22

«Tal vez tengas la fortuna que tuve yo».

Aunque Alex no quería admitirlo, aquellas palabras lo habían fastidiado más de lo que el fantasma creía. Sabía que había sido un imbécil diciéndole al fantasma que tal vez había sido mejor que muriera joven. Decir algo así era un error en todos los sentidos, aunque lo creyeras.

La cuestión era que Alex ya no estaba completamente seguro de lo que creía.

La introspección nunca había sido su fuerte. Había crecido convencido de que, si no esperas nada y nada obtienes, no puedes sentirte decepcionado. Si no permites que nadie te quiera, nadie te romperá el corazón, y si buscas lo peor de la gente, siempre lo encuentras. Se había mantenido a salvo gracias a tales convicciones.

Sin embargo, no podía evitar recordar una línea de la carta que Emma había escrito hacía tantos años… algo sobre sus oraciones atrapadas como codornices bajo la nieve. Aquellas aves que dormían acurrucadas en el suelo agradecían la capa de nieve que las cubría y las aislaba. Algunas veces, no obstante, la nieve se congelaba y las atrapaba en una concha dura de la que no podían escapar. Sin comida, se ahogaban y se morían de hambre y de frío. Sin que nadie las viera, sin que nadie las oyera.

Había veces en que le parecía que Zoë atravesaba capas de protección. Le había dado algunos de los pocos momentos de felicidad que había conocido en su vida, pero nunca sería capaz de vivir aquella sensación plenamente porque estaba irremediablemente convencido de que no podía durar… y eso implicaba que Zoë era para él un peligro. Era una debilidad que no podía permitirse.

Alex no era como sus hermanos. Los dos eran más despreocupados, se sentían más cómodos dando y recibiendo afecto. Por lo que recordaba de su hermana Vickie, ella también era así. Sin embargo, ninguno de los tres vivía todavía en casa cuando sus padres se habían hundido en lo peor de su alcoholismo. Ninguno de ellos había sido descuidado durante días o semanas seguidas en una casa silenciosa. A ninguno le habían dado alcohol para que se estuviera callado los fines de semana.

A pesar de sus propios problemas, Alex no lamentaba que Sam fuera otra vez feliz. Su hermano había vuelto con Lucy. Le había dicho que la relación era seria y que se casarían algún día. Su plan era que Lucy aceptara la beca de arte de un año en Nueva York. Ella y Sam mantendrían una relación a distancia hasta que regresara a Friday Harbor.

—Así que sería conveniente que te mudaras a Rainshadow Road —le dijo Sam—. Voy a ir a Nueva York al menos una vez al mes para ver a Lucy y, mientras, tú puedes ocuparte de todo por mí.

—Cualquier cosa con tal de librarme de ti —repuso Alex, incapaz de disimular una sonrisa viendo lo exultante que estaba Sam—. ¡Caray! Estás un poco demasiado contento. ¿Puedes relajarte un poquito? Solo lo bastante para que pueda seguir en la misma habitación que tú…

—Lo intentaré. —Sam se sirvió un poco de vino y miró de soslayo a su hermano—. ¿Quieres una copa?

Alex negó con la cabeza.

—Ya no bebo.

Sam lo miró pasmado.

—¡Qué bien! —Iba a dejar su copa, pero Alex le hizo señas para que se la tomara.

—Adelante, yo estoy bien.

Sam tomó un sorbo de vino.

—¿Qué te indujo a dejarlo?

—Me estaba acercando peligrosamente a un punto sin retorno.

Sam pareció entender a qué se refería.

—Me alegro —le dijo sinceramente—. Tienes mejor aspecto. Más saludable. —Hizo una pausa deliberada—: Parece que salir con Zoë Hoffman tiene sus beneficios.

Alex frunció el ceño.

—¿Quién te lo ha dicho?

Sam sonrió.

—Esto es Friday Harbor, Alex. Una comunidad unida en la que todos vivimos para enterarnos de los sórdidos detalles íntimos de la vida de los demás. Me sería más sencillo decirte quién no me lo ha dicho. Te han visto con Zoë en infinidad de ocasiones. Le has reformado la casa. Tu furgoneta ha estado toda la noche aparcada en su camino de entrada. Espero que no creyeras que todo eso era un secreto.

—No, pero no imaginaba que todos estuvieran tan interesados en mi vida privada.

—¡Claro que lo están! No es divertido chismorrear de cosas que no son privadas. Así que tú y Zoë…

—No hablo de ello —le advirtió Alex—. No me preguntes cómo va la relación ni qué intenciones tengo.

