—Tienes buen aspecto —fue lo primero que Darcy dijo cuando Alex le abrió la puerta. Parecía un tanto sorprendida, como si hubiera esperado encontrarlo tumbado entre un montón de botellas vacías de jarabe para la tos y cosas para drogarse.
—Tú también —repuso Alex.
Darcy vivía y se vestía como si fuera la protagonista de una revista de moda, lista para que la fotografiaran desde todos los ángulos. Externamente era un modelo de maquillaje y elegancia. Llevaba la blusa desabotonada un poco más de lo necesario, el pelo planchado y marcado con manos hábiles. Si tenía algún objetivo más profundo que conseguir dinero por cualquier medio, nunca se lo había dicho. Alex no se lo reprochaba. Sabía perfectamente que volvería a casarse pronto, con algún hombre rico y bien relacionado de quien al final cosecharía un acuerdo de divorcio más que generoso. Alex tampoco se lo reprochaba. Ella nunca había fingido ser lo que no era.
Darcy le presentó a la decoradora e intercambiaron las cortesías de rigor. Era una mujer muy maquillada de edad indefinida, con el pelo escalonado y tieso de laca. Se llamaba Amanda. Darcy y la decoradora recorrieron la casa apenas amueblada, haciéndole de vez en cuando preguntas a Alex que lo obligaron a seguir su estela. Todo estaba escrupulosamente limpio, la pintura de las paredes retocada, la iluminación y las cañerías en perfecto estado y el jardín pulcro, con una capa nueva de mantillo.
Darcy había dejado un bolso de viaje Vuitton en la entrada. Alex lo miró y frunció el ceño, porque esperaba que ella no se quedara cuando se fuera la decoradora. La perspectiva de tener que hablar con su ex le resultaba deprimente. Se habían quedado sin nada que decirse incluso antes de divorciarse.
La perspectiva de acostarse con ella era incluso más deprimente. Daba igual que su cuerpo estuviera pidiéndole una alegría, daba igual que Darcy fuera atractiva y estuviera dispuesta… Eso no iba a suceder, porque el problema de haber probado algo nuevo e increíble es que no puedes volver a obtener el mismo placer de lo que antes solía gustarte. No puedes borrar la conciencia de que en alguna parte hay una experiencia mejor que la que estás teniendo. Sabes que te estás comiendo un producto de bollería industrial después de haber probado un esponjoso y tierno pastel casero recubierto de glaseado crujiente, abierto por la mitad y untado con miel.
—Tienes que decírselo a Darcy antes de que decida quedarse —le dijo el fantasma, inclinándose hacia él.
—¿Decirle qué?
—Que no vas a acostarte con ella.
—¿Por qué piensas que no lo haré?
El fantasma tuvo el descaro de sonreír.
—Porque estás mirando esa bolsa como si estuviera llena de cobras vivas. —Su sonrisa se suavizó—. Y Darcy no encaja en el camino que has tomado.
El fantasma había estado de un humor extraño los últimos días, preocupado, impaciente y sintiendo casi siempre la alegría abrasadora de saber que vería a Emma pronto. Ponía nervioso a Alex estar en el vórtice de esas emociones tan intensas, porque ya tenía bastante con mantener las suyas a raya. Seguramente lo que más echaba de menos de beber era cómo lo anestesiaba de esa agitación emocional.
Alex apreciaba que el fantasma hubiera hecho un esfuerzo para dejarle tanto espacio como era posible, intentando no entrometerse. El comentario que acababa de hacerle sobre Darcy era la única cosa con intención vagamente manipuladora que le había dicho desde hacía días. No había dicho ni una palabra acerca del modo en que había besado a Zoë en la casa del lago. De hecho, había fingido no darse cuenta. Por su parte, Alex había intentado con toda el alma olvidarlo.
Una parte de su cerebro, sin embargo, se aferraba a aquel recuerdo como una abrazadera y no lo soltaba. Los ojos azules y relucientes de Zoë mirándolo, el modo provocativo en que se había puesto de puntillas y se había pegado a él. Nunca nadie lo había abrumado tanto. Nunca lo había apabullado tanto la idea de que podía haber hecho realmente feliz por un instante a una mujer. Se había acoplado a él con tanta facilidad, permitiéndole hacer lo que quisiera… Estaría así en la cama, abierta a todo. Confiando en él.
«Dios mío».
