3

Lo irónico era que, después de años deseando escapar de la casa de Rainshadow, le habían bastado unas cuantas semanas en compañía de Alex Nolan para querer volver allí. Sin embargo, poco podía el fantasma alejarse antes de llegar a los límites de otra prisión invisible. Estaba unido a Alex. Aunque podía irse a otra habitación o deslizarse hasta varios metros de distancia, eso era todo. Cuando Alex se había marchado de su ultramoderna casa de Roche Harbor, el fantasma se había visto arrastrado como un globo tirado de un cordel… o, más concretamente, como un pez clavado en el anzuelo.

Las mujeres solían acercársele, atraídas por su taciturno encanto, pero Alex era un hombre frío y nada sentimental. Darcy, que vivía en Seattle pero de vez en cuando aparecía aunque habían acordado separarse legalmente antes del definitivo divorcio, satisfacía sus esporádicas necesidades sexuales. Mantenían conversaciones en las que las palabras eran cortantes como cuchillas de afeitar y luego se acostaban: su única forma de conectar desde siempre. Darcy le había dicho a Alex que las mismas cosas que hacían de él un marido terrible lo convertían en un amante de primera. En cuanto se metían en la cama el fantasma se marchaba prudentemente a la habitación más alejada de la casa e intentaba ignorar los gritos de placer de aquella mujer.

Darcy era guapa y flaca como un galgo, de melena lisa y morena. Irradiaba una confianza tan dura como el diamante y el fantasma no hubiera podido compadecerse de ella de ninguna manera de no ser porque le había notado algunos síntomas de vulnerabilidad: patas de gallo de no dormir en los ojos, leves arrugas en las comisuras de la boca y carcajadas crispadas, todo ello porque sabía que su matrimonio se había convertido en menos que la suma de sus partes.

El fantasma acompañaba a Alex a todas partes por su todavía en mantillas complejo residencial de Roche Harbor, al que le había oído referirse como a un vecindario de bolsillo. Consistía en una agrupación de casas bien cuidadas alrededor de una zona verde comunitaria y un cúmulo de buzones. Alex no gustaba necesariamente a la gente, pero respetaban su trabajo. Tenía fama de llevar adelante una operación y acabar los proyectos dentro del plazo estipulado, incluso en un lugar donde los subcontratistas tendían a trabajar con mucha parsimonia.

A nadie se le escapaba en la isla, sin embargo, que Alex bebía demasiado y dormía demasiado poco, algo que acabaría por pasarle factura. Su salud no tardaría en resentirse como lo había hecho su matrimonio. El fantasma esperaba fervientemente no verse obligado a ser testigo del deterioro de la vida de aquel hombre.

Atrapado en la esfera de Alex, estaba impaciente por ir a la Rainshadow Road, donde el resto de la familia Nolan vivía grandes cambios.

Unos días después de que el fantasma se hubiera ido de allí, el teléfono había sonado a una hora anormalmente intempestiva. Como él nunca dormía, había ido a la habitación de Alex. La lamparita de la mesilla de noche estaba encendida.

—Sam, ¿qué pasa? —dijo Alex, con la voz espesa por el sueño, frotándose los ojos. Luego escuchó impertérrito, pero se puso muy pálido. Tuvo que tragar dos veces antes de preguntar—: ¿Están seguros?

La conversación prosiguió y el fantasma dedujo que la hermana de los Nolan, Victoria, había tenido un accidente de coche y había fallecido. Victoria no se había casado ni había revelado nunca quién era el padre de su hija, así que la pequeña Holly, de seis años, acababa de quedarse huérfana.

Alex había cortado la comunicación y se había quedado mirando la pared, con los ojos secos.

El fantasma sintió una mezcla de conmoción y pesar. Aunque no había llegado a conocerla, Victoria había muerto joven y eso era cruel. Lo injusto de aquella pérdida le tocó la fibra sensible. Habría querido darse el lujo de llorar, tener el alivio de las lágrimas. Sin embargo, era un alma sin cuerpo y no podía hacerlo.

Por lo visto, Alex Nolan tampoco.

