Las pesadillas atormentaron a Alex toda la noche. Su cuerpo se sacudía como si estuviera sometido a descargas eléctricas. Sus demonios se sentaban a los pies de la cama, aguardando para hacerlo pedazos con sus largas zarpas o el suelo se abría a sus pies y caía en una oscuridad sin fin. En uno de los sueños lo atropelló un choche a medianoche en una carretera oscura y el impacto lo arrojó hacia atrás, al duro asfalto. Se quedó flotando sobre el cuerpo inconsciente en la carretera, mirando su propio rostro. Estaba muerto.
Se despertó sobresaltado y se sentó en la cama. Estaba sudado y tenía las sábanas pegadas. Miró con los ojos legañosos el reloj y vio que eran las dos de la madrugada.
—Hijo de puta… —murmuró.
El fantasma estaba allí.
—Ve a beber un poco de agua —le dijo—. Estás deshidratado.
Alex se levantó con dificultad de la cama para ir al baño. Bebió agua, abrió el grifo de la ducha y se quedó debajo un buen rato, con el chorro caliente en la nuca. Deseaba un trago. Se sentiría mejor. Se llevaría los sueños, el espantoso sudor. Deseaba el sabor del alcohol, la sensación dulce de ardor en la boca. Pero el hecho de desearlo tan desesperadamente era suficiente para hacerse fuerte y no ceder.
Cuando salió de la ducha se puso unos pantalones de pijama y quitó la manta de la cama. Demasiado agotado para cambiar las sábanas, se fue a la sala de estar. Jadeando por el esfuerzo, se dejó caer en el sofá.
—A lo mejor deberías ir al médico —le comentó el fantasma desde un rincón—. Algo habrá que pueda darte para que esto te resulte más fácil.
Alex movió despacio la cabeza sin levantarla del brazo del sofá, negando.
—No quiero que sea más fácil. —Le pesaba la lengua—. Quiero acordarme exactamente de lo que me está sucediendo.
—Corres un riesgo intentando hacer esto por tu cuenta. Tal vez no lo logres.
—Lo haré.
—¿Cómo estás tan seguro?
—Porque si no lo consigo voy a ponerle fin a esto.
El fantasma lo atravesó con la mirada.
—¿Vas a poner fin a tu vida?
—Sí.
El otro se quedó callado, pero flotaban en el aire la preocupación y el enojo.
La respiración de Alex fue calmándose y los recuerdos aparecieron a pesar del dolor de cabeza.
—Cuando mis hermanos y mi hermana se marcharon de casa —dijo al cabo de un rato, con los ojos cerrados—, tanto mi padre como mi madre bebían constantemente. Cuando convives con un borracho, tu infancia se acaba en media hora. Los días buenos eran aquéllos en los que se olvidaban de que yo estaba allí. Pero cuando cualquiera de los dos se acordaba de que seguía habiendo un niño en casa, malo. La convivencia con ellos era como un campo de minas. Nunca sabías si habías dado un mal paso. A veces bastaba con pedirle comida a mamá o intentar que firmara un permiso escolar para que estallara. Una vez cambié de canal de televisión cuando mi padre dormía en el sillón y se despertó el tiempo justo para darme una bofetada. Aprendí a no pedir nunca nada. A no necesitar nada.
Era lo más que Alex le había contado jamás a nadie acerca de cómo se había criado. Nunca le había dicho tanto ni siquiera a Darcy. No estaba seguro de por qué había intentado que el fantasma lo comprendiera.
No hubo ningún ruido, ningún movimiento, pero tuvo la impresión de que el espectro, trasladándose en la noche, poblaba la sombra de un rincón.
—¿Qué me dices de tus hermanos, de tu hermana? ¿Nadie intentó ayudarte?
—Tenían sus propios problemas. La familia de un borracho no es normal y sana. El problema va con todos.
—¿Ni tu padre ni tu madre intentaron cortar con esto alguna vez?
—¿Te refieres a dejar de beber? —Alex bufó levemente, divertido—. No. Los dos habían perdido completamente el control.
—Y tú seguías a bordo del barco.
Alex cambió de postura, pero no sirvió para que se sintiera más cómodo en su propia piel. Tenía los nervios de punta y los sentidos aguzados. Las pesadillas estaban listas para apoderarse de él en cuanto se durmiera. Las notaba al acecho como una manada de lobos.
