Pasó un mes y de algún modo el nuevo rumbo de la vida de Alex aguantó. El fantasma no había esperado aprender nada de Alex durante su asociación forzosa, pero resultó que algo aprendió. Alex tuvo que luchar contra su adicción hora a hora, a veces minuto a minuto, pero era tan testarudo como pueda ser un hombre. Al fantasma le parecía que dejar de beber era bastante similar a saltar al agua y esperar haber aprendido a nadar de algún modo antes de sumergirte.
Alex se distraía con el trabajo, y trabajaba muchísimo. Hacía un trabajo tan meticuloso en la casa de Dream Lake que cualquier maestro carpintero habría estado orgulloso de que se lo atribuyeran. Alex trabajaba hasta muy tarde por la noche lijando, puliendo, tiñendo y pintando. Mientras comía tantas barras de caramelo para inducir un shock diabético a una persona normal.
Gracias a la insistencia del fantasma, comía de forma regular a lo largo del día, aunque habría tenido que comer mucho más para compensar el déficit de calorías, dado que estaba acostumbrado a consumir muchas en forma de alcohol.
Alex vio a Zoë en dos ocasiones. Una para recoger muestras de pintura: habían tardado cerca de un minuto y medio y luego él se había ido. La segunda vez, Zoë había ido a la casa para que Alex le enseñara los progresos de la reforma. Él se había comportado con profesionalidad. Ella había estado comedida. Gavin e Isaac, por su parte, se habían quedado tan fascinados por Zoë que ninguno de los dos había clavado ni un clavo hasta que se fue.
Por lo que parecía, la visita de Zoë apenas había afectado a Alex. Sabía levantar un muro y reforzarlo para que nada pudiera atravesarlo. Ella ya no tenía modo de llegar hasta él y seguramente era lo mejor. Aun así, el fantasma no podía dejar de lamentarlo. Alex, por su parte, se negaba a hablar de lo que todavía sentía por Zoë, en caso de que sintiera algo. El tema era tabú.
El fantasma lo entendía.
Una mujer puede hacerte eso: llegar al lugar de tu alma donde está lo mejor y lo peor de ti. Una vez allí, ese lugar es suyo y no lo deja nunca.
Por eso no le había contado a Alex sus recuerdos recién recuperados de Emmaline Stewart, las escenas que se desarrollaban ante él como una película.
Emma era la más joven y vivaracha de las tres hijas de Weston Stewart; un ratón de biblioteca, divertida y lo bastante miope como para tener que usar gafas para leer: unas bonitas gafas de ojo de gato con la montura negra que le encantaba ponerse para fastidiar a Jane, su madre. Emma nunca atraparía a un hombre con aquellas gafas, le había dicho ésta, y Emma le había asegurado que usándolas atraparía al hombre adecuado.
El fantasma recordaba haber estado a solas con ella en la casa de Dream Lake, después de compartir un picnic junto al lago. Emma le había leído un artículo que había escrito sobre los institutos de la zona, que habían prohibido a las chicas que se pintaran la cara, refiriéndose al uso de pintalabios, colorete o maquillaje en polvo. Las alumnas del condado de Whatcom se habían opuesto a la norma, y Emma había entrevistado a los directores de tres centros distintos acerca de la controversia.
«El uso de lápiz de labios da al traste con la primera barrera para la naturaleza de una chica —había citado Emma a uno de los directores, con los ojos relucientes de regocijo detrás de los cristales de las gafas—. Luego vendrán los cigarrillos, después el licor y al final se cometerán actos innombrables».
—¿Qué clase de actos innombrables? —le había preguntado él, besándole la mejilla, el cuello, la suave y minúscula zona de detrás de la oreja.
—Ya lo sabes.
—No. Descríbeme uno.
Emma soltado una tremenda carcajada.
—No.
Él había insistido, sin embargo, besándola y burlándose, intentando atraerla hacia sí tirando de sus manos. Ella había reído y fingido oponerse, sabiendo cómo despertar su deseo.
—Dime solo qué partes del cuerpo están implicadas —le había dicho y, cuando ella se había seguido negando, le había hecho sugerencias acerca de qué podía constituir un acto innombrable.
—Diciendo cochinadas no conseguirás nada —le había dicho ella remilgada.
Él había sonreído.
—Ya he conseguido pasar de los cuatro primeros botones de tu blusa.
Emma se había puesto colorada y se había quedado quieta mientras él le susurraba, desabrochándole todos los botoncitos…
El recuerdo de la intimidad física con Emma era embriagador. El deseo y el placer que un alma podía experimentar eran mucho más intensos y profundos que la mera sensación física.
