20

Emma iba adormilada y satisfecha en el camino de vuelta a Dream Lake, por no mencionar lo aliviada que estaba de que Zoë no estuviera disgustada por el comportamiento de su padre.

—¡Claro que no lo estoy! —le había dicho Zoë con una leve carcajada—. Sé cómo es. Estoy contenta de que haya traído a Phyllis, sin embargo, porque me gusta.

—A mí también —había dicho Emma y, tras una breve reflexión, había añadido—: Algo de bueno tendrá cuando es capaz de atraer a una mujer como ella.

—A lo mejor cuando nosotras no estamos es diferente —dijo Zoë—. Quizá cuando está en Arizona es más positivo.

—Espero —dijo Emma sin demasiado convencimiento.

Alex guardaba silencio, ocupado con una feroz lucha interior. Sabía que le convenía dejar a Zoë y a Emma en la casa del lago y marcharse enseguida. Pensaba incluso que tenía posibilidad de hacerlo. Setenta a treinta a favor de irse.

Tal vez sesenta-cuarenta.

Alex deseaba tanto a Zoë que no quedaba espacio para nada más. Se derretía por dentro, pero, en los últimos minutos, su corazón se había aquietado y se había vuelto frío como el hielo. La diferencia de temperatura, la tensión entre el fuego y el hielo, amenazaba con quebrarle el pecho.

El fantasma, que iba en el asiento trasero, junto a Emma, no decía nada. No cabía duda de que había percibido la agitación de Alex. Había comprendido que algo no iba bien.

—Alex entrará a tomar un café —le dijo Zoë a Emma cuando se apearon del coche.

—¡Oh, qué amable! —Emma se colgó del brazo de su nieta mientras iban hacia la puerta de la casa.

—¿A ti te apetece un poco también, Upsie?

—¿A estas horas? No, no. Ha sido un día maravilloso, pero estoy cansada. —Echó un vistazo por encima del hombro—. Gracias por traernos en coche, Alex.

—Encantado.

Entraron.

—No tardo nada. Hay limonada en la nevera —le susurró Zoë a Alex.

Entró en la habitación de Emma y cerró la puerta.

Limonada. Alex sospechaba que sabría como el agua de un florero. Pero le ardía el cuerpo y tenía la piel y la boca resecas. Fue a la nevera, sacó la jarra de limonada y se sirvió un vaso.

Era ácida, suave y estaba maravillosamente fría. Tomó un buen trago, sentado en uno de los taburetes de la isla de la cocina. No se veía al fantasma por ninguna parte.

Sentía un batiburrillo inextricable de emociones y se esforzó por separarlas en elementos identificables: deseo, lo primero y más importante; enojo; quizás una pizca de miedo, pero tan mezclado con el enojo que no estaba seguro; pero lo peor de todo era esa terrible ternura punzante que en la vida había sentido por nadie.

Las mujeres con las que había estado en el pasado, incluida Darcy, tenían experiencia, estaban seguras de sí mismas, eran unas veteranas. Con Zoë iba a ser diferente. Los términos familiares para referirse al sexo, como «hacer un polvo», «un clavo» o «follar» no eran aplicables. Ella esperaría que fuera tierno, caballeroso. ¡Dios! Tenía que encontrar la manera de fingir eso.

La puerta del dormitorio se abrió y se cerró con suavidad. Zoë se había quitado los zapatos de tacón. Se le acercó con aquel condenado vestido negro, cuya tela fruncida se le pegaba a cada curva generosa. Alex siguió sentado en el taburete. Una sensación de tensión lo invadió, el deseo amenazaba con aniquilarlo… y a ella con él.

—Ya se ha dormido —susurró Zoë, poniéndose frente a él. Su sonrisa era temblorosa. Alex se acercó para tocarle la garganta, pálida como la luz de la luna. Bajó los dedos con suavidad hacia su clavícula. La ligera caricia la hizo estremecer.