—He soñado que estaba muerto —dijo de repente.
—¿Esta noche, hace un rato?
—Sí. Estaba de pie, mirando mi propio cuerpo.
—Una parte de ti está muriendo —dijo el fantasma con pragmatismo. Viendo que Alex, horrorizado, guardaba silencio, añadió—: Muere la parte de ti que bebe para evitar el dolor. Pero evitar el dolor solo lo alimenta.
—Pues ¿qué demonios se supone que tengo que hacer? —le preguntó con hartazgo, con hostilidad.
—En algún momento —repuso el fantasma al cabo de un momento— tendrás que parar de correr y permitir que te alcance.
Al cabo de unas cuantas horas de sueño agitado en un sofá que parecía un potro de tortura, Alex se dio una ducha, se vistió y se marchó a Artist’s Point como un muerto viviente.
Tenía la viva esperanza de no tener que ver a Justine… porque no iba a ser capaz de soportarla aquel día.
Para su alivio, Zoë estaba sola. Lo hizo entrar en la cocina e insistió para que se sentara enseguida a la mesa.
—¿Cómo te encuentras esta mañana?
La miró con hosquedad.
—Midiendo el dolor de cabeza con la escala Fujita, he alcanzado el nivel F-5[3].
—Te serviré un café.
El atroz latido en la frente le daba ganas de arrancarse los ojos. Con cuidado, la apoyó en los brazos e intentó pensar a pesar de los temblores.
—¿Por qué no me sirves un pack de seis cervezas Old Milwaukee para soportarlo? —le dijo con voz un tanto apagada.
Zoë puso una taza en la mesa.
—Antes tómate esto.
Alex intentó cogerla sin éxito.
—Déjame… —Zoë quiso sujetarle las manos.
—No me hace falta ayuda —gruñó él.
—De acuerdo… —convino ella tranquilamente, y se apartó.
Su paciencia lo sacaba de quicio. El papel pintado de cerezas le hería la vista. Tenía la cabeza como un bombo.
Cuando se hubo llevado la taza a los labios bebió como si la vida le fuera en ello y pidió otra.
—Antes toma un poco de esto. —Le puso delante un cuenco poco profundo.
El cuenco contenía un cuadrado de algo parecido a un pastel espolvoreado con fruta confitada cortada en tiritas no más anchas que el bigote de un gato. Le llegó el aroma de la canela. Zoë echó un chorrito de leche entera en el cuenco y le dio una cuchara.
Aquellas gachas horneadas eran tiernas y untuosas, tostadas por los bordes, la quebradiza dulzura aromatizada con limón. Cuando la leche las empapaba, la textura se hacía más suave y cada cucharada era más húmeda y deliciosa que la anterior. Era todo lo opuesto al engrudo gris que solían ser las gachas de su infancia.
Mientras comía, la sensación de malestar lo abandonó. Se relajó y empezó a respirar profundamente. Algo semejante a la euforia lo invadió, una calidez apacible.
Zoë se movía por la cocina, removiendo cazuelas, llenando jarras de leche y hablando de cualquier cosa sin necesidad de respuesta. Alex no tenía ni idea de lo que decía: era algo que tenía que ver con la diferencia entre una tarta de fruta y un budín de pan, nada de lo cual tenían para él ningún sentido. Sin embargo, tenía ganas de que el sonido de su voz lo envolviera como una manta limpia de algodón.
Se hizo una costumbre: todas las mañanas, antes de ir a trabajar, se pasaba por la cocina de Artist’s Point y se tomaba lo que fuera que Zoë le servía. La media hora que pasaba con ella era el tiempo alrededor del cual organizaba todo lo demás. Cuando se iba, el bienestar iba disminuyendo hora tras hora hasta que llegaba a las crudas noches.
Su sueño estaba poblado de pesadillas. A menudo soñaba que volvía a beber y se despertaba avergonzado. A pesar de saber que no había sido más que un sueño, que no había cedido a la tentación, se adueñaba de él el pánico. Si sobrevivía a las noches era porque sabía que a la mañana siguiente vería a Zoë.
