—Usa la mano izquierda —le ordenó con paciencia Zoë.
Estaban de pie en el lavadero que había junto a la despensa y ella leía un folleto que le había dado la fisioterapeuta de Emma, acerca de las tareas domésticas corrientes que podían fortalecer los músculos debilitados por una apoplejía.
Emma abrió la puerta de la secadora con la mano izquierda y miró a Zoë.
—Ahora agáchate, saca una prenda y métela en la cesta de la colada. Agárrate a mi mano para mantener el equilibrio…
—Me apoyaré en el borde de la secadora —dijo Emma con irritación.
Alex se paró en la puerta de la habitación de Zoë, donde había instalado un aseo en un pequeño espacio que antes era un armario. Se entretuvo mirando a las dos mujeres sin decir nada, mientras el fantasma estaba sentado encima de la lavadora con las piernas colgando.
—No cojas dos a la vez —le advirtió Zoë cuando su abuela echó un par de camisas en la cesta.
—Así acabo antes —protestó Emma.
—No se trata de ser eficiente, se trata de que abras y cierres los dedos tantas veces como sea posible.
—Y después, ¿qué tengo que hacer?
—Pasar la ropa húmeda a la secadora, prenda por prenda, y luego quitaremos el polvo para que trabajes un poco la muñeca.
—Ahora ya sé por qué querías que viviera contigo —dijo Emma.
—¿Por qué?
—Tienes criada gratis.
Alex se rió por lo bajo.
Zoë lo oyó y le hizo una mueca.
—No la animes. Los dos habéis pasado demasiado tiempo juntos. No sé cuál de los dos es peor influencia para cuál.
—Para «quién» —la corrigió Emma, metiendo el brazo en la secadora para sacar más ropa—. «Cual» es un pronombre relativo y equivale a «que»; «quién» es un pronombre interrogativo.
Zoë sonrió cariñosamente.
—Gracias, policía de la gramática.
La voz de Emma resonó en el tambor de la secadora.
—No sé por qué me acuerdo de algo así pero no del periódico para el que escribía.
—Era el Bellingham Herald. —Zoë intercambió una mirada con Alex mientras éste cruzaba la habitación e iba al fregadero de la cocina para servirse un vaso de agua. Ya estaba acostumbrado a aquellas miradas, a la preocupación mal disimulada, a la necesidad de consuelo que nadie podía darle.
En las dos semanas que Emma llevaba viviendo en Dream Lake Road había pasado por momentos de olvido, de confusión, de agitación. Algunos días tenía la mente despejada, otros neblinosa. Era siempre impredecible cómo se sentiría o qué recordaría de un día para otro.
—No estés encima de mí —le dijo a Zoë irritada una tarde—. Déjame ver el programa de televisión en paz.
Zoë se disculpó y se marchó a la cocina, desde donde siguió con un ojo puesto en Emma, preocupada.
—Sigues encima de mí —le dijo Emma.
—¿Cómo puedo estar encima de ti si estoy a seis metros de distancia? —protestó Zoë.
—Alex, ¿puedes llevarte a mi hija a dar un paseo?
—No puedo dejarte sola —dijo Zoë—. Jeannie no está.
Jeannie, la enfermera a tiempo parcial, iba todas las mañanas a cuidar de Emma y solía marcharse a la hora de comer. Era imperturbable, así que la anciana no tenía reparos en aceptar su ayuda para cosas tan íntimas como vestirse, bañarse o la fisioterapia.
—Solo quince minutos —insistió Emma—. Sal a tomar un poco el aire con Alex, o ve sola si él no quiere aguantarte.
Alex cogió el móvil de Emma de la isla de la cocina y le apuntó su número.
—Me voy a pasear con Zoë, Emma, siempre y cuando prometas no moverte mientras estemos fuera. —Le entregó el teléfono—. Si tienes algún problema, me llamas. ¿Entendido?
—Entendido —convino Emma satisfecha.
Observando la escena, el fantasma puso mala cara.
—No me gusta la idea.
—Estará bien —dijo Alex, y miró bruscamente a Zoë. Con más amabilidad, añadió—: Ven conmigo. A Emma no le pasará nada.
Ella seguía reacia a marcharse.
—Están en pleno trabajo.
—Puedo hacer una pausa —le tendió la mano, mirándola expectante.