Tiró de ella, acercándola, poniéndosela entre los muslos separados y le bajó una manga del vestido unos centímetros. Apoyó los labios en su cuello y le besó la piel suave; bajó hasta el músculo firme de su hombro y se lo mordisqueó cariñosamente. Ella gimió. Alex notó cómo se encendía y el rubor le cubría la piel. Por un momento tuvo bastante con tenerla sujeta de aquel modo, saboreando la silueta femenina atrapada entre sus muslos y el velo del pelo de ella contra su cara y su cuello.

—Sabes que esto es un error —dijo ásperamente, alzando la cabeza.

—No me importa.

Él hundió la mano en su pelo y la besó, abriéndole la boca con la suya, buscando agresivamente su lengua y acariciándola luego más suave y profundamente. Ella se envaró apoyada en él, ahogando un gemido, tanteándole los hombros.

Alex jamás había experimentado una necesidad tan intensa, tanto que en diez vidas no habría podido satisfacerla. Quería extenderla como un festín, besarla y saborear cada parte de su cuerpo. Encontró la cremallera oculta de la espalda del vestido, que bajó con un siseo metálico. Metió la mano por la abertura y la abrió sobre la calidez satinada de sus riñones. El placer de tocarla lo saturó. Le pasó los labios por el cuello y susurró su nombre, frotando las sílabas contra su piel con los labios y la lengua…

Oyó detrás de él un maullido discordante que lo sobresaltó. Cuando se volvió, vio al gran gato mirándolo fijamente con ojos torvos.

Zoë se apartó de Alex con los ojos muy abiertos. Vio al gato y se rió entre dientes.

—Lo siento. Pobre Byron —se inclinó sobre el persa.

—¿Pobre Byron? —preguntó Alex, incrédulo.

—Es inseguro —le explicó ella—. Creo que necesita consuelo.

Alex miró al gato achicando los ojos.

—A mí me parece que lo que necesita es que lo echen de una patada. —Se distrajo al ver que Zoë se sostenía la parte delantera del vestido con una mano.

—Vamos a la habitación —le dijo ella—. Dentro de nada se habrá calmado.

Alex siguió a Zoë, se dio la vuelta y le cerró la puerta en las narices al gato. Tras un breve silencio, oyeron un maullido ahogado acompañado de ruido de arañazos.

Zoë miró a Alex, disculpándose.

—Se estará callado si dejamos la puerta abierta.

Que un gato lo mirara mientras hacía el amor… de eso nada.

—Zoë, ¿sabes lo que significa ser un «plasta»?

—No.

—Pues tu gato lo es.

—Le daré un poco de hierba gatera —dijo Zoë en un arrebato de inspiración. Abrió la puerta y se paró en el umbral para decirle—: No cambies de opinión mientras no esté.

—No cambiaré de opinión —repuso Alex misteriosamente—. Ya he perdido la cabeza.

Zoë echó una cucharada llena de hierba gatera seca en una bolsa de papel de tienda de comestibles y la dejó tumbada en el suelo de la cocina. Byron ronroneó y se arqueó bajo su mano, complacido de tener toda su atención.

—Sé un buen chico y quédate aquí, ¿vale? —le susurró ella.

El gato olisqueó la bolsa y se metió dentro. El papel crujió y se combó mientras Byron giraba lentamente en su interior.

Zoë volvió al dormitorio y cerró la puerta.

Alex se había quitado los zapatos y estaba sentado al borde de la cama, cubierta con un edredón floreado. Parecía grandote y un tanto peligroso entre las paredes de la habitación. El resplandor de la lámpara jugaba con la dura perfección de sus rasgos, con el brillo negro de su pelo.

—Tendremos que ser creativos —le dijo—. Como no lo había previsto, no tengo ninguna clase de protección.

—Yo compré por si acaso —admitió ella.

Alex levantó una ceja.

—Estabas bastante segura de que acabaría en tu casa.

—Segura no estaba —repuso ella—. Solo era optimista.

—Tráemelos. —Su voz aterciopelada le erizó el vello de la nuca de excitación.

Fue al aseo y cerró la puerta. Después de desvestirse y ponerse una bata rosa pálido, cogió la caja de condones y volvió a la cama.

