19

Aunque Emma se estabilizó durante los días que siguieron, Zoë se daba cuenta de que se había vuelto notablemente más olvidadiza y distraída. Había que recordarle que siguiera la rutina matutina porque podía olvidarse de desayunar o de ducharse y, cuando estaba en la ducha, podía olvidar algún paso, como usar champú o acondicionador.

A finales de semana Justine pasó una tarde con Emma para llevarla a la peluquería. Luego comieron en los muelles. Zoë agradeció el descanso y, cuando Justine la devolvió a casa, Emma estaba de un humor estupendo.

—Me ha estado sermoneando al menos una hora sobre con qué clase de hombres debo salir —le contó Justine a Zoë a la mañana siguiente, mientras esta última lavaba los platos en la posada.

—Nada de moteros —aventuró Zoë.

—Exacto. Luego se le olvidó lo que acababa de decirme y volvió a empezar desde el principio.

—Lo siento.

—No, si da igual, pero ¡demonios!, si tuviera que convivir con ella, me volvería loca con esa clase de repeticiones.

—No hay para tanto. Tiene días peores que otros. Por alguna razón, está mejor cuando Alex anda cerca.

—¿En serio? ¿Y eso por qué?

—Le gusta. Hace verdaderos esfuerzos para estar centrada cuando él está aquí. Está alicatando el aseo que construyó en ese armario que había. El otro día me la encontré sentada en la cama, hablando por los codos mientras Alex ponía azulejos.

—Así que incluso las abuelas encuentran atractivos a los carpinteros.

Zoë se rió.

—Supongo. Además, Alex tiene mucha paciencia con ella. La trata con mucha dulzura.

—¡Toma ya! Es la primera vez en la vida que oigo que alguien encuentra dulce a Alex Nolan.

—Lo es —dijo Zoë—. No te imaginas lo distinto que es con Emma.

—¿Y contigo? —Justine la observaba atentamente.

—Sí. Vendrá a cenar el sábado por la noche. Le pedí apoyo moral, porque mi padre estará aquí.

—Me tendrás a mí para darte apoyo moral.

Zoë se puso a fregar una bandeja de horno en el fregadero.

—Necesitaré el apoyo de cuanta más gente mejor. Ya sabes cómo es mi padre.

Justine suspiró.

—Si te facilita las cosas el sábado, bienvenido sea Alex Nolan. Incluso seré amable con él. ¿Qué vas a preparar, por cierto?

—Algo especial.

Justine estaba expectante.

—Tu padre no merece la cena que vas a prepararle, pero me alegro de cosechar los beneficios.

Zoë no quiso decirle a su prima que, en realidad, no cocinaría para su padre, ni siquiera para Emma. Cocinaría para Alex. Le hablaría en el idioma de los aromas, los colores, las texturas, los sabores. Iba a servirse de toda su habilidad y todo su instinto para crear un plato que nunca olvidara.

Justine recibió a Alex en la puerta principal de la posada y le dio la bienvenida. Llevaba el pelo suelto en una cortina de seda negra en lugar de la habitual cola de caballo. Estaba sorprendentemente atractiva con zapato plano, pantalones pitillo y un top verde esmeralda con un escote muy pronunciado. Estaba un poco apagada esa noche, sin embargo: su usual vitalidad había mermado.

—Hola, Alex. —Se fijó en los botes de cristal que llevaba en las manos, llenos de sales de baño con perfume a lavanda y con un vaporoso lazo morado.

—¿Qué son?

—Regalos para las anfitrionas. —Le tendió uno—. Para ti y para Zoë.

—Gracias. —Parecía sorprendida—. Qué amable. El de lavanda es el perfume favorito de Zoë.

—Lo sé.

Justine lo estudió atentamente.

—Últimamente os habéis hecho muy amigos los dos, ¿eh?

Él se puso de inmediato a la defensiva.

—Yo no diría eso.

—No hace falta. Que hayas venido a esta cena lo deja bien claro. La relación de Zoë con su padre es un campo de minas emocional. Nunca ha hecho lo más mínimo por ella. Creo que él es la razón por la que siempre la atraen los hombres que seguro que la dejarán.

