21

Dado que una relación con un Nolan tenía fecha de caducidad, Alex no se sorprendió cuando Sam y Lucy rompieron a mediados de agosto, aunque le supo mal. Durante los dos últimos meses Sam había sido más feliz de lo que Alex lo había visto nunca. Era evidente que Lucy significaba mucho para él, pero a ella le habían ofrecido una beca de arte que la obligaba a mudarse a Nueva York y permanecer allí un año. Iba a aceptarla y Sam, siendo como era él, no iba a interponerse ni a pedirle que se quedara por el bien de una relación que no iba a ninguna parte.

Como Alex había estado trabajando en la escalera del primer piso de Rainshadow Road, resultó que estaba allí el día que Lucy fue a romper con Sam. Mientras él aporreaba los escalones, el fantasma fue a ver qué pasaba y, al cabo de diez minutos, le pasó el parte.

—Lucy acaba de romper con Sam.

Alex dejó de dar martillazos.

—¿Ahora mismo?

—Sí. Así de simple. Le ha dicho que tenía que irse a vivir a Nueva York y que no intentara detenerla. Me parece que ha sido un golpe duro. ¿Por qué no bajas a hablar con él?

Alex resopló.

—¿De qué?

—Pregúntale si está bien. Dile que hay más peces en el mar.

—No necesita que se lo diga.

—Es tu hermano. Demuéstrale un poco de compasión y, de paso, puedes decirle que tendrás que venir a vivir con él.

Alex puso mala cara. Darcy le había mandado hacía poco un correo electrónico diciéndole que había pedido al tribunal de familia un orden para sacarlo de «su» casa.

Irse a vivir con Sam le saldría más barato que alquilar un apartamento y, en lugar de pagarle alquiler, podría seguir con la restauración de la casa de Rainshadow Road. Sabía Dios por qué Alex tenía tantas ganas de trabajar allí. Ni siquiera era de su propiedad. Sin embargo, no podía negar lo unido que estaba a la casa.

Llevaba tres semanas acostándose con Zoë… y habían sido las mejores de su vida, pero también las peores. Racionaba el tiempo que pasaba con ella cuando en realidad lo que deseaba era verla cada minuto del día. Inventaba excusas para llamarla, solo para oírla hablarle de una recta nueva o explicar las diferencias entre la vainilla de Tahití, la mexicana o la de Madagascar. Sonreía en cualquier momento, pensando en algo que había dicho o hecho, algo tan impropio de él que comprendió que tenía un problema serio.

Deseó poder culpar a Zoë por habérselo ganado, pero ella sabía cuándo tirar y cuándo soltar cuerda. Manejaba a Alex más hábilmente que nadie, y a pesar de que él sabía que lo estaba manejando, no se oponía. Como la noche que le había dicho que no podía quedarse. Entonces había preparado un asado que había llenado toda la casa de una suculenta fragancia. Por supuesto, eso lo había retenido lo bastante para quedarse a cenar y, luego, se había acostado con ella. Porque un asado, como bien sabía ella, era un afrodisíaco para cualquier hombre del noroeste del Pacífico.

Intentó limitar la cantidad de noches que pasaba con ella, pero no era fácil. La deseaba permanentemente, en todos los sentidos. El sexo era sorprendente, pero más asombroso era incluso lo mucho que deseaba a Zoë por otras razones. Las cosas que antes lo irritaban, como su entusiasmo, su obstinado optimismo, se habían convertido en lo que más le gustaba de ella. Constantemente le mandaba pensamientos alegres como globos de fiesta.

Sobre lo único que Zoë no podía hacerse ilusiones era sobre el estado de Emma, que iba empeorando. La enfermera la había sometido hacía poco a unos tests: repetición de palabras, dibujar esferas de reloj o juegos sencillos de contar monedas. Los resultados habían sido significativamente peores que los obtenidos en las mismas pruebas un mes antes. Lo más inquietante era que Emma había perdido el apetito y ya no sabía lo que era una comida equilibrada. De no haber estado Jeannie y Zoë para recordárselo, se habría pasado días sin comer o comido nachos con mostaza para desayunar.

Zoë estaba preocupada porque se daba cuenta de que su abuela, que solía ir siempre tan bien arreglada, ya no se preocupaba de si iba peinada o se había limado las uñas. Justine la visitaba al menos dos veces por semana para llevarla a la peluquería o al cine. Alex la mantenía ocupada cada tanto después de cenar mientras Zoë ordenaba la cocina o se daba un baño. Jugaba a cartas con ella, sonriendo porque charlaba por los codos. Incluso ponía música y bailaban los dos, y Emma criticaba su modo de bailar el fox-trot.