Alex repasó con la mirada la bata, despacio, en descenso hacia sus tobillos desnudos y sus pies descalzos y luego en ascenso hacia su cara ruborosa. Le cogió la caja, la abrió, sacó un sobre y lo dejó en la mesita de noche. Para sorpresa de Zoë, Alex sacó otro sobre y lo dejó junto al primero. Parpadeó y notó que se ponía muy colorada. Él, con una mirada incisiva, dejó un tercer sobre en la mesita.

Zoë no pudo contener una risita ahogada.

—Ahora eres tú quien está siendo optimista —comentó.

—No —repuso Alex, comedido—. Estoy seguro.

Ella pensó riéndose por dentro que había situaciones en las que un poco de arrogancia masculina no era mala cosa necesariamente.

Alex dejó la caja, se desabrochó la camisa gris y la dejó caer al suelo. La camiseta interior, con el cuello en uve, era de un blanco puro en contraste con la piel morena. Con indecisión, Zoë echó mano al dobladillo de la camiseta, cuyo algodón conservaba la calidez y el aroma limpio del cuerpo de Alex. Se la levantó y él la ayudó. Libre de la camiseta, su torso quedó al descubierto, elegante y fuerte. Por un brevísimo instante, se preguntó si sería lo bastante cariñoso, lo bastante cuidadoso. Hacía mucho que no tenía relaciones íntimas con nadie.

Alex prestó atención a su expresión de aturdimiento.

—¿Estás preocupada? —le preguntó, poniéndole las manos en los brazos y acariciándoselos por encima de la bata.

—No, yo… —Le sonrió insegura—. Solo te recuerdo que no soy muy experta.

—Lo tengo en cuenta. —La acercó hacia sí y hundió la cara en su pelo, de modo que ella notó el calor de su aliento en el cuero cabelludo.

Sí. Bien que lo sabía ella. Ser consciente de la experiencia de él le encogió el estómago.

Alex la llevó a la cama y se tendió a su lado. La tocó con una mano callosa: elegancia y rudeza acunando su mejilla. La besó despacio, insaciablemente; sabía a azúcar con un toque de acidez de la limonada. Zoë se abrió anhelante al sabor y se volvió para apretujarse contra él, temblando de excitación al notar la forma masculina pegada a ella. Le pasó las manos por el vello del pecho, por la dureza de los hombros, por la barba crecida.

Él hocicó debajo de su barbilla, se abrió camino hasta detrás de la oreja y le lamió el lóbulo. Estremeciéndose, Zoë se volvió para encontrar sus labios. Nuevamente más de aquellos besos que hacían que le diera vueltas la cabeza, un poco más profundos, un poco más rudos.

Tenía calor con la bata rosa. Se retorció para librarse de la tela que la agobiaba. Estaba sofocada, ardía. Torpe por el deseo, manoseó para desatarse el cinturón de tela. El nudo se le resistía, cada vez más apretado, hasta que se puso a darle tirones, frustrada.

Alex levantó la cabeza y vio lo que quería hacer.

—Yo lo hago —le dijo, echando mano del cinturón—. Túmbate.

Zoë se tendió de espaldas, jadeando. El calor se le había acumulado en la boca, en la raíz del pelo, entre los dedos de las manos y de los pies… por todas partes. Apretó los muslos luchando contra la caliente humedad. Nunca había deseado nada tanto como tenerlo dentro. Estaba ansiosa y excitada, perdida en un sueño que podía acabar demasiado pronto.

—Alex —le dijo, desesperada—, no te molestes en alargar los prolegómenos.

—¿Qué? —le preguntó él, ocupado con el cinturón de la bata.

A Zoë se le escapó un gemido de alivio cuando el cinturón se aflojó.

—Con los juegos preliminares. Ahora mismo no me hacen falta porque estoy a punto.

Alex dejó las manos quietas. Miró su cara enrojecida con chispitas en los ojos, divertido.

—Zoë. ¿Entro yo alguna vez en la cocina para decirte cómo debes hacer un soufflé?

—No.

—Así es, porque tú eres experta en eso. Yo lo soy en esto.

—Si yo fuera un soufflé —dijo ella, retorciéndose para sacar los brazos de la bata—, ya estaría demasiado hecho.