—¿Intentas decirme algo?

—Sí. Si le haces daño a Zoë, sea de la manera que sea, te echaré una maldición.

Justine parecía tan sincera que Alex no pudo evitar preguntarle:

—¿Qué clase de maldición?

—Alguna de por vida y que te deje impedido.

Alex estuvo tentado de decirle que se ocupara de sus asuntos, pero la preocupación de Justine por su prima lo conmovió.

—Entendido —le dijo.

Justine, al parecer satisfecha, lo llevó a la biblioteca privada de la posada.

—¿Está Duane esta noche? —le preguntó Alex.

—Hemos roto —murmuró Justine.

—¿Puedo preguntarte por qué?

—Lo he asustado.

—¿Cómo has podido tú…? Da igual, cambiemos de tema. ¿Cuándo llegó el padre de Zoë?

—Anoche, tarde —dijo ella—. Él y su novia, Phyllis, han pasado casi todo el día con Emma.

—¿Ella cómo está?

—Tiene un día bastante bueno: de vez en cuando se confunde un poco y pregunta quién es Phyllis. Pero Phyllis está siendo muy amable. Creo que te gustará.

—¿Qué me dices de James?

Justine soltó un bufido.

—James no le cae bien a nadie.

Entraron en la biblioteca, donde habían vestido una mesa larga de caoba con mantel de lino y cristalería y la habían decorado con una hilera de flores de hortensia flotando en cuencos de cristal. Emma estaba con su hijo y la novia de este junto a la chimenea, llena de velas encendidas en una variedad de candelabros de vidrio plateado.

Emma le sonrió radiante en cuanto lo vio. Llevaba un vestido de seda color ciruela y su pelo rubio claro relucía al resplandor de las velas.

—¡Aquí estás! —exclamó.

Alex se le acercó y se inclinó a besarle la mejilla.

—Estás muy guapa, Emma.

—Gracias. —Se volvió hacia la morena que estaba a su lado—. Phyllis, este guapo demonio es Alex Nolan. Él es quien está reformando la casa del lago.

La mujer era alta y de huesos anchos, con un corte de pelo práctico.

—Encantada —dijo, dándole a Alex un firme apretón de mano, sonriendo con simpatía.

—Y éste es mi hijo James —prosiguió Emma, indicando con un gesto a un hombre de peso medio y bien plantado.

Alex le estrechó la mano.

El padre de Zoë lo saludó con la alegría de un maestro sustituto al que acaban de asignarle una clase de niños traviesos. Tenía una de esas caras aniñadas y envejecidas al mismo tiempo, los ojos sosos como peniques detrás de unas gafas de montura gruesa.

—Hoy hemos ido a ver la casa —le dijo—. Por lo que parece has hecho un buen trabajo.

—Eso ha sido la versión de James de un cumplido —terció rápidamente Phyllis. Sonrió a Alex—. Es una casa increíble. Según Justine y Zoë, la has transformado por completo.

—Todavía queda mucho por hacer —dijo Alex—. Empezaremos con el garaje esta semana.

Siguieron conversando y James le contó que era el gerente de un almacén de electrónica en Arizona y Phyllis veterinaria especializada en caballos. Estaban considerando la idea de comprar una granja de veinte mil metros cuadrados.

—Está en las afueras de un pueblo fantasmagórico —dijo Phyllis—. Hubo un tiempo en que la población tenía la mina de plata más rica del mundo, pero cuando la hubieron extraído toda, la gente se marchó.

—¿Está encantado? —preguntó Emma.

—Hay quien asegura que hay un fantasma en el antiguo café —le contó Phyllis.

—¿No es un poco raro que nunca haya fantasmas rondando por un lugar hermoso? —preguntó secamente James—. Siempre están en alguna casa derruida o en un viejo edificio abandonado y polvoriento.

El fantasma, que había estado paseando por delante de la librería, leyendo detenidamente los títulos, dijo con sarcasmo:

—No es que pueda elegir entre un ático y un Club Med.

Fue Emma quien respondió, con cara seria.

—Los fantasmas rondan normalmente por los lugares donde más han sufrido.

James soltó una carcajada.