Aparte de lo trágico, la muerte de Victoria Nolan había tenido otra consecuencia: la custodia de su hija Holly había recaído en Mark y ambos se habían mudado a casa de Sam. Los tres vivían juntos en Rainshadow.

Antes de la llegada de la niña, la casa parecía un vestuario de futbolistas. Se hacía la colada únicamente cuando toda la ropa estaba sucia y no quedaban opciones. Se comía a salto de mata, a toda prisa, y en la nevera no solía haber más que algunos botes de salsa medio vacíos, un paquete de seis cervezas y, de vez en cuando, unas sobras de pizza en una caja con manchas grasientas. Al médico no se iba a menos que hicieran falta puntos para cerrar una herida o un desfibrilador.

Mark y Sam habían conseguido dar cabida en sus vidas a una niña de seis años y aquel acto de generosidad lo había cambiado todo. Aquellos solterones amantes de la comida basura habían empezado a leer las etiquetas con la información nutricional de los productos como si fuera un asunto de vida o muerte. Si no eran capaces de pronunciar un ingrediente, los rechazaban. Aprendieron términos como «raquitismo» y «rotavirus», el nombre de al menos media docena de princesas Disney y a usar mantequilla de cacahuete para quitar un pegote de chicle de una melena.

No pasó mucho tiempo antes de que los dos hermanos se dieran cuenta de que, cuando le abres el corazón a una criatura, también se lo abres a otras personas. Al año de que la niña se fuera a vivir con ellos, Mark se enamoró de una joven viuda pelirroja llamada Maggie y todos sus largamente sostenidos prejuicios contra el matrimonio se fueron a pique. Tras la boda, en agosto, Mark, Maggie y Holly vivirían en su propia casa de la isla, y Sam volvería a tener para él solo la de Rainshadow Road.

Parecía cuestión de tiempo que Sam también decidiera darle una oportunidad al amor. Sus temores eran comprensibles: los Nolan padres, Jessica y Alan, habían demostrado a sus cuatro hijos que la semilla del fracaso y la destrucción estaba sembrada al principio de toda relación. Si amabas a alguien, tarde o temprano recogerías una amarga cosecha.

Al final de una batalla legal horrible, Alex y Darcy habían llegado a un acuerdo para convertir en divorcio su separación legal. Ella lo dejó sin un céntimo y se quedó con todo, incluida la casa. Al mismo tiempo, la economía dio un giro y el mercado inmobiliario se desplomó. El banco ejecutó la hipoteca del complejo residencial de Alex en Roche Harbor y dejó sus planes de urbanización de Dream Lake indefinidamente en suspenso.

Alex bebía tanto que tenía el aspecto de un joven quemado antes de tiempo. Quería ser insensible, buscaba olvidar. El fantasma suponía que, siendo el hijo menor de unos padres alcohólicos, la supervivencia de Alex dependía del distanciamiento. Si nunca sientes nada ni confías en nadie, si niegas cualquier necesidad y cualquier debilidad, no pueden hacerte daño.

Día tras día, Alex estaba cada vez más destrozado. ¿Cuánto tiempo pasaría antes de que no quedara nada de él?, se preguntaba el fantasma.

Con el proyecto de Roche Harbor sin futuro y su otra promoción parada, Alex se pasaba el tiempo trabajando en las casa del viñedo de Rainshadow Road. Algunas habitaciones estaban tan deterioradas por las goteras que tuvo que reconstruirlas desde el subsuelo. Hacía poco que había puesto papel pintando en la sala de estar, después de cortar a mano los paneles y la cenefa. Aunque Sam había querido pagarle, Alex no había querido. Sabía que sus hermanos no entendían por qué se tomaba tantas molestias con aquella casa. Lo hacía sobre todo para tranquilizar su conciencia por no haberse molestado en ayudar a la crianza de Holly. No había modo alguno de que Alex se implicara en ocuparse de una niña. Sin embargo, sí que podía contribuir a que la casa fuera segura y cómoda mientras ella vivía allí, porque eso se le daba bien.