—Confía en mí, no lo estás… ¡Oh, Dios mío! —La bata, al abrirse, había revelado la abundancia de sus curvas. Mirándola, Alex sacudió despacio la cabeza—. Esto es peligroso. Así es como muere la gente.

Con una sonrisa tímida, Zoë se libró de la bata y los pechos se balancearon con el movimiento.

Alex dijo algo ininteligible y se puso colorado.

—Tómame —lo instó ella, abrazándole el cuello—. No quiero esperar.

—Zoë… —Respiraba esforzadamente—. Con un cuerpo como el tuyo, saltarse los prolegómenos no es una opción. De hecho… todo el tiempo que pasas fuera de la cama es tiempo perdido.

—¿Estás diciendo que solo valgo para el sexo?

—No, vales para muchas otras cosas —dijo él, sin apartar los ojos de sus pechos—. Pero ahora mismo no puedo pensar en ninguna.

Ahogó la risa de ella con un beso. Luego fue bajando por su cuello, su aliento caliente contra la piel. Le acunó un pecho y se lo levantó para chuparle el pezón erecto, trazando círculos con la lengua alrededor. Ella cerró los ojos para evitar la suave luz de la lámpara, con los sentidos zumbando de placer mientras él tiraba con suavidad del pezón.

El mundo no existía, nada existía excepto ellos dos. Le tocó la entrepierna, húmeda y sensible, y ella levantó las caderas instintivamente. Con el pulgar separó la carne vulnerable y la frotó ligeramente. La hendidura estaba resbaladiza de humedad. Estaba tan cerca, tan desesperada por alcanzar el orgasmo que se mantenía justo fuera de su alcance, que los ojos se le llenaron de lágrimas de frustración.

En un torbellino de luz y sombras, le susurró que confiara en él, que lo dejara ocuparse de ella. Introdujo un dedo en su vagina, buscando en su interior y trazando un dibujo, culebreando con el nudillo. Zoë bajó una mano temblorosa hacia su muñeca para notar los movimientos de los huesos y los tendones. La habitación estaba en silencio mientras los dos se concentraban en aquellos secretos movimientos. Una nueva tensión empezó en lo más profundo del cuerpo de Zoë y se expandió en ágiles pulsos. Alex estaba encima de ella, con expresión concentrada, moviendo los dedos con hábil lentitud.

—¿Qué haces? —le preguntó con los labios secos.

Él bajó las pestañas sobre el mar de fuego azul de sus pupilas y se acercó a su oreja para murmurarle:

—Escribo mi nombre.

—¿Qué? —Estaba desorientada.

—Mi nombre —le susurró—. Dentro de ti.

Las enloquecedoras caricias de las yemas de los dedos y los nudillos nunca cesaban. La sensación disminuía y luego volvía a incrementarse mientras ejercía presión con la palma de su mano sobre la suya rítmicamente. Ella echaba atrás la cabeza, apoyándose en el brazo de Alex, sintiendo los besos de su boca en el cuello.

—Eso son más de… cuatro letras… —logró decir débilmente.

—Alexander —le explicó él—. Y esto… —Un pequeño toque erótico—. Esto es mi segundo nombre.

—¿Cuál es?

Notó cómo sonreía contra su piel.

—Adivina.

—No puedo. ¡Oh, por favor…!

—Te lo diré siempre y cuando no llegues antes de que termine.

Era imposible refrenar el placer. Era imposible ignorar las sensaciones que la arrasaban con tanta intensidad y tan velozmente. Zoë se tensaba agarrada a sus hombros. Comenzaron las sacudidas y el placer la invadió en oleadas, cada una más alta que la anterior, hasta que creyó que se desmayaría. Él la sostuvo contra sí, sorbiendo sus gemidos, prolongando la sensación.

El alivio fue tan tremendo que Zoë tardó varios minutos en poder moverse, con las piernas y los brazos estremecidos como por una corriente eléctrica. Alex empezó a besarla de la cabeza a los pies. Cuando ascendía de nuevo, le abrió las piernas, acariciándoselas morosamente, lamiéndole la cara interior del muslo hasta que ella se sobresaltó.

