10

Cuando Zoë ponía el último plato del desayuno en el lavavajillas, oyó que rascaban la puerta trasera de la cocina. Fue a abrir y Byron entró con un maullido de protesta y la cola tiesa hacia arriba. Se sentó y clavó en ella sus ojos verdes, expectante.

Zoë sonrió y se agachó a acariciarle el pelaje blanco, suave y esponjoso.

—Ya sé lo que quieres.

Se acercó a la cocina y sirvió lo que quedaba en la sartén de unos huevos revueltos en su plato. El gato se puso a comer con delicadeza, moviendo las orejas y los bigotes con placer.

Justine entró en la cocina.

—Tienes visita. No he sabido muy bien qué decirle.

—¿Es Alex? —Zoë se sobresaltó agradablemente—. Por favor, dile que venga aquí.

—No se trata de él sino de tu ex.

Zoë parpadeó. No había visto a Chris ni hablado con él desde hacía más de un año. Su relación se había limitado a un par de correos electrónicos impersonales. Por lo que ella sabía, no había razón para que hubiera ido a la isla.

—¿Ha venido solo o con su pareja?

—Solo.

—¿Te ha dicho para qué?

Justine sacudió la cabeza, negando.

—¿Quieres que me deshaga de él?

Zoë estuvo tentada de decirle que sí. Ella y Chris habían quedado en buenos términos.

De hecho, su divorcio había sido un proceso discreto, sin derramamiento de sangre. Se había sentido traicionada como esposa, pero como amiga no había podido evitar sentir compasión por el sufrimiento y la confusión por los que obviamente estaba pasando Chris. Justo después de su primer aniversario, él le había explicado con lágrimas en los ojos que, aunque la amaba y siempre la amaría, tenía una aventura con un hombre que trabajaba en su bufete de abogados. Le había dicho que, aunque hasta hacía poco nunca había sido capaz de afrontar sus sentimientos y sus deseos, ya no podía seguir fingiendo. Si en el pasado se había sentido atraído por los hombres, siempre había mantenido a raya esos sentimientos porque sabía que su familia, muy conservadora, nunca lo aprobaría. Sin embargo, había llegado a un punto en que ya no podía seguir viviendo una mentira, y lo que más lamentaba era causarle dolor a Zoë y decepcionarla. Nunca había pretendido hacerle daño. «Da lo mismo —le había dicho Justine respecto a esto último—. No ha sabido llevarlo. Chris podría haberte dicho: “Zoë, tengo sentimientos encontrados”, y habríais hablado del tema. En lugar de eso, te mintió repetidamente hasta darte la espalda. Te engañó y eso lo convierte en un burro, sea gay o hetero».

En aquel instante, ante la perspectiva de ver a Chris, Zoë se notó el temor en el estómago pesándole como el plomo.

—Hablaré con él —dijo, reacia—. No estaría bien que me negara a hacerlo.

—Permites que te maneje —refunfuñó Justine—. Vale, le diré que entre.

Al cabo de dos minutos se abrió la puerta y entró un cauteloso Chris.

Era tan guapo como siempre, delgado y en forma, con el pelo trigueño. Siempre había estado en una forma excelente y cuidaba su dieta escrupulosamente: solo en contadas ocasiones comía carne roja o bebía más de una copa de vino. «Nada de mantequilla, nata ni carbohidratos», le decía cuando cocinaba para él. Ella encontraba aquellas restricciones bastante enervantes, pero las acataba. Lo primero que se había preparado tras marcharse él del apartamento que compartían había sido un bol de espagueti a la carbonara, con vino blanco, nata y tres huevos completos, recubiertos con una capa de queso pecorino romano y parmesano y trocitos de beicon crujiente.

Chris sonrió al verla.

—Zoë —la saludó en voz baja, acercándosele.

Hubo un momento embarazoso después de que el amago de un abrazo acabara en un apretón de manos. En su fuero interno, Zoë estaba sorprendida de lo contenta que estaba de verlo de nuevo y lo mucho que lo había echado de menos.