El día en que volvería a verla se acercaba, pero atemperaba la viva expectativa la sensación de que algo no estaba bien, de que había algo que necesitaba saber y debía corregir. Agradecía el tiempo que Alex pasaba en la casa del lago, que le habían aportado bastantes hilos de telaraña para tejer con ellos uno o dos recuerdos. Sin embargo, con eso no le bastaba. Le hacía falta volver a Rainshadow Road: allí había sucedido algo que tenía que recordar.
Tras revisar el almacén donde ella y Justine guardaban piezas de mobiliario desparejadas, cuadros enmarcados y otras cosas para las que no habían encontrado ningún uso, Zoë había reunido una colección de objetos para la casa de Dream Lake. Entre ellos había unas taquillas metálicas antiguas de bolera con cada puerta cuadrada pintada de un color diferente, un reloj de pared en forma de taza de café y una estructura de cama victoriana verde azulada de hierro forjado. También había conseguido varios muebles del antiguo apartamento de Emma que habían sido enviados a Friday Harbor: cosas como un conjunto de sillas de cuero, una mesa hecha con un baúl de mimbre y una colección de teteras que expondría en una librería empotrada. La mezcla extravagante quedaría bien en las líneas limpias de la casa reformada y Zoë sabía que a su abuela siempre le habían gustado los toques banales a su alrededor.
Hacía seis semanas que Alex había empezado a reformar la casa. Fiel a su palabra, la cocina estaba terminada, así como el dormitorio principal y el baño. Como el suelo original había resultado estar demasiado estropeado, Zoë había permitido que Alex instalara uno laminado de arce, de un tono miel, y tenía que admitir que quedaba muy bonito y sorprendentemente natural. Faltaban por terminar el segundo dormitorio y el aseo, y el garaje todavía estaba por empezar, lo que significaba que Alex pasaría tiempo en la casa una vez que Zoë y Emma se hubieran mudado a ella. Zoë no estaba segura de qué le parecía eso. Las últimas veces que lo había visto, la tensión de la mutua incomodidad los había hecho comportarse con torpeza.
Alex parecía más saludable, más descansado, y ya no tenía ojeras. Pero sus contadas sonrisas habían sido tan afiladas como la hoja de un cuchillo y en la boca se le notaba la amargura de un hombre que sabe que nunca tendrá lo que realmente quiere. Su distanciamiento no habría molestado tanto a Zoë de no haber visto su otra cara.
Con ayuda de Justine, Zoë iba pasar un par de días dejando lista la casa con platos, ropa de cama, cuadros y otras cosas para hacerla acogedora. Luego iría a Everett a recoger a su abuela para llevarla a la isla.
Las enfermeras de Emma la habían ido poniendo al corriente acerca de la terapia física y la medicación que le daban. También le habían advertido que Emma había empezado a mostrar síntomas de agitación nocturna, lo que significaba que a última hora de la tarde o por la noche podía estar agitada y preguntar cosas repetidamente con más frecuencia de la usual.
Durante el curso de varias conversaciones, Colette Lin, la asistenta social, había ayudado a Zoë a entender qué podía esperar en un futuro: que cuando Emma perdiera una capacidad, no era probable que la recuperara; que tendría dificultades para secuenciar y haría las cosas en el orden incorrecto, hasta que algo tan sencillo como preparar una cafetera o hacer la colada le resultaría imposible. Al final, su estado se deterioraría hasta el punto en que empezaría a vagar de un lado a otro y a perderse. Entonces habría que internarla en una institución cerrada por su propia seguridad.
Costaba descifrar el humor de Emma, sobre todo por teléfono, pero parecía estar afrontando su enfermedad con la misma mezcla de pragmatismo y sentido del humor que había demostrado toda su vida. «Di a todo el mundo que mi demencia es de inicio temprano —le dijo a Zoë con una risita traviesa—. Así creerán que soy más joven». En otra ocasión le soltó: «Todas las noches, prepares lo que prepares para cenar, dime que es mi plato favorito. No me acordaré de si lo es o no». Cuando Zoë le había dicho a Emma que había encontrado una enfermera para que la cuidara en casa por las mañanas, mientras ella estuviera trabajando, Emma se había limitado a preguntarle: «¿Sabe hacer la manicura?».
—Sé que en el fondo tiene que estar asustada —le dijo Zoë a Justine la noche antes de que empezaran el traslado a la casa del lago—. Es como si la estuvieran deshaciendo a trocitos y nadie puede hacer nada para detener el proceso.
—Pero sabe que estará segura. Sabe que tú estarás a su lado.