—No tienes por qué hacer esto —le dijo, doblando las piernas—. Ya he… No, de veras, Alex…

Él la miró desde la parte inferior de su vientre, que subía y bajaba agitado por la respiración.

—Es lo que se me da bien —le recordó.

—Sí, pero… —tartamudeó mientras él la agarraba por detrás de las rodillas y se las separaba—. Puedes echar a perder un soufflé si lo bates demasiado.

Su risita vibró contra su parte más sensible y las piernas se le sacudieron.

—No te he batido demasiado… todavía —le susurró, y hundió la cara entre sus muslos, raspando ligeramente con la barba un tanto crecida su delicada piel. Ella luchó por respirar, con el corazón desbocado.

—¿Apago la luz? —le rogó, ruborizada de pies a cabeza.

Alex sacudió muy ligeramente la cabeza y hundió más la lengua en ella, que se dejó caer sobre la cama con un gritito, sorprendida por la caricia caliente y resbaladiza.

—Ssss —susurró Alex sin apartarse, y el calor de su aliento la encendió aún más. Otra caricia… un giro burlón, un lametazo…

Zoë agarró el edredón de flores a ambos lados, sus pensamientos se disolvieron en la conciencia física ardiente de lo que le estaba haciendo. Jugaba con ella deliberadamente, atento a cada gemido, a cada movimiento.

—¿Más? —Por fin levantó la cabeza y le dijo en un susurro. Esperó la respuesta.

—Sí. —Todo lo que él quisiera, todo.

Alex se levantó y ella oyó cómo sus vaqueros caían al suelo y cómo rasgaba hábilmente uno de los sobres de la mesilla de noche. Volvió a su lado y se puso encima de ella, con el vello del pecho rozándole la piel. Zoë respiró más deprisa cuando notó la presión íntima y él la penetró más, con movimientos cuidadosos, sin dificultad. Gimió, respondiendo a la presión rítmica.

—¿Te hago daño? —le oyó preguntar.

Sacudió la cabeza sin abrir los ojos. La sensación era avasalladora pero dulce, la llenaba lentamente permitiéndole acogerlo progresivamente y, mientras tanto, le cubría de besos la boca y el cuello, susurrándole lo dulce que era, lo hermosa, que nada le había sabido tan bien, que nada volvería a saberle tan bien.

Aquella lenta pero inexorable posesión era como un sueño. Los dos intentaban persuadir a su cuerpo para que ella tomara tanto de él como fuera posible. Alex quedó completamente pegado a ella, que tenía la espalda plana en la cama, el cuerpo bajo el peso de él, lleno de él. Volvió la cabeza hacia su bíceps descomunal, notó en los labios su piel salada y deliciosa.

Alex empezó a moverse rítmicamente con una lasciva fricción que empujaba, frotaba y acariciaba al mismo tiempo. El placer era estremecedor. Zoë se envaró y abrió las piernas, arrastrada a un orgasmo enceguecedor. Los empujones se sucedieron, más centrados y profundos, hasta que Alex se sacudió y la sostuvo como si el mundo estuviera a punto de acabarse.

—Dímelo —le dijo ella al cabo de un buen rato, en la oscuridad, con una voz más profunda de lo habitual, líquida, como si hubiera alcanzado el punto de fusión.

Alex movía la mano ociosamente por su cuerpo ahíto.

—¿Decirte qué?

—Tu segundo nombre.

Él sacudió la cabeza.

Ella jugó cariñosamente con el vello de su pecho.

—Dame una pista.

Él le cogió la mano y se la llevó a la boca para besarle los dedos.

—Es el de un presidente de Estados Unidos.

Ella le acarició el borde firme del labio superior.

—¿Antiguo o de ahora?

—Antiguo.

—Lincoln.

Él negó con la cabeza.

—Jefferson. Washington —aventuró ella—. ¡Venga, dame otra pista!

Él sonrió contra su palma.

—Nació en Ohio.

—Millard Fillmore.

Aquello le arrancó una carcajada.

—Millard Fillmore no nació en Ohio.

—Otra pista.

—Fue un general de la guerra civil.