—Estás preciosa —le dijo Chris.

—Tú también estás fantástico —repuso ella, aunque notó con preocupación que tenía los ojos castaño verdosos hundidos de tristeza y que se le habían marcado arrugas de crispación demasiado profundas y demasiado poco tiempo.

Chris sacó del bolsillo de su americana de corte impecable un pequeño objeto dentro de una bolsita franela.

—Lo encontré el otro día detrás del tocador —le dijo, tendiéndoselo—. ¿Te acuerdas de lo mucho que lo estuvimos buscando?

—¡Dios mío! —exclamó Zoë cuando sacó el broche de la bolsita. Siempre había sido uno de los favoritos de su colección: una tetera de plata antigua con esmaltes y amatistas—. Creía que no volvería a verlo.

—He querido devolvértelo personalmente. Sé lo mucho que significa para ti.

—Gracias —le sonrió abiertamente—. ¿Vas a pasar el fin de semana en la isla?

—Sí.

—¿Solo? —Los dos intentaban parecer desenfadados, ocultar las incómodas aristas presentes en una conversación entre dos personas que procuran volver a conectar.

Chris asintió con la cabeza.

—Necesitaba alejarme y pensar. He alquilado una casa en los muelles para un par de noches. Espero ver unas cuantas orcas y puede que ir en kayak. —Echó un breve vistazo a la cocina, fijándose en las sartenes todavía por lavar y los restos del desayuno—. He venido en mal momento. Estás en plena faena…

—No, da igual. ¿Quieres quedarte un ratito y tomar un café?

—Si tú te tomas uno conmigo.

Zoë le hizo un gesto para que se sentara a la mesa y fue a preparar una cafetera. En lugar de sentarse en una silla, Chris se apoyó en la mesa y la miró.

—¿Dónde está la casa que has alquilado? —Zoë midió la dosis de café y la echó en el filtro.

—Está en Lonesome Cove. —Chris hizo una pausa antes de añadir—: La ensenada triste y sola, un nombre acertado dadas mis actuales circunstancias.

—¡Oh, vaya! —Zoë fue a llenar la jarra de la cafetera en el fregadero—. ¿Tienes problemas con tu… pareja?

—Te ahorraré los detalles. He estado dándole vueltas a muchas cosas; recuerdos, ideas… y siempre vuelvo a lo mismo, una y otra vez, a que nunca te pedí realmente perdón por lo que te hice. Lo hice todo al revés. Lo siento. Yo… —Calló y apretó la mandíbula, pero un músculo de la mejilla le temblaba como una goma demasiado estirada.

Con cuidado, Zoë vació la jarra de agua en la cafetera.

—Sí que lo hiciste. Te disculpaste más de una vez. Es posible que hubieras podido manejar la situación mejor, pero imagino lo difícil que tuvo que ser para ti. Yo estaba tan centrada en mi propio dolor que ni siquiera pensé en el miedo que debía darte salir del armario, lo duro que era enfrentarse a la reacción de los demás. Te perdoné hace mucho, Chris.

—Yo no me he perdonado. —Chris se aclaró la garganta—. No asumí la responsabilidad. Te dije que no era culpa mía. No quería pensar en el trago que estaba haciéndote pasar. Por una temporada llegué a convertirme de nuevo en un adolescente y a pasar por todas las fases que me había saltado en la adolescencia. Lo siento muchísimo, Zoë.

Sin palabras, Zoë puso en marcha la cafetera y se dio la vuelta para mirarlo. Se pasó varias veces las manos por el peto del delantal blanco de chef.

—Está bien —dijo por fin—. De verdad que sí. Estoy bien pero preocupada por ti. ¿Por qué pareces tan desgraciado? ¿No vas a decirme lo que te pasa?

—Me ha dejado por otro. —Soltó una carcajada forzada—. Me lo tengo merecido, ¿verdad?