—Madre… Tú no crees en fantasmas, ¿verdad?

—¿Por qué no?

—Nade ha probado jamás su existencia.

—Nadie ha probado tampoco que no existan —dijo Emma.

—Si crees en fantasmas, también puedes creer en los duendes y en Papá Noel.

Oyeron la voz risueña de Zoë desde la puerta cuando entraba con una jarra de agua.

—Papá siempre me decía que Papá Noel no era real. —No se dirigía a nadie en particular—. Pero yo quería creer en él. Así que se lo pregunté a una autoridad superior.

—¿A Dios? —le preguntó Justine.

—No, a Upsie, y ella me dijo que podía creer en lo que quisiera.

—Muy propio del firme apego de mi madre a la realidad —comentó James con acidez.

—Yo me atengo a la realidad —dijo Emma, muy digna—, pero a veces me gusta someterla a golpes.

El fantasma la miraba con aprobación, sonriente.

—¡Qué mujer!

Zoë rió y miró a Alex.

—¡Hola! —le dijo bajito.

Alex se había quedado momentáneamente sin habla. Zoë estaba increíblemente hermosa con aquel vestido negro sin mangas. La tela elástica se le pegaba a las espectaculares curvas. De adorno solo llevaba un broche prendido en el nacimiento del escote, un semicírculo art déco con piedras de imitación blancas y verdes.

—He olvidado la música —le dijo Zoë—. ¿Tienes una lista de reproducción en el móvil? ¿Tal vez una de esas melodías antiguas que le gustan a Upsie? Hay un acoplador con altavoces en ese estante.

Alex tardaba en responder, así que el fantasma le dijo, impaciente:

—La lista de jazz. Pon un poco de música.

Alex sacudió la cabeza para despejársela y fue a insertar el teléfono en el aparato. Enseguida sonó la seductora melodía Prelude To a Kiss, de Duke Ellington.

Sentado a la mesa al lado de Emma, Alex observó cómo Zoë traía una bandeja de cucharas de porcelana blanca. Le puso una delante. Contenía una pequeña vieira perfectamente frita sobre un lecho de algo verde.

—Es una vieira con panceta sobre un puré de alcachofa —dijo Zoë sonriéndole—. Tómatelo de un solo bocado.

Alex se metió el contenido de la cuchara en la boca. La panceta salada crujía en contraste con la fragante vieira y el toque de pimienta negra templaba la suavidad de la alcachofa. Oyó unos cuantos susurros de placer en la mesa.

Zoë se quedó junto a Alex, con las pestañas bajas, observando su reacción.

—¿Te gusta? —le preguntó.

Era lo mejor que había probado nunca.

—¿Hay más? Porque puedo saltarme el resto de la cena y comer solo de esto.

Zoë negó con la cabeza, sonriendo, y recogió la cuchara vacía.

—Era un amuse-bouche —le dijo, y se fue a la cocina para traer el siguiente plato.

—Ésta es mucho más alegre —exclamó Phyllis, balanceándose un poco en la silla cuando empezó Sing Sing Sing, de Benny Goodman. Sostuvo en alto la botella de vino, ofreciéndoselo.

—¿Un poco de vino?

—No, gracias —repuso Alex.

—La abstinencia es al amor lo que el aire al fuego —murmuró Emma, dándole unas palmaditas en el hombro.

A pesar de que estaba al otro lado de la mesa, James la había oído.

—Madre, el refrán no es así exactamente[4].

—De hecho —dijo Alex, sonriéndole a Emma—, ha sido más que exacta.

El siguiente plato consistía en una pequeña porción de brotes de helecho. Después de blanquearlos en agua caliente hasta que se habían vuelto de un color verde intenso, los había metido en una vinagreta tibia de mantequilla, limón y sal. Luego había espolvoreado nueces por encima y escamas de queso parmesano. Los comensales profirieron en exclamaciones de admiración por la ensalada, saboreando los sabores. Phyllis y Justine se rieron juntas de los esfuerzos que hacían para arañar hasta el último resto del plato. La mirada de Zoë se posó en Alex, como si saboreara su evidente placer por la comida.

