardó solo quince minutos en llegar a casa. Esa mañana no había visto a Emma, porque cuando Jeannie había llegado la anciana todavía dormía. Había sido la última de una serie de noches malas. Al anochecer Emma estaba cada vez peor: confusa e irritable. No dormía bien. Jeannie había hecho varias sugerencias útiles, como animar a la anciana a echar cabezaditas durante el día y a escuchar música suave justo antes de acostarse.

—Los pacientes con demencia tienden a agobiarse al anochecer —le había explicado la enfermera—. Les cuesta hacer incluso las cosas más simples.

Aunque le habían advertido lo que podía esperar, para Zoë era enervante ver que su abuela se comportaba de un modo completamente impropio de ella. Una vez que no encontraba un par de zapatillas bordadas la había avergonzado acusando a Jeannie de habérselas robado. Por suerte, la enfermera había sido amable, no había perdido la calma y no se había ofendido en absoluto.

—Hará y dirá muchas cosa que no quiere decir —le había dicho—. Forma parte de la enfermedad.

Entró en la casa y vio que su abuela estaba sentada en el sofá, con cara de cansada. Jeannie estaba a su lado, intentando desenredarle el pelo, pero Emma le apartaba la mano con irritación.

—Upsie —le dijo Zoë sonriente, acercándosele—. ¿Cómo te encuentras?

—Llegas tarde. La comida no me ha gustado. Jeannie me ha preparado una hamburguesa y estaba demasiado cruda por dentro para que no me la comiera si no quería. Pero no me ha gustado mi comida y tú preparas la comida cuando no está cruda pero yo no quiero comer.

Zoë hizo un esfuerzo para que no se le notara el pánico que la había invadido. Aquel batiburrillo verbal era inusual en Emma.

Jeannie se levantó y le dio el cepillo, murmurando:

—La tensión. Estará mejor cuando la medicación surta efecto.

—No me ha gustado la comida —insistió Emma.

—Todavía no es hora de comer —le dijo Zoë, sentándose a su lado—, pero, cuando lo sea, te prepararé lo que quieras. Deja que te cepille el pelo, Upsie.

—Quiero a Tom —dijo la anciana, muy seria—. Dile a Alex que lo traiga.

—Vale. —Aunque Zoë quería preguntarle quién era Tom, pensó que era mejor seguirle la corriente hasta que la presión le bajara. Le pasó el cepillo por el pelo con cariño, parando para deshacerle un enredo. Emma se quedó callada un rato, como si le gustara notar las manos de su nieta en el pelo. Aquella tarea contribuyó a que las dos se relajaran.

Emma había hecho incontables veces lo mismo por Zoë cuando ésta era una niña. Siempre acababa diciéndole que era hermosa, por dentro y por fuera, y aquellas palabras habían arraigado en ella. Todo el mundo debería tener a alguien que lo ame incondicionalmente… y para Zoë esa persona había sido siempre Emma.

Cuando terminó de peinarla, dejó el cepillo y le sonrió a su abuela.

—Eres hermosa —le dijo—. Por dentro y por fuera.

Emma la abrazó. Compartieron las dos, así abrazadas, un momento de pura felicidad, sin pensar en el pasado ni en el futuro, centradas en lo que tenían en aquel preciso instante, juntas.

Emma estuvo descansando toda la tarde mientras Jeannie vigilaba su tensión. Al final, satisfecha porque la hipertensión había cedido, la enfermera dio por terminada su jornada.

—Intenta que beba agua siempre que sea posible —le recomendó a Zoë—. Se olvida de beber y no queremos que se nos deshidrate.

Zoë asintió.

—Gracias, Jeannie. No sabes lo mucho que valoro todo lo que haces por Emma… y por mí. Estaríamos perdidas sin ti.

La enfermera le sonrió.

—Estoy encantada de ayudar. Por cierto, pude que después de cenar quieras darle a Emma uno de los sedantes que le han recetado. Hoy ha descansado mucho y, aunque me parece que le hacía falta, esta noche será difícil que duerma sin un poco de ayuda.

