En cuanto estuvieron firmados los contratos y se hubo llegado a un acuerdo sobre el calendario de pagos, hubo que tomar rápidamente muchas decisiones. Zoë había aprobado enseguida los muebles de serie color crema para la cocina y que las encimeras fueran de madera de arce. Sin embargo, todavía tenía que elegir los grifos, los tiradores y las piezas de baño, así como las baldosas, la moqueta, los electrodomésticos y las lámparas. «Ahora es cuando ayuda tener un presupuesto limitado —le había dicho Alex—. Algunas decisiones se tomarán por sí solas en cuanto veas los precios».
Habían acordado mantener el estilo de bungaló de la casa lo más posible, con revestimientos sencillos, maderas nobles, tonos sutiles y algún que otro toque de color.
A Justine no le interesaban las gamas de color ni mirar muestras de azulejos, así que Zoë tendría que escoger la decoración y los acabados.
—Además —le había dicho Justine—, tú eres quien vivirá en la casa, así que decide tú qué aspecto va a tener.
—¿Y si luego no te gusta?
—No tengo gusto —le había respondido Justine alegremente—. Me gusta todo. Adelante.
A Zoë le parecía bien, porque le gustaba ir a los almacenes de materiales de construcción y mirar catálogos. Además quería poder pasar más tiempo con Alex. Aunque ya supiera muchas cosas de él, seguía siendo para ella un desconocido fascinador. No era un encanto como su hermano Sam, ni intentaba serlo. Tenía algo de inalcanzable, una lejanía intolerante que en cierto modo solo le hacía más atractivo.
Aunque Zoë no tenía ninguna duda de que Alex bebía demasiado (desde luego él no había intentado fingir lo contrario), de momento había estado a la altura de su reputación de ser de confianza. Llegaba pronto a donde hubieran acordado encontrarse. Le gustaban los horarios y las listas y usaba más notas adhesivas que nadie que hubiera conocido ella. Estaba segura de que tenía que comprarlas al por mayor. Las pegaba en las paredes y las ventanas, a los cables y a las muestras de suelo y a los catálogos, las usaba como tarjeta de visita, para recordar las citas y para las listas de la compra. Cuando Zoë no sabía dónde estaba un sitio del que él le hablaba, le dibujaba un pequeño mapa y se lo pegaba al bolso. Cuando iban a una tienda de electrodomésticos, pegaba cuadrados azules de papel en todos los modelos de nevera, lavavajillas y horno de las medidas adecuadas para la cocina.
—Estás malgastando árboles —le dijo Zoë en un momento dado—. ¿Alguna vez se te ha ocurrido anotar las cosas en el teléfono o llevar una tableta digital?
—Los Post-it son más rápidos.
—¿Y por qué no escribes una lista en un papel grande?
—A veces lo hago. En Post-it Jumbo, esos tamaño gigante.
Tal vez por lo controlado que era, descubrir una arbitrariedad en él fue un alivio para Zoë. Le hubiera gustado aprender más sobre él, encontrar sus debilidades. Enterarse de si ella podía ser una de esas debilidades.
Sin embargo, no había fisuras en la armadura. Alex la trataba con estudiada cortesía y ella se preguntaba si no habría soñado la escena en la cocina de Artist’s Point.
Alex le preguntó muchas cosas de su familia y de su abuela. Incluso le preguntó acerca de su abuelo Gus, a quien ella no había conocido y apenas sabía nada, aparte de que había sido piloto durante la guerra y después trabajado como ingeniero en la Boeing. Había muerto de cáncer de pulmón antes de que Zoë naciera.
—Así que era fumador —había dicho Alex en un tono de ligera censura.
—Creo que en aquella época todo el mundo fumaba —había respondido Zoë con pesar—. Upsie me contó que el médico de mi abuelo decía que fumar probablemente era bueno para su estado nervioso.
A Alex aquello le había interesado bastante.
—¿Su estado nervioso?
—Sufría estrés postraumático. Por aquel entonces lo llamaban trauma de guerra. Creo que el abuelo Gus estaba bastante mal. Su avió fue derribado sobre la jungla birmana, detrás de las líneas japonesas. Tuvo que ocultarse un par de días, solo y herido, antes de que pudieran rescatarlo.