Si eso llegaba a suceder, en poco tiempo la habría convertido en alguien completamente diferente, en una persona cínica, furiosa, cauta. En alguien como Darcy. Eso era lo que les pasaba a las mujeres que se liaban con él.
Tras un par de horas de intercambiar ideas y mirar fotos y diseños en una tableta, Amanda dijo que debía marcharse. No quería perder el último ferry de la tarde.
—Llevaré a Amanda a Friday Harbor y cenamos algo —le dijo Darcy—. ¿Qué te parece comida italiana?
—¿Te quedas a pasar la noche? —le preguntó Alex, sin ocultar su desagrado.
—Ya has visto mi bolsa —le dijo Darcy con sorna y un punto de enfado—. Supongo que no tienes ningún inconveniente, teniendo en cuenta que esto es mi casa.
—Yo la mantengo y pago las facturas hasta que se venda. No es un mal trato.
—Es verdad. —Sonrió, con una mirada provocativa en los ojos—. A lo mejor luego puedo darte una bonificación.
—No hace falta.
Al cabo de poco más de una hora, Darcy volvió con envases de pasta y ensalada. Sirvieron la comida en platos y se sentaron a la mesa de la cocina, exactamente como hacían cuando estaban casados. Como ninguno de los dos cocinaba, habían vivido de platos congelados y comida para llevar o yendo a restaurantes.
—He traído una botella de chianti —dijo Darcy, buscando en un cajón el sacacorchos.
—Para mí no, gracias.
Ella le lanzó una mirada de sorpresa por encima del hombro.
—Bromeas, ¿verdad?
El fantasma, que estaba sentado en una de las encimeras, con las piernas colgando, formuló una pregunta retórica:
—¿Desde cuándo bromea él acerca de algo?
—Simplemente, esta noche no me apetece —le dijo Alex a Darcy, mirando con dureza al fantasma.
—Vale —dijo éste, bajándose de la encimera y alejándose con paso despreocupado—. Os dejo solos, tortolitos.
Darcy sacó dos copas de vino de la alacena, las llenó y las llevó a la mesa.
—Amanda dice que tenemos que hacer que la casa tenga más calidez. Será fácil, porque ya está bastante vacía y todo lo que hay es de un tono neutro. Traerá almohadones de colores para el sofá, algunas Albizias, centros de mesa y cosas así.
Alex miraba la copa de chianti, el líquido rojo granate que relucía. Recordaba su sabor, seco, como de violetas. Llevaba semanas sin beber. Un vaso de vino no podía perjudicarle. La gente bebe vino con las comidas muchas veces.
Se acercó la copa pero no la cogió, sino que pasó las yemas de los dedos por la base circular. Luego la apartó un poco.
Arrastró la mirada hacia la cara de Darcy y se concentró en lo que decía. Estaba hablando acerca de su último ascenso. Era gerente de marketing de una gran empresa de software y acababan de ponerla al frente del boletín interno de noticias del grupo, que llegaba a miles de personas.
—Me alegro por ti —le dijo Alex—. Me parece que lo harás estupendamente.
Ella le sonrió.
—Parece casi como si lo creyeras.
—Lo creo. Siempre te he deseado el éxito.
—Eso es nuevo para mí. —Tomó un buen trago de vino. Extendió una larga pierna y le puso un pie en el muslo. Con delicadeza, le hundió los dedos en la entrepierna—. ¿Has estado con alguien desde nuestro último encuentro? —le preguntó.
Él negó con la cabeza y le agarró el pie para que se estuviera quieta.
—Necesitas liberar presión —le dijo Darcy.
—No. Estoy bien.
Darcy sonrió, incrédula.
—No estarás rechazándome, ¿verdad?
Alex se acercó otra vez la copa y cerró los dedos alrededor del brillante contenido. Miró con desconfianza a su alrededor, pero el fantasma no estaba en la cocina. Levantó la copa y tomó un sorbo. El aroma del vino le llenó la boca. Cerró un instante los ojos. Fue un alivio. Se prometió que pronto se sentiría mejor. Quería más. Quería bebérselo todo sin respirar.
—He conocido a una mujer —dijo.
Darcy achicó lo ojos.
—Te interesa.
—Sí. —Era la verdad, aunque en su vida se había quedado tan corto al definir algo; claro que no tenía intención de corregirse.
—No tiene por qué enterarse —le dijo Darcy.