—Se lo daré. Gracias.

Como había descubierto que su abuela no se alteraba si por la noche la televisión estaba apagada, Zoë puso un poco de música suave. Las notas de We’ll Meet Again flotaron en el ambiente. Emma escuchaba la canción, como hipnotizada.

—¿Cuándo vendrá Alex? —le preguntó.

Aquella pregunta le encogió el corazón a Zoë. Cuando más echaba de menos a Alex era por la noche. Echaba de menos la conversación relajada mientras la ayudaba a recoger los platos, el modo en que le acariciaba la espalda. Una noche había descubierto que el punto rojo de luz de su medidor láser danzando por el suelo enloquecía a Byron. Se había dedicado a hacer correr en círculos al gato por la habitación, intentado atrapar el punto y luego lo apagaba para que Byron creyera que lo tenía sujeto debajo de la pata. Observando sus travesuras, Emma se había reído tanto que casi se había caído del sofá. Otra noche, después de darse cuenta de que Emma tenía dificultades para recordar dónde estaba guardada cada cosa en las alacenas, Alex había rotulado cada puerta con una nota adhesiva: una para los platos, otra para los vasos, otra para los cubiertos y así todas. Las notas seguían allí, y a Zoë le dolía el corazón cada vez que las veía.

—No sé cuando vendrá —le dijo a Emma. «Ni si volverá alguna vez».

—Tom está con él. Quiero que venga Tom. ¿Puedes llamar a Alex?

—¿Quién es Tom?

—Un granuja. —Emma le sonrió ligeramente—. Un rompecorazones.

Un antiguo novio. Zoë le devolvió la sonrisa.

—¿Estabas enamorada de él? —le preguntó dulcemente.

—Sí. Sí. Llama a Alex y pídele que traiga a Tom.

—Dentro de un ratito, cuando me haya bañado —dijo Zoë, con la esperanza de que Emma se olvidara de aquello cuando el sedante le hiciera efecto. Miró a su abuela sonriendo con socarronería, preguntándose qué conexión había establecido entre su antiguo novio y Alex—. ¿Te recuerda Alex a Tom?

—¡Oh, sí! Alto como él y moreno. Y Tom era carpintero. Construyó cosas hermosas.

No había modo de saber si Tom había sido alguien real, se dijo Zoë, o era un producto de la imaginación de Emma.

—Estoy cansada —murmuró su abuela, dándole vueltas a un botón de su pijama floreado—. Quiero verle, Lorraine. He esperado tanto tiempo…

Lorraine había sido una de las hermanas de Emma. Tragando saliva con dificultad, Zoë se inclinó hacia ella y la besó.

—Voy a darme un baño —le susurró—. Descansa y escucha la música.

Emma asintió, mirando hacia las ventanas. El cielo se oscurecía. El sol se estaba poniendo.

Zoë llenó la bañera y se metió en el agua caliente con un suspiro. Le habría gustado quedarse en remojo un rato, pero solo se permitió diez minutos de baño, reacia a dejar a Emma sin vigilancia por más tiempo. Mientras la bañera se vaciaba, se secó y se puso un camisón y una bata.

—Mucho mejor —dijo sonriendo mientras entraba en el dormitorio principal.

Nadie le respondió. La cama estaba vacía.

—¿Upsie? —Zoë buscó en la silenciosa cocina y corrió hacia su dormitorio. Emma no aparecía por ninguna parte.

El pulso se le aceleró. Hasta entonces, Emma todavía no había empezado a deambular sin rumbo, uno de los rasgos de un estado más avanzado de la demencia. Sin embargo, ese día había tenido un bajón seguro. Además, había insistido mucho en ver a aquel misterioso Tom y en que Alex se lo trajera… Alex corrió hacia la puerta de entrada y vio que estaba abierta. Salió precipitadamente, con la respiración agitada.

—Upsie, ¿dónde estás?