Después de haberle hablado del pasado de su familia, Zoë esperaba que Alex hiciera lo mismo. Pero cuando intentó enterarse de más cosas sobre él, haciéndole preguntas sobre el divorcio o sus hermanos o incluso algo como por qué se había dedicado a ser contratista, él se cerró y se volvió distante. Aquello la ponía frenética. Lo único que podía hacer para afrontar sus evasivas era ser paciente, darle ánimos, y esperar que con el tiempo se abriera a ella.
Zoë tenía una tendencia innata a cuidar de la gente. Seguramente aquélla era una característica de los Hoffman, porque Justine también. A las dos les encantaba acoger a los viajeros cansados o a los huéspedes quemados en la posada, muchos de los cuales estaban pasando por alguno de los interminables problemas inherentes al ser humano. Les resultaba gratificante poder ofrecerles una habitación tranquila, una cama cómoda y un buen desayuno por la mañana. A pesar de que nada de aquello arreglaba los problemas de nadie, era una liberación.
—¿Nunca te hartas de esto? —le había preguntado un día Justin, guardando los platos limpios mientras Zoë preparaba galletas—. De tanto hornear y cocinar y cosas por el estilo.
—No. —Zoë amasó la pasta para las galletas hasta dejarla completamente plana—. ¿Por qué lo preguntas?
—Por nada. Simplemente intento adivinar lo que te gusta de esto. Ya sabes lo que opino de la cocina. Si no fuera por el microondas, me habría muerto de hambre mucho antes de que empezaras a trabajar aquí.
Zoë había sonreído.
—Yo me he preguntado lo mismo acerca de tu gusto por practicar jogging e ir en bicicleta. Para mí hacer ejercicio es lo más aburrido del mundo.
—Estar fuera, en la naturaleza, es diferente cada día. Varía el tiempo, cambia el paisaje, se suceden las estaciones… todo cambia constantemente, mientras que en la cocina… Te he visto preparar galletas un centenar de veces y no es muy emocionante que digamos.
—Cuando quiero emociones, cambio la forma de las galletas.
Justine había sonreído.
Zoë cogió moldes de cortar galletas en forma de flor, mariquita y mariposa.
—Me encanta hacer esto. Me recuerda mi infancia, cuando la mayoría de mis problemas tenían solución con una galleta.
—Para mí sigue siendo así. No tengo problemas. Bueno, no tengo verdaderos problemas. He aquí la clave de la felicidad: apreciar lo que tienes mientras todavía lo tienes.
—Yo podría ser más feliz… —dijo Zoë pensativa.
—¿Cómo?
—Me gustaría tener a alguien especial. Me gustaría saber cómo es enamorarse de verdad.
—No, no te gustaría. Lo mejor es la soltería. Así eres independiente y puedes vivir aventuras sin que nadie te frene. Puedes hacer lo que te dé la gana. Disfruta de tu libertad, Zoë. El mundo es hermoso.
—La disfruto la mayoría del tiempo, pero a veces la libertad me parece un término que describe no tener a nadie junto a quien acurrucarse el viernes por la noche.
—No te hace falta estar enamorada para acurrucarte contra alguien.
—No es lo mismo hacerlo con alguien a quien no amas.
Justine sonrió.
—¿Estamos utilizando el término «acurrucarse» metafóricamente? Porque eso me recuerda la necrológica que leí de Ann Landers, donde decía que una de sus columnas más populares fue una encuesta en la que preguntaba si las mujeres escogerían los abrazos o el sexo. Como tres cuartas partes de sus lectoras dijeron que los abrazos. —Hizo una mueca.
—Tú habrías escogido el sexo —afirmó Zoë.
—Pues claro. Los abrazos están bien durante treinta segundos, pero a partir de ahí son irritantes.
—¿Irritantes física o emocionalmente?
—Física y emocionalmente. Y si abrazas a un tío demasiado a menudo, lo animas a pensar que tenéis una relación y eso le da sentido.
—¿Qué tiene de malo que tenga sentido?
—Una relación con sentido es lo mismo que una relación seria. Y lo serio es lo contrario de lo divertido. Mi madre mi dijo que la vida debería ser siempre divertida.