—Yo lo sabría.
Darcy fue descaradamente burlona.
—¿Quieres serle fiel a una mujer con la que ni siquiera te has acostado todavía?
Alex le apartó el pie con cuidado. La miró. Realmente la miró por primera vez desde hacía tiempo. Vio en ella un destello de algo… de soledad, de tristeza. Le recordó la compasión que había sentido a su pesar por Zoë cuando le había contado lo que había sido que su marido la dejara. A Darcy también la había dejado un marido. La había dejado él.
Alex se preguntaba cómo le había sido tan fácil pronunciar unos votos que nunca había tenido intención de cumplir. Ninguno de los dos había tenido intención de cumplirlos y no parecía que a Darcy le hubiera importado más que a él. «Tendría que habernos importado», pensó.
Haciendo un esfuerzo, vació la copa en el fregadero y la dejó en el escurridor. La fragancia perfumó el aire, una fragancia de taninos e inconsciencia.
—¿Por qué haces eso? —oyó que le preguntaba Darcy.
—He dejado la bebida.
Parecía incrédula. Frunció el ceño.
—¡Por el amor de Dios! ¡Una copa no le hace daño a nadie!
—No me gusta cómo soy cuando bebo.
—A mí no me gusta cómo eres cuando no lo haces.
Alex sonrió sin ganas.
—¿Qué pasa? —le preguntó Darcy—. ¿Por qué finges ser quien no eres? Te conozco como nadie. He vivido contigo. ¿Quién es esa mujer con la que sales? ¿Es mormona o cuáquera o algo así?
—Eso da lo mismo.
—¡Menuda estupidez! —exclamó Darcy, pero en la tensión de su voz, él notó cierto desconcierto. Sintió más compasión por ella en aquel momento que en todo su matrimonio. En una ocasión había leído u oído algo acerca de que nunca era demasiado tarde para salvar una relación, pero no era cierto. A veces el daño es irreparable. Hay una línea invisible, un momento en que es «demasiado tarde» para un matrimonio. Cuando se ha cruzado esa línea, la relación nunca prospera.
—Lo siento —le dijo, mirándola apurar su copa del mismo modo que él había querido hacerlo un momento antes—. Hiciste un mal negocio casándote conmigo.
—Me he quedado con la casa —le recordó.
—No me refiero al divorcio. Me refiero al matrimonio. —Algo le advertía que no bajara la guardia, pero Darcy se merecía la verdad—. Podría haber sido mejor marido. Podría haberte preguntado cómo te había ido el día y prestado atención a lo que me dijeras. Podría haber comprado un maldito perro y procurado que esta casa pareciera un hogar en lugar de una suite del Westin. Siento haberte hecho perder el tiempo. Te merecías mucho más de lo que te di.
Darcy se levantó y se le acercó. Se había puesto colorada y, para su asombro, vio que tenía los ojos cuajados de lágrimas. Le temblaba la barbilla. Cuando se le acercó más, tuvo la desagradable idea de que iba a intentar abrazarlo, algo que no deseaba lo más mínimo. Pero ella abrió la mano y el bofetón resonó en la cocina. La mejilla se le quedó primero entumecida y luego le ardió.
—No lo lamentas —le espetó Darcy—. Eres incapaz. —Antes de que pudiera decir nada, Darcy continuó con vehemencia, casi susurrando—: No te atrevas a tenerme por la pobre pequeña esposa maltratada, consumida de amor. ¿Crees que alguna vez he esperado amor de ti? No era estúpida. Me casé contigo porque podías hacer dinero y eras bueno en la cama. Ahora no puedes hacer lo primero ni eres lo segundo. ¿Qué problema tienes?, ¿ya no se te levanta? No me mires como si fuera una zorra. Si lo soy es por tu culpa. Cualquier mujer lo sería, después de haber estado casada contigo. Agarró la botella de vino y la copa y salió en tromba hacia el dormitorio de invitados. Toda la casa vibró con el portazo.
Masajeándose la cara, Alex fue a apoyarse en la encimera, reflexionando sobre el comportamiento de Darcy. Había esperado de ella cualquier reacción menos la que había tenido.
El fantasma se colocó a su lado. En sus ojos oscuros había un destello de lástima.
Alex inspiró profundamente y soltó el aire despacio.
—¿Por qué no has dicho nada?