A mediados de verano, el equipo del viñedo de Rainshadow estaba ocupado sujetando las cepas y podando hojas para que los racimos estuvieran más expuestos a la luz solar. Alex llegó por la mañana para hacer algo en el ático. Antes de subir la escalera entró en la cocina con Sam para tomar café.

El olor de la cena de la noche anterior, sopa de pollo con salvia, flotaba todavía en el aire, sutil pero agradable. En la encimera, había un trozo de queso cubierto por una campana antigua de cristal.

—Al, ¿por qué no te frío un par de huevos y te los comes antes de ponerte a trabajar? —le preguntó Sam.

Alex sacudió la cabeza.

—No tengo hambre. Solo quiero café.

—Vale. Por cierto, te lo agradecería si no hicieras mucho ruido hoy, porque se ha quedado a dormir una amiga y necesita descansar.

Alex puso mala cara.

—Dile que se lleve la resaca a otra parte. Tengo que tapizar.

—Hazlo luego —dijo Sam—. Y no tiene resaca. Ayer tuvo un accidente.

Antes de que pudiera responderle, llamaron a la puerta. El timbre era uno de esos tan anticuados que suenan cuando giras una palomilla.

—Seguramente es una de sus amigas —murmuró Sam—. Intenta no portarte como un gilipollas, Alex.

Al cabo de un momento, Sam entró con una mujer en la cocina.

Inmediatamente Alex supo que estaba en un lío, en uno en el que nunca había estado. Le bastó con un vistazo a aquellos ojos azules. Lo dejaron KO, desarmado. El deseo y la alarma lo dejaron paralizado.

—Zoë Hoffman, éste es mi hermano Alex —oyó decir a Sam.

No podía dejar de mirarla y tuvo que responderle con un gesto de cabeza cuando ella lo saludó. Ni siquiera le estrechó la mano, porque habría sido un error tocarla. Era una atractiva rubia con tirabuzones que parecía salida de un anuncio de alguna revista antigua. La naturaleza había derrochado belleza en ella, pero mantenía una postura vagamente de disculpa, propia de una mujer a la que los hombres han prestado siempre una atención indeseada.

Se volvió hacia Sam.

—¿No tendrías una bandeja para poner estas magdalenas? —preguntó. Su voz era suave y estaba como sin aliento, como si se hubiera despertado tarde después de una larga noche de sexo.

—Está en una de esas alacenas, junto al congelador. Alex, ¿puedes ayudarla mientras yo subo a buscar a Lucy? —Sam echó un breve vistazo a Zoë—. Voy a ver si quiere sentarse en la sala de estar, aquí abajo, o que subas tú a verla.

—Claro —convino Zoë, y se acercó a los armarios de la cocina.

La perspectiva de quedarse a solas con Zoë Hoffman, por poco que fuera, empujó a Alex a marcharse. Llegó a la puerta al mismo tiempo que Sam.

—Tengo mucho que hacer —le dijo en un susurro—. No puedo perder tiempo charlando con Betty Boop.

Zoë envaró los hombros.

—Al —murmuró Sam—. Basta que la ayudes a encontrar la puñetera bandeja.

En cuanto se marchó, Alex se acercó a la joven, que intentaba alcanzar una bandeja con tapa de cristal del estante de una alacena. Se puso a su lado y captó la femenina fragancia del talco en su piel. Lo invadió una intensa oleada de nostalgia visceral. Sin decir nada, cogió la bandeja y la dejó en la encimera de granito, moviéndose como en un sueño pero controlándose. Si se descontrolaba aunque fuera un segundo, tenía miedo de lo que podría hacer o decir.

Zoë empezó a pasar las magdalenas de la bandeja del horno al plato. Alex se quedó a su lado, con la mano encima de la encimera.

—Ya puedes irte —murmuró Zoë, con la mandíbula tensa—. No tienes por qué quedarte a charlar.

Alex notó que se lo decía con reproche y le pareció que debía disculparse, pero abandonó la idea de inmediato cuando vio cómo cogía las magdalenas de una en una, levantándolas con delicadeza de la bandeja.

—¿De qué las has hecho? —logró articular.

