8

En cuanto oyó el alarido de Zoë, Alex apareció inmediatamente. Ella había retrocedido de un salto, apartándose de la cocina. Tenía los ojos desorbitados y la cara pálida.

—¿Qué pasa? —le preguntó.

—Una… ar… araña —repuso ella entrecortadamente.

—Está ahí —le gritó desde la cocina el fantasma—. El maldito bicho salta de una encimera a la otra.

Alex agarró la vieja batidora y mató la araña de unos cuantos golpes certeros. Luego se detuvo a mirarla más de cerca y soltó un silbido. Era una araña licosa, una especie que tiende a esconderse de día y a cazar de noche. Aquel espécimen en particular era el más grande que había visto fuera de un zoo. Levantó con sorna una comisura de la boca pensando en cómo habría reaccionado Sam a la situación. Él habría encontrado el modo de capturar la araña sin hacerle daño y la habría sacado fuera, sermoneando todo el rato acerca del respeto por la naturaleza.

El punto de vista de Alex sobre el tema era ir siempre al campo con un bote grande de Raid.

Miró por la cocina. Había telarañas en una esquina del techo. Las arañas tejen su tela cerca de la fuente de alimento, así que tenía que haber gran cantidad de insectos atraídos por la humedad de las filtraciones de la pared.

—Alex —le urgió el fantasma desde la otra habitación—. A Zoë le pasa algo.

Frunciendo el ceño, Alex dejó la cocina. Zoë estaba en el centro del salón, abrazándose. Respiraba entrecortadamente, como si tuviera los pulmones colapsados. Se le acercó en dos zancadas.

—¿Qué le pasa?

No pareció oírlo. Tenía los ojos fuera de las órbitas y la mirada turbia. Temblaba de los pies a la cabeza.

—¿Le ha picado? —le preguntó Alex, mirándole la cara, el cuello, los brazos y la zona de piel al descubierto.

Zoë sacudió la cabeza, respirando con dificultad, intentando hablar. Alex se le acercó y le agarró las manos.

—Es un ataque de pánico —dijo el fantasma—. ¿Puedes calmarla?

Alex negó con la cabeza de inmediato. Valía para volver locas a las mujeres, pero calmarlas no formaba parte de su repertorio.

El fantasma parecía exasperado.

—Simplemente habla con ella, palméale la espalda.

Alex lo miró consternado. No tenía modo de explicarle su negativa a tocarla, su convencimiento de que hacerlo lo llevaría al desastre. Pero Zoë se tambaleaba y parecía a punto de desmayarse, así que no tuvo más remedio que sujetarla levemente por los brazos. Lo invadió una oleada de calor al contacto con su piel y la consistencia de su carne, lo cual, dadas las circunstancias, era bastante depravado.

Había estado con mujeres en todas las posturas sexuales imaginables, pero nunca había abrazado a ninguna con la sola intención de consolarla.

—Zoë, míreme —le dijo en voz baja.

Para su alivio, lo obedeció. Jadeaba, intentando desesperadamente respirar, como si le faltara el aire, cuando el problema era que estaba hiperventilando.

—Quiero que inspire profundamente y suelte el aire despacio —le dijo—. ¿Puede hacer eso?

Zoë lo miró sin verlo, con los ojos muy abiertos y llenos de lágrimas.

—Mi pecho…

Él entendió de inmediato lo que intentaba decirle.

—No tiene un infarto. Se pondrá bien. Solo tiene que relajar la respiración.

Ella seguía mirándolo, llorosa, y sus lágrimas se mezclaban con el sudor que le perlaba las mejillas. Viéndola, se le encogió el corazón.

—No corre peligro —se escuchó decir—. No permitiré que le ocurra nada. Tranquila… —Le acarició una mejilla. La tenía fría y sedosa, como los sépalos de una orquídea blanca. Le cerró con cuidado un orificio de la nariz, apretándole la aleta—. Mantenga la boca cerrada. Respire por un lado de la nariz.