—¿Cuando has empezado a beber vino? No soy tu conciencia. Ésa es tu lucha. No estaré para siempre rondando a tu alrededor, ya lo sabes.
—Dios mío, espero que tengas razón.
El otro sonrió.
—Has hecho lo correcto diciéndole todo eso.
—¿Te parece que le ha sido de ayuda? —le preguntó Alex con escaso convencimiento.
—No —aseguró el fantasma—, pero creo que te ha sido de ayuda a ti.
A la mañana siguiente, Darcy se marchó sin decir ni una palabra. Alex se pasó casi todo el fin de semana trabajando en la casa de Rainshadow Road, ordenando el resto de la buhardilla y aislando un tabique. El domingo por la noche le mandó un mensaje de texto a Zoë para preguntarle si Emma estaba en la casa del lago y si todo había ido bien.
«Aquí estamos —le respondió por mensaje ella de inmediato—. Le encanta la casa».
«¿Necesitáis algo?», no pudo resistirse él a preguntarle.
«Sí. Preparo pastel de manzana. Necesitaré ayuda mañana».
«¿Desayunamos?».
«¿x q no?».
«ok».
«bn».
«bn».
A Alex le vinieron a la mente imágenes de la ropa de Zoë cayendo al suelo y lo invadió una oleada de deseo.
Aquella sensación fue rápidamente sustituida por un estremecimiento nervioso del fantasma.
—Cálmate —le dijo Alex, cortante—. Escucha, cuando lleguemos allí mañana, si no te tranquilizas, me iré cagando leches. Así no puedo trabajar.
—Vale. —Pero era evidente que ni siquiera le estaba escuchando.
«Así se siente uno cuando ama a alguien…», le había dicho una vez el fantasma. Alex no quería saber cómo se sentía uno ni siquiera de rebote.
—Sigue durmiendo —le dijo Zoë en voz baja, abriéndole la puerta para que entrara—. Creo que debería dejar que descansara todo lo posible.
Alex se paró en la entrada, mirándola. Tenía ojeras de cansancio y no se había lavado el pelo. Llevaba unos pantalones cortos color caqui y una camiseta sin tirantes. Estaba cansada y era luminosa, con la cara sin maquillar. Lo único que quería Alex era abrazarla y consolarla.
Pero no lo hizo.
—Volveré luego —le dijo.
El fantasma, que estaba detrás de él, protestó.
—Nos quedamos.
—Desayuna conmigo —dijo Zoë, cogiéndolo de la mano y tirando de él para que entrara.
El aire olía a mantequilla y azúcar y manzanas calientes. Se le hizo la boca agua.
—En lugar de una tarta he preparado manzana frita. Siéntate en la isla y serviré para los dos.
La seguía a la cocina, pero se detuvo cuando vio que el fantasma se había parado delante de una estantería del salón. Aunque no le veía la cara, su inmovilidad alertó a Alex. Se acercó como si nada a la estantería para ver qué había llamado la atención del fantasma.
En un estante había varias fotos enmarcadas, algunas en tonos sepia y desteñidas por los años. Alex sonrió levemente cuando vio unas instantáneas de Emma con un querubín rubio en brazos que solo podía ser Zoë. Al lado había una foto en blanco y negro de tres chicas de pie delante de un sedán de 1930. Emma y sus dos hermanas.
Se fijó luego en la foto de un hombre con un corte de pelo de los años setenta, patillas y chupado de cara. Era la clase de hombre que lleva su dignidad como un terno.
—¿Quién es? —preguntó Alex cogiendo la fotografía.
Zoë echó un vistazo desde la cocina.
—Es mi padre. James Hoffman Jr. Le he pedido una foto más reciente, pero nunca se acuerda de mandármela.
—¿No hay ninguna foto de tu madre?
—No. Mi padre se deshizo de ellas cuando nos dejó. —Como Alex la miraba fijamente, forzó una sonrisa—. No me hacen falta fotos, porque por lo visto soy igualita que ella. —La frágil sonrisa no logró disimular el dolor de haber sido abandonada.
—¿Nunca has sabido por qué se marchó? —le preguntó Alex con dulzura.
—La verdad es que no. Mi padre nunca quería hablar del tema, pero Upsie me dijo que mi madre se había casado demasiado joven y que la responsabilidad de criar a una hija la había superado. —Ahogó una risita—. Cuando era pequeña, creía seguro que se había marchado porque yo lloraba demasiado. Así que me pasé la infancia intentando comportarme como si estuviera permanentemente alegre, incluso cuando no lo estaba.