Alex acababa de terminar un paseo por su parcela de Dream Lake con un agente inmobiliario y un abogado que trabajaban para Inari Enterprises. Habían quedado para cenar en el pueblo y luego se habían llegado a la propiedad. Habían dado una vuelta por una pista hasta la orilla del lago, aparentemente para hacerse una idea de lo que era el terreno, pero sobre todo para hacerse una idea de qué clase de tipo era Alex. La reunión había ido bien en opinión de este último.

Se hacía de noche cuando se subió a la furgoneta. En cuanto le dio al contacto, su teléfono vibro y miró la pantalla. Ver el número de Zoë le causó un tumulto de impaciencia. Estaba hambriento del sonido de su voz. Contestó sin pensárselo.

—Hola —dijo—. He estado…

—Alex. —Zoë parecía desesperada, temblorosa—. Lo siento. Yo… por favor, ayúdame. Necesito ayuda.

—¿Qué pasa? —le preguntó de inmediato.

—Emma ha desaparecido. Acabo de darme un baño y… No puede haberse ido hace más de quince minutos, pero deambula por ahí y la he estado llamando. —Sollozaba y hablaba al mismo tiempo—. Yo estoy fuera ahora. He buscado alrededor de la casa, no me contesta y está oscuro…

—Zoë, estoy cerca. Voy enseguida. —No oyó más que el sonido entrecortado de su llanto. Estaba tremendamente contento de que hubiera acudido a él en busca de ayuda—. Cariño… ¿me oyes?

—S… sí.

—No te asustes. La encontraremos.

—No quiero llamar a la policía. Me parece que se esconderá de ella. —Más llanto—. Se ha tomado un sedante y esta noche ha estado hablando de ti y de un tal Tom. Quería que te pidiera que se lo trajeras. Creo que ha salido a buscarte.

—Vale. Estoy a menos de un minuto de tu casa.

—Lo siento —dijo ella con la voz entrecortada—. Perdona que te haya molestado, pero…

—Te dije que me llamaras si necesitabas algo, y lo decía en serio.

Lo decía más en serio incluso de lo que creía. Hasta en aquellas circunstancias, hablar con Zoë era un alivio inconmensurable. Era como si fuera capaz de respirar de nuevo. Se dio cuenta de que esta vez no sería capaz de separarse de Zoë. Algo en él había cambiado o… no, algo no había cambiado. Ésa era la cuestión. Sus sentimientos por Zoë no habían cambiado ni cambiarían jamás. Formaba parte de él. Aquella revelación lo dejó asombrado, pero no era momento de pensar en ello.

Iba conduciendo y escrutando la carretera flanqueada del bosque en busca de algún rastro de Emma. No podía haber ido lejos en tan poco tiempo, sobre todo sedada. Lo único que lo tenía preocupado era que el lago estuviera tan cerca.

—Zoë —le dijo—. ¿Has ido ya a la orilla del lago?

—Ahora voy hacia allí. —Parecía más calmada, aunque seguía resollando.

—Bien. Estoy aparcando en el camino. Voy a echar un vistazo por el bosque del otro lado de la carretera y volveré a la casa. ¿Qué lleva?

—Un pijama de colores suaves.

—Pronto la encontraremos, cariño. Te lo prometo.

—Gracias. —Alex oyó un suspiro tembloroso—. Nunca me habías llamado así.

Ató cabos antes de que él pudiera responderle.

Alex saltó de la furgoneta y a punto estuvo de gritar cuando se encontró cara a cara con el fantasma.

—¡Dios!

Tom le lanzó una mirada burlona.

—No. Soy yo.

—A buena hora apareces.

—Esto no tiene nada que ver contigo. Solo quiero ayudaros a encontrar a Emma. Llámala.

—¡Emma! —gritó Alex—. ¡Emma! ¿Estás por aquí? —Calló al oír a lo lejos el sonido de una voz de mujer, pero de inmediato la reconoció: era Zoë. Se adentró en el bosque para seguir buscando, llamando cada tanto a Emma.

Tom se alejó de Alex cuanto pudo, deambulando entre los árboles.