Ella siempre le decía «buenos días» como si realmente lo fueran. Le servía hermosos platos. Cada bocado era una explosión de color y fragancia, los sabores se sucedían en oleadas. Suflés tan ligeros que parecían inflados por arte de magia, huevos a la benedictina con crema holandesa del color de girasoles. Zoë creaba sinfonías de huevos y carne, poemas de pan, melodías de fruta.
La cocina era más personal de Zoë que su habitación. Era su espacio artístico, ordenado exactamente como ella quería. La despensa abierta, cubierto del suelo al techo por estantes que contenían hileras de especias de colores intensos en botes cilíndricos de cristal y anticuados tarros de caramelos llenos de harina, azúcar, cereales, polenta de un amarillo intenso o gordas mitades beige de pacana. Había botellas de aceite de oliva ligeramente verdoso de España, vinagre balsámico oscuro como tinta, jarabe de arce de Vermont, miel de flores silvestres, tarros de jamón casero y conservas relucientes como joyas. Zoë era tan puntillosa con la calidad de los ingredientes como Alex con que los ángulos de una casa fueran perfectos tanto vertical como horizontalmente, o con usar el clavo adecuado en cada caso.
Le encantaba verla trabajar. Se movía por la cocina como una bailarina, con movimientos elegantes que solían acabar abruptamente cuando levantaba con ambas manos una pesada cazuela o cerraba con decisión la puerta del horno. Empuñaba una sartén para saltear como si fuera un instrumento musical, agarrándola por el mango y sacudiéndola con un movimiento rápido del codo, de modo que el contenido saltaba y se daba la vuelta.
A la séptima mañana que Alex desayunaba en la posada, Zoë le sirvió un plato de sémola con queso y trocitos de chorizo frito. Había mezclado parte del chorizo con la sémola, que había adquirido un rico sabor salado.
Mientras comía, Zoë se sentó a la mesa, a su lado, tomándose un café. Su proximidad le resultó un tanto incómoda. Solía trabajar mientras él desayunaba. Le echó un vistazo furtivo a la piel extremadamente delicada de la cara interior del brazo y vio la marca de la quemadura, casi curada. Le dieron ganas de besársela.
—Han llegado los armarios —le dijo—. Empezaremos a instalarlos esta semana, y a construir la isla de cocina.
—¿A construirla? Tenía entendido que ibas a encargar una prefabricada.
—No. Será un poco más barato, y parecerá más hecha a medida, si juntamos unos cuantos muebles de serie, modificamos los acabados y les añadimos la encimera. —Sonrió al ver su expresión—. Quedará estupendo. Te lo prometo.
—No lo pongo en duda. Es que estoy impresionada.
Alex sumergió la sonrisa en la taza de café.
—No estoy haciendo nada fuera de lo normal. Es carpintería elemental.
—Es especial, porque se trata de mi casa.
—Dentro de una semana tendré que saber qué colores quieres.
—Ya los tengo decididos casi todos. Blanco roto para las molduras y mantequilla para las paredes. Los baños, rosa.
Alex la miró escéptico.
—Es un rosa bonito —dijo ella, riendo—. De un tono pálido. Lucy me ayudó a escogerlo. Dice que el rosa es un color estupendo para los baños porque su reflejo es favorecedor.
La imagen le vino a la mente antes de que pudiera impedirlo: Zoë saliendo de la bañera, rodeada de paredes rosa, sus curvas húmedas reluciendo en espejos empañados.
Zoë se incorporó para comprobar algo que tenía en el horno.
—¿Quieres un poco de agua?
Tenía un calentón.
—Sí, gracias. —Cogió el móvil y lo miró fijamente, recordándose desesperadamente que debía mantenerse a distancia de Zoë.
Ella se detuvo a su lado y le puso un vaso de agua fría junto al plato. Estaba lo bastante cerca como para que respirara su fragancia algodonosa y floral, con un puntito del ahumado del chorizo. No podía pensar más que en lo mucho que deseaba darse la vuelta y apoyar la cara en la suya y abrazarla por la cadera. Siguió mirando fijamente el móvil, pasando sin verlos los mensajes de textos que ya había leído antes.
Zoë siguió a su lado.
—Tendrías que cortarte el pelo —murmuró de un modo que se notaba que sonreía.