«Sigues haciéndolo», pensó Alex. Tuvo ganas de acercársele, abrazarla y decirle que con él nunca tendría que fingir algo que no sintiera. Tuvo que hacer un esfuerzo sobrehumano para quedarse donde estaba.
El fantasma le habló con brusquedad.
—Pregúntale por ésta.
La última foto del estante era un retrato de boda. Emma, joven, atractiva y adusta. El novio, James Augustus Hoffman Sr., fiel y de cara chupada. El parecido con su hijo era inconfundible.
—¿Éste es tu abuelo Gus? —le preguntó Alex.
—Sí. Después llevaba gafas y parecía Clark Kent.
—¿Soy yo? —preguntó el fantasma muy bajito, mirando fijamente el retrato.
Alex negó con la cabeza. El fantasma, de rostro enjuto y belleza morena, no se parecía en absoluto a Gus Hoffman.
El espectro se parecía a un caballo entre el alivio y la frustración.
—Entonces ¿quién demonios soy?
Alex colocó las fotos con cuidado en el estante. Cuando apartó los ojos de lo que estaba haciendo, el fantasma se había ido a la habitación de Emma.
Preocupado, Alex fue a sentarse en un taburete de la cocina. Tenía la ferviente esperanza de que el fantasma no asustara tanto a Emma que le provocara un infarto.
—¿Quién ha preparado el desayuno en la posada esta mañana? —le preguntó a Zoë.
—Justine y yo tenemos un par de amigos a los que les gusta echar una mano y ganarse algún dinero de vez en cuando, así que dejé unas cuantas cosas preparadas en la nevera con instrucciones de cómo calentarlas.
—Acabarás reventada —le dijo Alex mirando cómo servía la manzana frita en dos cuencos—. Tienes que descansar.
Ella le sonrió.
—Mira quién habla.
—¿Cuánto has dormido?
—Probablemente más que tú.
Al cabo de un momento estaban sentados, uno al lado del otro, en la isla de la cocina. Zoë le estaba contando cómo había traído a su abuela en el ferry y lo mucho que le había gustado la casa y la cantidad de medicamentos que tomaba. Mientras ella hablaba, Alex comía. La costra de avena crujía al morderla y rápidamente se volvía maravillosamente untuosa y se deshacía: una ácida ambrosía de manzanas con aroma de canela y un puntito de naranja.
—En el corredor de la muerte pediría esto —le dijo Alex, y aunque no pretendía ser gracioso ella se rió.
El sonido de la gatera precedió la entrada de Byron en la cocina, paseándose tranquilamente como si fuera el dueño del lugar.
—La gatera funciona perfectamente —le dijo Zoë—. Ni siquiera he tenido que enseñarle cómo funciona a Byron: supo exactamente lo que hacer. —Miró con cariño al persa, que fue hacia el salón y se subió de un salto al sofá—. Si el collar no fuera tan feo… ¿Habría algún problema si lo decoro?
—No. Pero no lo hagas. No le arrebates la dignidad.
—Solo unas cuantas lentejuelas.
—Es un gato, Zoë, no una vedette.
—A Byron le gustan los perifollos.
Alex la miró aprensivo.
—No le pones nunca esos trajes, ¿verdad? Tú no eres de ésas.
—No —repuso ella inmediatamente.
—Bien.
—Puede que algo de Papá Noel por Navidad. —Calló—. Y este último Halloween le puse…
—No me lo digas. —Alex intentaba no reírse—. Por favor.
—Estás sonriendo.
—Aprieto los dientes.
—Eso es una sonrisa —insistió Zoë alegremente.
Alex no se acordó del fantasma ni de Emma hasta que iba por la mitad de la segunda ración. La puerta del dormitorio principal estaba cerrada y no se oía ningún ruido ni se notaba movimiento alguno. Sin embargo, Alex captó una dulzura flotando libremente en el aire, una euforia que lo rodeó hasta que no pudo evitar respirarla y absorberla por los poros. El sentimiento era incluso más intenso por su complejidad, al igual que una pizca de sal realza el sabor de un pastel. El torbellino de alegría le dejó el pecho molestamente tenso, como si se lo estuvieran abriendo con una palanca. Bajó los ojos, concentrándose desesperadamente en el grano de la madera de la encimera.