Solo James parecía insensible. Dejó el tenedor en el plato cuando solo se había comido la mitad de la ensalada, contrariado. Se llevó la copa de vino tinto a los labios y tomó un gran sorbo.

—¿No vas a terminártela? —le preguntó Phyllis, incrédula.

—Me da igual —dijo.

—Entonces te ayudaré. —Phyllis se inclinó hacia el plato de James y se puso a pinchar con el tenedor los brotes que había dejado, entusiasmada.

Zoë, que acababa de empezar a comerse su ensalada, miró a su padre inquieta.

—¿Te traigo otra cosa, papá? ¿Un plato de brotes tiernos de ensalada?

Él sacudió la cabeza, con pinta de pasajero de avión en el aeropuerto esperando su tarjeta de embarque.

La exaltada interpretación de Billie Holiday de I’m Gonna Lock My Heart And Throw Away The Key alegraba la mesa. Justine y Zoë no tardaron en traer cuencos individuales de mejillones humeantes aromatizados con vino blanco, azafrán, mantequilla y perejil. Los comensales cogían las oscuras conchas con los dedos y usaban un tenedor pequeñito para pinchar su delicioso contenido. En la mesa había cuencos vacíos donde dejar las conchas vacías.

—¡Dios mío, Zoë! —exclamó Justine en cuanto hubo probado el primer mejillón—. Esta salsa… Sería capaz de bebérmela.

Un humor relajado y jovial se esparció por la habitación, acompañado por el cliqueteo de las conchas. Era un plato que requería actividad, implicación, conversación. El caldo era obscenamente bueno, un elixir sabroso que dejaba una sensación exquisita y como de trufa en la boca. Alex estuvo a punto de pedir una cuchara, porque había decidido que nada en el mundo le impediría devolver el cuenco hasta que no se hubiera tomado hasta la última gota. Sin embargo, estaban pasando panecillos caseros, crujientes por fuera y suaves y esponjosos por dentro. Los comensales cortaban el pan con los dedos y usaban los trozos para embeber el caldo.

La conversación derivó hacia el viaje de media jornada para ver las ballenas que Phyllis y James habían organizado para la mañana siguiente y hablaron también de una granja de alpacas que Phyllis quería visitar.

—¿Has tratado alguna vez una alpaca? —le preguntó Zoë a Phyllis.

—No, casi todos mis pacientes son perros, gatos o caballos. —Sonrió recordando algo y añadió—: Una vez diagnostiqué sinusitis a un conejillo de Indias.

—¿Cuál es el caso más raro que has visto? —le preguntó Justine.

Phyllis sonrió.

—Éste es uno peliagudo. He visto un montón de rarezas, pero hace poco un hombre y una mujer me trajeron a su perro, que tenía problemas estomacales. Los rayos X revelaron una misteriosa obstrucción, que retiré con una cámara endoscópica. Resultaron ser unas bragas de encaje rojo, que metí en una bolsa de plástico y entregué a la mujer.

—¡Qué situación tan embarazosa! —exclamó Emma.

—Eso no fue todo —dijo Phyllis—. La mujer echó un vistazo a las bragas, le pegó con el bolso al hombre y se marchó hecha una furia del despacho… porque la prenda no era suya. El hombre tuvo que pagar la factura por un perro que acababa de poner en evidencia su engaño.

Celebraron la anécdota con una sonora carcajada.

Llenaron de nuevo las copas y trajeron cuencos para lavarse las manos llenos de agua y pétalos de rosa. Se lavaron los dedos y se secaron con servilletas limpias. A continuación se sirvió un sorbete de limón para limpiar el paladar en limones helados convertidos en copitas. El sorbete estaba espolvoreado de menta y cáscara de limón.

Cuando Zoë y Justine se fueron a la cocina a buscar el siguiente plato, Phyllis exclamó:

—En mi vida había comido unos platos así. Es toda una experiencia.

James puso mala cara. Inexplicablemente, se había ido poniendo más serio y triste a cada minuto que pasaba.

—No seas exagerada.

—¡Por Dios, James! —dijo Emma—. Tiene razón. Es toda una experiencia.

Él refunfuñó algo entre dientes y se sirvió más vino.