—Lo siento —le dijo ella con dulzura—. ¿Cuánto hace de eso?

—Un mes. No puedo dormir, ni respirar, ni dormir. Incluso he perdido los sentidos del gusto y el olfato. Fui al médico… ¿Imaginas lo deprimido que hay que estar para no poder ni siquiera oler las cosas? —Suspiró entrecortadamente—. Tú eres la mejor amiga que he tenido jamás. Siempre eras la primera a la que quería contarle todo lo que me pasaba.

—Tú también eras mi mejor amiga.

—Me he quedado sin eso. ¿Crees… —Tragó con dificultad—. ¿Crees que alguna vez podremos recuperar…? No que todo vuelva a ser como cuando estábamos casados… me refiero solo a la amistad.

—Yo puedo —repuso ella de buena gana—. Toma una silla y cuéntame qué ha pasado. Mientras lo haces, te prepararé algo para desayunar. Como en los viejos tiempos.

—No tengo hambre.

—No tienes que comer, pero yo voy a prepararte algo. —Puso a calentar una sartén negra de acero sobre el fogón.

Durante su matrimonio, casi cada noche hacían eso: Chris se sentaba y le hablaba mientras ella cocinaba. Le pareció natural volver a hacerlo a pesar de todo el tiempo que llevaban sin verse. Chris le explicó los problemas que habían afrontado él y su pareja, cómo la euforia inicial de su aventura había cedido paso a la rutina diaria de la convivencia.

—Y luego las cosas que antes parecían sin importancia, ya fuera la política, el dinero, incluso cosas tan estúpidas como si el papel higiénico se desenrolla de arriba abajo o viceversa, todo era importante. Empezamos a discutir. —Calló porque vio que Zoë estaba partiendo huevos en un bol con una mano. Uno, dos, tres—. ¿Qué vas a hacer?

—Una tortilla.

—Sin mantequilla, acuérdate.

—Lo recuerdo. —Le echó un vistazo por encima del hombro y dijo—: Me estabas diciendo que discutíais.

—Sí. Es otra persona cuando discute. Está dispuesto a usar cualquier arma, cualquier cosa que le hayas confiado en la intimidad. Quiere ganar a toda costa… —Hizo una pausa mientras Zoë vertía mantequilla fundida en una sartén pequeña—. ¡Eh…!

—Es una tortilla francesa… —argumentó ella, razonable—. Tengo que hacerlo así. Mira para otro lado y sigue hablando.

Chris suspiró resignado y continuó.

—¡Deseaba tanto su aprobación! No podía hacerle frente. Era el primer hombre al que había… —Se calló.

Zoë picó hierbas frescas: perejil, albahaca, estragón; las incorporó a los huevos batidos. Entendía el proceso por el que estaba pasando Chris. Sabía de cuántas maneras puedes llegar a culparte después de una ruptura, cómo repasas un centenar de conversaciones para encontrar lo que deberías o no deberías haber dicho. Cómo quieres seguir durmiendo indefinidamente aunque ya hayas dormido demasiado y no puedes comer aunque tu organismo esté famélico. Lo tremendamente idiota que te sientes cuando alguien ha dejado de amarte.

—No hay modo de saber cómo irá una relación —le comentó—. Lo has intentado.

—Sí —dijo Chris con amargura, todavía sin mirarla—, pero no tengo más suerte siendo gay que la que tenía siendo hetero.

—Chris… casi nadie acaba con la primera persona de la que se enamora.

—Algunos acaban solos y yo no quiero ser de ésos.

—Justine dice que, si nunca encuentras al «señor Adecuado», deberías divertirte lo más posible con un montón de «señores Inapropiados».

Chris soltó una carcajada sombría.

—Eso es muy propio de Justine.

—Y según ella uno aprende algo de cada relación.

—¿Qué he aprendido yo? —le preguntó con abatimiento.