—Ahora lo sabe. —Zoë se puso a acariciar a Byron, que acababa de acurrucarse en su regazo—. Pero puede que no siempre lo sepa.
Después de ofrecerle una copa de vino a Zoë, Justine sirvió otra y se sentó en el otro extremo del sofá.
—Es extraño, cuando lo piensas —dijo—. Cuando piensas en lo que eres, quitando los recuerdos y los deseos.
—No eres nada… —sugirió Zoë.
—No. Eres un alma. Un alma que viaja… y la vida en este mundo no es más que parte de ese viaje.
—¿Qué crees que sucede cuando morimos?
—Según mi familia, o al menos de mi familia materna, algunas almas son lo bastante afortunadas como para subir a la suprema fuerza vital. El cielo o como te guste llamarlo. —Justine cruzó las piernas y se puso más cómoda en la esquina del sofá—. Pero otras almas, que han cometido errores durante su vida terrenal, tienen que ir a una especie de zona de espera.
—¿Qué clase de zona de espera?
—No estoy segura. Pero es su ocasión para entender lo que han hecho mal y aprender de sus errores. El aquelarre lo llama Summerland.
Byron se enroscó sombre sí mismo en el regazo de Zoë y se puso a ronronear. Zoë tomó un sorbo de vino y estudió a su prima con una sonrisa perpleja.
—¿Acabas de referirte a un aquelarre? ¿Uno de los de brujería?
—¡Oh! ¡No es más que una broma de mi madre y sus amigas! —dijo Justine, quitándole importancia con un gesto de la mano—. Llamaban a su grupo un aquelarre para siempre. Incluso le pusieron nombre: El círculo de cristal.
—¿Tú formabas parte de él?
Justine ahogó una risita.
—¿Me has visto alguna vez montada en el palo de una escoba?
—Ni siquiera te he visto pasar la aspiradora. —Zoë sonrió con los labios en la copa, pero levantó la cabeza en cuanto se le ocurrió algo—: ¿Qué me dices de esa vieja escoba que hay en tu armario?
—Mi madre me la dio: un elemento rústico de decoración. Me gusta guardarla con la ropa porque huele a canela. —Puso una mueca cómica cuando vio la expresión de Zoë—. ¿Qué?
—¿Cómo se llama una persona que abandona su religión?
—No practicante.
—Me parece que tú debes de ser una bruja no practicante.
Aunque Zoë lo dijo en broma, Justine la miró de un modo extrañamente penetrante antes de preguntarle con una sonrisa:
—¿Supondría para ti alguna diferencia si lo fuera?
—Pues sí. Querría que lanzaras un hechizo para que mi abuela mejorara.
La expresión de la cara de su prima se dulcificó.
—Me temo que los hechizos no pueden sacarla del camino que lleva. Si lo intentara, las cosas solo empeorarían. —Estiró una larga pierna y frotó el pelaje de Byron con el pie—. Todo lo que puedo hacer es ser vuestra amiga —dijo—. Valga eso lo que valga.
—Vale muchísimo.
A la mañana siguiente, después de preparar el desayuno en la posada, Zoë llamó a Emma.
—¿Qué crees que voy a hacer hoy? —le preguntó alegremente.
—Vienes a verme —aventuró su abuela.
—Casi. Hoy y mañana estaré ocupada dejando lista la casa y, pasado mañana, tú y yo nos mudaremos a ella juntas. Como en los viejos tiempos.
—Ven a buscarme ahora y te ayudaré.
Zoë sonrió. Sabía que aunque su oferta era sincera, Emma no sería de ninguna utilidad.
—No puedo cambiar mi programa —le dijo—. Justine y yo ya lo hemos programado todo. Su novio, Duane, vendrá a ayudarnos y…
—¿El tipo de la banda de moteros?
—Bueno, de hecho no es una banda, es una hermandad de moteros.
—Las motos son ruidosas y peligrosas. No me gustan quienes las conducen.
—A nosotras nos gustan los que tienen unos buenos músculos para ayudarnos a trasladar muebles.
—¿Duane es el único que os ayuda? Esas sillas de cuero son muy pesadas.
—No, Alex también estará allí.
—¿Quién es?
—El contratista. Tiene una furgoneta con remolque.
—¿También tiene unos buenos músculos? —le preguntó su abuela con regocijo.
—Upsie —la reprendió Zoë, notando que se ruborizaba al recordar la dureza del cuerpo de Alex contra el suyo—. Sí, de hecho, los tiene.
—¿Es atractivo?
—Mucho.
—¿Está casado?
—Divorciado.
—¿Por qué se divorció?