—Todo eso me da igual. Lo único que quiero saber es cómo es en la cama.

—Una pasada —dijo Alex—. Orgasmos a un nivel celular.

—¡Caramba! —comentó Sam, impresionado.

—Lo más asombroso es que suele haber una anciana en la casa y un gato maullando al otro lado de la puerta.

Sam rió bajito.

—Bueno, tienes la oportunidad de pasar un tiempo a solas con Zoë la semana que viene. Pasaré en Nueva York unos cuantos días para ayudar a Lucy a instalarse en su apartamento. Así que si ya te has traído tus cosas para entonces…

—Tardaré medio día como mucho —le dijo Alex.

Oyó el aviso de que le había llegado un mensaje de texto y se sacó el móvil del bolsillo trasero. Era de su agente inmobiliario, que recientemente le había tanteado acerca de una posible oferta para la parcela de Dream Lake. A pesar de que le había dicho que no estaba interesado en venderla, porque quería explotar la tierra por su cuenta, el agente había insistido en que era una oferta que merecía la pena tener en cuenta. El comprador, Jason Black, era un creador de videojuegos de Inari Enterprises. Buscaba un lugar donde construir una especie de retiro para una comunidad de aprendizaje. Sería un gran proyecto, con varios edificios y servicios. Quien lo construyera ganaría mucho dinero.

—Y esto es lo interesante —le había dicho el agente a Alex—. Black quiere que se construya todo con el certificado de sostenibilidad, según los últimos requisitos medioambientales y de ahorro energético. Cuando le dije a su agente que tienes la acreditación y experiencia en la construcción de casas ecológicas… bueno, ahora tiene interés en hablar contigo. Es una suerte que puedas vender la propiedad con la condición de que será tuyo el contrato de construcción.

—Me gusta trabajar por mi cuenta —le había dicho Alex—. No quiero vender, y la idea de tener que tratar con un obseso de los videojuegos… ¿cómo sé que no fanfarronea?

—Reúnete con él —le había rogado el agente inmobiliario—. No estamos hablando solo de dinero, Alex. Estamos hablando de pasta gansa.

Mirando a su hermano, a Alex se le ocurrió que Sam podía conocer la empresa de videojuegos.

—Oye, ¿tú sabes algo de Inari Enterprises?

—¿Inari? Acaban de sacar Skyrebels.

—¿Eso qué es?

—¿Dónde has estado metido? Skyrebels es la cuarta entrega de Dragon Spell Chronicles.

—¿Cómo he podido perdérmelo? —exclamó Alex.

—Skyrebels es el juego de más éxito —prosiguió Sam con entusiasmo. Se han vendido unos cinco millones de copias durante la primera semana desde que salió a la venta. Es un juego de rol de formato abierto que ofrece un modo de juego no lineal, y posee una increíble resolución gráfica, con autosombreado y…

—En inglés, Sam.

—Basta con que te diga que es el entretenimiento más grande, mejor y más chulo que se haya visto y que la única razón por la que no juego las veinticuatro horas del día es porque de vez en cuando necesito hacer una pausa para comer o para follar.

—Entonces habrás oído hablar de Jason Black.

—Es uno de los creadores de juegos más importantes de todos los tiempos. Bastante misterioso. Normalmente un tipo de su posición habla un montón de los eventos de la industria de los videojuegos y de las galas de premios, pero él no se hace notar. Tiene un par de hombres que hablan y aparecen en los medios en su nombre. ¿Por qué me lo preguntas?

Alex se encogió de hombros.

—He oído que podría querer comprar una propiedad en la isla —dijo sin concretar más.

—Jason Black podría comprarse la isla entera —le aseguró Sam—. Si tienes ocasión de hacer algo en asociación con él o con Inari, atrápala y corre.

—¿Es un juego como Angry Birds? —le preguntó Zoë al cabo de unos días, cuando Alex le habló de Skyrebels.

—No. Se trata de todo un mundo, como una película. Puedes explorar distintas ciudades, librar batallas, cazar dragones. Hay un número potencialmente ilimitado de entornos. Por lo visto puedes apartarte de la búsqueda principal para leer libros de una librería virtual o cocinar platos virtuales.

—¿Cuál es la búsqueda principal?

—¡Que me aspen si lo sé!