Zoë puso la mano sobre la sartén para comprobar el calor que le llegaba a la palma. Cuando le pareció que alcanzaba la temperatura adecuada, echó los huevos y se puso a trabajarlos con un tenedor.

—Te conoces mejor y sabes qué clase de amor quieres —le dijo al final.

Con hábiles golpes de muñeca, fue trabajando los huevos, revolviéndolos hasta que la mezcla cuajó. Subió el fuego y dejó que la tortilla se dorara. Luego vació en un plato el contenido de la sartén: un óvalo perfecto de color dorado. Adornó el plato con rodajas de naranja y pétalos frescos de lavanda y se lo sirvió a Chris.

—Tiene una pinta increíble —dijo éste—. Pero no creo que sea capaz de comer nada.

—Prueba solo un bocado o dos.

Con resignación, Chris cortó un trocito de tortilla y se lo metió en la boca. Sus dientes se cerraron sobre la combinación de texturas: la tierna consistencia de los huevos, la sutil acidez de las hierbas, el beso de la sal marina y el toque de una pizca de pimienta negra. No dijo nada, pero tomó otro bocado, y luego otro más. Le subió el color a las mejillas mientras comía con placer concentrado.

—Si fuera hetero —dijo al cabo de un momento—, volvería a casarme contigo.

Zoë sonrió y volvió a llenarle la taza de café.

Mientras Chris comía, Zoë preparó pastas para el té de albaricoque y limón. Todas las tardes se servía el té para los huéspedes. Mezcló los ingredientes y vertió la mezcla en los pequeños moldes. Mientras trabajaba, le contó a Chris el deterioro de la salud de su abuela y él la escuchó en silencio, compasivo.

—Va a ser duro —le dijo—. Conozco a algunas personas que se han ocupado de parientes con demencia.

—Podré con ello.

—¿Cómo estás tan segura?

—No me queda más remedio. Mi plan es estar a la altura de las circunstancias, sean cuales sean.

—¿Le has contado a tu padre lo que has decidido?

Zoë sonrió con cinismo mientras se sentaba a la mesa.

—Él y yo no hablamos, nos escribimos correos electrónicos. Dice que vendrá a vernos cuando Emma y yo estemos ya instaladas en la casa del lago.

—¡Qué alegría! —Chris había visto a Stephen, el padre de Zoë, en un puñado de ocasiones, y lo único que tenían en común era que, como machos, poseían el cromosoma XY. Después de la boda, Chris había bromeado diciendo que el padre de Zoë la había llevado del brazo por el pasillo con toda la ternura de quien deja un paquete en el servicio de envío UPS.

—Creo que Emma está deseando verlo tan poco como yo —admitió Zoë—. No han tenido ningún contacto desde el divorcio.

—¿De nuestro divorcio? —Chris no podía creerlo—. ¿Por qué?

—Él está en contra del divorcio, independientemente del motivo.

—Pero él se divorció.

—De hecho no. Mi madre nos abandonó, pero nunca se divorciaron. —Zoë sonrió y añadió con pesar—: Me dijo que debería haber intentado ser mejor esposa y llevarte a terapia; así no te hubieras vuelto gay.

—Yo no me he vuelto gay, era gay. Lo soy. —Sacudió la cabeza riendo turbado—. La terapia hubiera podido cambiar ese hecho tanto como hubiera podido cambiarme la forma de la nariz o el color de los ojos. Mira, ¿quieres que hable de esto con él? Ni siquiera se me había pasado por la cabeza que pudiera haberte culpado de algo así…

—No. Eres muy amable, pero no hace falta. No creo que en realidad, de corazón, mi padre me culpe. Simplemente aprovecha cualquier oportunidad para ser crítico. No puede evitarlo. Culpar a los demás le resulta más fácil que pensar en aquello por lo que tendría que sentirse él culpable. —Se inclinó hacia él y puso una mano sobre la suya—. Pero gracias.