—No te hagas ideas —le dijo Zoë riendo—. Por ahora no me interesa una vida amorosa. Quiero dedicarme a cuidar de ti.
—Me gustaría que encontraras a un buen hombre antes de morirme —dijo Emma, melancólica.
—Entonces será mejor que te lo tomes con calma porque voy a tardar bastante. —Oyó abrirse la puerta trasera de la cocina y se dio la vuelta. Alex entraba. Le sonrió y se le aceleró el pulso.
—¿Cuándo vendrás a buscarme? —le preguntó Emma.
—Pasado mañana.
Su abuela parecía perturbada.
—¿Ya te lo había preguntado?
—Sí —le dijo Zoë con dulzura—. No pasa nada. —Con el rabillo del ojo vio que Alex miraba una bandeja de bollos que había en la encimera y le indicó por gestos que cogiera uno. Él obedeció sin dudarlo un instante. Zoë fue a servirle café mientras decía por teléfono—: Será mejor que me ponga a trabajar.
Sin embargo aquel error sin importancia había puesto ansiosa a Emma.
—Llegará el día en que te miraré y pensaré: «Ésta es la chica que me prepara la cena», y no sabré que eres mi nieta —dijo.
Al oír aquello se le hizo un nudo en el pecho a Zoë. Tragó con esfuerzo y sirvió un poco de nata en el café de Alex.
—Yo seguiré sabiendo quién eres —le respondió—. Seguiré queriéndote.
—Eso es espantosamente unidireccional. ¿Para qué sirve una abuela que no se acuerda de nada?
—Para mí eres algo más que tus recuerdos. —Zoë le dedicó una mirada de disculpa a Alex, sabiendo lo que le molestaba que le hicieran esperar, pero parecía relajado y paciente. Se estaba comiendo el bollo sin mirarla.
—No seré yo misma —dijo Emma.
—Seguirás siendo tú. Solo te hará falta un poco más de ayuda. Estaré a tu lado para recordarte las cosas.
Como su abuela no decía nada, Zoë fue quien habló.
—Tengo que dejarte, Upsie. Te llamaré más tarde. Mientras, será mejor que empieces a hacer el equipaje. Vendré a buscarte pasado mañana.
—Pasado mañana —repitió su abuela—. Adiós, Zoë.
—Adiós. Te quiero.
Zoë dio por acabada la conversación, se metió el móvil en el bolsillo, echó azúcar en el café de Alex y se lo tendió.
—Gracias. —Su expresión era indescifrable cuando la miró.
Zoë tenía un nudo en la garganta tan apretado que no estaba segura de poder hablar.
Como si lo comprendiera, Alex llenó el silencio.
—Ya he cargado las cajas en la furgoneta. Os llevaré a ti y a Justine a la casa y puedes ponerte a ordenar la vajilla y los libros y esas cosas. Cuando llegue Duane, engancharemos el tráiler y trasladaremos los muebles desde el almacén. —Calló para tomar un sorbo de café y aprovechó para echarle un fugaz vistazo.
Zoë se había puesto unos vaqueros, una camiseta ancha y un par de zapatillas de deporte. A diferencia de Justine, flaca y esbelta se pusiera lo que se pusiese, Zoë no tenía el tipo adecuado para la ropa holgada. Para una mujer con un pecho y una cadera como los suyos, todo lo que no fuera ceñido era poco favorecedor.
—Con esto parezco rechoncha —dijo, e inmediatamente se enfadó consigo misma—. Olvida lo que acabo de decirte —le dijo antes de que él tuviera tiempo de responderle—. No busco cumplidos. Es que me siento insegura… en todos los aspectos.
—Es normal que te sientas así, afrontando como estás haciendo un montón de retos. Pero yo nunca te habría llamado «regordeta». —Apuró la taza de café y la dejó—. Si necesitas un cumplido… eres una cocinera estupenda.
—¿Puedes hacerme alguno que no tenga que ver con mi manera de cocinar? —le rogó.
Alex tenía ganas de sonreír, Zoë vio cómo se le elevaban las comisuras de la boca.
—Eres la persona más amable que he conocido jamás —le dijo al cabo de un momento y, antes de que Zoë se recuperara, fue hacia la puerta—. Coge el bolso —le dijo en tono distraído—. Te llevo a Dream Lake.
La casa de Dream Lake estaba impecable y era luminosa y hermosa. Las nuevas hileras de ventanas destellaban al sol. Olía agradablemente a pintura y madera lijada.