Zoë le ofreció la suya despacio.
Algo tan superficial como notar los dedos de ella en los suyos lo puso a cien. Saboreaba cada pequeño contacto accidental entre ambos: el roce de su brazo, el cosquilleo sedoso de su pelo en la oreja cuando se inclinaba a ponerle el plato delante. Percibía todos los detalles: el morado en su piel donde se había golpeado contra algo, el aroma floral del nuevo jabón que había comprado en el mercadillo.
No había una palabra que definiera aquella clase de relación, el modo en que se sentía. En sus manos unidas había más que calidez compartida, más que piel contra piel… era como si estuvieran sosteniendo algo entre los dos, manteniéndolo a salvo.
Incluso cuando se obligó a soltarla, siguió sintiendo sus manos juntas y la invisible huella de aquel misterioso «algo» que había entre ambos.
Emma se retrepó en el sofá para mirar la tele, con aspecto de estar más que satisfecha. Byron se subió de un salto y se acomodó en su regazo.
El fantasma se quedó plantado mirándola.
—Intrigante… —dijo, divertido—. Quieres que estén juntos. Se te ha estropeado el gusto en cuestión de hombres, ¿sabes?
Aunque quería quedarse con ella más que nada en el mundo, al final notó el ineludible tirón de su conexión con Alex y se vio obligado a salir de la casa.
—No puedo evitarlo —dijo Zoë mientras caminaba con Alex por el borde de la carretera, bajo un dosel de arces y madroños. El suelo del bosque estaba cubierto de helechos de varios tipos y, allí donde penetraba suficiente luz solar, de zarzamoras—. Sé que me preocupo demasiado y que quiero controlarlo todo, pero no quiero que se haga daño. No quiero que le haga falta algo y no lo tenga.
—Lo que necesita, lo que las dos necesitáis, es estar separadas de vez en cuanto. Deberías salir por lo menos una noche por semana.
—¿Quieres ir a ver un película conmigo? —se atrevió a pedirle Zoë—. ¿Este fin de semana?
Alex negó con la cabeza.
—Mi hermano Mark se casa en Seattle.
—¡Oh, es verdad! Se me había olvidado. Lucy irá a la boda con Sam. ¿Tú irás con alguien?
—No. —Alex ya lamentaba su impulso de dar un paseo con Zoë. Estar a solas con ella era el modo más seguro de sentir aquella embriagadora sensación de vértigo que le daba pavor, ese júbilo que amenazaba con abrirle en dos el pecho.
—Lucy y Sam parecen felices estando juntos —dijo ella—. ¿Crees que lo suyo puede convertirse en algo serio?
—¿En matrimonio? —Alex negó con la cabeza—. No hay motivo para que se casen.
—Hay un motivo buenísimo.
—¿Las ventajas de la declaración de la renta conjunta?
—No —dijo Zoë exasperada pero riendo—. El amor. La gente se casa porque se quiere.
—La gente que quiere seguir estando enamorada haría mejor evitando el matrimonio. —Vio que la sonrisa desaparecía de su cara y se sintió vil y avergonzado—. Perdona —se disculpó—. Es que detesto las bodas… y ésta es la primera en la que no podré… —La miró con el ceño fruncido y hundió las manos en los bolsillos.
Zoë lo entendió inmediatamente.
—¿Habrá barra libre en el banquete?
Él asintió brevemente.
—¿No le has dicho a nadie de la familia que has dejado de beber? —le preguntó con dulzura.
—No.
—A lo mejor deberías dejarles ayudarte, darte apoyo moral. Si supieran que…
—No quiero apoyo. No quiero que nadie me vigile esperando que fracase.
Notó que Zoë lo cogía del brazo, sus dedos en el antebrazo.
—No fracasarás —le dijo.
El día de la boda de Mark y Maggie, en un ferry en desuso del Lake Union de Seattle, fue soleado y despejado. Pero aunque hubiera llovido los novios habrían estado demasiado enamorados para notarlo. Después de que sirvieran el champán y Sam hiciera el brindis, los invitados se llenaron los platos en el sofisticado bufé. Alex se retiró a popa y se sentó en una de las sillas, junto a la borda. Nunca le había gustado la charla superficial, y sobre todo no quería estar en compañía de gente con una copa de champán o un cóctel en la mano. Afrontar aquella situación sin alcohol sin muletas se le hacía raro. Se sentía casi como si estuviera intentando suplantarse a sí mismo. Tendría que ir acostumbrándose.