Habiendo restringido la entrada de aire, la respiración de Zoë empezó a recuperar la regularidad. Pero no era fácil. Daba boqueadas, hipaba y seguía esforzándose por respirar como si intentara sorber jarabe de maíz por una pajita. Lo único que Alex podía hacer era sostenerla con paciencia y dejar que su cuerpo trabajara.

—Buena chica —murmuró cuando notó que empezaba a relajarse—. Así, muy bien. —Después de unas cuantas inspiraciones más, para alivio de Alex, dejó de luchar. Con la mano todavía en su mejilla, se sirvió del pulgar para secarle las lágrimas—. Respire despacio y profundamente.

Zoë, exhausta, apoyó la cabeza en su hombro y los rizos rubios le hicieron cosquillas en la barbilla. Alex se quedó muy quieto.

—Perdón —la oyó susurrar entrecortadamente—. Lo siento.

No lo sentía tanto como él. Porque al tocarla había sentido un escalofrío de placer, tan agudo y abrasador que era casi doloroso. Ya intuía él que iba a ser así. La abrazó más fuerte, hasta que el cuerpo de Zoë se amoldó al suyo como si sus huesos se hubieran licuado. Todavía le recorrieron la espalda unos cuantos escalofríos, que él fue siguiendo con caricias lentas. Notó que sus sentidos se abrían a ella, a su increíble delicadeza. Olía a flores prensadas, un perfume seco e inocente, y él tenía ganas de abrirle la blusa y oler directamente su piel. Quería apoyar los labios contra el pulso desbocado de su cuello y acariciárselo con la lengua.

El calor se desató y se abrió paso en la quietud. La necesidad de tocarla íntimamente, de pasarle las manos por el pelo y por debajo de la ropa lo estaba volviendo loco. Pero ya era bastante con estar allí de pie a su lado, desorientado por el deseo que lo recorría en oleadas.

Entre los párpados entornados vio un movimiento cerca. Era el fantasma que, apenas a unos metros, lo miraba con las cejas levantadas.

Alex lo fulminó con la mirada.

—Creo que iré a comprobar cómo están las otras habitaciones —dijo el fantasma y, con tacto, se esfumó.

Zoë se pegó a Alex, que era lo único sólido en el mundo, el centro del carrusel. Al borde de su conciencia la mortificaba el convencimiento de que, después de aquello, no podría volver a mirarlo a la cara. Se había comportado como una chalada. Él no sentiría por ella más que desprecio. Pero… había sido tan amable… se había preocupado tanto. Le acariciaba la espalda despacio, describiendo círculos. Hacía mucho que un hombre no la abrazaba: había olvidado lo agradable que era. Lo que la sorprendía era que Alex Nolan fuera capaz de ser tan tierno. Habría esperado cualquier cosa de él menos eso.

—¿Se encuentra mejor? —le preguntó Alex al cabo de un rato.

Ella sacudió la cabeza contra su hombro, asintiendo.

—Siempre he tenido fobia a las arañas. Son como… bolas peludas de muerte con ocho patas.

—Suelen picar a los humanos solo para defenderse.

—No me importa. Siguen dándome pánico.

Una risita sacudió su pecho.

—A mucha gente se lo dan.

Zoë levantó la cabeza para mirarlo a los ojos.

—¿A usted también?

—No. —Le acarició la línea de la barbilla con el dorso de la mano. Estaba serio, pero la miraba con calidez—. En mi oficio estamos acostumbrados a ver muchas.

—Yo no podría acostumbrarme —dijo Zoë con vehemencia. Se acordó de la de la cocina y se le aceleró el pulso—. Ésa era enorme. Y el modo como ha saltado del armario y ha venido hacia mí…

—Está muerta —la interrumpió Alex, volviendo a ponerle la mano en la espalda para tranquilizarla con sus caricias—. Relájese o se pondrá otra vez a hiperventilar.