Aunque Zoë llevaba años sin ver a la madre de Justine, su tía Marigold, recordaba lo hermosa y excéntrica que había sido. Marigold había educado a su única hija para que fuera un espíritu libre como ella. A veces se llevaba a Justine a fiestas con nombres raros, como la de Beltane o la Reunión de la Vieja Tierra. Preparaba platos de los que Zoë no había oído hablar jamás, cosas como pan de aquelarre con miel y limón, pastel del Día de la Marmota o coliflor de la medialuna. Tras visitar a unos parientes lejanos, Justine había vuelto con historias acerca de que había participado en círculos de tambores y rituales en el bosque, a medianoche, bailando a la luz de la luna.
Zoë se preguntaba a menudo por qué Marigold nunca visitaba la posada y por qué ella y Justine parecían prácticamente enemistadas. Cuando había intentado preguntárselo a su prima, ésta se había negado rotundamente a hablar del tema.
—La mayoría de los padres les dicen a sus hijos que la vida no es siempre divertida. ¿Estás segura de que no fue eso lo que te dijo? —se atrevió a sugerir Zoë.
—No. Estoy segura de que debería ser divertida. Por eso la posada es perfecta para mí. Me gusta encontrarme con gente nueva, llegar a conocerla superficialmente y dejar que siga su camino. Esto me aporta un suministro continuo de amistades breves.
A diferencia de Justine, Zoë quería algo duradero en su vida. Le había gustado la estabilidad del matrimonio y el compañerismo, y esperaba volver a casarse algún día. Sin embargo, la próxima vez tendría que escoger con cuidado. Aunque el divorcio de Chris había sido cordial, no quería tener que volver a pasar por algo así de nuevo.
En cuanto a Alex Nolan, no era la clase de hombre que encajaba en sus planes. Zoë decidió que se centraría en cultivar una amistad con él, nada más. Se conocía lo bastante bien como para estar segura de que no le iban las aventuras fugaces. Tendría que creer a Alex cuando decía que ella no sería capaz de tenerlo como amante. «Debo tener todo el control», le había dicho él con aquella voz aterciopelada. También le había dicho: «Yo no soy agradable». Se lo había dicho con intención de prevenirla contra él, pero al mismo tiempo había despertado en ella una viva curiosidad por saber a qué se refería.
Alex se sintió aliviado cuando empezó el trabajo físico de la reforma. Empezó derribando el tabique de la cocina. Él y dos hombres de su equipo, Gavin e Isaac, prepararon la zona con plásticos y quitaron los aparatos y las tomas de corriente. Tanto Gavin, carpintero de oficio, como Isaac, que estaba en trámites de obtener la certificación LEED para trabajos de construcción ecológicos, se tomaban en serio su trabajo. Alex podía confiar en que terminarían a tiempo y lo harían todo del modo más seguro y eficiente. Con gafas protectoras y mascarillas para no respirar el polvo, los tres desmantelaron el tabique con palancas. Arrancaron pedazos de yeso, echando mano de vez en cuando a la sierra de vaivén para cortar los clavos rebeldes.
El duro trabajo físico le sentó bien a Alex, porque lo ayudó a gastar parte de la frustración acumulada durante los días pasados con Zoë. Aquella mujer tenía cosas que lo sacaban de quicio. Por la mañana temprano estaba excesivamente llena de vida y siempre quería alimentarlo. Leía libros de cocina como si fueran novelas y repetía menús de restaurantes con asombroso detalle, como si esperara que él encontrara el tema tan fascinante como ella. Alex nunca había sido aficionado a la gente que lo ve todo por el lado bueno, y Zoë había hecho de aquello un arte.
Se olvidaba de cerrar las puertas. Confiaba en los comerciantes. Iniciaba una conversación con el vendedor de electrodomésticos diciéndole exactamente cuánto iba a gastar.
Adondequiera que iba con ella, ya fuera a la ferretería o a la empresa de pavimentos o a la tienda de bocadillos para comprar un par de bebidas frías, los hombres la repasaban con los ojos. Algunos intentaban hacerlo con discreción, pero otros no se molestaban en ocultar su fascinación por la belleza de Zoë, que los dejaba con la boca abierta, y su planta. El hecho era que Zoë era un bombón y, salvo desfigurarse, no había nada que pudiera hacer para remediarlo. En la tienda de bocadillos, cuatro o cinco tipos la habían mirado con lascivia hasta que Alex se había puesto delante de ella y les había lanzado una mirada asesina. Entonces se habían dado media vuelta. Había hecho lo mismo otras veces, en otros lugares, manteniendo a los hombres a raya sin decir nada aunque no tenía ningún derecho. Ella no le pertenecía pero, de todos modos, él la vigilaba.