Zoë sonrió mientras vertía el chocolate blanco derretido de una sartén pequeña en un cuenco. Ella y Alex estaban solos en la casa de Rainshadow Road. Sam se había marchado a Nueva York para ver a Lucy y Justine se había ofrecido a quedarse con Emma en la casa de Dream Lake.

—No lo hago por Alex, lo hago por ti —le había dicho a Zoë—. De vez en cuando deberías pasar una noche sin tener que ocuparte de Emma.

—¿Por qué quiere alguien pasar tanto tiempo en un mundo virtual en lugar de en el mundo real? —le preguntó a Alex dejando la sartén vacía—. Te puedes tomar la molestia de preparar una comida virtual pero seguirás sin tener nada real que llevarte a la boca.

—Los jugadores no quieren una cena de verdad —le dijo él—. Les gustan las cosas que se pueden comer con una sola mano: patatas fritas, ganchitos… —Rió al ver la cara que ponía ella y observó, intrigado, cómo usaba una espátula para mezclar el chocolate en un cuenco de nata batida.

—¿Por qué la mezclas así?

—Si lo mezclas de la manera habitual no queda esponjoso. —Metió la espátula verticalmente en el cuenco de nata y chocolate blanco y ejecutó un movimiento envolvente por el fondo y un lado del recipiente. Cada vez que terminaba aquella maniobra le daba al cuenco un cuarto de vuelta—. ¿Lo ves? De esta manera la mezcla se mantiene ligera. Toma, prueba.

—No quiero estropearlo —protestó Alex cuando le dio la espátula.

—No lo harás. —Le sujetó la mano con la suya y le enseñó a describir el movimiento. Él permaneció detrás de ella, rodeándola con los brazos, mientras Zoë guiaba su mano hábilmente—. Abajo, por debajo, arriba, por encima. Abajo, por debajo, arriba, por encima… sí, eso es.

—Empiezo a excitarme —le dijo él, y Zoë soltó una carcajada.

—No es que te cueste demasiado.

Le devolvió la espátula y hundió la nariz en sus rizos mientras ella dejaba a punto la emulsión.

—¿Para qué hacemos esto?

—Para una tartaleta de chocolate blanco y fresas. —Hundió un dedo en la crema y se dio la vuelta en sus brazos—. Prueba.

Él probó la crema de su dedo.

—¡Dios, qué bueno está! Dame más.

—Esto y basta —dijo ella con severidad, hundiendo una vez más el dedo en el cuenco—. Lo necesitamos para la tartaleta.

Le succionó el dedo.

—Mmmm. —Bajó la cabeza y compartió el bocado con ella. Tenía la lengua dulce como el chocolate blanco.

Zoë se relajó y abrió los labios. El beso se prolongó, se volvió profundo y perezoso, mientras las manos de Alex se deslizaban por sus brazos y sus hombros. Cogió el dobladillo de su camiseta y empezó a subírsela. Ella lo detuvo con un gritito de protesta.

—Alex, no. Estamos en la cocina.

Le besó el cuello.

—No hay nadie.

—Las ventanas…

—No hay nadie en kilómetros a la redonda. —Le quitó la camiseta y atrapó su boca con una sensual glotonería que le erizó la pelusilla de la nuca y los brazos. Cuando notó que le bajaba los tirantes del sujetador se tensó inquieta, pero se lo permitió. Sus dedos, tan seguros, le desabrocharon los corchetes de la espalda. Uno, dos, tres… Las tirillas y el encaje elástico cayeron.

Le cubrió los pechos con las manos, ejerciendo una cálida y estimulante presión, acariciándola suavemente con las palmas. Luego le pellizcó los pezones hasta que se le endurecieron. Ella se apoyó contra el borde de la encimera, haciendo un esfuerzo por hablar, entre jadeos.

—Por favor… arriba… —quería la oscura privacidad envolvente de un dormitorio, la blandura de una cama.

—Aquí —insistió en voz baja Alex, que se quitó la camiseta y la tiró al suelo. Todo él era agresividad y fuerza física masculina. Tenía los ojos encendidos y de un azul demoníaco cuando metió la mano en el cuenco de nata y cogió un poco con dos dedos. Zoë parpadeó al darse cuenta de lo que pretendía.

—Ni se te ocurra —resolló, riéndose bajito, intentando zafarse—. A ti te falla algo.

Sin embargo, él la había agarrado con la mano libre por la parte delantera de los pantalones cortos y la retuvo para untarle los pezones con la mezcla de nata y chocolate blanco.