Alex notó el ligero toque en la nuca de sus dedos, que ella le pasaba suavemente por las greñas. Apretó tanto el teléfono que la carcasa amenazó con romperse y se encogió bruscamente de hombros, esquivándola, de modo que ella apartó la mano y volvió a los fogones. Oyó que batía algo en un cazo. Hablaba desenfadadamente de sus planes para ir al mercado flotante de pescado del muelle principal de Friday Harbor, porque acababan de traer halibut recién pescado.
En un esfuerzo para apaciguar su arrebato de lujuria, Alex resolvió mentalmente problemas matemáticos y, cuando esto le falló, apretó el tenedor de modo que los pinchos se le clavaran en la palma. Aquello atajó su deseo lo bastante para que pudiera caminar. Se apartó de la mesa y se levantó, murmurando algo acerca de ir a trabajar.
—Hasta mañana, entonces —le dijo Zoë con demasiada viveza—. Haré crepes de calabaza y jengibre.
—Mañana no podré venir —dijo Alex y luego, dándose cuenta de lo brusco que había estado, añadió—: Tendré que ir a trabajar más pronto ahora que estamos poniendo el cartón-yeso.
—Te prepararé algo para que te lo lleves. Pásate por aquí y te lo llevo a la puerta. Ni siquiera tendrás que entrar.
—No. —Exasperado, no se le ocurría nada para suavizar su negativa.
El fantasma entró en la cocina.
—¿Nos vamos?
—Sí —dijo Alex mecánicamente.
—Entonces, ¿vendrás? —le preguntó Zoë confusa.
—¡No! —le espetó.
Zoë fue tras él hasta la puerta trasera, tensa y abatida.
—Lo siento. No pretendía molestarte.
El fantasma parecía perplejo e indignado.
—¿A qué se refiere? ¿Qué ha pasado? Ya te dije…
—No empieces —le advirtió Alex, iracundo. Vio la cara de preocupación de Zoë y se corrigió—. No empieces a sacar conclusiones. No tienes de qué preocuparte.
—Sí que hay de qué preocuparse —insistió el fantasma—. Porque, por lo que veo, las hormonas flotan en el aire como una plaga bíblica.
Zoë miraba a Alex como si intentara leerle el pensamiento.
—Entonces ¿por qué has reaccionado así cuando te he tocado?
Alex sacudió la cabeza, perplejo y enojado.
—Es evidente que no te ha gustado —añadió Zoë, enrojeciendo vivamente.
—¡Maldita sea, Zoë! —El único modo que tenía de evitar agarrarla era plantando una mano a cada lado de ella sobre la encimera.
Zoë dio un respingo y se le dilataron las pupilas.
—Me ha gustado —le dijo Alex ásperamente—. Si me hubiera gustado más te habría tumbado en la encimera y no te habría quedado otra que extender la masa de las galletas.
El fantasma gimió.
—No quiero oírlo —dijo, y puso pies en polvorosa.
Zoë se puso colorada por su ordinariez.
—Entonces ¿por qué… —fue a preguntarle.
—No me hagas esto —la interrumpió Alex con irritación—. Sabes por qué. Soy un alcohólico que se está desenganchando. Acabo de divorciarme y estoy al borde de la ruina. No sé qué combinación peor de condiciones puede tener un hombre, aparte de ser impotente como colofón.
—Tú no eres impotente —protestó ella. Tras una breve vacilación, le preguntó—: ¿Lo eres?
Alex se tapó los ojos con una mano y se echó a reír.
—¡Dios bendito! —exclamó de corazón—. ¡Ojalá lo fuera! —Al cabo de un momento, viendo la confusión de ella, dejó de reírse y suspiró—. Zoë… yo no me hago amigo de las mujeres, y la única opción que queda es el sexo, cosa que no vamos a tener. —Hizo una pausa cuando le vio una mancha blanca de harina en la mejilla. Incapaz de resistirse, se la quitó cariñosamente con el pulgar—. Gracias por esta semana. Estoy en deuda contigo. Así que lo mejor que puedo hacer por ti a cambio es mantenerme lo bastante lejos como para que tú y yo veamos esto con cierta perspectiva.
Zoë, en silencio, lo miraba fijamente, valorando lo que decía. El temporizador del horno sonó y sonrió con tristeza.