—No puede haber ido mucho más lejos —dijo—. No creo que haya cruzado la carretera… volvamos a la casa.

Caía la noche, opaca y plomiza sobre el lago.

—Emma —la llamó Alex—. Soy Alex. Estoy aquí con Tom. Sal para que pueda verte.

Los faros de un coche aparecieron tras una curva pronunciada de la carretera. Se acercaba rápido, demasiado rápido por aquella carretera tan estrecha, así que Alex se apartó hacia la cuneta para dejarlo pasar.

—¡Alex! —oyó que decía Tom con voz chillona, aterrado. Al mismo tiempo vio la menuda silueta de Emma caminando a trompicones por el centro de la carretera. Vacilaba, con los ojos muy abiertos y la piel brillante a la cruda luz de los faros. El coche ya doblaba la curva. Cuando el conductor la viera sería demasiado tarde.

Zoë, que acababa de volver del lago, se acercaba por el lado contrario de la carretera. El horror se dibujó en su cara cuando vio a Emma de pie en la trayectoria del vehículo que se aproximaba.

Alex corrió hacia Emma. Una descarga de adrenalina dio alas a sus pies. La alcanzó, le dio un empujón y notó un golpe tremendo que lo tiró al suelo. Todo le daba vueltas, el mundo giraba a toda velocidad, su carne convertida en fuego. Sin embargo, el dolor que presentía quedó en nada. No estaba herido. Había sido el viento lo que lo había derribado.

Tardó unos segundos en recobrarse. Se sentó, aturdido, miró a su alrededor y vio con alivio que había conseguido empujar a Emma fuera de la carretera. La anciana había ido dando traspiés hasta Zoë, que la había agarrado. Las dos habían caído al suelo, pero Zoë ya estaba ayudando a su abuela a levantarse.

Todo estaba bien. Todos estaban bien.

Iba a decir que había faltado poco cuando Zoë lo miró y soltó un grito angustiado. Se echó a llorar y corrió hacia él, con las mejillas arrasadas de lágrimas.

—Alex, no… no… —sollozaba.

—No pasa nada —le dijo él, asombrado de que estuviera tan preocupada por él. Lo invadió una oleada de ternura. Se puso de pie y caminó hacia ella—. El coche solo me ha dado de refilón. Tengo unos cuantos golpes, pero nada más. Estoy bien. Te quiero. —No podía creer lo que acababa de decir… por primera vez en su vida, ni que hubiera sido tan condenadamente fácil—. Te quiero.

—Alex —dijo ella, con la voz entrecortada por la emoción—. ¡Oh, Dios mío! ¡Por favor, no…! —Pasó corriendo junto a él.

No, no junto a él. A través de él.

Asustado, se volvió y vio que Zoë se tiraba al suelo y se acurrucaba encima de una forma tendida en la carretera. Temblaba sacudida por los sollozos y entonaba suavemente unas cuantas palabras.

—¿Ése… soy yo? —preguntó perplejo, retrocediendo. Se miró los brazos y las piernas. No tenía. No tenía cuerpo. Era invisible. Miró las dos siluetas de la carretera… el cuerpo sobre el que Zoë estaba agachada—. Soy yo —dijo, pasando en un abrir y cerrar de ojos de la alegría a la desesperación.

Quería llorar, sentía la agonía de la pena, pero sus ojos permanecían secos.

—Nunca se acostumbra uno a sentir una profunda pena sin llorar lágrimas —oyó que decía una voz a su lado—. ¿Quién hubiese pensado que una de las cosas que más se echan de menos es llorar?

—Tom. —Alex se volvió, agarrándose los antebrazos con desespero. Le chocó ser capaz de notar la textura y la fuerza de una forma humana—. ¿Qué hago ahora? —preguntó.

—Nada. —Tom lo miró con lúgubre compasión—. No puedes hacer nada más que observar.

Alex se volvió a mirar a Zoë sin poder evitarlo.

—La amo. Tengo que estar con ella.

—No puedes.

—¡Maldita sea! ¡No he podido siquiera despedirme de ella!