Ahuyentar a los moscones era un trabajo a tiempo completo. Hasta conocer a Zoë, Alex se había mofado de la idea de que la belleza pudiera ser para alguien un problema. Sin embargo, tenía que ser difícil para cualquier mujer verse sometida a esa implacable atención. Aquello explicaba la timidez innata de Zoë: lo asombroso era que se atreviera siquiera a salir de casa. Ahora que las reformas en la casa de Dream Lake habían empezado, Alex no tendría que ver a Zoë al menos durante un mes, a no ser de pasada. Sería un alivio, se dijo. Se aclararía las ideas.
Recibiría el primer pago al día siguiente. Justine le había ofrecido mandárselo por correo, pero Alex le había pedido recogerlo en la posada por la mañana. Le hacía falta llevarlo directamente al banco. Había puesto su propio dinero para los gastos iniciales y, desde su divorcio, no tenía demasiada liquidez que digamos.
Tras trabajar hasta tarde en la casa con Gavin e Isaac, Alex se marchó a casa. Estaba tan cansado por el esfuerzo que no se molestó en comer alguna lata para cenar. Ni siquiera cogió la botella. Se dio una ducha y se acostó.
Cuando sonó la alarma del despertador a las seis y media de la mañana, Alex se sentía fatal. A lo mejor había pillado algo. Tenía la boca reseca y la cabeza le dolía terriblemente. El esfuerzo de sostener el cepillo de dientes era como levantar pesas. Se dio una larga ducha y se puso unos vaqueros y una camiseta con una camisa de franela encima, pero seguía teniendo frío y temblaba. Llenó un vaso de plástico con agua del lavabo y bebió hasta que una oleada de náuseas lo obligó a parar.
Sentado al borde de la bañera, hizo un esfuerzo por tragarse el agua y se preguntó qué le pasaba. Gradualmente fue dándose cuenta de que el fantasma estaba de pie en la puerta del baño.
—No invadas mi espacio personal —le recordó—. Sal de ahí.
El fantasma no se movió.
—Anoche no bebiste.
—¿Y?
—Pues que tienes síndrome de abstinencia.
Alex lo miró sin decir nada.
—Te tiemblan las manos, ¿verdad? —prosiguió el fantasma—. Eso es por la abstinencia.
—En cuanto me haya tomado un café estaré bien.
—Deberías tomar un trago. Los que beben tanto como tú es mejor que se desenganchen despacio en vez de dejarlo de golpe.
Alex se sentía ultrajado. El fantasma estaba exagerando. Bebía mucho, pero sabía lo que podía tolerar. Solo los borrachos sufrían delírium trémens, como los sin techo de los callejones o los bebedores empedernidos que se pasaban la noche entera empinando el codo. O como su padre, que había muerto de un infarto mientras hacía submarinismo en un complejo turístico de México. Tras toda una vida abusando del alcohol, las arterias coronarias de Alan Nolan estaban tan obstruidas que, según los médicos, le habría hecho falta un quíntuple bypass para sobrevivir.
—No necesito desengancharme de nada —dijo Alex.
Habría sido más fácil de aceptar si el fantasma se hubiera estado burlando o mostrándose superior o incluso disculpándose. Sin embargo, el modo en que lo miraba, con una seriedad teñida de piedad, era demasiado ofensivo para ser soportable.
—Deberías tomarte un día de descanso —le dijo el espectro—, porque no vas a poder trabajar mucho.
Alex lo fulminó con la mirada y se levantó, tambaleándose. Por desgracia, el movimiento fue demasiado para su sistema digestivo y se vio obligado a inclinarse sobre el váter, sacudido por las arcadas.
Tardó un buen rato en volver a incorporarse. Se enjuagó la boca y se echó agua fría en la cara. Cuando se miró en el espejo vio una cara pálida, demacrada, con los ojos hinchados. Retrocedió horrorizado, porque había visto a su padre con aquel aspecto mil veces de niño.
Se agarró a los bordes del lavabo y se obligó a levantar la cabeza y mirarse al espejo una vez más.