—Giras el pie demasiado tarde —se había quejado—. Vas a pisarme. ¿Dónde has aprendido a bailar?

—Asistí a varias clases en Seattle —le había contestado Alex mientras cruzaban la habitación al ritmo de As Time Goes By.

—Tendrían que devolverte el dinero.

—Hacían milagros. Antes de las clases, bailaba igual que si lavara el coche.

—¿Cuánto tiempo tomaste clases?

—Era un curso de emergencia de un fin de semana. Mi prometida quería que fuera capaz de bailar el día de la boda.

—¿Cuándo te casaste? —le había preguntado Emma con impertinencia—. Nadie me lo había dicho.

Alex ya le había hablado de su matrimonio con Darcy, pero la anciana lo había olvidado.

—Eso se acabó. Nos divorciamos.

—Bueno, se acabó rápido.

—No lo bastante.

—Deberías casarte con mi Zoë. Sabe cocinar.

—No volveré a casarme. Soy un marido pésimo.

—Practicando se consigue la perfección —le había dicho Emma.

Aquella noche, Alex se había quedado en la casa abrazando a Zoë mientras dormía y por fin había entendido lo que era aquella sensación que tenía, aquel dulce dolor que le atenazaba el pecho desde que la había visto por primera vez. Era felicidad. Aquello le hizo sentir tremendamente incómodo. Había oído hablar de algunas sustancias adictivas que basta con probar una sola vez para que te enganchen. Ésa era la naturaleza de su atracción por Zoë: inmediata, tremenda, sin esperanza de remisión.

Tres días después de la ruptura de Sam y Lucy, Alex se pasó por Rainshadow Road para recoger unas herramientas que había dejado allí. Una furgoneta de reparto lo siguió por el camino y aparcó delante de la casa. Dos hombres descargaron un gran cajón chato.

—Alguien tiene que firmar la entrega —le dijo uno a Alex mientras subían los escalones de la entrada cargados con el cajón—. Tiene un seguro de narices.

—¿Qué es?

—Una ventana de cristal emplomado.

—De Lucy, supuso Alex. Sam le había contado que Lucy había hecho una ventana para la fachada. La que Tom Findlay había instalado hacía tanto tiempo se había roto y la habían quitado para sustituirla por una de cristal liso. Sam le había dicho algo de que a Lucy se le había ocurrido el diseño durante su estancia en Rainshadow Road, una imagen que había visto en sueños.

—Yo firmaré —dijo—. Mi hermano está en el viñedo.

Los repartidores dejaron la enorme ventana en el suelo y la desembalaron a medias para asegurarse de que no había sufrido daños durante el traslado.

—Parece que está bien —dijo uno—, pero si encuentra algún desperfecto cuando nos hayamos ido, alguna fisura o algo, llame al número que hay al pie del recibo.

—Gracias.

—Buena suerte —le dijo el tipo con afabilidad—. Instalarla no va a ser fácil.

—Eso parece —repuso Alex con una sonrisa triste, firmando la entrega.

El fantasma se quedó al lado de la ventana, mirándola paralizado.

—Alex —le dijo con una voz peculiar—. Echa un vistazo.

Alex esperó a que se fueran los de la furgoneta y fue a echar un vistazo a la ventana. La imagen era la de un árbol invernal con las ramas desnudas, un cielo gris y lavanda y una luna blanca. Los colores era sutiles y los estratos de cristal producían un efecto de volumen incandescente. Alex no entendía demasiado de arte, pero la maestría de aquella ventana era evidente.

Se fijó entonces en el fantasma, que estaba muy callado y quieto. En el vestíbulo de la casa hacía frío a pesar del calor veraniego. Era la pena, tan intensa que a Alex le escocían la garganta y los ojos.

—¿Te acuerdas de ella? —le preguntó al fantasma—. Es como la que tú instalaste para el padre de Emma.

El fantasma estaba demasiado conmocionado para hablar. Asintió una sola vez con la cabeza. Más pena en el aire, hasta que cada aliento fue un azote gélido. Se estaba acordando de algo… y no era bueno.

Alex retrocedió un paso, pero no tenía dónde ir.

—Ya basta —le dijo con brusquedad.

El fantasma señaló hacia el segundo piso, mirando a Alex suplicante.

Alex lo entendió inmediatamente.

—Está bien. La instalaré hoy, pero fuera dramatismos.

