—Bueno, ha sido divertido —dijo el fantasma cuando Alex tomó a la derecha por Spring, camino de San Juan Valley Road—. ¿Adónde vamos ahora?
—A casa de Sam.
—¿Vamos a vaciar un poco más la buhardilla?
—Entre otras cosas.
—¿Qué cosas?
—Quiero ponerme al día con mi hermano. Llevo tiempo sin hablar con él. ¿Te parece bien? —le respondió Alex, exasperado por tener que dar explicaciones acerca de todos y cada uno de sus actos.
—¿Vas a contarle que harás la reforma de Zoë?
—Justin ya debe habérselo mencionado, pero si no lo ha hecho, pues no, no voy a decirle nada.
—¿Cómo es eso? No es que sea un gran secreto.
—El trato no es todavía firme —dijo Alex lacónicamente—. Puedo echarme atrás.
—No puedes.
—¡Espera y verás! —Alex encontraba una perversa satisfacción en irritar al fantasma.
Esperaba toda clase de protestas y de insultos, pero el fantasma seguía callado cuando la furgoneta salió del barrio comercial.
Alex se pasó por Rainshadow Road para ayudar a Sam a instalar un par de apliques en forma de farol de carruaje en la pared de la chimenea, que estaba recubierta de antiguos ladrillos hechos a mano. Mientras trabajaban, un bulldog inglés de ojos saltones llamado Renfield, sentado en un almohadón, los observaba desde un rincón con la boca abierta, babeando. Renfield había sido un perro de rescate, pero con tantos problemas de salud que nadie lo quería. La novia de Mark, Maggie, lo había engatusado de algún modo para que lo adoptara, y aunque Sam al principio había protestado, al final había cedido.
No era ninguna sorpresa que Renfield no prestara atención a la presencia de un fantasma en la habitación.
—Yo creía que los perros tenían un sexto sentido para detectar seres sobrenaturales —le había comentado el fantasma a Alex en una ocasión.
—En un buen día, solo le funcionan bien tres sentidos —le había respondido éste.
Mientras colaboraban en la instalación, era evidente que Sam estaba relajado y de ese buen humor en que solo está uno cuando hace poco que ha echado un polvo. Como había vaticinado el fantasma, Sam bebía los vientos por Lucy Marinn, aunque estaba decidido a considerar su relación con ella como una de sus habituales relaciones sin compromisos.
—Me ha tocado el gordo con esa chica —le contó a Alex—. Es dulce, atractiva, inteligente y no pone pegas a tener una relación superficial.
Hacía mucho que Alex no veía a su hermano tan pendiente de una mujer como lo estaba de Lucy Marinn. Quizá no hubiera estado tan pendiente de ninguna nunca. Sam siempre se mantenía a cierta distancia, nunca permitía que sus sentimientos, ni los de nadie, le pudieran.
—Esta relación informal… ¿incluye el sexo?
—Incluye un sexo increíble. Tanto que, una hora después de haberlo hecho, mi cuerpo sigue diciendo «gracias». Y, al igual que yo, Lucy no va de compromisos.
—Buena suerte —dijo Alex. Nivelando la base de una lámpara contra el muro, usó una tiza para marcar la posición de los agujeros.
El entusiasmo de Sam decreció visiblemente.
—¿A qué te refieres?
—El noventa y nueve por ciento de las mujeres que dicen que no quieren ninguna clase de compromiso en el fondo lo desean, o por lo menos quieren que tú lo desees.
—¿Me estás diciendo que Lucy no está siendo sincera conmigo?
—Puede que sea peor que eso incluso. Puede que se crea sinceramente capaz de ser un ave de paso cuando en realidad no está preparada para serlo. En cuyo caso…
—¿Un ave de paso? ¿Qué demonios es eso?
—Una mujer con la que no tienes unos lazos fuertes. Te acuestas con ella y luego…
—… pasas de ella. —Sam puso mala cara—. No hables así de Lucy. Y la próxima vez que me preguntes cómo me va la vida, recuérdame que no te lo cuente.
—No te he preguntado cómo te va la vida. Te he pedido que me pases la broca de pared.
—Toma. —Sam le pasó la broca, enojado.
Alex se pasó los dos minutos siguientes haciendo agujeros en el muro y aspirando el polvillo resultante. Sam sostuvo la base de la lámpara en su lugar mientras su hermano conectaba los cables, metía tacos tornillos en la base y los clavaba con el martillo en los tacos. Los apretó con unas cuantas vueltas de llave inglesa.