Chris volvió la palma hacia arriba y se la apretó antes de soltársela.

—¿Qué más me cuentas? —le preguntó al cabo de un momento—. ¿Hay un señor Adecuado en escena o un señor Inapropiado?

Zoë negó con un gesto.

—No tengo tiempo para una vida amorosa. El trabajo me mantiene ocupada y encima estoy arreglando la casa para mi abuela.

Chris se levantó para llevar su plato al fregadero.

—Si necesitas ayuda me lo harás saber, espero.

—Sí. —También se levantó. Se sentía aliviada, como si su relación se hubiera convertido por fin en lo que debía ser: una amistad, ni más ni menos.

—Gracias —le dijo Chris simplemente—. Eres una mujer hermosa, Zoë, y no me refiero solo a tu aspecto. Espero de veras que encuentres algún día al hombre adecuado. Siento haberme interpuesto. —Se le acercó y ella dejó que la estrechara y lo abrazó—. Necesitaba saber si seguías odiándome —dijo por encima de su cabeza—. Estoy muy contento de que no sea así.

—Nunca podría odiarte —protestó ella.

Alguien abrió la puerta de la cocina y entró. Chris aflojó el abrazo. Zoë miró hacia la puerta, esperando ver a Justine.

Allí estaba Alex Nolan, severo, sin sonreír. Dentro del espacio de la cocina, parecía más corpulento de lo que Zoë recordaba, y más malo, y casi hubiera podido jurar que aquellos momentos en los que había estado sosteniéndola en la casa del lago no habían sido más que un sueño. Cuando su mirada helada se posó sobre ella, había en su silencio una inconfundible tensión.

—¡Hola! —lo saludó Zoë—. Éste es mi ex marido, Chris Kelly. Chris, éste es Alex Nolan, que va a reformar la casa del lago.

—Eso no está decidido todavía —comentó Alex.

Con un brazo aún sobre los hombros de Zoë, Chris se adelantó para estrecharle la mano.

—Encantado de conocerle.

Alex le devolvió el apretón con formalidad, mirando de nuevo a Zoë.

—Ya volveré en otro momento —dijo con brusquedad.

—No, por favor, quédate. Chris estaba a punto de marcharse. —Vio el papel plegado en acordeón que llevaba y le preguntó—: ¿Son los planos? Me encantaría verlos.

Alex miraba con atención a Chris. Aunque nada traicionaba su expresión, en el aire flotaba la hostilidad.

—¿Vive en el continente? —le preguntó.

—En Seattle —repuso Chris sin alterarse.

—¿Tiene familia aquí?

—Solo a Zoë.

Tras la respuesta, se instaló un silencio tan punzante como una zarza seca.

Chris soltó a Zoë.

—Gracias por el desayuno y… por todo lo demás —le murmuró.

—Cuídate —le dijo ella con dulzura.

Se oyó un tintineo metálico. Alex jugueteaba impaciente con las llaves del coche.

Chris intercambió una mirada disimulada con Zoë y frunció las cejas como si preguntara: ¿Qué le pasa?

Zoë no estaba del todo segura. Le dedicó a Chris un ligero gesto de cabeza con el que le transmitió su perplejidad.

Su ex marido salió de la cocina y cerró con cuidado la puerta.

Zoë se volvió a mirar a Alex. Iba vestido de un modo más informal que nunca, con camiseta gris y unos vaqueros manchados de pintura. El atuendo desgastado le sentaba bien, con la tela vaquera no demasiado ceñida al cuerpo musculoso y los brazos robustos que tensaban las mangas de la camiseta.

—¿Te apetece desayunar algo? —le preguntó.

—No, gracias. —Alex dejó las llaves y la cartera en la mesa y sacó un fajo de papeles de la carpeta—. No tardaremos mucho. Te enseñaré un par de cosas y te dejaré los bocetos.

—No tengo prisa —dijo Zoë.

—Yo sí.