Vio que Sam bailaba con Lucy Marinn, que todavía llevaba una férula en la pierna a consecuencia del accidente de bicicleta. Se balanceaban juntos, flirteando y besándose. Sam miraba a Lucy como nunca había mirado a nadie, manifestando la invisible alquimia que a veces hay entre las personas que están ocupadas haciendo otros planes. Se habían convertido en una pareja. Alex estaba bastante seguro de que Sam ni siquiera era consciente de ello. El tontorrón seguía considerándose un soltero manteniendo una relación libre de compromisos.
Alex se quedó en el rincón, bebiendo cola con hielo en un vaso de whisky. El fantasma se quedó a su lado, silencioso y meditabundo.
—¿En qué piensas? —le preguntó por fin Alex entre dientes.
—Sigo preguntándome si Emma amaba a su marido —dijo el fantasma.
—¿Querrías que lo hubiera amado?
El fantasma luchó por responderle.
—Sí —dijo finalmente—. Pero quisiera que me hubiera amado más a mí.
Alex sonrió, agitando los cubitos del vaso.
El fantasma miraba pensativo el agua bañada por el sol.
—Hice algo mal —dijo—. Herí a Emma. Estoy seguro.
—Te refieres a antes de morir, ¿no?
El otro asintió.
—Seguramente la cabreaste al alistarte —le dijo Alex.
—Creo que fue algo peor que eso. Necesito acordarme antes de que pase algo.
Alex lo miró escéptico.
—¿Qué crees que va a pasar?
—No lo sé. Tengo que pasar tanto tiempo como pueda con Emma. Recuerdo mejor cuando estoy con ella. El otro día… —Se interrumpió—. Mejor me callo. Maggie viene hacia aquí.
La pelirroja esposa de Mark, ahora cuñada de Alex, se acercaba. Llevaba una taza de café de porcelana blanca.
—Hola, Alex. —Estaba radiante de felicidad. Los ojos castaños le brillaban—. ¿Te lo estás pasando bien?
—Sí. Una boda muy bonita. —Fue a levantarse de la silla pero Maggie le hizo un gesto con la mano para que no lo hiciera.
—No te levantes. Solo quería tenerte localizado. Hay unas cuantas mujeres que se mueren por conocerte, por cierto. Incluida una hermana mía. Si la traigo aquí, ¿podrías…?
—No —repuso él inmediatamente—. Gracias, Maggie, pero no estoy de humor para charlar.
—¿Te traigo algo?
Él sacudió la cabeza.
—Ve a bailar con tu marido.
—Marido. Me gusta como suena. —Maggie sonrió y le entregó la taza que llevaba en la mano. Estaba llena de café solo y humeaba—. Ten. Me parece que te gustará.
—Gracias, pero yo… —Alex se interrumpió cuando vio que retiraba su vaso de cola a medio terminar de la mesita que había junto a su silla.
—Cree que estás borracho —dijo el fantasma amablemente—. Te has tomado cuatro vasos y ahora estás sentado aquí en un rincón hablando contigo mismo.
—Han sido cuatro vasos de una bebida sin alcohol.
—¡Oh, claro! —dijo Maggie alegremente.
El fantasma soltó un bufido.
—No se lo traga.
Con una sonrisa burlona, Alex tomó un sorbo de café negro y amargo. Dado su pasado, era completamente razonable pensar que se hubiera emborrachado en tal ocasión. Y Maggie, que era un encanto, intentaba manejar la situación de modo que su orgullo no saliera herido.
—Por cierto, no estoy hablando conmigo mismo —dijo—. Hay un tipo invisible sentado justo a mi lado.
Maggie soltó una carcajada.
—Me alegro de que me lo cuentes. Podría haberme sentado sin querer en su regazo.
—No te cortes —dijo el fantasma sin dudarlo un instante.
—No le importaría —le dijo Alex a Maggie—. Siéntate.
—Gracias, pero tengo que dejaros a ti y a tu amigo con vuestra conversación. —Se inclinó a besarle la mejilla—. Tómate todo el café, ¿vale? —Y se marchó, llevándose el refresco de cola.