—Queda bien —dijo Sam—. Déjame a mí el otro.
Alex asintió y recogió el segundo farolillo para sostenérselo contra la pared.
—Quería comentarte algo —dijo Sam con desenfado—. Mark y Maggie han fijado la boda para mediados de agosto y él acaba de pedirme que sea su padrino. Espero que no te importe.
—¿Por qué iba a importarme?
—Bueno, solo podía pedírselo a uno de los dos y supongo que como soy el hermano mediano…
—¿Pensabas que yo quería ser el padrino? —lo interrumpió Alex con una carcajada burlona—. Tú y Mark habéis criado a Holly juntos. Claro que tienes que ser tú el padrino. Será un milagro si voy a la boda.
—Tienes que ir —le dijo Sam, preocupado—. Hazlo por Mark.
—Ya, pero es que detesto las bodas.
—¿Por culpa de Darcy?
—Porque una boda es una ceremonia en la que una virgen simbólica rodeada de mujeres que llevan unos vestidos espantosos se casa con un novio resacoso acompañado de amigos a los que llevaba años sin ver pero que van de todos modos. Después hay una recepción en la que los invitados se pasan dos horas sin otra cosa que llevarse a la boca que alitas de pollo tibias o esas almendras recubiertas de Dios sabe qué mientras el DJ intenta lavar el cerebro a todo el mundo para que baile Electric Slide o Macarena, a lo que acaban por prestarse algunos idiotas borrachos. Lo único bueno de una boda es la bebida gratis.
—¿Puedes repetírmelo? —le preguntó Sam—. Porque podría querer apuntarlo para usarlo en mi discurso.
El fantasma, que estaba en un rincón de la habitación, se sentó en el suelo y apoyó la frente en las rodillas.
Una vez resuelto el cableado del segundo aplique, Sam lo fijó a la pared, apretó los tornillos y se alejó para contemplar en perspectiva su obra.
—Gracias, Al. ¿Quieres comer algo? Tengo cosas en la nevera para preparar unos bocadillos.
Alex negó con la cabeza.
—Voy a subir a la buhardilla a hacer un poco de limpieza.
—Ah, eso me recuerda que… a Holly le encanta esa máquina de escribir antigua que encontraste. Le he puesto un poco aceite y he retintado la cinta con una almohadilla para sellos. Se lo está pasando bomba con ella.
—Estupendo —dijo Alex con indiferencia.
—Sí, pero aquí está lo interesante: Holly notó que el forro de la funda estaba suelto y que sobresalía de él la punta de algo; así que tiró y salió un trozo de tela con una bandera en la que hay varios caracteres chinos, y una carta también.
El fantasma levantó la cabeza.
—¿Dónde está? ¿Puedo echarle un vistazo? —preguntó Alex.
Sam indicó con un gesto de cabeza el sofá.
—Está en el cajón de la mesita.
Mientras Sam recogía las herramientas y aspiraba el polvillo que quedaba, Alex se acercó a la mesa. El fantasma estuvo a su lado en un periquete.
—No invadas mi espacio —le advirtió Alex entre dientes, pero el espectro no se movió.
Una sensación de aprensión le recorrió la espalda a Alex cuando abrió el cajón y sacó el retal de fina seda, amarillenta por los años, de unos veinte por veinticinco centímetros. Tenía unas cuantas manchas y los bordes oscurecidos. La bandera nacionalista china dominaba la parte superior. Había seis columnas impresas de caracteres chinos debajo de ella.
—¿Qué es? —meditó Alex en voz alta, su voz ahogada por el ruido de la aspiradora, a pesar de lo cual el fantasma lo oyó.
—Es una blood chit —le respondió en voz baja pero audible.
Aquel término no le resultaba familiar a Alex.
—Es mía —añadió el fantasma antes de que pudiera preguntar lo que significaba.
El fantasma recordaba algo, las emociones fluían como el humo, y Alex no podía evitar captarlas de refilón.