—Todos los instantes de mi vida están controlados por un temporizador de cocina —dijo—. Por favor, no te vayas aún.
Se quedó, mirando cómo sacaba una bandeja de galletas del horno. El olor del pan caliente flotaba en la cocina.
Zoë volvió a su lado y se quedó muy cerca de él.
—Sé que tienes razón —le dijo—. Sé lo que me espera. Probablemente más de lo que podré soportar. Mi abuela llegará dentro de un mes y luego… —Se encogió levemente de hombros con impotencia—. Por tanto, conozco mis límites y creo que conozco los tuyos. El problema es que… —Soltó una risita triste—. A veces conoces a un tipo verdaderamente agradable pero, por mucho que lo intentas, no consigues que te guste. Eso, sin embargo, no es ni con mucho tan terrible como cuando conoces al tipo que no te conviene y no logras evitar que te guste. Notas un abismo interior, esperando y deseando y soñando. Te sientes como si cada instante te llevara hacia algo tan asombroso que no hay modo de describirlo, y si llegaras a ello con él sería un verdadero… alivio. Sería todo lo que siempre has necesitado. —Se le escapó un suspiro tembloroso—. No quiero distanciarme de ti. A lo mejor no debería habértelo dicho tan directamente, pero quiero que sepas lo mucho que…
—Ya lo sé —le dijo él con frialdad, muriéndose por dentro—. Dale un descanso, Zoë. Tengo que irme.
Zoë asintió. Ni siquiera parecía ofendida. De algún modo sabía que no podía dejarla de ningún otro modo, que algunas cosas no deben condimentarse para que resulten más fáciles de tragar.
Alex fue a coger el picaporte, pero ella lo detuvo poniéndole una mano en la muñeca.
—Espera —le dijo—. Una cosa más.
Aunque ya no lo tocaba, la piel de la muñeca le cosquilleaba de ansia. Aquello iba de mal en peor, pensó con desesperación: el anhelo amenazaba con apoderarse por completo de él.
—De ahora en adelante nunca volveré a mencionar esto —le dijo Zoë—, ni volveré a hablarte de mis sentimientos, ni intentaré siquiera que seamos amigos. A cambio, quiero un favor.
—La gatera —dijo Alex resignado.
Ella negó con la cabeza.
—Quiero que me beses. Una sola vez.
—¿Qué? No. —Estaba horrorizado—. No.
—Me debes un favor.
—¿Por qué demonios quieres eso?
Zoë no parecía dispuesta a rendirse.
—Solo quiero saber cómo es.
—Ya te besé una vez. Aquí mismo.
—Ésa no cuenta. Te estabas conteniendo.
—Tú querías que me contuviera —le aseguró él, forzadamente.
—No, no quería.
—Maldita sea, Zoë, eso no va a cambiar nada.
—Ya lo sé. No espero que cambie nada. —Estaba prácticamente temblando de nerviosismo—. Lo quiero simplemente como una especie de… amuse-bouche.
—¿Qué es un amuse-bouche? —le preguntó, temeroso de la respuesta.
—Es un término francés para un detalle que el camarero te sirve de parte del chef al principio de una comida. No lo pides ni lo pagas, simplemente… te lo dan. —Como él guardaba silencio, pasmado, añadió—: La traducción sería algo como «para complacer el paladar».
La mirada de Alex era torva.
—Si quieres un favor mío, va a tener que ver con las molduras del techo o con que añada ojos de buey. Complacer tu boca es ir demasiado lejos.
—¿Un beso es imposible? ¿Veinte segundos con los labios sobre los míos te asustan tanto?
—¿Ahora vas a cronometrarlo? —dijo él con sorna.
—No voy a cronometrarlo —protestó ella—. No era más que una sugerencia.
—Bueno, olvídalo.
Parecía ofendida.
—No entiendo por qué estás enfadado.
—Estoy furioso. Los dos sabemos que intentas probar algo.
—¿Qué intento probar?
—Quieres asegurarte de que sé a lo que renuncio. Quieres que me arrepienta de no ir por ti.
Zoë abrió la boca para negarlo, pero dudó.
—Si te besara —dijo Alex—, la única razón por la que lo haría sería para que lamentaras profundamente habérmelo pedido. —La miró con dureza para que se arredrara—. ¿Sigues queriéndolo?