Sam entró en la casa. Para indignación de Alex, a su perdidamente enamorado hermano le interesó casi más la ventana que si Lucy había mandado una nota con ella, cosa que no había hecho. Sacó el teléfono para llamar a Gavin e Isaac. Que dejaran de trabajar el garaje de Zoë una sola tarde y lo ayudaran.

—Voy a llamar a dos de mis chicos para que me ayuden a instalarla —le dijo Alex—. Hoy mismo, si es posible.

—No sé —dijo Sam, abatido.

—¿Qué no sabes?

—No sé si quiero instalarla.

Alex notó una nueva oleada de desesperación que emanaba del fantasma.

—No me vengas con ésas —le dijo exasperado. Esta ventana tiene que estar en esta casa. Esta casa la necesita. Hace mucho que tenía una idéntica.

Sam parecía desconcertado.

¿Cómo lo sabes?

—Lo que quiero decir es que es perfecta para este edificio. —Alex caminaba marcando el número telefónico—. Yo me ocupo de todo.

Justo después del almuerzo, Gavin e Isaac se reunieron con Alex en la casa del viñedo e instalaron la ventana emplomada. La cosa fue rápida gracias a que Lucy había tomado las medidas con precisión y fabricado una ventana que encajaba a la perfección en el marco ya instalado. Pusieron silicona en los bordes y la empotraron en su sitio sirviéndose de cartulinas dobladas en acordeón para proteger el cristal. Al cabo de veinticuatro horas de secado, podrían añadir un tapajuntas de madera.

El fantasma los miraba atentamente, sin chistes, preguntas ni comentarios, solo con una silenciosa melancolía. Se había negado a explicar nada sobre la ventana o sobre los recuerdos que había traído a su memoria.

—¿No te parece que merezco tener unas cuantas respuestas? —le preguntó Alex esa noche, más tarde—. Al menos podrías darme una pista acerca de lo que está pasando con esta condenada ventana. ¿Por qué quieres que la instale? ¿Por qué te pone de un humor de perros?

—¡No me da la gana hablar de eso! —repuso furibundo el fantasma.

A la mañana siguiente, Alex se pasó por Rainshadow Road para echarle un vistazo a la silicona antes de irse a casa de Zoë. Fue en el BMW, diciéndose que podía disfrutar de él un par de días más antes de revendérselo al concesionario. Cuando había comprado el sedán, tanto él como Darcy querían un vehículo de gama alta para sus viajes de fin de semana a Seattle. Encajaba con su modo de vida, o al menos con el estilo de vida al que aspiraban. Ahora no entendía por qué le había parecido algo tan importante.

Por el camino se cruzó con Sam, que había ido a dar un paseo por el viñedo. Redujo la velocidad y bajó la ventanilla.

—¿Quieres que te lleve?

Sam sacudió la cabeza y le hizo un gesto para que prosiguiera. Tenía una expresión distraída, como si estuviera escuchando una música que nadie más oía aunque no llevara auriculares.

—Está raro —le dijo Alex al fantasma, conduciendo hacia su destino.

—Todo es raro —repuso el fantasma, mirando por la ventanilla.

Tenía razón. Un extraño resplandor teñía el paisaje. Los colores del viñedo y el jardín eran más vivos, cada flor y cada hoja alimentaba el aire con su luminosidad. Incluso el cielo era diferente, plateado a ras del agua de False Bay y progresivamente más azul hasta casi ser doloroso para la vista.

Alex salió del coche e inspiró profundamente el perfume de las flores que traía la brisa. El fantasma miraba la ventana del segundo piso. No parecía la misma. El color del cristal había cambiado, pero tenía que ser un efecto lumínico o del ángulo desde donde la estaban mirando.

Alex entró corriendo en la casa y subió la escalera hasta el descansillo. Algo le había pasado a la ventana, no cabía duda: el árbol invernal estaba cubierto de hojas verdes en abundancia, hojas hechas con perlas de cristal. La luna había desaparecido y el cielo de cristal había adquirido tintes rosa, naranja y lavanda que se fundían en un azul diurno.

—Han cambiado la ventana —dijo Alex desconcertado—. ¿Qué ha pasado con la otra?

—Es la misma ventana —repuso el fantasma.

—Imposible. Los colores no son los mismos. Ya no hay luna. Las ramas tienen hojas.

—Ése es el aspecto que tenía cuando la instalé hace tantos años. Hasta el último detalle. Pero un día… —Se interrumpió cuando oyeron entrar a Sam.

Sam subió la escalera y se quedó de pie junto a su hermano, mirando fijamente la ventana, embelesado y preocupado.

—¿Qué has hecho con ella? —le preguntó Alex.