No era quien quería ser, pero en eso se había convertido.
De haberle quedado lágrimas, habría sollozado.
—Alex —oyó que le decía el fantasma desde la puerta con voz tranquilizadora—. A ti no te amedrenta el trabajo. Estás acostumbrado a demoler cosas y a reconstruirlas.
A pesar de lo enfermo que se sentía, a Alex no se le escapó la metáfora.
—Las casas no son como las personas.
—Todos tenemos algo que necesita arreglo. —El fantasma hizo una pausa y luego añadió—: En tu caso resulta que es tu hígado.
Alex luchó por sacarse la camisa y la camiseta, empapadas de sudor.
—Por favor —logró decir—. Si te queda algo de piedad… no hables.
El fantasma le hizo el favor de marcharse.
Para cuando Alex estuvo otra vez vestido, los temblores habían remitido, pero seguía teniendo la húmeda sensación de calor y frío y los nervios tensos como cuerdas. La dificultad para encontrar las botas de trabajo que quería, las mismas que llevaba el día anterior, lo enfureció. En cuanto puso las manos sobre ellas, lanzó una contra la pared con tanta fuerza que estropeó la pintura y dejó una marca en el yeso.
—Alex. —El fantasma reapareció—. Te estás comportando como un loco.
Lanzó la otra bota, que atravesó la cintura del fantasma y dejó otra marca en la pared.
—¿Ahora te sientes mejor? —le preguntó el espectro.
Ignorándolo, Alex recogió la botas y se las calzó con violencia. Intentó pensar a pesar del martilleo de su cabeza. Tenía que recoger el cheque de Justine e ingresarlo en el banco.
—No vayas a Artist’s Point —oyó que le decía imperiosamente el fantasma—. No estás en condiciones. No quieres que nadie te vea en este estado.
—Cuando dices «nadie» te refieres a Zoë.
—Sí. Vas a disgustarla.
Alex apretó los dientes.
—Me importa un bledo. —Cogió las llaves del coche, la cartera y unas gafas negras de sol, se subió a la furgoneta y la sacó del garaje. En cuanto se incorporó a la calle, fue como si la luz le partiera el cráneo con la precisión de un instrumento quirúrgico. Gimió y viró bruscamente, buscando un sitio para detenerse en caso de tener que vomitar.
—Conduces como si estuvieras en un videojuego —le dijo el fantasma.
—¿A ti qué te importa? —le espetó Alex.
—Me importa porque no quiero que mates a nadie, ni que te mates.
Cuando llegaron a Artist’s Point, Alex había sudado otra camiseta y temblaba como si tuviera fiebre.
—¡Por el amor de Dios! —le dijo el fantasma—. No entres por la puerta principal. Vas a asustar a los huéspedes.
Por mucho que a Alex le hubiera gustado desafiarlo, el fantasma tenía razón. Exhausto como estaba por el esfuerzo de conducir, rodeó el edificio y aparcó en la parte posterior de la posada, junto a la puerta de la cocina, de la que salía olor a comida. Aquel olor le dio náuseas. Las gafas se le escurrieron por el sudor. Se las quitó de un manotazo y las arrojó a la gravilla, maldiciendo.
—Contrólate —oyó que le decía el fantasma lacónicamente.
—Que te jodan.
Una puerta de rejilla cubría la entrada trasera de la cocina. A través de la malla, Alex vio que Zoë estaba sola en la cocina preparando el desayuno. Había ollas hirviendo en los fogones y algo se estaba horneando. El olor de mantequilla y queso casi hizo retroceder a Alex.
Dio unos golpecitos en la jamba y Zoë levantó los ojos de una tabla de cortar en la que había un montón de fresas. Vestía una falda corta de color rosa y sandalias planas, con un top blanco y el delantal atado a la cintura. Tenía las piernas tonificadas, con los músculos de la pantorrilla desarrollados. Se había recogido los rizos rubios en la coronilla y unos cuantos se le habían soltado y le caían sobre las mejillas y el cuello.
—Buenos días —le dijo sonriente—. Entra. ¿Cómo estás?
Alex evitó mirarla a los ojos cuando entró en la cocina.
—He estado mejor.
—Te apetece un poco de…
—He venido a recoger el cheque —la cortó él.