—De arándanos —dijo Zoë—. Si quieres una, sírvete.

Alex negó con la cabeza y cogió su café. La mano le temblaba bastante.

Sin mirarlo, Zoë cogió una magdalena y se la puso en el platillo.

Alex se mantuvo quieto y callado mientras Zoë seguía llenando la bandeja. Sin poder evitarlo, cogió el dulce que ella le había ofrecido y los dedos se le hundieron levemente en la masa blanda contenida en el molde de papel blanco. Luego salió de la cocina.

En el porche, solo, Alex miró la magdalena. No era el tipo de cosa que le gustaba. La repostería le sabía normalmente a yeso. El primer bocado fue ligero y tierno: suave bizcocho con una capa crocante de glaseado. Notó en la lengua el aroma de la ralladura de naranja y la acidez oscura de los arándanos. Cada bocado le aportaba una renovada y sorprendente dulzura. Hizo un esfuerzo para comer con mesura, sin glotonería. ¿Cuánto hacía que no saboreaba realmente algo?

Cuando terminó, se sentó tranquilamente, permitiendo que se apoderara de él una sensación de calidez. Los ojos azules, los tirabuzones rubios, la cara, femenina y rosada, como de una novia de antes. Le molestaba la reacción que le había provocado, el contacto que persistía imborrable.

Era una clase de mujer que nunca le había atraído. Nadie se tomaba en serio a una mujer como aquélla.

Zoë.

No había modo de pronunciar su nombre sin fruncir los labios como para dar un beso.

Se puso a fantasear: se reunía con Zoë, le pedía perdón por su rudeza, la engatusaba para que saliera con él. Podían ir de picnic a su finca cerca del lago Dream… Extendería una manta a la sombra de los manzanos silvestres y el sol se colaría entre las hojas y les motearía la piel.

Se imaginó desvistiéndola despacio y dejando al descubierto sus pálidas curvas. Le besaría el cuello y la haría estremecer, saborearía su sonrojo…

Sacudió la cabeza para alejar aquellos pensamientos e inspiró profundamente, dos veces.

No volvería a la cocina. Subió la escalera para trabajar en el ático, evitando encontrarse otra vez con Zoë Hoffman. Cada zancada era un acto de voluntad. No podía permitirse ninguna debilidad.

El fantasma no había podido leerle el pensamiento a Alex mientras éste estaba sentado en el porche, pero había sentido lo mismo. Por fin había algo que Alex quería tener, con tanta fuerza que su deseo había espesado el aire. Era la reacción más humana que le había visto tener.

No obstante, cuando Alex decidió alejarse de Zoë precisamente porque la deseaba, el fantasma perdió la paciencia. Había tenido infinita paciencia y no les había hecho ningún bien, ni a él ni a Alex. De nada había servido. El fantasma no sabía nada acerca del aprieto en el que se encontraba, nada acerca de cómo y por qué se había convertido en el compañero inseparable de un alcohólico empeñado en suicidarse lentamente, pero era bastante obvio que estaba ligado a Alex por alguna razón.

Si quería librarse algún día de aquel bastardo, algo tendría que hacer.

La buhardilla era un espacio amplio con el techo inclinado y tragaluces. En algún momento habían intentado hacerlo habitable y habían levantado tabiques de baja altura, aunque eran burdos y dejaban pasar las corrientes de aire. Alex estaba aplicando espuma aislante entre los tablones del suelo.

Arrodillado, se disponía a cambiar el cartucho de masilla de la pistola cuando se quedó inmóvil. Había visto algo en la pared… una sombra saliendo de un montón de escombros y muebles rotos. Aquella sombra ya llevaba varias semanas con él. Alex había intentado ignorarla, olvidarla bebiendo, dormir para no verla, pero no había modo de escapar de su vigilante presencia. Últimamente había empezado a sentir cierta animosidad proveniente de ella. Eso quería decir que, o él estaba loco, o la sombra lo estaba acechando.

Cuando la sombra se le acercó más, Alex notó la descarga de adrenalina en todas sus venas. Por puro instinto, se dispuso a defenderse. En un arranque, le lanzó la pistola de masilla. El tubo se rajó y la masilla salpicó la pared.