«El mundo era humo y fuego y pánico. Él caía más deprisa que la gravedad por el azul del cielo y entre los blancos cirros, con la piel de metal de su aeronave cayendo en barrena como un cordón de regaliz mientras las fuerzas del cielo y el infierno tiraban de ella. Estaba sentado con las rodillas levantadas y los codos doblados, en posición fetal, la última que un piloto de combate adopta antes de morir. No era un ejercicio de entrenamiento, sino que su cuerpo sabía que estaba a punto de sufrir más dolor y más daños de los que podía soportar. Su corazón repetía las sílabas del nombre de una mujer, una y otra vez».
Alex sacudió la cabeza para aclararse las ideas y miró al fantasma.
—¿Qué opinas? —oyó que le preguntaba Sam.
El fantasma miraba fijamente la seda que tenía en las manos Alex.
—Daban eso a los pilotos estadounidenses que realizaban misiones sobre China —le dijo—. Por si su avión resultaba derribado. Pone lo siguiente: «Este extranjero ha venido a contribuir al esfuerzo de guerra. Los soldados y los civiles deben rescatarlo, protegerlo y proporcionarle atención médica». Lo llevábamos en la chaqueta… algunos se lo cosían.
Alex se oyó explicarle lo de la blood chit a Sam con voz monótona.
—Interesante —comentó éste—. Me pregunto de quién sería. Me gustaría saber de quién era esa máquina de escribir, pero la funda no lleva nombre.
Alex fue a coger la carta y dudó, como si estuviera a punto de poner la mano en el fuego. No quería leer lo que ponía aquel papel. Tenía la sensación de que no deberían haberlo encontrado.
—Venga —le susurró el fantasma, con cara adusta.
Era papel de carta y estaba quebradizo. No llevaba firma. La nota no iba dirigida a nadie.
Te odio por todos los años que he tenido que vivir en tu ausencia. ¿Cómo puede doler tanto un corazón y seguir latiendo? ¿Cómo puedo sentirme tan mal y no morirme?
Me he estropeado las rodillas rezando para que volvieras. Ninguna de mis oraciones ha obtenido respuesta. He intentado que alcanzaran el cielo, pero están atrapadas aquí, en la tierra, como codornices bajo la nieve helada. Intento dormir y es como si me asfixiara.
¿Adónde te fuiste?
Una vez dijiste que, si no estaba contigo, no habría cielo.
No puedo desprenderme de ti. Vuelve y llévame contigo. Vuelve.
Alex no podía mirar al fantasma. Ya era bastante difícil permanecer al filo de lo que éste sentía al estar atrapado en el nimbo de una pena peor que cualquier cosa que él hubiera experimentado jamás. Era como si le inyectaran a uno un veneno de acción lenta.
—Me parece que esto lo escribió una mujer —oyó que decía Sam—. Parece cosa de una mujer, ¿no crees?
—Sí —repuso Alex a duras penas.
—Pero ¿por qué lo escribió? Algo así se escribe a mano más bien. Me pregunto cómo moriría el tipo.
Más oleadas de dolorosa tristeza le llegaron del fantasma. Alex tuvo que cerrar el puño para no pegarle, aunque habría sido como sacudir niebla y no habría servido en absoluto para que parara.
—Para —le susurró con un nudo en la garganta.
—No puedo —dijo el fantasma.
—¿Que pare de qué? —le preguntó Sam.
—Perdona —se excusó Alex—. He cogido la costumbre de hablar solo. ¿Puedo llevármela?
—Claro, yo no tengo… —Sam se calló y lo miró de cerca—. Santo cielo. ¿Estás llorando?
Horrorizado, Alex se dio cuenta de que tenía los ojos llorosos. Estaba a punto de gritar.
—El polvo —consiguió decir. Le dio la espalda y añadió con voz apagada—: Voy arriba, a trabajar en la buhardilla.
—Subo a ayudarte.
—No, ya lo hago yo. Tú barre aquí abajo. Me hace falta estar un rato a solas.
—Ya has pasado mucho tiempo a solas —le dijo Sam—. A lo mejor te iría bien un poco de compañía.
Aquello estuvo a punto de arrancarle una carcajada a Alex. «Llevo meses sin estar a solas —habría querido decirle a su hermano—. Me están acosando».
Notó el peso de la mirada de Sam.
—Al… ¿estás bien? —le preguntó.
—Estupendamente —repuso Alex con crueldad, saliendo de la habitación.
Cuando llegaron a la buhardilla el fantasma todavía no había cambiado de humor. Alex pensó con pesar que había algo peor que el hecho de que te siguiera un espectro y era que te siguiera un espectro que tenía pleno poder sobre sus emociones.