Entraron las cajas y Alex llevó dos pesados cajones de platos a la nueva isla de la cocina. Yendo tras él, Zoë se quedó sorprendida cuando vio la antigua mesa de cocina con las sillas recién cromadas y tapizadas de vinilo azul verdoso muy parecido al original. Dejó la caja que sostenía y se quedó mirando el conjunto, asombrada.
—Lo has restaurado —dijo, pasando los dedos por la brillante superficie blanca del tablero de la mesa.
Alex se encogió de hombros.
—Le he dado unos toques de pintura cromada, nada más.
No se dejó engañar por su despreocupación.
—Has hecho mucho más que eso.
—Le he dedicado un poco de tiempo de vez en cuando; me hacía falta distraerme. No tienes por qué usarlo. Si quieres, lo vendes y con el dinero te compras otro conjunto.
—No. Éste me encanta. Es perfecto.
—Combina con tus taquillas de bolera —convino él.
Zoë sonrió.
—¿Te estás burlando de mi estilo de decoración?
—No. Me gusta. —Vio su expresión dudosa y añadió—: De veras. Es muy mono.
Ella siguió sonriendo.
—Supongo que tienes mucho gusto decorando.
—Tengo un estilo impersonal. Darcy solía decir que nadie sería capaz de deducir nada acerca de nosotros dos viendo nuestra casa. Creo que me gustaba así.
Zoë vio un par de objetos en el centro de la mesa y cogió uno. Era un pequeña correa de plástico con hebilla y algo que parecía un transmisor en miniatura.
—¿Qué es?
—Es para el gato. —Cogió el otro objeto de la mesa, un pequeño control remoto de algún tipo, se lo enseñó—. Va con esto.
Ella sacudió la cabeza, perpleja.
—Gracias, pero… Byron no necesita un collar de descargas.
Alex sonrió brevemente al oír aquello.
—No es un collar de descargas. —Sujetándola por los hombros, la dirigió hacia la puerta que daba al patio trasero—. Es para esto.
Había instalado un cuadradito de plexiglás en un marco, en la pared, al lado de la puerta. Alex pulsó un botón del control remoto y el panel transparente se deslizó hacia arriba con un susurro suave.
Zoë se quedó con la boca abierta.
—¿Has… has instalado la gatera?
—El collar la activará automáticamente, pero solo cuando Byron se acerque a ella directamente. Así no podrá entrar ningún otro animal, incluidas las arañas. —Puesto que Zoë no decía nada, añadió—: Es un regalo. He supuesto que estarías lo suficientemente ocupada con tu abuela para encima tener que ir a abrirle la puerta al gato una docena de veces. —Señaló hacia una nota adhesiva pegada al mueble de al lado—. Aquí están las instrucciones de uso. El manual está en… —Se calló cuando Zoë se le acercó. Instintivamente, la agarró por las muñecas antes de que pudiera echársele al cuello. El control remoto cayó al suelo.
—Solo iba a abrazarte —dijo Zoë sofocando la risa. Ningún regalo le había gustado tanto como aquél. Estaba demasiado encantada para ser precavida.
Alex le sujetaba las muñecas sin brusquedad pero con firmeza. Tenía la cara tensa, la expresión sombría, como si se encontrara en peligro mortal.
—Un abrazo —le susurró ella sonriendo.
Alex sacudió ligeramente la cabeza.
Zoë observó, fascinada, cómo el rubor le teñía las mejillas y el puente de la nariz. Vio cómo le vibraba la garganta al tragar. ¡Qué extraordinarios eran sus ojos, con estrías en el iris azul grisáceo como rayos de luz de las estrellas! La miraba como si quisiera devorarla y, en lugar de ponerse nerviosa, notó una excitación vertiginosa.
Como seguía sujetándola por los brazos, se puso de puntillas y se inclinó más hacia él, hasta apoyar los labios en su boca con dulzura. Permitió que siguiera sujetándoles las muñecas, comprendiendo que él libraba una batalla interior. Supo en qué momento se dio por vencido. Lentamente le llevó las manos hacia atrás y se las apretó en la base de la espalda hasta que elevó el pecho. La besó en la boca. La sostuvo de modo que a ella le resultaba imposible moverse: solo podía responderle con la boca, pegando mucho los labios a los de él.