La forma oscura desapareció.

Alex seguía notando cerca la hostil presencia, esperando, observándolo.

—Sé que estás ahí —le dijo con voz gutural—. Dime lo que quieres. —Una película de sudor le cubría la cara y le empapaba la camiseta. Tenía el corazón desbocado—. Y luego dime cómo demonios librarme de ti.

Nada más que silencio.

Motas de polvo en descenso flotaban en el aire.

La sombra volvió a aparecer. Poco a poco adquirió forma humana, transformándose en un ser tridimensional.

—Eso mismo me he estado yo preguntando, cómo librarme de ti —dijo.

Alex notó que palidecía. Se sentó en el suelo para no caer de bruces.

«Dios mío, me he vuelto loco».

No se dio cuenta de que lo había dicho en voz alta hasta que el desconocido repuso:

—No, no te has vuelto loco. Soy real.

Era un hombre alto, vestido con una chaqueta de cuero de aviador y unos pantalones color caqui. Llevaba el pelo muy corto, al estilo militar, con la raya a un lado. Sus rasgos eran marcados, sus ojos oscuros y calculadores. Parecía un secundario de una película de John Wayne, la rebelde figura que tiene que aprender a obedecer órdenes.

—¡Hola! —dijo con desenfado el desconocido.

Despacio, Alex se puso de pie, tambaleándose. Nunca había sido una persona espiritual. Solo creía en cosas concretas, en la evidencia de los sentidos. Todo en este mundo estaba compuesto de elementos producidos en su origen por una explosión de estrellas, lo que significaba que los humanos eran básicamente polvo de estrellas consciente.

Cuando te morías, desaparecías para siempre.

Así que, ¿qué era aquello?

Algún tipo de espejismo. Alex hizo una tentativa de agarrarlo y su mano atravesó el pecho del hombre. Momentáneamente, todo lo que pudo ver fue su propio puño envuelto por el plexo solar del desconocido.

—¡Dios! —Alex apartó la mano de golpe y se miró la palma y el dorso.

—Es imposible que me hagas daño —dijo el hombre—. Ya me has atravesado un centenar de veces.

Tentativamente, Alex estiró el brazo y atravesó el del hombre y su hombro con la mano.

—¿Qué eres? —consiguió preguntarle—. ¿Eres un ángel? ¿Un fantasma?

—¿Acaso tengo alas? —le espetó el otro, sardónico.

—No.

—Entonces, diría que soy un fantasma.

—¿Por qué estás aquí? ¿Me has estado siguiendo?

Aquellos ojos oscuros se clavaron en los suyos.

—No lo sé.

—¿Tienes alguna clase de mensaje para mí? ¿Te falta hacer algo y necesitas que te ayude?

—No.

Alex quería creer que aquello era un sueño, pero parecía muy real: la rancia calidez del aire del altillo, la luz amarillo limón que entraba por las ventanas y en la que flotaba el polvo, los productos químicos de la masilla, que olían un poco a plátano.

—¿Y por qué no te vas y me dejas en paz? —le preguntó al fin—. ¿Cabe esa opción?

El fantasma lo miró exasperado.

—¡Ojalá pudiera! Verte caer sin sentido todas las noches junto a un vaso de Jack Daniel’s no es precisamente mi idea de la diversión. Llevo meses mortalmente aburrido. Es increíble que digas esto, pero era más feliz cuando vivía aquí con Sam.

—Tú… —Alex fue hacia un montón cercano de planchas de parqué y se sentó pesadamente, sin dejar de mirar al fantasma—. ¿Sam puede…?

—No. De momento, tú eres el único que me ve y me oye.

—¿Por qué? —le preguntó Alex, indignado—. ¿Por qué yo?

—No lo he elegido yo. Estuve aquí atrapado mucho tiempo. Ni siquiera cuando Sam compró la casa pude marcharme, por mucho que me esforzara en hacerlo. Luego, el pasado mes de abril me enteré de que podía seguirte al exterior, así que lo hice. Al principio fue un alivio. Estaba encantado de salir de aquí, aunque implicara tener que andar pegado a ti. El problema es que estamos unidos. Yo voy donde tú vas.