—¿Era una viuda negra?

—No, solo una araña licosa.

Zoë se estremeció.

—Su picadura no es mortal.

—Tiene que haber más. Seguramente la casa está plagada de ellas.

—Ya me ocuparé de eso. —Lo dijo con tanto aplomo, tan seguro de sí, que no pudo menos que creerlo. Tenía la cara tan cerca de la suya que le veía la sombra del bigote, que anunciaba que a las cinco de la tarde sería negro ya—. Las arañas solo pueden entrar por las grietas o las rendijas —prosiguió Alex—. Así que voy a instalar burletes y además impermeabilizaré puertas y ventanas y pondré tela metálica en todas. Créame: va a ser la casa más a prueba de bichos de toda la isla.

—Gracias.

Zoë tardó un momento en darse cuenta de que estaba pegada a él como una lapa. El corazón seguía latiéndole aceleradamente. Tan cerca el uno del otro, era imposible no darse cuenta de que él se estaba excitando, porque notaba la deliciosa presión de su miembro. No lograba moverse y se quedó apoyada en él, con la boca seca, paralizada de placer.

Alex la apartó de sí y se dio la vuelta con un gemido inarticulado.

Zoë seguía notando el ausente contacto de su cuerpo, una conciencia palpitante y persistente bajo la piel.

Buscando desesperadamente el modo de romper el silencio, recordó lo que él le había dicho acerca de proteger la casa de los insectos.

—¿Tendré que renunciar a la gatera? —exclamó.

De la garganta de Alex surgió un sonido áspero, como si se estuviera aclarando la garganta, y se dio cuenta de que estaba haciendo un esfuerzo por no contener una carcajada. La miró divertido por encima del hombro, con los ojos brillantes.

—Sí —le respondió.

En cuanto hubo soltado a Zoë, Alex volvió al trabajo. Mientras ella investigaba con precaución el resto de la casita, él siguió tomando medidas para el suelo de madera, intentando concentrarse el algo que no fuera Zoë.

Habría querido llevársela a alguna parte, a una habitación oscura y silenciosa, y desvestirla, y acostarse con ella. Pero ella poseía una digna fragilidad que, por alguna razón, no quería menoscabar. Le gustaba el modo en que había permanecido de pie a su lado mientras hablaban de las encimeras de madera maciza. Le gustaban las sonrisitas que lograban vencer su timidez. Le gustaban demasiadas cosas de ella, y nada bueno podía salir de aquello. Así que les haría un favor a ambos y se mantendría alejado de ella.

Mientras Alex hacía anotaciones en Post-it y las pegaba en hilera sobre la vieja mesa cromada, Zoë se acercó a la puerta lateral y la abrió al cobertizo para los coches.

—Alex —le dijo mirando por la ventana polvorienta—. ¿Es difícil transformar un cobertizo en un garaje?

—No. La estructura es la misma. Solo tengo que añadirle paredes, aislamiento y una puerta.

—¿Lo incluirá en el presupuesto, entonces?

—Claro.

Cruzaron una mirada y saltaron chispas entre ellos. Haciendo un esfuerzo, Alex volvió a centrarse en el taco de Post-it.

—Ya puede irse —le dijo—. Voy a tener que quedarme un rato, tomando medidas y sacando algunas fotos. Cerraré cuando me vaya y conseguiré una copia de la llave para usted.

—Gracias. —Titubeó—. ¿No necesita que me quede y le ayude en algo?

Alex negó con la cabeza.

—Solo me estorbaría.

El fantasma se acercó a la mesa.

—¡Qué encantador! —le dijo a Alex con fingido asombro—. ¿Ese encanto es natural o requiere práctica?

Zoë también se acercó a la mesa y esperó hasta que Alex irguió la cabeza para mirarla.

—Quiero… bueno, darle las gracias —le dijo, roja como un tomate.

—No ha tenido importancia —murmuró Alex.