Sin dejar de besarla, le soltó las muñecas y le puso las manos en las mejillas. Parecía decidido a atraer cualquier sensación y hacerla durar para siempre. Nada era racional, no había espacio para pensar. Solo lo había para sentir. Solo lo había para desear. Zoë metió las manos debajo de la camiseta de Alex para sentir en las palmas la piel de su espalda. Se las pasó despacio por la musculatura de ambos lados de la columna. Él reaccionó con un leve gruñido, la empujó contra el borde de la encimera de madera y le levantó la parte delantera de la camiseta. Respiraba con agitación, pero sus manos fueron delicadas con sus pechos, acariciándoselos y apretándoselos mientras la besaba profundamente. Deslizó los dedos por debajo del borde superior del sujetador y le frotó con los nudillos el sensible pezón. La carne tierna se endureció y Zoë notó el dulce dolor de aquel contacto. Alex le pellizcó el pezón y tiró de él con suavidad, hasta que el placer la hizo retorcerse. Intentó desesperadamente pegarse más a él, poniéndose de puntillas mientras él la besaba como si estuviera bebiendo de su boca.
Alguien abrió la puerta principal.
Demasiado sobresaltada para reaccionar, Zoë notó que Alex le bajaba la camiseta de un tirón. Agarró una caja de la isla de la cocina y la llevó hasta la encimera, cerca del fregadero.
—Ya estamos aquí —anunció Justine, entrando en la casa con una caja en los brazos—. Duane viene detrás. ¡Caray! ¡Mira! ¡Esto es fantástico!
A Zoë le costaba pensar más allá de la nube de calor que como en sueños la rodeaba.
—¿Verdad que es bonita? —preguntó, sintiéndose como mareada y poco firme mientras recogía el control remoto del suelo.
—Es bonita y una gran inversión —repuso Justine—. No tendré ningún problema para alquilarla cuando deba hacerlo. Buen trabajo, Alex.
—Gracias —murmuró él, abriendo la caja con una navaja.
—¿Ya te has quedado sin aire, vejestorio? —le preguntó Justine sonriente—. Menos mal que ha venido Duane para ayudarte a levantar lo más pesado.
—Mira esto, Justine —dijo Zoë antes de que Alex pudiera decir ni pío—. Alex ha instalado una puerta especial para Byron.
Estuvieron admirando debidamente la puerta electrónica para la mascota mientras Duane entraba en la casa con otro par de cajas.
Duane era un buenazo que asistía a su iglesia de moteros con regularidad. Tendía a ser impulsivo y escandaloso, pero era leal con sus amigos y siempre estaba dispuesto a ayudar a quien lo necesitara. Tenía un aspecto que intimidaba, con unos brazos musculosos que llenaban a reventar sus chaquetas de cuero, tatuados de la muñeca al hombro, y patillas negras en forma de bota. Zoë había tardado cierto tiempo en sentirse cómoda estando él cerca, pero por lo que parecía adoraba a Justine, con quien había salido casi un año.
—No soy de las que se enamoran —le había dicho en una ocasión Justine alegremente cuando Zoë le había preguntado si su relación con Duane podía convertirse en algo permanente.
—¿Quieres decir que temes enamorarte o que Duane tiene algo que…?
—¡No temo enamorarme! Y Duane es estupendo. Sencillamente, no quiero amar a nadie.
—Si tú eres muy cariñosa —había argüido Zoë.
—Con los amigos y con la familia, sí. Pero no puedo amar a alguien del modo romántico al que tú te refieres.
—Tienes relaciones sexuales, sin embargo —le había dicho Zoë, perpleja.
—Sí, claro. Las relaciones sin amor son posibles, ¿no los sabías?
—No estaría mal que algún día probaras las dos cosas al mismo tiempo —le había dicho Zoë con nostalgia.
Fueron entrando más cajas, incluidas las que contenían las cosas de Emma. Cuando Alex y Duane se fueron a buscar los muebles del almacén, Justine y Zoë desembalaron zapatos y bolsos. Los pusieron en el zapatero y los estantes del armario del dormitorio principal.
—No recuerdo que hubiera todos estos elementos empotrados en la factura —comentó Justine—. Parece que Alex ha estado haciendo algunos trabajos extra. ¿Le has pagado tú algo aparte?
—No. Lo ha hecho sin siquiera preguntar —dijo Zoë—. Quiere que la casa sea verdaderamente cómoda para Emma.
Justine sonrió son regocijo.
—No creo que haya hecho todo esto para Emma precisamente. ¿Hay algo entre tú y el iceberg humano?
—No, nada de nada —negó Zoë categóricamente.
Justine arqueó las cejas.
—Te habría creído si me hubieras dicho que «algún que otro flirteo» o «nos estamos haciendo amigos», pero… ¿«nada de nada»?, ni hablar, no me lo trago. He visto cómo te mira cuando cree que nadie se da cuenta.
—¿Cómo?
—Como un escalador hambriento que acaba de ser rescatado tras tres días sin alimentos y tú fueras un pastel de crema.
—No quiero hablar de esto.