—Tal vez se te haya escapado que tengo que soportar mi propia carga. Que me aspen si puedo cargar con la tuya también —le dijo Alex en tono asesino.
—Por lo menos tú sabes qué carga soportas —dijo el fantasma, fulminándolo con la mirada.
—Sí, por eso me paso la mitad del tiempo bebiendo: para olvidarla.
—¿Solo la mitad? —retrucó con sarcasmo el fantasma.
Alex blandió el pedazo de seda.
—¿Crees en serio que es tuyo?
—No te acalores. Sí, es mío.
Alex tenía la carta en la otra mano.
—Y crees que esta carta se refiere a ti.
El fantasma respondió con un inequívoco gesto de asentimiento. Tenía los ojos negro medianoche y la cara muy seria.
—Me parece que lo escribió Emma.
—Emma. —Alex parpadeó, atónito. Su furia se había esfumado por completo—. ¿La abuela de Zoë? Crees que tú y ella… —Con lentitud, fue hacia la escalera y bajó el primer escalón—. Eso es ir demasiado lejos, sin nada que lo respalde.
—Era reportera del Herald…
—Lo sé. Y vivía aquí, y tal vez haya una pequeñísima posibilidad de que la máquina de escribir fuera suya. Pero eso no prueba nada.
—No necesito pruebas. Estoy recordando cosas. La recuerdo a ella. Y sé que ese pedazo de tela que tienes en la mano era mío.
Alex desplegó la blood chit y volvió a mirarla.
—No lleva ningún nombre, así que no puedes estar seguro de que sea tuya.
—¿Lleva número de serie?
Alex miró atentamente la tela y asintió.
—En el lado izquierdo.
—¿Es W17101?
A medida que leía el número de serie, W17101, puso unos ojos como platos.
El fantasma le dirigió una mirada de manifiesta superioridad.
—¿Eres capaz de recordar esto y no te acuerdas de cómo te llamas? —le preguntó.
El fantasma miró los montones de cajas y objetos de la buhardilla, los recuerdos empaquetados y cubiertos por el polvo de años.
—Recuerdo que en otros tiempos fui un hombre que amaba a alguien —se puso a caminar con las manos hundidas en los bolsillos de su chaqueta de piloto de bombardero—. Tengo que enterarme de lo que sucedió. De si Emma y yo nos casamos. De si…
—¿Si qué? Te moriste.
—A lo mejor no. A lo mejor volví.
—¿Saliste vivo de un accidente de avión? —le preguntó Alex con sarcasmo—. Por lo que yo sé, fue muchísimo peor que un aterrizaje forzoso.
El fantasma parecía decidido a inventar algún tipo de final feliz para su historia.
—Cuando amas tantísimo a una mujer no permites que nada te detenga, que nada te impida volver con ella. Sobrevives a lo que sea.
—A lo mejor era todo cosa de ella. Puede que para ti fuera solo una aventura.
—Todavía la quiero —dijo el fantasma con ferocidad—. Todavía lo siento. Aquí —se llevó una mano al pecho—. Y me sigue doliendo a morir.
Alex lo creyó, porque a él le dolía con solo estar cerca.
Observó al fantasma ir de un lado para el otro.
Si el semblante del espectro reflejaba fielmente cómo había sido en vida, había tenido complexión de piloto, flaco y ágil, con suficiente masa muscular para contrarrestar los desmayos de las extenuantes maniobras de un combate aéreo.
—Bastante alto para ser piloto en tu época —comentó Alex.
—Cabía en un P-40 —dijo el fantasma, distante.
—¿Pilotabas un caza? —le preguntó Alex, fascinado. En su infancia, había construido una maqueta del avión World War II—. ¿Seguro?
—Bastante seguro. —El fantasma se hallaba ensimismado—. Recuerdo que me dispararon —dijo— y recibí tanta fuerza-g que la sangre se me fue de la cabeza y todo se volvió borroso. Pero aguanté hasta que el tipo que llevaba en la cola se rindiera o quedara inconsciente.
Alex se sacó el móvil del bolsillo y abrió el navegador.
—¿A quién llamas?
—A nadie. Intento encontrar si existe algún modo de identificar a un piloto por el número de serie de eso. —Al cabo de un minuto o dos de búsqueda, encontró una página de información y frunció el ceño mientras leía.
—¿Qué pasa? —preguntó el fantasma.