—Ha sido muy amable —insistió—. Para devolverle el favor… a lo mejor podría prepararle una cena un día de éstos.

—No hace falta.

El fantasma parecía disgustado.

—¿Qué hay de malo en que le permitas que te prepare una cena?

—No sería ninguna molestia —persistió Zoë—. Y yo… no soy mala cocinera. Debería probar mis platos.

—Deberías probarlos —convino categórico el fantasma.

Alex lo ignoró y miró a Zoë.

—Tengo una agenda muy apretada.

El fantasma le habló a Zoë, aunque ella no podía oírlo.

—Lo que quiere decir es que prefiere sentarse solo en algún lado y beber hasta perder el sentido.

Zoë bajó los ojos ante la negativa de Alex.

—Dentro de un par de días —dijo Alex— me pasaré por la posada con algunos bocetos. Los repasaremos y haremos cambios si hace falta. Después, haré el presupuesto.

—Venga cualquier día después de la hora del desayuno. Se termina a la diez los días laborables y a las once y media los fines de semana. O… venga pronto y desayune. —Zoë acarició la superficie de la mesa cromada con un dedo muy cuidado. Tenía las manos pequeñas pero hábiles y llevaba las uñas pintadas de esmalte transparente—. Me gustan estos muebles de cocina. Ojalá hubiera un modo de restaurarlos.

—Puede hacerse —dijo Alex—. Basta con pasarles lana de acero y darles unas cuantas capas de pintura de cromo en espray.

Zoë miró la mesa, valorando su estado.

—Supongo que no vale la pena. Falta una de las sillas.

—La cuarta está en un rincón del cobertizo —añadió Alex—. No la ha visto porque la tapa mi furgoneta.

A Zoë se le iluminó la cara.

—¡Oh, qué bien! Entonces vale la pena salvar todo el conjunto. Faltando una pieza, habría sido un intento follado.

Alex la miró sin entender.

Ella lo miraba con aquellos ojos azules suyos llenos de inocencia.

—Querrá decir un intento «fallido» —la corrigió procurando no ser irónico.

—Sí, lo que yo… —Zoë se quedó sin palabras cuando cayó en la cuenta del patinazo. La cara se le puso muy colorada—. Tengo que irme —dijo con un hilo de voz. Cogió el bolso y salió de la casa apresuradamente.

Cerró de un portazo.

El fantasma se reía a carcajadas, de un modo ensordecedor.

Alex apoyó ambas manos en la mesa y bajó la cabeza. Estaba tan excitado que no podía mantenerse erguido.

—No puedo seguir con esto —logró decir.

—Deberías pedirle para salir —le respondió por fin el fantasma, cuando fue capaz.

Alex sacudió la cabeza, negando.

—¿Por qué no?

—Por las muchas maneras en que puedo herir a una mujer así… —Alex calló, sonriendo débilmente—. Maldita sea. Son innumerables.

Zoë le contó a su prima todo lo sucedido en la casa del lago y Justine no solo se divirtió sino que se rió tanto que estuvo a punto de caerse de la silla.

—¡Oh, Dios mío! —jadeaba, mientras cogía un pañuelo de papel para secarse las lágrimas. La indignación de Zoë no hacía más que empeorar la situación—. Lo siento, cariño. Me río contigo, no de ti.

—Si te estuvieras riendo conmigo, entonces yo también me reiría —le espetó Zoë—. Y no me río, porque en lo único en lo que puedo pensar es en clavarme lo primero que saque del cajón de la cocina más cercano.

—Ni lo intentes —le dijo Justine, todavía riendo—. Con la suerte que has tenido hoy, resultará ser un sacabocados.

Zoë apoyó la frente en la mesa de la cocina.

—Me considera la mujer más idiota del mundo. Y yo quería gustarle a toda costa.

—Estoy segura de que le gustas.

—No —dijo Zoë lastimera—, no le gusto.

—Entonces algo le falla, porque al resto de los humanos sí. —Justine añadió tras una pausa—: ¿Por qué quieres gustarle?