Zoë frunció el ceño y fue a situarse a su lado, junto a la mesa, mientras él extendía con meticulosidad los planos de la planta, el alzado y las perspectivas de los interiores.

Alex habló sin mirarla.

—Más adelante te traeré unos cuantos catálogos para que veas acabados, piezas de baño y demás. ¿Cuánto lleváis divorciados?

Zoë parpadeó, desconcertada por lo inesperado de la pregunta.

—Un par de años.

Su única reacción fue la profundización de las arrugas en las comisuras de la boca.

—Habíamos sido los mejores amigos desde la época del instituto —dijo Zoë—. Tal como fueron las cosas, deberíamos haber seguido siendo únicamente eso: amigos. Yo llevaba bastante tiempo sin ver a Chris. Acaba de presentarse esta mañana, de improviso.

—Lo que hagas con tu ex es cosa tuya.

A Zoë no le gustó el modo en que lo dijo.

—No estoy haciendo nada con él. Estamos divorciados.

Se encogió de hombros, tenso.

—Muchos se acuestan con sus ex.

Zoë parpadeó, consternada.

—¿Para qué vas a acostarte con alguien de quien te has divorciado?

—Por comodidad. —Como ella lo miraba sin entenderlo, se lo explicó—: Sin cenas, sin fingimientos, sin tener que comportarse. Es el equivalente a la comida para llevar.

—No me gusta la comida para llevar —sentenció ella, ofendida—. Y es la peor razón que he oído para acostarse con alguien: solo por comodidad. Eso es una… bazofia.

Alex arqueó una ceja. Su beligerancia parecía haberse desvanecido.

—¿Qué demonios es una bazofia?

—Algo que hay que rehidratar y que está siempre asqueroso, como los copos de patata o la carne seca enlatada o el huevo liofilizado.

Alex sonrió torcidamente.

—Si tienes el hambre suficiente, la bazofia está pasable.

—Pero no es el producto original.

—¿A quién le importa? Es una necesidad física.

—¿Comer?

—Me refería al sexo —repuso secamente—. Pero no todas las comidas… ni los actos sexuales, tienen que ser una experiencia significativa.

—No estoy de acuerdo. Para mí, el sexo es entrega, confianza, honestidad, respeto…

—¡Madre santa! —Se puso a reír bajito, de un modo desagradable—. Con tantas exigencias, ¿alguna vez ha follado?

Zoë lo miró indignada.

Alex le devolvió la mirada y ya no se reía. Agarró la mesa poniendo las manos una a cada lado de ella; estaban muy cerca pero no llegaban a tocarse. La respiración de Zoë se había vuelto superficial y el corazón le latía aceleradamente.

Él tenía la cara sobre la suya, su respiración era dulce y fresca, como de chicle de canela.

—¿No has practicado sexo nunca simplemente porque sí?

Zoë parpadeó.

—No estoy segura de a qué te refieres —logró decir.

—Me refiero a tener sexo loco con alguien que te importe un bledo. De un modo salvaje, duro, sucio en algún aspecto, pero que te da igual porque es demasiado placentero para parar. Haces todo lo que quieres porque no tienes que comentarlo después. Sin reglas, sin remordimientos: solo dos personas en la oscuridad, follando a lo grande.

Por un instante, la imaginación de Zoë se desató y notó calor en la boca del estómago. El pulso le latía en la garganta. La mirada de Alex siguió el rastro del apenas visible latido antes de fijarse en sus pupilas dilatadas. Con un movimiento brusco, se apartó de ella.

—Deberías probarlo alguna vez —le aconsejó con serenidad—. Parece que tienes a tu ex a mano.

Zoë se puso el pelo detrás de las orejas e hizo ademán de volver a atarse el delantal.

—Chris no ha venido a verme para eso —dijo por fin—. Acaba de romper con su pareja. Le hacía falta hablar de ello con alguien.

—Contigo. —Alex le sonrió con sorna.