—Vale. —Justine siguió ordenando zapatos.
—La cosa no va a pasar de los besos. Lo ha dejado muy claro —saltó Zoë al cabo de un momento.
—Me alegro de oírlo, porque ya sabes lo que opino. —Abrió otra caja.
—Es mejor hombre de lo que tú crees —no pudo evitar decirle Zoë—. Es mejor hombre de lo que él cree que es.
—No lo hagas, Zoë.
—¿A qué te refieres?
—Lo sabes perfectamente. Te estás planteando hacerlo y buscas cualquier cosa para justificar tu atracción por los hombres emocionalmente inabordables.
—El otro día me dijiste que tú eras emocionalmente inabordable para los hombres. ¿Quiere decir eso que nadie debería acostarse contigo?
—No. Significa que solo determinado tipo de hombre puede acostarse conmigo o va a salir mal parado y que, si le pasa, es por su culpa.
—Muy bien. Si yo salgo mal parada por liarme con Alex o con quien sea, no te pediré que me compadezcas.
El tono irritado de Zoë sorprendió a Justine, que la miró con curiosidad.
—¡Eh, que yo estoy de tu parte!
—Ya lo sé, y estoy bastante segura de que tienes razón, pero sigue pareciéndome que intentas darme órdenes.
Justine iba sacando zapatos de la caja.
—De todos modos no importa —dijo al cabo de un momento—. Vas a estar muy ocupada con Emma, así que no tendrás tiempo para tontear con Alex.
Más tarde, Duane y Alex transportaron los muebles y los colchones al interior de la casa y colocaron varias piezas allí donde les indicó Zoë. El sol estaba ya bajo cuando el trabajo duro estuvo hecho. Ya solo quedaba colocar algunas cosas pequeñas en su lugar, cosa que Zoë podría hacer al día siguiente.
Alex llevó el maniquí de modista de Zoë al dormitorio pequeño, que estaba todavía sin pintar, y quitó la sábana que lo cubría. Estaba completamente cubierto de un sinfín de broches de cristal, piedras semipreciosas, esmalte o laca.
—¿Dónde lo quieres?
—En esa esquina está bien. —Había dejado la mayor parte de su colección de broches en el maniquí y solo había quitado una media docena, los de más valor. Los sacó del bolso y fue a clavarlos con los demás.
—Siento que esta habitación no esté terminada todavía. —Miró a su alrededor con el ceño fruncido. La moqueta era nueva, pero había que repintar y cambiar las lámparas viejas. Aunque ya estaba instalado el marco de un nuevo armario empotrado que iba de pared a pared, no tenía puertas y faltaba enlucirlo.
—Has hecho una cantidad de trabajo asombrosa —le dijo Zoë—. Lo más importante eran la cocina y el dormitorio de mi abuela, y son preciosos. —Observando atentamente el maniquí, clavó un broche en un hueco—. Tendré que dejar de coleccionarlos o conseguir otro maniquí.
Alex estaba de pie a su lado, mirando todas aquellas joyas.
—¿Cuándo empezaste la colección?
—Cuando tenía dieciséis años. Mi abuela me regaló éste por mi cumpleaños —le enseñó una flor de pequeños cristales—. Me compré éste para celebrar mi graduación en la escuela de cocina. —Sostuvo en alto un broche de esmalte en forma de langosta con las antenas de oro antes de clavarlo en el pecho del maniquí.
—¿Y éste? —le preguntó Alex mirando un antiguo camafeo de marfil antiguo con el borde de oro.
—Fue el regalo de boda de Chris. —Sonrió—. Me dijo que si posees un camafeo durante siete años, se convierte en un amuleto.
—Mereces un poco de suerte.
—Me parece que la gente no siempre sabe cuando le está ocurriendo algo afortunado, que solo se da cuenta después. Mi divorcio de Chris, por ejemplo, ha resultado ser lo mejor para los dos.
—Eso no es suerte. Eso es recuperar la libertad tras cometer una equivocación.
Zoë le hizo una mueca.
—Intento no plantearme el matrimonio como un error, sino como algo que el destino puso en mi camino para ayudarme a aprender y crecer.
—¿Qué has aprendido? —le preguntó él con un brillo burlón en los ojos.
—A ser más indulgente. A ser más independiente.
—¿No te parece que podrías haberlo aprendido sin que un poder superior te hiciera pasar por un divorcio?
—Seguramente tú ni siquiera crees en la existencia de un poder superior.
Alex se encogió de hombros.
—El existencialismo siempre ha tenido para mí mucho más sentido que el destino, Dios o la suerte.