—No ha habido suerte. No hay un catálogo general. Hubo repartos en masa desde diferentes fuentes de Estados Unidos y China. Algunos fueron reenviados a un segundo piloto cuando el primero murió. Además, puesto que los números de serie se consideraban información clasificada, las listas que hubiera probablemente fueron destruidas.
—Busca Emmaline Stewart —le dijo el fantasma.
—Con este teléfono no. La conexión es demasiado lenta. —Alex miró ceñudo la pequeña pantalla de cristal líquido—. Para eso me hace falta un portátil.
—Ve al sitio web del Bellingham Herald —insistió el otro—. Tiene que haber algo sobre ella.
Alex fue al sitio web y lo estuvo consultando un minuto.
—Los archivos digitalizados solo se remontan hasta el 2000.
—Eres un investigador pésimo. Pregúntaselo a Sam. Seguro que no tardará ni cinco minutos en encontrarlo todo acerca de Emma.
—La gente de ochenta años no suele dejar un rastro en internet —dijo Alex—. Además, no puedo preguntárselo a Sam… querrá saber por qué me interesa y no quiero explicárselo.
—Pero…
—Verás a Emma dentro de nada, cuando Zoë la traiga a la isla, y yo en tu lugar no me emocionaría demasiado. Ahora es una anciana.
El fantasma soltó un bufido.
—¿Qué edad crees que te tengo yo, Alex?
El otro lo miró, evaluándolo.
—Cerca de treinta años.
—Con lo que estoy pasando, la edad es más que relativa. El cuerpo no es más que un frágil recipiente para un alma.
—Yo no he alcanzado la iluminación —le dijo Alex. Después de conectar el teléfono a los altavoces, se acercó a la caja de las bolsas de basura y sacó una.
—¿Qué haces? —le preguntó el fantasma.
—Voy a revisar más trastos de éstos.
—El ordenador de Sam está en la planta baja —protestó el fantasma—. Podrías pedirle que te lo deje.
—Más tarde.
—¿Por qué no ahora?
Porque Alex necesitaba sentir que tenía cierto control sobre su propia maldita vida. El encuentro con Zoë de aquella mañana, y la lectura de la vieja carta mecanografiada, lo habían alterado. Le hacía falta un descanso de las emociones que flotaban libremente y las escenas y las preguntas sin respuesta. En lo único que podía pensar era en hacer algo práctico.
El fantasma, intuyendo su humor volátil, se batió en retirada y guardó silencio.
Mientras varios duetos de Tony Bennett sonaban de fondo, Alex repasó cajas de recibos de impuestos, viejas revistas, platos rotos, ropa apolillada y juguetes. El suelo estaba cubierto de insectos muertos y suciedad. Detrás de una caja desvencijada encontró una vieja trampa para ratones con el cadáver reseco de un roedor. Con cara de asco, usó un pedazo de plástico para recogerla y tirarla.
Abrió una caja y encontró un montón de libros de contabilidad con las tapas de cuero. Se levantó el polvo cuando sacó el primero, lo cual le hizo estornudar. Se sentó en cuclillas, con los muslos ligeramente separados para mantener el equilibrio. Leyó unas cuantas de las frágiles entradas, todas ellas pulcramente anotadas con tinta negra descolorida.
—¿Qué es? —le preguntó el fantasma.
—Creo que es la contabilidad de una fábrica de conservas de pescado. —Pasó unas cuantas páginas—. Aquí hay un inventario: máquinas de vapor, rejillas para despellejar y para freír, equipos de soldadura, tijeras para planchas de hojalata; una cantidad ingente de aceite de oliva.
El fantasma observaba cómo Alex leía por encima el libro.
—Quien fuera el dueño de la factoría tuvo que tener muchísimo dinero.
—Durante una temporada —dijo Alex—. Pero esta zona fue sobrexplotada hasta que el salmón desapareció. La mayoría de las piscifactorías cerraron en los años sesenta. —Se inclinó sobre la caja y sacó más libros de contabilidad. Abrió otro y encontró unas cuantas cartas comerciales escritas a mano, una acerca de una empresa de rotulación que suministraba etiquetas y otra acerca de un comité estatal que obligaba a la fábrica de conservas a bajar los precios. Se detuvo a mirar con más detenimiento una de las dos—. El propietario de la fábrica era Weston Stewart.
El fantasma lo miró, poniéndose en guardia al reconocer el apellido de soltera de Emma.