—Nada.

—¿Cómo ha…?

—No lo sé.

Desconcertado, Alex miró alternativamente a Sam y al fantasma, perdidos ambos en sus propios pensamientos. Parecían saber mejor que él lo que estaba pasando.

—¿Qué significa esto? —preguntó.

Sam se fue sin decir ni pío, bajando los escalones de dos en dos, dirigiéndose hacia su furgoneta a grandes zancadas. El motor del vehículo rugió cuando aceleró por el camino.

La confusión de Alex dio paso a la irritación.

—¿Por qué se va así?

—Va a buscar a Lucy —dijo el fantasma con seguridad, tranquilamente.

—¿Para enterarse de lo que ha pasado con la ventana?

El fantasma lo miró burlón y se puso a dar vueltas por el descansillo.

—A Sam no le importa lo que le haya pasado a la ventana, lo importante es por qué le ha pasado eso. —Como Alex seguía callado, sin entender nada, añadió—: La ventana ha cambiado a causa de Sam y Lucy, por lo que sienten cada uno por el otro.

Aquello no tenía sentido.

—¿Estás diciendo que es una especie de ventana mágica? —le preguntó Alex con un resoplido de incredulidad.

—Claro que no —dijo el fantasma con acritud—. ¿Cómo es posible eso si no encaja con tu existencialismo? Probablemente es otra ilusión psicótica. Solo que Sam parece compartirla. —Se acercó a la pared y se sentó en el suelo, con las piernas dobladas, abrazándose una rodilla. Parecía cansado y estaba lívido. Sin embargo, no podía estar cansado porque era un espíritu y estaba por encima de las cadenas de la debilidad física—. En cuanto vi la ventana ayer en el cajón recordé lo que nos había sucedido a Emma y a mí. Recordé lo que hice.

Alex apoyó los brazos en la barandilla y contempló la ventana. Las hojas verdes estaban repartidas de un modo que creaba la ilusión de movimiento, como si una suave brisa soplara entre las ramas.

—Yo era un par de años mayor que Emma —dijo el fantasma. Las emociones se esparcieron por el aire como incienso—. La evitaba todo lo posible. Estaba fuera de mi alcance. Si creces en la isla, sabes con qué personas puedes relacionarte, con qué chicas podías tener roce y con cuáles no.

—¿Roce?

El fantasma sonrió débilmente.

—Llamábamos «tener roce» a besarnos. Emma estaba fuera de mi alcance —prosiguió—. Inteligente, con clase, de familia rica… Podía ser cabezota a veces, pero tenía la misma tendencia a la bondad que Zoë. Nunca hería a nadie si podía evitarlo.

»Cuando el señor Stewart me contrató para que instalara la cristalera, su mujer les dijo a sus tres hijas que no se me acercaran. Que no se relacionaran con el obrero. Emma no le hizo ningún caso, claro. Se sentaba y me miraba trabajar, haciéndome preguntas. Le interesaba todo. Me enamoré de ella tan profundamente y tan rápido… Era como si ya la amara antes de conocerla.

»Estuvimos viéndonos en secreto todo el verano y parte del otoño. Pasábamos casi todo el tiempo en Dream Lake. A veces íbamos en bote a una de las islas y allí pasábamos el día. No hablábamos mucho del futuro. En Europa la guerra continuaba y todo el mundo sabía que era solo cuestión de tiempo que entráramos en ella. Emma sabía que yo planeaba alistarme. Con un entrenamiento básico, el Ejército del Aire podía convertir a un civil sin experiencia en un piloto cualificado en un par de meses. —Hizo una pausa—. A principios de noviembre de 1941, antes de lo de Pearl Harbor, Emma me dijo que estaba embarazada. La noticia me sentó como un tiro, pero le dije que nos casaríamos. Hablé con su padre para pedirle su mano. Aunque no estuvo lo que se dice encantado con la situación, quiso que la boda se celebrara lo antes posible, para evitar el escándalo. Se portó bastante bien dado el caso. La madre, sin embargo, creí que me mataría. Opinaba que Emma se rebajaba casándose conmigo, y tenía razón. Pero había un bebé en camino, así que no teníamos elección. Fijamos la boda para el día de Nochebuena.

—A ti no te hacía feliz —dijo Alex.

—¡Qué va! Estaba aterrorizado. Una esposa, un hijo… nada de ello tenía nada que ver conmigo, pero sabía lo que era crecer sin un padre. No iba a permitir que eso le sucediera al bebé.