—Sí —repuso ella con cautela, intuyendo que iba a decirle algo insultante—. ¿Por qué no conmigo?

—¿Con una mujer con tu aspecto? Si tu ex se presenta para hablar de sus problemas, bombón, no es por tu aguda perspicacia psicológica. Es su línea erótica.

Antes de que pudiera responderle, el temporizador del horno sonó. Picada, Zoë tuvo la tentación de decirle que se largara de su cocina. Cogió un par de agarradores y fue a abrir el horno. En cuanto abrió la puerta, la fragancia embriagadora del pastel escapó: un vapor perfumado de melocotón, vainilla y especias aromáticas. Inhalando profundamente la opulenta dulzura, Zoë se dijo que Alex era el hombre más cínico que había conocido jamás. ¡Qué terrible tenía que ser ver el mundo como él lo hacía!

Si no hubiera sido un matón arrogante, hasta le habría dado lástima.

Se inclinó con un agarrador en cada mano para sacar la gran bandeja de acero del horno. Mientras lo hacía, el borde ardiente le rozó la cara interna del brazo y jadeó. Estaba tan acostumbrada a los pequeños percances en la cocina que no dijo nada, simplemente dejó la bandeja con calma en la encimera.

Alex estuvo a su lado en un abrir y cerrar de ojos.

—¿Qué ha pasado?

—Nada.

Él miró la zona enrojecida de su brazo. Con el ceño fruncido, la llevó al fregadero y se lo metió debajo del chorro de agua fría del grifo.

—No lo saques. ¿Tienes botiquín?

—Sí, pero no me hace falta.

—¿Dónde lo tienes?

—En el armario, debajo del fregadero —se apartó un poco para que pudiera abrir la puerta y sacar la caja blanca de plástico—. No es más que una quemadura sin importancia —le dijo, sacando el brazo de debajo del chorro para mirárselo—. Ni siquiera se me hará una ampolla.

Alex la agarró por la muñeca para volver a meterle el brazo debajo del agua.

—No lo saques.

—Estás exagerando. ¿Ves las marcas que tengo en las manos y en los brazos? Todas las cocineras tienen cicatrices de guerra. Esto de mi codo… —Le enseñó el brazo libre—. Esto me lo hice apoyando el brazo sobre la encimera: se me olvidó que acababa de dejar una sartén caliente en ella. —Le indicó dos puntos en la mano izquierda—. Estas marcas son de cuchillo… ésta me la hice intentando deshuesar un aguacate que no estaba lo bastante maduro y está quitando la espina a un pescado. Una vez me corté toda la palma abriendo ostras…

—¿Por qué no te pones algo para protegerte? —le preguntó.

—Supongo que debería ponerme una chaquetilla de chef, pero en días de tanto calor como hoy no estaría demasiado cómoda.

—Te hacen falta unas mangas de soldador. Puedo conseguírtelas.

Zoë miró perpleja a Alex. No bromeaba. Parte de su irritación se esfumó.

—No puedo ir con mangas de soldador en la cocina —le dijo.

—Pues con algo tienes que protegerte. —Le cogió la mano libre y se la examinó con el ceño fruncido, pasando las yemas de los dedos de una cicatriz pálida a la otra—. Nunca se me había ocurrido que cocinar fuera peligroso. A menos que uno de mis hermanos o yo queramos comernos algo que hayamos preparado.

Bajo la caricia de sus dedos, un escalofrío le subió por el brazo.

—¿Ninguno de vosotros sabe cocinar? —le preguntó.

—Sam no lo hace del todo mal. Nuestro hermano mayor, Mark, solo sabe hacer café… aunque es un café estupendo.

—¿Y tú?

—Soy capaz de construir una cocina magnífica, pero no puedo preparar nada comestible en ella.

Zoë no protestó cuando le recolocó el brazo debajo del chorro del grifo. Le sujetaba la mano como si fuera un pajarillo herido.