Alex siguió repasando los libros de cuentas. Las entradas de los últimos no estaban escritas a mano sino a máquina. Habían metido unos cuantos recortes de prensa y fotografías en blanco y negro entre las páginas.
—¿Qué son esas fotos? —le preguntó el fantasma, acercándose.
Alex notó la impaciencia del espectro cerniéndose sobre él para ver mejor.
—No te acerques tanto. Te lo diré si encuentro algo que debas saber. No son más que vistas exteriores de edificios. —Cogió un artículo en el que se anunciaba el cierre de la fábrica—. El negocio cerró en agosto de 1960 —dijo. Clasificando más recortes, vio uno titulado Industria pesquera local al borde del colapso y otro donde se describían las quejas por el hedor de los productos de desecho de la conservera—. Aquí está la nota necrológica del dueño de la fábrica —dijo Alex—. Weston Stewart. Murió menos de un año después de que cerrara la conservera. No dice la causa. Dejó viuda, Jane, y tres hijas: Susannah, Lorraine y Emmaline.
—Emmaline —repitió el fantasma como si el nombre fuera un talismán.
Una pequeña fotografía de una joven encabezaba el último recorte de prensa. Llevaba el pelo rubio hasta los hombros marcado en ondas y los labios rojos de carmín. Era el tipo de mujer que resultaba hermosa a pesar de no serlo técnicamente hablando. Tenía unos ojos claros y curiosos y melancólicos, como si contemplara un futuro desconocido sin ninguna esperanza.
—Ve a echarle un vistazo a esto —dijo Alex.
El fantasma se precipitó a mirar por encima de su hombro.
En cuanto vio la foto emitió un sonido ahogado, como si le hubieran dado un puñetazo en las tripas.
Emmaline Stewart y James Hoffman contraerán matrimonio el 7 de septiembre de 1946.
Tras renunciar a su puesto en el Bellingham Herald, la señorita Emmaline Stewart ha vuelto a su casa, en isla San Juan, para preparar su próximo matrimonio con el teniente James Augustus Gus Hoffman, que sirvió como piloto de transporte del teatro de operaciones en China, Birmania, India[2]. A lo largo de los dos últimos años de la guerra, el teniente Hoffman voló en cincuenta y dos misiones, recorriendo la ruta de soporte aéreo, por encima del Himalaya. Se darán el sí ante el altar a las 3.30 horas de la tarde, en un servicio religioso en la iglesia presbiteriana de la calle Spring.
Mientras Alex leía el artículo por segunda vez, se sintió acorralado por una emoción tan fuerte y tan asfixiante que cuanto más intentaba vadearla o salir trepando de ella más profundamente y a mayor velocidad se hundía.
—Para —logró decir.
El fantasma se alejó con la cara desencajada y cubierta de lágrimas.
—Eso procuro —dijo, pero no lo intentaba y ambos lo sabían. Su pena era su modo de estar cerca de Emma, la única conexión disponible hasta que estuviera de nuevo con ella.
—¡Tranquilízate! —le dijo Alex lacónicamente—. No te seré de utilidad… —Hizo una pausa para coger aire y prosiguió—: Si me provocas un maldito infarto.
El fantasma siguió con la mirada el descolorido recorte que se le había escapado a Alex de los dedos. El papel amarillento cayó dando vueltas, como una hoja de árbol, al suelo.
—Así te sientes cuando amas a alguien a quien no puedes tener.
Allí en cuclillas, entre montañas de recuerdos metidos en cajas, polvo y tinieblas, Alex pensó que si alguna vez era capaz de sentir aquello por alguien —cosa que dudaba— se saltaría la tapa de los sesos.
—Te pasará —le dijo el fantasma, como si le leyera el pensamiento—. Te golpeará un día como un hacha. Hay cosas en la vida de las que uno no puede escapar.
—Tres cosas —dijo Alex—. La muerte, los impuestos y Facebook. Pero de enamorarme seguro que puedo librarme.
El fantasma resopló, divertido. Para alivio de Alex, el agónico anhelo empezó a disminuir.
—¿Y si pudieras conocer a tu alma gemela? —le preguntó el espectro—. ¿Querrías evitarlo?
—Demonios, sí. La idea de que haya un alma por ahí esperando a fundirse con la mía como un programa para compartir datos me deprime cantidad.