—Vale. —Aunque no era desde luego la primera vez que había sido brusco con ella, Zoë lo interrogó con la mirada.
—El primer pago —dijo Alex.
—Sí, lo recuerdo. Justine es quien lleva el papeleo, así que ella te extenderá el cheque. Yo no estoy segura de en qué cuenta hacértelo.
—Bien. ¿Dónde está?
—Acaba de salir para hacer un recado. Volverá dentro de cinco o diez minutos. La cafetera grande está rota, así que ha ido a recoger una cuantas garrafas de un bar de la zona. —Sonó un cronómetro de cocina y Zoë fue a sacar una fuente del horno—. Si quieres esperarla, voy a servir un poco de café y puedes…
—No quiero esperar. —Necesitaba el cheque. Necesitaba irse. El calor y la luz de la cocina lo estaban matando, y tenía que apretar los dientes para que no le castañetearan como una de esas calaveras de plástico de una tienda de bromas—. Sabía que tenía que darme el cheque hoy. Le mandé un mensaje de texto.
Zoë puso la fuente de guiso sobre un par de salvamanteles. Había dejado de sonreír y habló con más suavidad de lo usual cuando le respondió.
—No creo que supiera que vendrías tan temprano.
—¿Cuándo si no, demonios? Estaré todo el día trabajando en la casa. —La rabia lo invadió en oleadas cada vez más intensas sin que pudiera evitarlo.
—¿Qué te parece si te lo llevo después del desayuno? Iré en coche hasta la casa y…
—No quiero interrupciones mientras trabajo.
—Justine llegará de un momento a otro. —Zoë sirvió café en una taza de porcelana blanca—. No tienes… buen aspecto.
—He dormido mal. —Alex se acercó a la encimera y tiró de un rollo de papel de cocina. El papel se desenrolló sin control y él soltó unas cuantas ordinarieces mientras caía en cascada.
—No pasa nada. —Zoë se le acercó enseguida—. Yo lo arreglaré. Ve a sentarte.
—No quiero sentarme. —Cogió un pedazo de papel y se secó el sudor de la cara mientras ella volvía a enrollar hábilmente el cilindro blanco. Aunque intentaba mantener la boca cerrada, las palabras se le escaparon, cortantes como cuchillas de afeitar; estaba furioso y nervioso, tenía ganas de arrojar algo, de patear algo.
—¿Es así como llevas un negocio? ¿Haces un trato y luego no lo cumples? Vamos a tener que rehacer el calendario de pagos. Puede que mi tiempo no tenga importancia para ti, pero yo debo contar con que las cosas se harán cuando se supone que tienen que hacerse. Tengo que irme a trabajar. Mis muchachos seguramente ya habrán llegado.
—Lo siento. —Zoë dejó una taza de café en la encimera, junto a él—. Tu tiempo es importante para mí. La próxima vez me aseguraré de que tengas el cheque preparado a primera hora de la mañana.
Alex odiaba que le hablara de aquella manera, como si estuviera siguiéndole la corriente a un lunático o tranquilizando a un perro furioso. En cualquier caso, funcionó. La rabia se le pasó tan repentinamente que se mareó. Además, estaba tan cansado que apenas podía mantenerse en pie. ¡Dios! Estaba verdaderamente mal.
—Volveré mañana —consiguió decir.
—Antes tómate esto. —Zoë empujó la taza hacia él.
Alex miró el café. Le había puesto nata. Él siempre tomaba el café solo, pero cogió la taza con ambas manos. Para su mortificación, la taza se sacudió violentamente y el contenido rebosó el borde.
Zoë lo miraba fijamente. Hubiera querido insultarla y dejarla allí plantada, pero su mirada lo retuvo, no lo dejó marchar. Aquellos ojos azules veían demasiado, veían cosas que él llevaba toda la vida ocultando. Zoë no podía evitar ver lo cerca que estaba de desmoronarse pero, por su expresión, no lo juzgaba; solo había en ella bondad, compasión.
Sintió la repentina necesidad de arrodillarse y apoyar la cabeza contra ella, suplicante, pero de algún modo logró mantenerse de pie, balanceándose sobre sus piernas tiesas.
Con cuidado, Zoë puso sus manos sobre las de él, de modo que los dos sostenían la taza. Aunque las tenía mucho más pequeñas, lo agarraba con sorprendente firmeza, conteniendo el temblor.