—No eres de los que toman sus precauciones, ¿verdad? —comentó Tom.

—Hay cosas que debes saber. Mi vida no puede haberse terminado. No he pasado el tiempo suficiente con ella.

Tom parecía exasperado.

—¿Qué crees que estado intentando decirte, cabeza de chorlito?

—Si existe un Dios, me gustaría decirle que…

—¡Cállate! Acabo de oír algo.

Lo único que Alex oía era que Zoë se había callado.

Tom miró como un loco hacia el cielo, distanciándose un par de pasos.

—¿Qué haces? —le preguntó Alex.

—Alguien intenta decirme algo. Oigo una voz. Un par de voces.

—¿Qué dicen?

—Si cerraras la boca el tiempo suficiente para que lo oyera, entonces… —Prestó atención al cielo de nuevo—. Vale. Ya lo tengo. Sí. Está bien. —Al cabo de un momento miró a Alex—. Me permiten ayudarte.

—¿Quiénes?

—No estoy seguro, pero han dicho que solo tenemos unos quince segundos antes de que sea demasiado tarde.

—¿Demasiado tarde para qué?

—Cállate. Acaban de decirme cómo arreglar eso e intento recordarlo todo.

—¿Arreglar qué? ¿Arreglarme a mí?

—No me distraigas. Cierra el pico y ponte junto al cuerpo.

El cuerpo. Su cuerpo. Alex deseaba tanto estar vivo, volver a estar dentro de aquella concha basada en el carbono aunque fuera un momento… Solo lo suficiente para decirle a Zoë lo que significaba para él. De pie junto al cuerpo tirado de bruces, vio su propio rostro. Zoë le acariciaba la mandíbula inmóvil, con los dedos temblorosos sobre sus labios abiertos. Los sonidos que emitía eran como la tela de un alma al ser rasgada. Jamás hubiera soñado que alguien sintiera tanta pena por él.

Los preciosos segundos transcurrían.

—Tom —le dijo desesperado, sin poder apartar la mirada de Zoë—, no pasa nada.

—Yo me ocuparé de mi parte. —El fantasma estaba a su lado—. Tú ocúpate de la tuya.

—¿En qué consiste?

—Céntrate en Zoë. Dile lo que le dirías si pudieras pasar un par de minutos más con ella. Haz como si pudiera oírte.

Alex se arrodilló junto a ella, deseando poderle acariciar el pelo y secarle las lágrimas, pero no podía acunarla en sus brazos. No podía sentirla ni olerla ni besarla. Lo único que podía hacer era amarla.

—¡Lo siento tanto! —dijo—. No quiero dejarte. Te quiero, Zoë. Eras el único milagro en el que he creído. Vales por todos los demás. Ojalá pudieras oírme. Ojalá lo supieras. —Se sentía mareado, notaba que se fragmentaba, que los enlaces de materia espiritual se disolvían. Los restos de consciencia se deslizaron entre los márgenes borrosos entre esta vida y la otra. Sus últimos segundos se le agotaban. Ya no podía hablar, solo le quedaban los pensamientos, como una hilera de piezas de dominó cayendo. «Da igual en qué me convierta… te amaré. Ninguna fuerza del cielo ni del infierno me detendrá y maldito sea quien lo intente. Te querré eternamente».

Todo se oscureció. Las estrellas se extinguieron y el cielo se desplomó y el mundo se cerró sobre sí mismo.

—Blasfemando hasta el final —oyó Alex que alguien decía con acritud—. No es que me sorprenda.

Alex reconoció la voz de Tom. Tuvo la sensación de estar recubierto de plomo, porque le pesaban demasiado las extremidades para poder moverlas. Y entonces la idea lo alcanzó como un mazazo: tenía cuerpo. Tenía forma física.

—No ha sido fácil volver a meterte ahí —le dijo Tom—. Ha sido como intentar volver a meter el dentífrico en el tubo.

Experimentando un torrente frenético de sensaciones, Alex percibió que estaba tendido en el asfalto, con el cuello doblado por el modo en que Zoë le sostenía la cabeza contra el pecho. Tenía los pulmones a punto de reventar.