—Sí —respondió de inmediato ella, cerrando los ojos y levantando la cara.
Alex tenía razón, por supuesto. Cualquier tipo de relación entre ambos era una mala idea, por muchas razones. Pero ella seguía queriendo que la besara.
Permaneció con los ojos cerrados, preparada para lo que él quisiera hacerle. Los rodeaba un silencio electrificante. Notó que Alex se acercaba y que la abrazaba con tanta lentitud que tembló de pies a cabeza, como alcanzada por un rayo. Ahí estaba la curiosa sensación que recordaba de antes: la sensación de ser absorbida, tragada, como si él estuviera captándola con los cinco sentidos, como si estuviera sorbiendo cada aliento suyo, cada rubor, cada latido.
Alex le puso una mano en la cara y le levantó la barbilla, resiguiendo con los dedos la frágil mandíbula. Un suave roce en la boca, y otro… besos efímeros que le hincharon los labios. Perdió el equilibrio, pero él la sostuvo contra su cuerpo, evitando que cayera; bajó más la cabeza y le recorrió con la boca la fina piel del cuello. Luego Zoë notó la punta de su lengua en la carótida y le flaquearon las piernas, y le clavó los dedos en los hombros. Despacito, él fue cubriéndola de besos hasta la barbilla mientras con una mano le sostenía la nuca. Finalmente notó la presión de la boca de Alex sobre la suya, mareándola de absoluto alivio, con lo que de su garganta salieron gemidos plañideros y le cogió la cabeza entre las manos para que no siguiera besándola… pero el beso se transformó en una risita ahogada y Alex la miró con una tierna alegría burlona que nunca había visto en él.
—Alex… por favor… —luchó por hablar, entre jadeos.
—Ssss. —Tenía las pestañas bajas sobre unos ojos relucientes en la cara morena. Con manos impacientes le tocó el pelo, el cuerpo, la espalda.
—Quiero… —intentaba decir ella, pero el acaloramiento le impedía pensar. Volvió a intentarlo—: Quiero…
—Sé lo que quieres. —Sonrió fugazmente y agachó nuevamente la cabeza.
Le abrió los labios con los suyos y la besó con la lengua. El beso se volvió más violento, más húmedo, adquirió un ritmo sutilmente erótico. Para su mortificación, Zoë adelantó las caderas, buscando la dureza de Alex. No podía detenerse. Si hubiera podido estar en cualquier otra parte con él, en algún lugar tranquilo y oscuro donde nada los molestara… Los dos alejados del resto del mundo. El placer se intensificó y dejó de pensar. Sensaciones mezcladas con un dulce dolor que parecía proceder de fuera y de dentro al mismo tiempo. Se arqueó febrilmente, intentando apretarse más contra él.
Alex apartó la boca y le sujetó la cabeza contra su pecho.
—Basta —dijo, y parecía agitado—. Zoë… no… quieta.
Ella se estremeció mientras la sujetaba respirando agitadamente contra su pelo. Enlazándole la cintura con los brazos, se permitió una tímida incursión con los dedos en sus bolsillos traseros, mientras los latidos del corazón de Alex se fundían con los suyos. Se sentía como si fuera a hacerse pedazos si él la soltaba.
—Ahora estamos en paz —le oyó susurrar.
Logró asentir con la cara oculta en su pecho.
—No tenía intención de que fuera así. —Le mordisqueó con suavidad el lóbulo de la oreja—. Quería que te doliera, solo un poco.
—¿Por qué no has hecho que fuera así?
—Simplemente, he sido incapaz —respondió por fin asombrado, tras dudarlo un rato.
La apartó de sí. Zoë hizo un esfuerzo para mirarlo a los ojos y vio que estaba recurriendo a la misma fuerza de voluntad que lo había empujado a dejar de beber. Aquello no volvería a suceder porque él no lo permitiría.
Sonó un temporizador y su agudo sonido le hizo dar un respingo.
Alex sonrió levemente, apartó los ojos y se dio la vuelta.
Zoë se acercó al horno sin mirar atrás. Oyó abrirse y cerrarse la puerta trasera.
Ninguno de los dos había dicho nada.
A veces el silencio era lo más fácil si la única palabra que quedaba por pronunciar era «adiós».