—Venga —le susurró.
Le llevó la taza a los labios, impidiendo que le temblaran las manos. Tomó un sorbo. El líquido, caliente y suave, fue un bálsamo para su reseca garganta y se fundió con el frío de sus entrañas. Era ligeramente dulce y el toque de nata suavizaba el sabor amargo. Fue tan inesperadamente bueno que se bebió el resto de un trago. Sus venas le zumbaron con una gratitud rayana en la adoración.
Zoë apartó las manos.
—¿Más?
Él asintió con un murmullo ronco.
Ella sirvió otra taza y le añadió nata y azúcar, mientras el sol entraba por las persianas de la ventana y le iluminaba el pelo. Cayó en la cuenta de que estaba preparando el desayuno para un montón de huéspedes que pagaban por él. Todavía se estaban cociendo cosas sobre los fogones y en el horno. No solamente la había interrumpido mientras trabajaba, sino que se había quedado allí despotricando sobre su horario como si fuera mucho más importante que el de ella.
—Estás ocupada —murmuró, como preludio de una disculpa—. No tendría que…
—No pasa nada —le respondió ella amablemente.
Dejó la taza en la mesa y retiró una silla. Era evidente que pretendía que se sentara en ella.
Alex miró cauteloso a su alrededor, preguntándose lo que el fantasma sacaría de aquello, pero, afortunadamente, no se lo veía por ninguna parte. Se sentó a la mesa y se tomó el café despacio, sin ayuda aunque con cuidado.
Zoë trabajaba en la encimera. El tintineo de los utensilios, el sonido de cacharros y platos manejados con destreza era extrañamente relajante. Podía quedarse allí sentado y nadie lo molestaría. Cerró los ojos y se zambulló en una momentánea sensación de paz, de estar a salvo.
—¿Otro? —la oyó preguntar.
Él asintió con un gesto.
—Antes prueba esto. —Le puso delante un plato de comida. Cuando se inclinó hacia él percibió el perfume de su piel, fresco y dulce, como empapada en té dulce.
—No creo que pueda…
—Inténtalo. —Puso los cubiertos en la mesa y volvió a los fogones.
El tenedor era tan pesado como un mazo de plomo. Alex miró el plato, que contenía una ordenada porción de capas de pan, ligeramente hinchada y dorada por encima.
—¿Qué es? —le preguntó.
—Una cazuela de desayuno.
Alex tomó un cauteloso bocado y descubrió que la cazuela poseía una ligera suavidad cremosa. Era como una quiche pero mucho más delicada, con la textura perfecta para liberar una insinuación de tomate maduro y queso suave. Notó el sabor de la albahaca en la lengua al final, una nota limpia y penetrante.
—¿Te gusta? —oyó que le preguntaba Zoë.
Ni siquiera pudo responder. Se le había despertado un hambre atroz y estaba enteramente dedicando a comer.
Zoë le trajo un vaso de agua fría. Cuando hubo vaciado el plato, Alex dejó el tenedor y se la bebió, evaluando su estado físico. El cambio era poco menos que milagroso. El dolor de cabeza se le estaba pasando y los temblores habían desaparecido. Estaba saciado de sabor y de calidez… era como estar borracho de comida.
—¿Qué lleva esto? —le preguntó con la voz distante, como si hablara en sueños.
Zoë, que había vuelto a llenarle la taza de café, apoyó la cadera en la mesa y lo miró. Tenía las mejillas satinadas por el calor de los fogones.
—Pan francés que yo misma horneo. Tomates que compro en el mercadillo de los granjeros. El queso se hace en la isla Lopez y los huevos los han puesto esta mañana las gallinas Wyandotte. La albahaca es del huerto de hierbas de ahí fuera. ¿Te apetece otra porción?
Alex podría haberse comido una bandeja entera, pero negó con un gesto de cabeza, decidiendo que sería mejor no forzar su suerte.
—Debería dejar un poco para tus huéspedes.
—Hay de sobra.
—Estoy bien. —Tomó un sorbo de café y la miro fijamente—. Nunca habría pensado… —Calló, incapaz de describir lo que acababa de sucederle.
Zoë pareció entenderlo. Una leve sonrisa le iluminó la cara.
—A veces mi cocina surte una especie de… efecto sobre la gente.