«No», dijo mentalmente, sin saber siquiera a quién.
Emma.
El fantasma se acercó a la figura dormida de la cama, la delicadeza de cuya piel iluminaba un rayo de luz matutina que se colaba por las ventanas entrecerradas. Seguía siendo hermosa. Su estructura ósea, la piel marcada por miles de alegrías y disgustos que él no había compartido porque no estaba. Si hubiera podido compartir la vida con ella, su cara habría estado marcada por los mismos acontecimientos, por las mismas marcas del tiempo. Que tu cara sea un espejo de tu vida… ¡qué regalo tan maravilloso!
—¡Hola! —le susurró.
Emma pestañeó. Se frotó los ojos y se sentó. Por un instante creyó que podía verlo.
—¿Emma? —dijo, en voz baja.
Ella se levantó, delgada y frágil, con un pijama adornado de encaje. Fue a mirar por la ventana. Se llevó las manos a los ojos y un sollozo escapó entre sus dedos. El sonido le habría roto el corazón de haberlo tenido. Ver el brillo de sus lágrimas estuvo a punto de hacer añicos el alma que era.
—No llores —le rogó, aunque no podía oírlo—. No estés triste. Dios mío, te quiero. Siempre te he…
Emma empezó a respirar agitadamente, sobrecogida por el pánico. Corrió hacia la puerta gritando más fuerte a cada paso.
—Emma, ten cuidado, no te caigas…
Arrasado por la pena y la preocupación, el fantasma la siguió hasta el salón.
Alex y Zoë estaban sentados en los taburetes de la isla de la cocina y levantaron la cabeza al mismo tiempo cuando Emma entró a trompicones.
Zoë se puso pálida del susto. Saltó del taburete y corrió hacia su abuela.
—¿Qué pasa, Upsie? ¿Has tenido una pesadilla?
—¿Por qué estamos aquí? —sollozó Emma, temblorosa—. ¿Cómo he llegado aquí?
—Viniste conmigo ayer. Vamos a vivir juntas. Ya hablamos de eso, Upsie…
—No puedo. Llévame a casa, por favor. Quiero irme a casa. —Emma apenas podía hablar entre sollozos.
—Ésta es tu casa —le dijo con dulzura Zoë—. Todas tus cosas están aquí. Deja que te lo enseñe…
—¡No me toques! —Emma retrocedió hacia la esquina, más desconsolada por momentos.
Alex miró duramente al fantasma.
—¿Qué le has hecho?
Aunque se lo había susurrado al fantasma, fue Zoë quien le respondió.
—No se ha tomado la medicina esta mañana. A lo mejor no debería haber esperado a…
—No, tú no —le dijo Alex con impaciencia, y Zoë parpadeó, confusa.
—No me ve ni me oye —le dijo el fantasma—. No sé por qué se ha puesto sí. Ayúdala. ¡Haz algo!
—Upsie, por favor. Ven, siéntate —le rogó Zoë, intentando cogerla, pero Emma la apartó de un manotazo, negando con la cabeza, desesperada.
Alex avanzó para acercarse a Emma.
—Ten cuidado —le espetó el fantasma—. No te conoce.
Alex lo ignoró.
El contraste entre Alex, físicamente tan poderosos y Emma, temblorosa y frágil, alarmó al fantasma. Por un momento pensó que Alex iba a sujetar a Emma o a hacer algo que la asustaría. Puede que Zoë pensara lo mismo, porque le puso una mano en el brazo y le dijo algo.
Alex, sin embargo, solo estaba pendiente de la anciana.
—Señora Hoffman… Soy Alex. Tenía ganas de conocerla.
Aquella voz desconocida llamó la atención de Emma, que lo miró con los ojos llorosos, muy abiertos, y el pecho agitado por los sollozos.
—He trabajado en la casa para que estuviera todo a punto para usted —prosiguió Alex—. Soy el carpintero. También estoy ayudando a mi hermano a restaurar la casa victoriana de Rainshadow Road. Usted vivió allí, ¿verdad? —Hizo una pausa, sonriéndole—. Suelo poner música mientras trabajo. ¿Quiere oír una de mis canciones favoritas?
Para asombro del fantasma, y de Zoë, Emma asintió y se secó las lágrimas.