Zoë cerró los ojos, temblorosa, cuando él empezó a lamer y a chupar. Subió la cabeza y la besó de nuevo; su boca era deliciosa y voraz. Con las manos dentro de sus pantalones cortos, apoyó las manos calientes contra su piel fría. La joven no podía pensar, apenas era capaz de respirar. «Permíteselo», le decía el cuerpo, y el placer se desplegaba lascivo. Que le quitara los pantalones cortos y las bragas, que le besara la vulnerable curva del vientre y le tocara la entrepierna. Que se arrodillara delante de ella y siguiera con la boca el sabor de su excitación.

Le temblaron las piernas y se apoyó en el granito frío para sostenerse. Tenía la piel de todo el cuerpo de gallina. Alex alcanzó de nuevo el cuenco de nata y Zoë notó una dulce frescura entre los muslos. Él se las separó con la boca y se puso a lamerla. Hacia abajo, de un lado a otro, arriba y vuelta a empezar, a un ritmo persistente, sin piedad. No le daba tiempo para pensar y le prodigaba una sensación tan intensa que se le aceleraba el corazón. Se dio cuenta de que estaba emitiendo sonidos como una durmiente afligida, moviendo los labios en círculos apretados contra la boca de él. Se humedeció y él lamió más profundamente, más enérgicamente, causándole una conmoción. Gritó cuanto la rodeaba convertido en un borrón brillante, pero él persistió, acariciándola mientras la liberación la recorría, hasta que protestó, agotada.

Alex se incorporó y se desabrochó la cremallera de los vaqueros. La abrazó y la situó contra la su erección. Ella le abrazó el cuello y apoyó la cabeza en su hombro. No hacía falta usar condón porque había empezado a tomar la píldora. Él se puso en posición y le arrancó un gemido cuando empujó con una fuerza que casi la levantó del suelo y lo rodeó con todo el cuerpo, acogiendo la dura invasión hasta que él volvió a empujar. Zoë se sentía ingrávida, anclada únicamente por la fuerza de él en su interior. Estremecimientos del placer se transmitían de su carne a la de Alex, que se los devolvía. El aire silbó entre los dientes del hombre, aferrado a ella, cuando sus embestidas se sucedieron. Se mantuvieron pegados y temblorosos, intercambiando suaves besos que enseguida se volvieron glotones… la clase de besos que uno comparte con alguien que posiblemente no estará siempre a tu lado pero lo está ahora.

Subieron al piso de arriba, a la cama de Alex. Las frescas sábanas eran blancas y las ventanas estaban abiertas a la brisa salada de False Bay. Mientras él la besaba y la acariciaba, la luna de septiembre derramó su luz fría en la habitación. Ella notó el tirón de aquella luna, la marea de emoción y energía que crecía mientras Alex le hacía el amor como si fuera su dueño. Como si quisiera que su presencia penetrara profundamente en la memoria de Zoë y no se borrara jamás.

Lo sentí tan fuerte sobre ella, llenándola con duras arremetidas mientras la luz de la luna los envolvía. Le puso una mano en las nalgas y la levantó, llevándola a acompañar sus movimientos. El ansia alcanzó un punto agónico y Zoë gimió justo antes de que él se corriera, pero él se contuvo, bajando el ritmo, impidiéndole llegar. Le abrazó las caderas, burlándose mientras ella se retorcía, jadeando palabras de súplica, diciéndole que le deseaba, que le necesitaba, que haría cualquier cosa por él. No fue suficiente. La llevó hasta el borde del orgasmo y le impidió llegar hasta que los dos estuvieron cubiertos de sudor y temblorosos de deseo y él susurró su nombre con cada embestida mientras la sometía a un ritmo lento e inmisericorde. A Zoë se le llenaron los ojos de lágrimas de placer y él se las besó, jadeando contra su mejilla.

Entonces la joven comprendió lo que Alex quería, lo que intentaba sacarle aunque no fuera de manera consciente. En cuanto se lo dijera, lo perdería. Sin embargo, ella había sabido desde el principio que a eso se encaminaban. Callar la verdad no cambiaría lo inevitable.

Volvió la cara.

—Te quiero —le dijo al oído.

Notó la sacudida que lo recorrió, como si le hubiera herido. Alex redobló las embestidas, perdido el control.

—Te quiero —repitió ella, y él le tapó la boca con los labios.

Zoë notó que se quebraba, el éxtasis derramándose y esparciéndose. Liberó la boca y repitió aquellas palabras como si fueran un conjuro, una fórmula para romper un hechizo, y él enterró la cara en su cuello y encontró su propio alivio.