Zoë y Justine volvieron con platos de codornices al horno con la piel crujiente, adobadas con sal y miel. Las aves llevaban una guarnición de quenelles, unas croquetitas de delicada masa con rebozuelo y bulbo de jacinto.

Alex ya había comido codorniz otras veces, pero no como aquélla, realzada con un penetrante y profundo sabor. La conversación languideció. Caras enrojecidas, párpados pesados por la saciedad. Sirvieron café y trufas de chocolate caseras, seguidas de pots de crème y helado de vainilla con miel. La exquisita emulsión se fundía en la boca y bajaba por la garganta suavemente, inundando de éxtasis las papilas gustativas.

James Hoffman fue el único que permaneció en silencio mientras los demás exclamaban su aprobación. Alex no alcanzaba a comprender qué le pasaba a aquel hombre. Tenía que estar enfermo, no había otra razón posible para que hubiera comido tan poco.

—¿Estás bien? Apenas has tocado la comida —le preguntó Phyllis, preocupada, habiendo llegado por lo visto a la misma conclusión.

Él no la miró, concentrado en las natillas que tenía delante, con las mejillas enrojecidas.

—Mi cena estaba incomible. Todo estaba amargo. —Se levantó y plantó la servilleta en la mesa, mirando furioso las caras de asombro de todos. Luego se quedó mirando la cara pálida de Zoë—. Si le has puesto algo a mi comida —dijo—, entonces te has salido con la tuya.

—James —protestó Phyllis, palideciendo—. He comido de tu plato y la comida era exactamente igual que la mía. Seguramente tienes mal sabor de boca esta noche.

Él sacudió la cabeza y se marchó en tromba. Phyllis corrió tras él y se detuvo en el umbral para darse la vuelta.

—Has sido magnífico. Lo mejor que he comido en la vida —le dijo con sinceridad a Zoë.

Zoë logró esbozar una sonrisa.

—Gracias.

Justine hizo un gesto de incredulidad cuando Phyllis se hubo marchado.

—Zoë, tu padre está loco. La cena ha sido increíble.

—Zoë ya lo sabe —dijo Emma, mirando a su nieta, que le devolvió la mirada con resignación.

—Lo he hecho lo mejor posible —dijo simplemente—, pero eso nunca es bastante para él. —Se levantó de la mesa y les hizo un gesto para que siguieran sentados—. Enseguida vuelvo. Voy a preparar más café. —Salió de la biblioteca.

Viendo que Justine iba a levantarse, Alex le dijo en voz baja:

—Déjame a mí.

Ella torció el gesto pero siguió sentada mientras él iba a buscar a Zoë.

Alex no estaba demasiado seguro de lo que le diría a Zoë. Llevaba dos horas observándola servir plato tras plato de magnífica comida a su padre, que no valoraba ninguno. Comprendía la situación demasiado bien. Por experiencia, sabía que el amor paterno es un ideal, no una garantía. Algunos padres no tienen nada que ofrecer a sus hijos y algunos, como James Hoffman, culpaban y castigaban a los suyos por cosas con las que nada tenían que ver.

Zoë estaba ocupada midiendo la dosis de café y echándola en el filtro de la cafetera. Cuando oyó pasos se volvió. Parecía expectante, curiosamente atenta, como si esperara algo de él.

—No me sorprende —dijo—. Sé lo que puedo esperar de mi padre.

—Entonces ¿por qué le has preparado esta cena?

—No era para él.

Él puso unos ojos como platos.

—Si no hubieras aceptado venir esta noche —prosiguió ella—, hubiéramos ido a un restaurante. Quería cocinar para ti. He ideado cada plato pensando lo que podría gustarte.

La frustración y el desconcierto lo invadieron. Tenía la sensación de estar siendo manipulado de un modo muy sutil, como si le estuvieran envolviendo en una red de seda. Una mujer no hacía una cosa así simplemente por amabilidad o por generosidad. Tenía que haber algo, algún motivo oculto que solo descubriría cuando fuera demasiado tarde.

—¿Por qué has hecho esto por mí? —le preguntó con brusquedad.