Zoë levantó la cabeza y apoyó la barbilla en una mano.

—¿Y si te digo que es porque es guapísimo?

—Bueno, eso es tremendamente superficial. Me has decepcionado mucho. Cuéntame más.

Zoë sonrió.

—En realidad no es por su aspecto… aunque está buenísimo.

—Por no mencionar que es carpintero —comentó Justine—. Quiero decir… todos los carpinteros son atractivos, incluso los feos; pero un carpintero guapo… bueno, es irresistible.

—Al principio no me atraía tanto, pero cuando mató la araña fue un puntazo.

—De cajón. Me encantan los hombres que matan bichos.

—Y luego, cuando estaba flipando y no podía respirar, fue tan… amable. —Zoë suspiró y se puso colorada al recordarlo—. Me sujetaba y me hablaba con esa voz… ya sabes, baja y un poco ronca…

—Todos los Nolan la tienen así —dijo Justine, reflexionando—. Es como si tuvieran una leve bronquitis. Totalmente sexy.

A Zoë le cayó un rizo sobre los ojos y se lo apartó de un soplido.

—¿Cuándo fue la última vez que un hombre se fijó en ti como si no hubiera nada más en el mundo? —le preguntó pensativa a su prima—. Como si prestara atención a cada aliento tuyo. Como si intentara absorberte.

—Nunca me ha pasado —admitió Justine.

—Pues así ha sido. Y no puedo evitar pensar cómo sería hacerlo con un hombre así, porque siempre que un hombre me ha dicho que me quería, he sabido que lo que quería realmente era marcarse un tanto. Con Chris, aunque era muy dulce y considerado, cuando estábamos… juntos de ese modo… nunca era…

—¿Intenso?

Zoë asintió con la cabeza.

—Sin embargo, Alex tiene algo que me induce a pensar… —Se lo pensó mejor y se guardó lo que estaba a punto de decir.

Los aterciopelados ojos castaños de Justine se ensombrecieron. Estaba preocupada.

—Zo, sabes que me encanta divertirme y llevo meses diciéndote que lo que necesitas es salir con alguien, pero Alex no es el adecuado para empezar.

—¿Sabemos con seguridad que tiene un problema con la bebida?

—Si tienes que preguntarlo, señal de que lo tiene. Cuando te implicas con alguien así, te estás metiendo en un triángulo amoroso entre tú, él y la botella. Un problema así no te hace falta, sobre todo ahora que vas a asumir la responsabilidad de cuidar de Emma. No intento decirte lo que tienes que hacer, pero… Da igual, te lo digo. Te lo digo claramente: no te líes con Alex. Hay demasiados hombres normales y agradables por ahí a quienes les encantaría estar contigo.

—¿Los hay? —le preguntó Zoë secamente—. ¿Por qué no habré conocido jamás a ninguno?

—Los intimidas.

—¡Oh, por favor! Me has visto desgreñada, y cuando engordé tres kilos por Acción de Gracias, y luego, cuando los perdí durante la gripe más espantosa que… no hay razón alguna para que ningún hombre se sienta intimidado por mí.

—Zoë, incluso en tu peor día sigues siendo la clase de mujer de las fantasías masculinas de sexo salvaje.

—Yo no quiero sexo salvaje —protestó Zoë—. Lo único que quiero… —Incapaz de encontrar las palabras, sacudió la cabeza con pesar y se apartó de la cara unos cuantos rizos—. Quiero soluciones —admitió—, no más problemas, y con Alex no voy a tener más que problemas.

—Sí. Así que deja que yo lo arregle. Conozco a un montón de hombres.

Zoë detestaba las citas a ciegas casi tanto como las arañas. Sonrió, sacudió la cabeza e intentó olvidar la sensación de seguridad que había tenido en brazos de Alex Nolan. Buscar la seguridad donde no la había era una de sus malas costumbres.