—Intenta respirar —le sugirió Tom.

Alex tragó una bocanada de aire fresco y maravilloso, abrió los ojos y empezó a moverse.

Zoë soltó un grito de espanto.

—¡Alex! —Le pasó las manos temblorosas por el cuerpo—. Pero si estabas… tenías el pecho completamente… no había modo de que pudieras haber… —Abrumada por la emoción, se cubrió la mano con una mano y lo miró con asombro.

Con esfuerzo, Alex se incorporó hasta sentarse. Agarró a Zoë por la muñeca, tiró de ella y le plantó un beso en los labios. Notó en la boca el sabor salado de sus lágrimas.

—Te quiero —le dijo con la voz ronca.

Respirando entre sollozos, Zoë lo miró con los ojos llenos de lágrimas.

Tom.

—Ayuda a Emma —le urgió Tom—. Tiene que entrar en la casa.

La anciana estaba arrodillada cerca, mirándolos soñolienta. La brisa le echaba mechones de pelo plateado sobre la cara.

Alex se puso de pie con dificultad y levantó a Zoë.

—A lo mejor no deberías intentar caminar —protestó Zoë.

—Estoy bien.

—Alex… estabas herido. Lo he visto.

—Sé el aspecto que seguramente tenía —le dijo él con dulzura—, pero todo está bien. Te lo prometo.

La conductora del coche, una consternada mujer de mediana edad, farfullaba algo sobre el seguro y números de teléfono y llamar a los paramédicos.

—Si te ocupas de ella, yo me llevaré dentro a Emma —le dijo Alex a Zoë y, sin esperar a que le respondiera, cogió en brazos a la anciana y se la llevó a la casa. Pesaba asombrosamente poco.

—Gracias por salvarme —le dijo.

—No ha sido nada.

—He visto cómo te ha golpeado el coche.

—Solo ha sido un golpecito.

—El parachoques delantero ha quedado abollado y el faro se ha roto —insistió ella.

—Ya no se fabrican coches como los de antes.

Emma soltó una risita.

Alex la entró en la casa y la llevó directamente al dormitorio. Después de dejarla en la cama, le quitó las zapatillas y la tapó hasta la barbilla.

—Estaba buscando a Tom —le dijo Emma, dándole una palmadita en la mejilla.

Alex se inclinó para besarle la frente.

—Está aquí —murmuró.

—Ya lo sé.

Zoë entró en la habitación y se puso a mimar a su abuela, haciéndole preguntas con preocupación y persuadiéndola para que tomara un sorbo de agua. Mientras se marchaba, Alex oyó que Emma decía, con cierta irritación.

—Déjame dormir, Zoë. Yo también te quiero. Déjame descansar —oyó Alex que le decía Emma con cierta irritación.

Cuando por fin Zoë apagó la luz y salió de la habitación, Tom fue a tumbarse en silencio junto a Emma.

—Te deseaba —le susurró ella al cabo de un momento—. No pude encontrarte.

—Nunca volveré a dejarte —le dijo Tom. No sabía si podía oírlo, pero notó que se relajaba e iba hundiéndose en el sueño.

Un susurro quejumbroso:

—No recuerdo nada.

—No tienes por qué —repuso Tom, sonriéndole en la oscuridad—. Esta noche he encontrado todos tus recuerdos y los mantendré a buen recaudo para ti… están esperando dentro de mí como un latido del corazón y te los entregaré cuando llegue el momento.

—Pronto —susurró ella, volviéndose hacia él con un suspiro de alivio.

—Sí, cariño… muy pronto.

Zoë le indicó por gestos a Alex que la siguiera y lo llevó hacia su habitación, con un nudo en la garganta y los ojos llenos de lágrimas.

Él la miraba tremendamente preocupado.

—¿Qué pasa?

—Estaba tan asustada… —dijo con voz llorosa, secándose las lágrimas con la manga de la bata.