—¿Ulysses S. Grant? ¿Tu segundo nombre es Ulysses? —Se hizo un ovillo pegada a su hombro—. Me gusta.

—A mí no. En el patio del colegio me peleé mil veces porque alguien me había llamado por mi segundo nombre.

—¿Por qué te lo pusieron tus padres?

—Mi madre era de Point Pleasant, Ohio, lugar de nacimiento de Grant. Aseguraba que éramos parientes lejanos y, ya que era alcohólico, me siento tentado a creerla.

Zoë le besó el hombro.

—¿Cuál es tu segundo nombre? —le preguntó Alex.

—No tengo. Siempre he querido tener uno. No me gusta tener solo dos iniciales para el monograma. Cuando me casé con Chris por fin tuve tres, pero tras el divorcio he vuelto a ser Zoë Hoffman.

—Podrías haber conservado el nombre de casada.

—Sí, pero nunca me sentó bien. —Sonrió y bostezó—. Creo que en el fondo uno lo sabe.

—¿Sabe qué?

A Zoë se le cerraban los ojos, invadida por un abrumador cansancio.

—Quién eres —respondió soñolienta—. En quién tienes que convertirte.

El fantasma estaba acostado al lado de Emma, cuyo rostro y cabello iluminaba un rayo de luz plateada que se colaba por la ventana semicerrada. Escuchaba su suave respiración, los ocasionales cambios mientras soñaba. Tendido a su lado, tan cerca que ambos podrían haberse tocado de haber tenido él un cuerpo físico, recordó la sensación de ser joven, la emoción de estar vivo y enamorado, la promesa de que todo estaba todavía por llegar. La absoluta ignorancia de la evanescencia de la vida.

Un recuerdo lo asaltó: el recuerdo de Emma, frágil y consternada, con los ojos hinchados por el llanto.

—¿Estás segura? —le había preguntado haciendo un esfuerzo.

—He ido al médico. —Se había puesto una mano en el vientre, no como una madre protectora y expectante sino cerrada en un puño.

Él se sintió enfermo, furioso, anonadado. Estaba terriblemente asustado.

—¿Qué quieres? —le había preguntado—. ¿Qué puedo hacer?

—Nada. No lo sé. —Emma se había echado a llorar, con los sollozos dolorosos de alguien que ya lleva mucho tiempo haciéndolo—. No lo sé —había repetido desesperada.

Él la había abrazado, sosteniéndola firmemente y le había besado las ardientes mejillas.

—Haré lo correcto. Nos casaremos.

—No. Me odiarás.

—Jamás. No es culpa tuya.

Silencio.

—Quiero casarme contigo.

—Mientes —le había dicho ella, pero sus sollozos se habían calmado.

Sí, mentía. La idea del matrimonio, de tener un bebé, era como morir interiormente. El matrimonio sería una cárcel, pero amaba a Emma demasiado para herirla con la verdad y conocía perfectamente los riesgos de tener una aventura con ella. Una buena chica, de buena familia, afrontando la ruina porque lo amaba. Aunque aquello lo matara, no la defraudaría.

—Quiero —repitió.

—Se… se lo diré a mis padres.

—No, yo se lo diré. Yo me ocuparé de todo. Tú tranquilízate. No te conviene estar disgustada.

Emma temblaba de alivio, agarrada a él, estrujándolo para estar más cerca.

—Tom. Te quiero. Seré una buena esposa. No te arrepentirás, te lo juro.

El recuerdo se desvaneció y al fantasma le quedó una sensación de vergüenza y terror. ¡Por Dios bendito! ¿Qué demonios le pasaba de joven? ¿Por qué había tenido tanto miedo de lo que más quería? Había sido un idiota. Si hubiera tenido que volver a hacerlo, todo habría sido distinto. ¿Qué había sido del bebé? ¿Por qué le había mentido Emma a Alex al decirle que ella y Tom nunca habían hablado de casarse? ¿Cuándo se había celebrado la boda?

Miró la cara inmóvil de Emma.

—Lo siento tanto… —le susurró—. Nunca quise hacerte daño. Eres todo lo que siempre he deseado. Todo cuanto he amado. Ayúdame a encontrar el modo de volver contigo.