—Tiene que haber un modo de que me libre de ti —murmuró Alex, frotándose la cara—. Con terapia, medicación, un exorcista… una lobotomía.

—Yo creo que… —El fantasma se calló de golpe porque oyeron pasos en la escalera.

—¿Al? —Era Sam. Cuando llegó a lo alto de la escalera, vieron su cara, con el ceño fruncido, por entre los barrotes lacados de beige de la barandilla. Se detuvo al final de los escalones, con una mano en el pomo.

—¿Qué pasa? —preguntó.

Alex miró a su hermano y al fantasma, que estaba a escasos pasos de éste, alternativamente. Estaba tentado de preguntarle a Sam si podía verlo. El fantasma era humano y sólido y su presencia era tan indiscutible que parecía imposible que no lo viera.

—Yo no lo haría —dijo el fantasma, como si le leyera el pensamiento—. Porque Sam no me ve y te tomará por loco. No me atrae la idea de compartir una celda acolchada contigo.

Alex miró de nuevo a Sam.

—Nada —le respondió—. ¿Para qué has subido?

—Porque te he oído. —Calló, irritado—. Te había pedido que no hicieras demasiado ruido, ¿recuerdas? Mi amiga Lucy está descansando. ¿Por qué gritas?

—Estaba hablando por teléfono.

—Bueno. Deberías irte. Lucy necesita paz y tranquilidad.

—Estoy en plena reforma de tu altillo, una reforma que te sale gratis, Sam. ¿Por qué no le pides a tu novia que posponga la siesta hasta que haya terminado?

Sam le lanzó una mirada de advertencia.

—Ayer la sacó de la carretera un coche cuando iba en bicicleta. Hasta tú podrías compadecerte un poco. Así que, mientras una mujer herida se recupera en mi casa…

—Está bien. No te alteres tanto. —Alex entornó los párpados mirando a su hermano. Sam nunca perdía los nervios por una mujer. Pensándolo bien, nunca permitía que sus novias se quedaran a pasar la noche en su casa. Algo inusual pasaba con aquélla.

—Sí, se está enamorando —dijo el fantasma, que estaba a su espalda.

Alex echó un vistazo por encima del hombro.

—¿Eres capaz de leerme el pensamiento? —le preguntó irreflexivamente.

—¿Qué? —Sam estaba desconcertado.

Alex notó que se ponía colorado.

—Nada.

—La respuesta es «no» —dijo Sam—. Y estoy encantado de que así sea, porque saber lo que piensas seguramente me daría miedo.

Alex se dio la vuelta para recoger sus herramientas.

—No lo sabes tú bien —repuso con brusquedad.

Sam, que ya bajaba la escalera, se detuvo.

—Otra cosa… ¿Por qué hay salpicaduras de masilla en la pared?

—Es un nuevo método de aplicación —le respondió Alex con brusquedad.

—Vale —bufó Sam, y se fue.

Alex se volvió hacia el fantasma, que lo observaba con una sonrisa pedante.

—No puedo leerte el pensamiento —le dijo—. Pero es fácil adivinar lo que piensas la mayoría de las veces. —Lo miró especulativo—. Otras no tiene ningún sentido. Como el modo en que te has comportado hoy con esa rubita tan mona…

—Eso no es asunto tuyo.

—Ya, pero soy testigo de tu comportamiento quiera o no… y es irritante. Te gusta. ¿Por qué no hablas con ella? ¿Qué demonios te pasa?

—Me gustabas más cuando eras invisible —dijo Alex, alejándose de él—. Se acabó la conversación.

—¿Qué pasa si quiero seguir hablando?

—Habla contigo mismo. Me voy a casa, a beber hasta que desaparezcas.

El fantasma se encogió de hombros y se apoyó en la pared, tan ancho.

—A lo mejor serás tú quien desaparezca —le dijo, y se quedó mirando cómo Alex rascaba las salpicaduras de masilla.