—Lo sé. Siento haber empujado de esa forma a Emma, pero parece que ahora está bien…

—Me refiero a por ti. —Fue al aseo, cogió un pañuelo de papel y se sonó ruidosamente. Le temblaba la barbilla cuando continuó—: He visto cómo te atropellaba ese coche…

—De refilón.

—Te ha dado de lleno. —Se le escapó un hipido—. Y estabas tirado en el suelo, destrozado. He creído que estabas… —Calló y tragó con dificultad porque el llanto la acosaba. Nunca se sobrepondría de haberlo visto inconsciente en la carretera. El miedo seguía atenazándola. Le tocó el hombro con una mano temblorosa, solo para asegurarse de que realmente estaba allí, de que estaba vivo.

Alex le cogió las manos y se las llevó al pecho para que notara el fuerte latido de su corazón.

—Zoë, tengo muchas cosas que contarte. Tardaré toda la noche en hacerlo. Un año. No… la vida entera.

—Tarda todo lo que quieras. —Se sorbió los mocos—. No voy a irme a ninguna parte.

Alex la abrazó fuerte, dándole consuelo. Fue un abrazo intenso, vital.

Se quedó callado un buen rato, porque comprendía que a Zoë le hacía falta notar su presencia, y allí se quedó ella, con la cabeza contra su pecho, aspirando el aroma de polvo, alquitrán y aire nocturno. Luego él le apartó el pelo de la cara y la besó suavemente en la mejilla.

—Cuando me dijiste que me amabas —le dijo bajito—, me asusté, porque sabía que cuando una mujer como tú dice eso, quiere decirlo… todo. Matrimonio, una casa con columpio en el porche, niños…

—Sí.

Le pasó la mano por el pelo y le sostuvo la cabeza hacia atrás para mirarla a los ojos con intensidad. No quería que dudara de lo que iba a decirle.

—Yo quiero lo mismo.

Hasta aquel momento Zoë había estado temblando de nervios y de miedo, pero se puso a temblar de un modo distinto al entender a qué se refería él.

La besó en la boca. Fue un beso prolongado que duró hasta que se le aflojaron las rodillas.

—Vamos a hacer las cosas a tu ritmo —le dijo—. Tan rápido o tan despacio como quieras.

—No quiero esperar —le dijo ella, aferrándose a su espalda, cálida y fuerte—. No quiero volver a pasar una noche sin ti. Quiero que te vengas a vivir conmigo ahora mismo y que nos comprometamos y que fijemos la fecha de la boda y… —Calló y lo miró avergonzada—. ¿Estoy yendo demasiado rápido?

Alex rió bajito.

—Puedo seguirte el ritmo —le aseguró. Y se la llevó a la cama.

Alex se despertó bañado por la luz matutina. Se quedó tendido sin moverse, disfrutando de la sensación de despertarse en la cama de Zoë, con la cabeza semienterrada en las almohadas que olían a lavanda. Pasó un brazo por encima de las sábanas blancas, buscándola, pero no encontró más que un espacio vacío.

—Zoë está en la cocina —oyó que le decía Tom.

Abrió los ojos y tardó en reaccionar. Tom no estaba solo. Había una joven delgada a su lado. Ambos iban de la mano. Ella llevaba el pelo rubio ondulado y con la raya a un lado. Tenía una cara un poco angulosa pero bonita, de mirada inteligente.

Alex se sentó despacio, cubriéndose hasta la cintura con la sábana.

—Buenos días —dijo, aturdido.

La joven le sonrió con su habitual picardía. Era más que desconcertante ver la sonrisa de Emma en aquella versión tan joven de sí misma.

—Buenos días, Alex.

Él los miró a ambos. La felicidad iluminaba el aire, la emoción convertida en luz. Tom, en lugar de su sombría soledad, tenía chispitas en los ojos llenos de vitalidad.

—¿Todo está bien, entonces? —Alex los miraba inquisitivamente.

—Magnífico —dijo Emma—. Todo es como debe ser.

Tom la miró antes de dirigirse a Alex.

—Venimos a despedirnos. Debemos irnos a un lugar.