Alex se sacó el móvil del bolsillo, jugueteó con él un segundo y subió el volumen del altavoz. La voz de barítono de Johnny Cash se difundió en una melancólica versión de We’ll Meet Again.
Emma miraba asombrada a Alex. Las lágrimas habían cesado y los sollozos cedían. Alex le sostuvo la mirada mientras escuchaban los primeros compases de la canción. Luego, sorprendentemente, se puso a cantar, en voz baja pero firme: «Keep smiling through, just like you always do/ ’til the blue skies chase the dark clouds far away…»
Zoë cabeceó mirando la escena, como hipnotizada.
Alex, sonriendo, le tendió una mano a Emma. Ella la aceptó como si estuviera en un sueño. Él la atrajo hacia sí y le puso una mano en la espalda. La música flotaba en el aire mientras la pareja bailaba un fox-trot arrastrando los pies y Alex tenía todo el cuidado con la pierna izquierda de Emma, más débil.
«Would you please say hello, to folks that I know/ tell ’em I won’t be long…»
Un hombre joven intentando olvidar su pasado y una anciana intentando desesperadamente recordar el suyo, pero de algún modo había encontrado una conexión en aquel in pass.
«We’ll meet again / don’t know where / don’t know when…»
El fantasma estaba embobado. No podía creerlo. Había llegado a conocer a Alex tan bien que habría jurado que no podía sorprenderlo con nada. Pero aquello jamás lo hubiera esperado.
Alex apoyó la mejilla en el pelo de Emma, sosteniéndola con una ternura que tenía que haber guardado en algún rincón oculto de su corazón. Emma se dejó llevar por la vibración de su canturreo.
«… but I know we’ll meet again, some sunny day…»
El fantasma se acordó de haber bailado con Emma en una velada al aire libre. La pista de baile estaba iluminada con hileras de farolitos metálicos.
—Esta canción no me gusta demasiado —le había dicho Emma.
—Dijiste que era tu favorita.
—Es bonita, pero siempre me pone triste.
—¿Por qué, cariño? —le había preguntado él—. Trata acerca de encontrarse de nuevo, de volver a casa.
Emma había levantado la cabeza de su hombro y lo había mirado muy seria.
—Va de perder a alguien y tener que esperar hasta reunirse en el cielo.
—La letra no dice nada del cielo.
—Pero se refiere a eso. No soporta la idea de verme separada de ti toda la vida, o un año, ni siquiera un día. Así que no puedes irte al cielo sin mí.
—Claro que no —le había susurrado él—. Sin ti no sería el cielo.
¿Qué les había sucedido? ¿Por qué no se habían casado? No alcanzaba a entender cómo se había ido a luchar en la guerra sin haberse casado con Emma. Tenía que habérselo propuesto. De hecho, estaba seguro de que lo había hecho. A lo mejor lo había rechazado. A lo mejor su familia se había interpuesto. Emma y él se amaban tanto que parecía imposible que nada en el mundo pudiera haberlos separado. Algo había salido increíblemente mal y tenía que descubrir qué.
La canción terminó con un coro espectral. Alex levantó la cabeza despacio y miró a Emma.
—Él solía cantármela —le dijo.
—Lo sé —le susurró Alex.
Emma le apretó los dedos hasta que se le marcaron las venas en el dorso de la mano como un delicado encaje azul.
Zoë se adelantó para pasarle un brazo por los hombros a su abuela, deteniéndose apenas para decirle a Alex en tono distraído:
—Gracias.
—Está bien.
Mientras Zoë llevaba a Emma a una silla de la mesa del comedor, ésta le comentó:
—Tenías razón, Zoë. Tiene unos buenos músculos.
Zoë miró avergonzada a Alex.
—Yo no le dije eso —protestó—. Es decir… se lo dije, pero…
Él arqueó las cejas, burlón.
—Lo que quiero decir es que… —dijo Zoë, violenta—. No voy por ahí hablando del tamaño de tus… —Calló de golpe, roja como un tomate.
Alex apartó la cara para que no lo viera sonreír.
—Voy a la furgoneta por las herramientas —dijo.
El fantasma salió detrás de él.
—Gracias por ocuparte de Emma —le dijo, mientras Alex sacaba un par de cajas de herramientas de la trasera de la furgoneta.
Alex dejó las cajas de herramientas en el suelo y lo miró.
—¿Qué ha pasado?
—Se ha despertado desconsolada. No sé por qué.