A Alex le cosquilleó la nuca de un modo agradable.
—¿Qué clase de efecto?
—No pienso demasiado en ello. No quiero estropearlo. Pero a veces parece que hace que la gente se sienta mejor de un modo… mágico. —Su sonrisa se volvió atribulada—. Estoy segura de que tú no crees en esas cosas.
—Estoy sorprendentemente abierto a todo —dijo Alex, consciente de que el fantasma deambulaba al fondo de la cocina.
—Mírate. —El fantasma parecía aliviado—. No te va a dar un patatús, ni vas a morirte.
Los maullidos del gato en la puerta posterior, a través de cuya malla se veía la bola peluda, habían llamado la atención de Zoë. En cuanto lo dejó entrar, Byron se sentó y se la quedó mirando, moviendo la cola impaciente.
—Pobre pequeño monstruo peludo —zureó Zoë, poniendo una cucharada de algo en un plato que dejó luego en el suelo.
El gato engulló aquella delicia con ferocidad. Parecía la clase de mascota capaz de comerse a su dueño.
—¿No va contra las normas sanitarias dejarlo entrar aquí? —preguntó Alex.
Byron no puede acercarse al comedor ni a las zonas donde se prepara la comida. Además solo pasa en la cocina unos minutos al día. Se pasa casi todo el tiempo durmiendo en el porche o en la casa de atrás. —Fue a recoger el plato de Alex. El peto del delantal dejaba ver lo bastante del exuberante escote como para darle mareos. Hizo un esfuerzo para apartar los ojos y mirar a Zoë a la cara.
—Estás así porque bebiste demasiado —le dijo con dulzura.
—No —repuso Alex—. Estoy así porque no bebí.
Lo miró atentamente.
—¿Lo dices en serio?
Alex hizo un breve gesto de asentimiento. Tenía incontables razones para marcharse, pero la más importante era que no quería tener tanta necesidad de nada. Lo había pillado con la guardia baja porque acababa de darse cuenta de lo mucho que dependía de la bebida. Le había resultado fácil justificarse diciéndose que no era un problema porque no estaba sin hogar ni iba desgreñado, porque nunca lo habían detenido. Seguía siendo un hombre capaz de valerse. Pero después de lo que le había pasado aquella mañana, no podía negar que tenía un problema.
Una cosa era ser aficionado a beber y otra ser alcohólico.
Zoë fue a dejar sus platos en el fregadero.
—Por lo que he oído —le dijo por encima del hombro—, no es un hábito fácil de dejar.
—Ya lo estoy viendo. —Alex se levantó de la mesa—. Vendré mañana por la mañana a recoger el cheque.
—Ven temprano —le dijo Zoë con aplomo—. Estoy preparando harina de avena.
Se miraron de una punta a la otra de la cocina.
—No me gustan las gachas —repuso Alex.
—Las mías te gustarán.
Alex no podía dejar de mirarla. Era tan suave, estaba tan radiante, que se permitió pensar, solo por un instante, cómo sería tenerla debajo. La magnitud de la atracción que sentía por ella era abrumadora. Quería cosas de ella que no había querido jamás de nadie, cosas que iban más allá del sexo y ninguna de las cuales era posible. Era como estar al borde de un precipicio, luchando por no caer al vacío mientras el viento lo empujaba por detrás.
Zoë le devolvió la mirada al mismo tiempo que se ruborizaba intensamente. El rubor contrastaba con el dorado brillante de su pelo.
—¿Cuál es tu plato preferido? —le preguntó, como si aquella pregunta fuera tremendamente íntima.
—¿No tengo ningún plato preferido?
—Todo el mundo tiene uno.
—Yo, no.
—Tiene que haber algo… —El temporizador interrumpió su diálogo—. Son las siete y media. Tengo que servir el café a los primeros huéspedes. No te vayas, vuelvo enseguida.
Sin embargo, cuando volvió Alex se había ido. Encontró una nota pegada a la pared del fregadero, escrita con tinta negra: Gracias.
Cogió la nota y la acarició con el pulgar. Un dulce dolor, terrible, le atenazó el pecho.
A veces, pensó, puedes resolver el problema de alguien, pero hay ciertos problemas de los que tiene que salir uno mismo.
Todo lo que podía hacer por Alex era tener esperanza.