—No es así. No se trata de perder uno su propia identidad.
—Entonces ¿de qué se trata? —Alex le escuchaba sin prestarle demasiada atención, todavía ocupado con la mordaza que le atenazaba el pecho.
—Es como si toda la vida hubieras estado cayendo hacia el suelo hasta el momento en que alguien te atrapa. Entonces te das cuenta de que en cierto modo tú la has atrapado a ella al mismo tiempo. Juntos, en lugar de caer, sois capaces de volar. —El fantasma se acercó al recorte caído y miró la foto, fascinado—. Es una belleza, ¿verdad?
—¡Y tanto! —dijo mecánicamente Alex, aunque en la foto no había nada del chispeante atractivo de Zoë, solo un ínfimo parecido.
—Cincuenta y dos misiones sobrevolando el Himalaya —dijo el fantasma, leyendo en voz alta el artículo. Miró a Alex—. Lo llamaban «el montículo». Los pilotos de transporte tenían que volar con el avión cargado hasta los topes. Mal clima, una tremenda altitud, aparatos enemigos… Mortalmente peligroso.
—¿Eras… eres ese tal Gus Hoffman? —Alex recogió el recorte del suelo.
El fantasma reflexionó sobre la posibilidad.
—Pilotaba un P-40, de eso estoy seguro, no un avión de carga.
—Eras un piloto que plantaba cara al enemigo —dijo Alex—. ¿Qué diferencia hay?
El fantasma parecía ofendido.
—¿Cuál es la diferencia entre un caza y un transporte? Si estás en un caza, estás solo. No vuelas bajo y lento, no hay café ni bocadillos, no tienes a nadie para hacerte compañía. Vuelas solo, te enfrentas solo al enemigo y mueres solo.
A Alex en el fondo le hacían gracia el orgullo y la arrogancia de su tono.
—Así que ibas en un P-40. Los hechos son que eras piloto, que estabas enamorado de Emma y que recuerdas cosas de la casa en la que ella creció así como de la casa de Dream Lake. Todo eso concuerda con que seas Gus Hoffman.
—Tendría que haber vuelto con ella —dijo distraídamente el fantasma—. Tendría que haberme casado con ella. Pero eso significa… —Le lanzó a Alex una mirada penetrante—. Eso significa que Zoë podría ser mi nieta.
Alex se restregó la frente y se frotó los ojos.
—¡Oh, estupendo!
—Eso quiere decir que, de ahora en adelante, las manos quietas.
—Eras tú quien me empujaba a ir tras ella. —Alex estaba indignado.
—Eso era antes de que me enterara de esto. No quiero que formes parte de mi árbol genealógico.
—¡Alto, amigo! No voy a acercarme siquiera al árbol genealógico de nadie.
—Yo no soy tu amigo. Soy… Gus.
—En teoría. —Alex lo miró con ferocidad mientras se levantaba y se quitaba el polvo de los vaqueros. Dejó aparte el artículo y cerró la gran bolsa de basura.
—Quiero saber qué aspecto tenía y cuándo fallecí y cómo. Quiero ver a Emma y…
—Yo quiero un poco de paz y tranquilidad. Ya no digamos pasar cinco minutos a solas. Me muero porque encuentres el modo de desaparecer un rato.
—Puedo intentarlo —admitió el fantasma—, pero temo que si lo hago no pueda volver a hablar contigo.
Alex lo miró burlón.
—Tú no sabes lo que es estar solo y ser invisible para todo el mundo —dijo el fantasma—. Era tan espantoso que incluso ponerme a hablar contigo fue un alivio. —Miró desdeñoso la expresión de Alex—. No se te había ocurrido pensarlo, ¿verdad? ¿Alguna vez has intentado ponerte en el lugar de otro? ¿Alguna vez te has tomado la molestia de preguntarte qué siente otra persona?
—No. Soy un sociópata. Pregúntaselo a mi ex.
Muy a su pesar, una ligera sonrisa iluminó el rostro del fantasma.
—Tú no eres un sociópata. No eres más que un gilipollas.
—Gracias.
—Está bien que os hayáis divorciado —dijo el fantasma—. Darcy no era la mujer adecuada para ti.
—Lo supe en cuanto la conocí. Precisamente por eso me casé con ella.
Cavilando acerca de aquello, el fantasma sacudió la cabeza, asqueado, y apartó la mirada.
—Da igual. Eres un sociópata.