—Si fuera cantante de ópera, te habría cantado una aria. Si fuera pintora, habría pintado tu retrato. Pero lo que se me da bien es cocinar.

Seguía teniendo en la boca el sabor de las natillas: trébol y flores silvestres y néctar ámbar. Aquel sabor florecía en su lengua y le llenaba la garganta de dulzura y lo llenaba hasta el punto que habría jurado que el aroma de la miel le salía por los poros. Sin pretenderlo, se le acercó en dos zancadas y la cogió por los brazos. Notar su cuerpo, voluptuoso y sedoso, lo enardeció. Sintió un torbellino, una mezcla volátil de emociones. Habría bastado una chispa para destruirlo. Estaba tan excitado, tan hambriento de ella… tan cansado de esforzarse por mantenerse alejado.

—Zoë —le dijo—, esto tiene que acabarse. No quiero que hagas nada por mí. No quiero que busques modos de complacerme. Ya estoy perdido. Nunca, durante el resto de mi vida, podré mirar a una mujer sin querer que seas tú. Formas parte de mi ser. Ni siquiera puedo soñar sin que estés en mi cabeza. Pero no puedo estar contigo. Hago daño a la gente. Eso es lo que se me da bien a mí.

Cambió de cara.

—¡Oh! —exclamó consternada—. Alex, no.

—Te haré daño —insistió él implacable—. Te convertiré en alguien a quien los dos odiaremos. —La verdad surgió de lo más hondo de su alma: «No eres nada. No mereces nada. No tienes nada que ofrecer a nadie excepto dolor». Saber eso, creerlo, era la única manera de que el mundo tuviera sentido.

Zoë le sostuvo la mirada y Alex vio la rabia en su rostro. Aquello lo alivió. Significaba que le pegaría. Significaba que ella estaría a salvo.

Le acercó la mano a la mejilla, pero con suavidad. Posó con cariño los dedos en su barbilla, acariciándole el labio inferior con el pulgar como para borrar sus palabras cortantes como una hoja de afeitar. Él se quedó confuso al darse cuenta de que la rabia no iba dirigida contra él.

—No —le susurró—. Lo tergiversas todo. Es a ti a quien han herido. No intentas protegerme a mí, intentas protegerte a ti.

Alex le apartó la mano de un manotazo.

—Da lo mismo a quién demonios intento proteger. La cuestión es que algunas cosas están demasiado estropeadas para repararlas.

—La gente no.

—Sobre todo la gente.

Pasaron los segundos. El silencio se podía cortar.

—Es mejor que uno de los dos resulte herido que ni siquiera intentarlo —dijo con cuidado—. Quieres intentar algo que no sea imposible.

Ella negó con la cabeza.

—Algo prometedor.

En aquel momento Alex la odió por lo que intentaba conseguir, por hacer que quisiera creerla.

—No seas estúpida. ¿No entiendes lo que te hará mantener una relación conmigo?

—Ya tenemos una relación —repuso ella exasperada—. Hace tiempo que la tenemos.

Alex la agarró, queriendo infundirle un poco de sentido común. Pero en lugar de eso la acercó a su corazón palpitante, obligándola a ponerse de puntillas. No la besó, solo la sostuvo, manteniendo la cabeza baja, de manera que notaba el aliento de ella en la cara.

—Te deseo —le susurró Zoë—, y tú me deseas. Así que llévame a casa y haz algo. Esta noche.

El ruido de la puerta de la cocina le hizo dar un respingo, pero no la soltó.

—¡Uy! —oyó que murmuraba Justine—. Perdón.

Zoë volvió la cara hacia su prima.

—Justine —le dijo, con notable tranquilidad—, no tienes que llevarnos en coche a Emma y a mí hasta casa. Alex lo hará.

—¿De veras? —preguntó Justine recelosa.

Zoë tenía sus ojos azules de mirada cálida fijos en los suyos, desafiándolo, suplicándole.

Muy bien, pues. Había llegado por fin al punto en que ya nada le importaba. Estaba enfermo de tanto luchar, de necesitar y no tener. Le importaba un bledo todo menos conseguir lo que deseaba.

Alex asintió, contra todo lo que su instinto le decía.