—¿Estás seguro de que no te ve ni te oye?
—Lo estoy. ¿Por qué le has puesto esa canción?
—Porque es tu canción preferida.
—¿Cómo lo sabes?
Alex lo miró burlón.
—No paras de cantarla. ¿Por qué estás tan cabreado?
El fantasma tardó en responder.
—La has tenido en los brazos.
—Ah. —Alex cambió de cara. Miró al fantasma con lástima, como si comprendiera la tortura de estar tan cerca de una persona a la que amas más que nada en el mundo sin poder tocarla, sabiendo que eres solo una sombra, un esbozo del ser de carne y hueso que un día fuiste.
En el clamoroso silencio, Alex dijo:
—Huele a agua de rosas y a laca y como el aire después de llover.
El fantasma se le acercó más, pendiente de cada una de sus palabras.
—Tiene las manos más suaves que haya visto —prosiguió Alex—; un poco frías, como las de algunas mujeres, y unos huesos como de pajarillo. Diría que era una buena bailarina. De no ser por su pierna débil, seguiría moviéndose bien. —Hizo una pausa—. Tiene una sonrisa preciosa. Los ojos se le iluminan. Apostaría a que cuando la conociste era divertidísima.
El fantasma asintió, consolado.
Zoë le sirvió el desayuno a su abuela y fue al baño a buscar su medicación. Se vio en el espejo, con las mejillas demasiado encendidas y los ojos brillantes. Se sentía como si tuviera que reaprender a respirar.
Treinta y dos compases, la duración media de una canción. Nada más que eso había tardado la tierra en salirse de su órbita y caer dando tumbos en una red de estrellas.
Amaba a Alex Nolan.
Lo amaba por todas las razones y por ninguna.
«Eres todo lo que siempre he preferido —deseaba decirle—. Eres mi canción de amor, mi tarta de cumpleaños, el sonido de las olas del mar y de las palabras en francés y de la risa de un bebé. Eres un ángel de nieve, crema quemada, un caleidoscopio lleno de purpurina. Te quiero y nunca me alcanzarás, porque te llevo ventaja y mi corazón va a la velocidad de la luz».
Algún día le diría cómo la hacía sentirse y él la dejaría. Le rompería el corazón como hacen aquellos a quienes les han roto el corazón hace mucho. Pero eso no cambiaría nada. El amor seguiría su curso.
Zoë cuadró los hombros y le llevó la medicina a Emma, que ya se había comido la mitad de su ración de manzana frita.
—Aquí están tus pastillas, Upsie.
—Tiene manos de carpintero —le dijo Emma—. Fuertes, llenas de callos. Yo quería a un hombre con unas manos así.
—¿De verdad? ¿Cómo se llamaba?
—No me acuerdo.
Zoë sonrió.
—Yo creo que sí.
Alex entró en la casa y fue con las cajas de herramientas hasta la puerta de la habitación de Zoë.
—¿Puedo entrar? —preguntó—. Quiero trabajar en el armario.
A Zoë le costó mirarlo, porque había vuelto a ponerse colorada.
—Sí, está bien.
Alex se dirigió a Emma.
—Tengo que poner unas placas de yeso, señora Hoffman. ¿Le parece que podrá soportar los martillazos un ratito?
—Llámame Emma. Cuando un hombre me ha visto en pijama, ya es demasiado tarde para formalidades.
—Emma —repitió él con una fugaz sonrisa que mareó a Zoë.
—¡Oh, Dios! —murmuró Emma cuando Alex hubo entrado en el cuarto y cerrado la puerta—. ¡Qué hombre tan guapo! Aunque tendría que engordar un poco.
—Eso intento —dijo Zoë.
—Si tuviera tu edad ya habría perdido la cabeza por él.
—Puedo perder mucho más que la cabeza, Upsie.
—Tranquila —le dijo Emma—. Hay cosas peores que el hecho de que te rompan el corazón.
—¿Como cuáles…? —le preguntó Zoë, escéptica.
—Que nunca te lo rompan. Nunca entregarte al amor.
Zoë reflexionó sobre aquello.
—Entonces ¿qué te parece que debería hacer?
—Me parece que deberías prepararle la cena una de estas noches y decirle que el postre eres tú.
Zoë no pudo evitar reírse.
—Tú quieres que me meta en un lío.
—Ya estás metida —puntualizó su abuela—. Así que adelante y disfruta.