—¿En serio? —Le chocaba el hecho de que el fantasma lo dejara en paz por fin. Ambos serían libres. Lo que Alex no esperaba era que la perspectiva lo entristeciera—. Nunca me he alegrado tanto de librarme de alguien —pudo decir.

Tom sonrió.

—Yo también te echaré de menos.

Alex necesitaba decir algunas cosas… «Nunca te olvidaré ni olvidaré tu detestable manera de cantar y de hacer comentarios de listillo, ni cómo me has salvado la vida. Te has convertido en el amigo que nunca supe que me hacía falta y me hiciste comprender que lo peor no es morir, sino hacerlo sin haber amado a nadie». Sin embargo, parecía que no iban a tener tiempo ni ocasión para hablar. Además, por la manera en que Tom lo miraba, vio que sabía todo aquello y mucho más.

—¿Volveremos a vernos? —le preguntó.

—Sí —dijo Tom—, pero no de momento. Zoë y tú tenéis una larga vida por delante. Tenéis que formar una familia… Tendréis dos hijos y tres hijas, y uno de ellos llegará a ser…

Emma lo interrumpió.

—Alex, haz como si no hubieras oído ni una palabra de todo esto. —Se volvió hacia Tom y chasqueó la lengua, reprendiéndolo—. Siempre metiendo la pata. Sabes que no deberías haberle dicho nada.

—Tu trabajo es tenerme a raya —repuso Tom.

—No estoy segura de que nadie sea capaz. Eres un caso perdido.

Tom bajó la frente hacia la de ella.

—Tú sí —murmuró.

Se quedaron callados un momento. El placer que sentían de estar juntos casi podía tocarse.

—Vámonos —le susurró Tom—. Tenemos que recuperar el tiempo perdido.

—Sesenta y siete años más o menos —dijo Emma.

Tom le sonrió, mirándola a los ojos.

—Entonces será mejor que empecemos. —Le pasó un brazo por los hombros y la llevó hacia la puerta. Ambos se detuvieron en el umbral y se volvieron para mirar a Alex.

Los vio borrosos por las lágrimas y tuvo que aclararse la garganta para poder hablar.

—Gracias por todo.

El otro hombre le sonrió comprensivo.

—Los dos estábamos equivocados, Alex. El amor es duradero. De hecho, es la única cosa duradera que existe.

—Cuida de Zoë —le pidió Emma con dulzura.

—La haré feliz —le dijo Alex con la voz áspera—. Lo juro.

—Sé que la harás feliz. —Le sostuvo la mirada con afecto—. Practica el fox-trot —le dijo finalmente, y le guiñó un ojo.

Al instante siguiente se habían ido.

Alex se enfundó los vaqueros y fue descalzo a la cocina. La cafetera estaba al fuego pero no se veía a Zoë por ninguna parte.

La puerta de la habitación de Emma estaba abierta de par en par y Alex comprendió que había ido a ver cómo estaba su abuela. Encontró a Zoë sentada al borde de la cama, con la cabeza inclinada. Aunque no le veía la cara, se dio cuenta de que las lágrimas le caían en el regazo.

—Alex… La abuela… —Tenía la voz estrangulada.

—Lo sé, cariño. —Ella se echó en sus brazos y él murmuró contra su pelo que la quería, que siempre estaría a su lado. Zoë enterró la cara en su pecho, sollozando, hasta que por fin dejó de llorar.

Al cabo de un rato, Alex sacó a Zoë de la habitación y cerró la puerta.

—Ahora es feliz —le dijo, sin dejar de abrazarla—. Quería que te lo dijera.

—¿Estás seguro? —le preguntó ella, desconcertada.

—Segurísimo —repuso él, categórico—. Está con Tom.

Zoë caviló un momento sobre aquello.

—No sé nada de Tom. —Se secó una lágrima que le quedaba en la mejilla—. No sé si me gusta la idea de que se haya ido con un desconocido para mí.

Alex le sonrió.

—Puedo contarte un par de cosas sobre él…