»Después del ataque a Pearl Harbor, todos los jóvenes conocidos fueron a la oficina de reclutamiento para alistarse. Emma y yo acordamos que no me alistaría hasta después de la boda. Unos días antes de Navidad, la madre de Emma me llamó para decirme que fuera a su casa. Había sucedido algo. Supe que no se trataba de nada bueno por su voz. Llegué justo cuando el médico se iba. Hablé con él en el porche unos minutos y subí a ver a Emma, que estaba acostada.

—Había perdido al bebé —dijo Alex en voz baja.

El fantasma asintió.

—Había empezado a sangrar por la mañana, al principio solo un poco, pero cada vez más a medida que pasaban las horas, hasta que había sufrido un aborto. ¡Parecía tan pequeña en aquella cama! Se echó a llorar en cuanto me vio. La estuve abrazando un buen rato. Cuando se tranquilizó, se quitó el anillo de prometida y me lo devolvió. Dijo que sabía que no quería casarme con ella y que, ahora que ya no había ningún bebé, no había tampoco motivo para que lo hiciera. Yo le dije que no tenía que tomar ninguna decisión de inmediato pero, por una centésima de segundo, sentí alivio, y ella lo notó. Así que me preguntó si creía que estaría preparado para casarme algún día. Si debía esperarme. Le dije que no, que no esperara. Le dije que si sobrevivía a la guerra y regresaba, no podría contar conmigo. Le dije que su amor no duraría, que sentiría lo mismo por algún otro alguna vez. Lo creía incluso. Ella no discutió conmigo. Sabía que le estaba haciendo daño, pero creía que así le ahorraba mucho más dolor en el futuro. Me dije que lo hacía por su propio bien.

—Estabas siendo cruel por bondad —dijo Alex, asintiendo.

El fantasma apenas pareció oírlo. Tras un silencio meditabundo, dijo:

—Ésa fue la última vez que la vi. Cuando salí de aquella habitación y me dirigí a la escalera, pasé bajo esa ventana. El cristal había cambiado. Las hojas habían desaparecido, el cielo se había puesto oscuro y brillaba en él una luna invernal. Un milagro en toda regla, pero no me permití pensar en lo que significaba.

Alex no entendía que el fantasma estuviera tan avergonzado y se sintiera tan culpable de lo que le había confesado. Se había comportado honorablemente cuando se había ofrecido a casarse con Emma dadas las circunstancias. No había tenido nada de malo que rompieran el compromiso después del aborto: Emma no se había quedado sola ni en la indigencia. Además, Tom iba a alistarse de todas formas.

—Hiciste lo correcto —le dijo—. Fuiste honesto con ella.

El fantasma lo miró con rabia, incrédulo.

—Eso no fue honestidad, fue cobardía. Tendría que haberme casado con ella. Tendría que haberme asegurado de que, pasara lo que pasase, supiera siempre que significaba más para mí que nada en el mundo.

—No pretendo ser insensible —empezó a decir Alex y puso mala cara cuando el fantasma soltó una carcajada amarga—, pero seguramente habrías muerto en la guerra de todos modos. Así que no habríais pasado mucho más tiempo juntos.

—No lo entiendes, ¿verdad? —le preguntó el fantasma, incrédulo—. Yo la amaba. La amaba y le fallé. Nos fallé a ambos. Era demasiado cobarde. Algunos hombres se pasan la vida soñando con que los amen así. Yo lo eché por la borda y todas mis posibilidades de corregirlo se estrellaron contra el suelo conmigo y mi avión.

—A lo mejor fuiste afortunado. ¿Lo has pensado? Si hubieras sobrevivido y regresado con Emma, podrías haber acabado abocado a un matrimonio espantoso. Podríais haber acabado odiándoos mutuamente. Tal vez fue mejor que las cosas salieran como salieron.

—¿Afortunado? —Lo miró horrorizado, furioso, indignado. Se levantó y deambuló por el descansillo. Un par de veces se detuvo para mirar a Alex como si fuera una curiosidad un tanto repelente. Al final se paró delante de la ventana—. Supongo que tienes razón —dijo—. Es mejor morir siendo joven y evitar las miserables complicaciones de amar a los demás. La vida no tiene sentido. Es preferible acabar con ella.

—Exactamente —dijo Alex, ofendido por el sermón. Al fin y al cabo, estaba dispuesto tomar sus decisiones y a pagar por ellas, exactamente como había hecho el fantasma. Estaba en su derecho.

Mirando fijamente la ventana de exuberantes colores, el fantasma le dijo con malevolencia:

—Tal vez tengas la fortuna que tuve yo.