—Tú también tienes cicatrices. —Zoë se atrevió a tocarle con la punta de un dedo una fina cicatriz en un lado del pulgar—. ¿Cómo te la hiciste?

—Con un cúter.

Ella recorrió con el dedo otra marca profunda de la yema de su pulgar.

—¿Y ésta?

—Con una sierra de carpintero.

Zoë hizo un gesto de dolor.

—Casi todos los accidentes en carpintería se deben a un intento de ahorrar tiempo —dijo Alex—. Por ejemplo, cuando necesitarías una plantilla de guía para mantener algo en su lugar mientras manejas un acanalador pero te arreglas sin y pagas caras las consecuencias. —Le soltó la mano, abrió el botiquín y hurgó en él hasta dar con un frasquito de acetaminofén—. ¿Dónde guardas los vasos?

—En el armario que hay encima del lavaplatos.

Alex cogió un vaso largo del armario y lo lleno con agua del dispensador de la nevera. Le dio dos comprimidos a Zoë y le ofreció el agua.

—Creo que ya lo tengo bien —dijo ella después de haberle dado las gracias.

—Espera un poco y verás. Las quemaduras tardan un poco en doler.

Con resignación, Zoë miró el agua que le caía sobre la piel. Alex seguía a su lado, sin intentar volver a tocarla. A diferencia de los silencios de camaradería que había compartido con Chris, aquel silencio era tenso y electrizante.

—Zoë… —murmuró Alex con la voz ronca—. Lo te he dicho antes… Me he pasado.

—Sí, te has pasado.

—Lo… siento.

Suponiendo que era un hombre poco dado a disculparse y que cuando lo hacía era con dificultad, Zoë cedió.

—Vale.

En el pesado silencio que siguió, fue agudamente consciente de la sólida presencia de Alex a su lado, del contrapunto de su respiración. Cuando él se inclinó para comprobar la temperatura del agua, vio su antebrazo musculoso y cubierto de oscuro vello. Miró de reojo su perfil perfecto, la belleza de ángel oscuro de un hombre que escamotea el placer dondequiera que lo encuentra. Las sutiles ojeras y las mejillas hundidas, síntomas de su vida disoluta, solo lo hacían más atractivo, elegantemente letal.

Una aventura con él podía costarle a una mujer todos sus ideales.

Justine tenía razón: si Zoë quería volver a salir con hombres, Alex no era el más adecuado para empezar a hacerlo. Sin embargo, Zoë sospechaba que, aunque acostarse con él resultaría indudablemente una equivocación, casi seguro que sería una experiencia de las que una mujer disfruta.

Estaba temblando por la prolongada exposición al agua fría. Cuanto más intentaba controlar los temblores, peores eran.

—¿Tienes una chaqueta o un jersey por aquí? —le preguntó Alex, y al negar ella con un gesto de cabeza, añadió—: Puedo pedirle a Justine…

—No —saltó Zoë—. Justine llamaría una ambulancia y a un equipo de paramédicos. No la metas en esto.

Él la miró, divertido.

—Está bien. —Le puso una mano en la espalda y la calidez de su palma traspasó la tela de la camiseta.

Zoë cerró los ojos. Al cabo de un momento notó el brazo de Alex sobre los hombros, grande y cálido. Su cuerpo irradiaba calor. Emanaba de él un agradable olor ligeramente salado.

—Tengo que decirte algo —logró articular—. Algo acerca de cómo sé que la visita de Chris no era con intenciones eróticas.

Alex aflojó su abrazo.

—No es de mi…

—Estoy segura por una razón: porque… —Dudó y las palabras se le atragantaron. Alex podía culparla por el fracaso de su matrimonio, tal como había hecho la familia de Chris. Podía ser insultante o incluso cruel. Peor todavía, tal vez no le importara en absoluto.

Solo había una manera de saberlo.

Hizo un esfuerzo para decírselo, venciendo el nudo que tenía en la garganta, abochornada.

—Chris me dejó por otro hombre.