—Nunca he sabido exactamente en qué consiste el existencialismo —le confesó ella.
—En saber que el mundo es una locura sin sentido y que debes encontrar tu propia verdad, tu propio sentido, porque nada más lo tiene. No hay poder superior sino solo seres humanos a trompicones por la vida.
—Pero… ¿te hace más feliz no tener fe? —le preguntó ella sin convicción.
—Para los existencialistas, uno solo puede ser feliz si logra vivir en un estado de negación de lo absurdo de la existencia humana. Así que… la felicidad queda fuera de la ecuación.
—Eso es espantoso —dijo Zoë riendo—. Y demasiado profundo para mí. Me gustan las cosas de las que puedo estar segura, como las recetas. Sé que la cantidad justa de levadura hace que el pastel suba, que los huevos dan cohesión a los demás ingredientes y que la vida es básicamente buena, como la mayoría de la gente, y que el chocolate es la prueba de que Dios quiere nuestra felicidad. ¿Lo ves? Mi cerebro trabaja al nivel más superficial de todos.
—Me gusta como trabaja tu mente. —La miró a los ojos y en los suyos hubo un destello de pasión—. Llámame si tienes algún problema —le dijo—. Si no me llamas, nos veremos dentro de un par de días.
—Ni se me ocurriría molestarte en tu tiempo libre. Has estado trabajando prácticamente sin parar desde que empezaste con el proyecto.
—Trabajar no es tan duro cuando me pagan bien.
—De todos modos, te lo agradezco.
—Vendré el lunes. De ahora en adelante, no empezaré a trabajar hasta las diez de la mañana, para que tu abuela tenga tiempo de levantarse y desayunar antes de que empiece el ruido.
—¿Vendrán contigo Gavin e Isaac?
—No. La primera semana, solo yo. No quiero apabullar a Emma con demasiadas caras nuevas.
A Zoë la conmovió y la sorprendió un poco que Alex hubiera tenido tan en cuenta los sentimientos de su abuela.
—¿Qué harás este fin de semana? —le preguntó, obligándolo a detenerse en el umbral.
La miró con los ojos opacos.
—Viene Darcy. Quiere arreglar la casa para que se venda más rápido.
—¿No habías dicho que era impersonal? ¿No es el objetivo de arreglarla que lo sea?
—Por lo visto, no siempre. Darcy se trae a un experto. En teoría hay que llenar la casa de colores y objetos que hagan que el comprador potencial conecte emocionalmente con ella.
—¿Crees que funcionará?
Alex se encogió de hombros.
—Opine lo que opine yo, la casa es de Darcy.
Así que Alex iba a pasar parte del fin de semana, si no todo, en compañía de su ex. Zoë recordó que una vez le había dicho que él y Darcy se habían acostado tras el divorcio por pura conveniencia. Probablemente volvería a hacerlo, se dijo, deprimida. No había razón para que Alex rechazara una oferta de sexo si Darcy estaba dispuesta a hacérsela.
A lo mejor no estaba deprimida. Se sentía peor que deprimida. Se sentía como si hubiera hecho un pastel de fruta envenenada y se lo hubiera comido entero.
No. Definitivamente aquello no era depresión. Aquello eran celos.
Intentó sonreír a pesar de lo que sentía, como si no le importara. La boca le dolió.
—Buen fin de semana —logró decirle.
—Lo mismo digo. —Se marchó.
Siempre se iba sin mirar atrás, pensó Zoë, y pinchó otro broche en el reluciente maniquí.
—¿De qué iba todo ese rollo? —le preguntó el fantasma con hosquedad, caminando a su lado—. Existencialismo… la vida no tiene sentido… No puedes creer todo eso de verdad.
—Sí que lo creo. Y deja de escuchar todo lo que digo.
—No lo haría si tuviera otra cosa que hacer. —Lo miró con mala cara—. Mírate. Te acecha un espíritu. Eso es lo más poco existencialista que puedas echarte en cara. El hecho de que esté contigo significa que no todo acaba con la muerte y también que alguien o algo me puso en tu vida por alguna razón.
—A lo mejor no eres un espíritu —murmuró Alex—. Puedes ser un producto de mi imaginación.
—No tienes imaginación.
—A lo mejor eres un síntoma de depresión.
—Entonces ¿por qué no tomas Prozac, a ver si desaparezco?
Alex se detuvo junto a la puerta de la furgoneta y miró al fantasma meditabundo, con el ceño fruncido.
—Porque no quieres —dijo por fin—. Estoy atado a ti.
—Pues no eres un existencialista. No eres más que un gilipollas —le dijo el fantasma con aire de suficiencia.