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El desconocido lo miraba, no menos sorprendido.

—¿Quién eres? —volvió a preguntarle Alex.

—No lo sé —dijo el hombre despacio, mirándolo sin parpadear.

Iba a decir algo más pero… perdió nitidez, como la imagen de un canal de televisión por cable con mala recepción, y desapareció.

La habitación se quedó en silencio. Una abeja se posó en una ventana y caminó en círculos.

Alex dejó el martillo y, con la garganta agarrotada, exhaló el aire. Se frotó los ojos. Los tenía irritados e hinchados de lo mucho que había bebido la noche anterior. «Es una alucinación —se dijo—. Tonterías de un cerebro agotado».

Su ansia de alcohol era tan intensa que por un instante pensó en ir a la cocina y rebuscar en la despensa. Pero Sam no solía tener licores; seguramente no habría más que vino.

Y aún no era mediodía. Nunca bebía antes de las doce.

—¡Eh! —oyó que le decía Sam desde la entrada. Miró a Alex de un modo raro—. ¿Necesitas algo? Me ha parecido oírte.

A Alex le latían dolorosamente las sienes al ritmo de su corazón. Sentía unas leves náuseas.

—Los muchachos de tu viñedo… ¿Hay alguno que sea moreno con el pelo corto y lleve una cazadora de piloto como las antiguas?

—Brian es moreno, pero lleva el pelo más bien largo. Además, nunca le he visto llevar una chaqueta así. ¿Por qué?

Alex se levantó y se acercó a la ventana. De un manotazo, espantó la abeja, que se fue volando con un zumbido hosco.

—¿Te encuentras bien? —le preguntó Sam.

—Bien, sí.

—Porque si quieres contarme algo…

—No.

—Vale —repuso Sam con una cuidadosa insipidez que lo fastidió. Darcy solía hablarle en el mismo tono, como si anduviera pisando huevos a su alrededor.

—Acabo enseguida y me voy. —Alex se acercó a la mesa de trabajo y se puso a medir la longitud de una moldura.

—Está bien. —Sam se quedó en la puerta—. Al… ¿Has estado bebiendo últimamente?

—No lo bastante —le respondió con fiera sinceridad.

—¿Crees…?

—Ahora no me vengas con ésas, Sam.

—Entendido.

Sam lo miraba sin disimular su preocupación. Alex sabía que no tendría que haberle irritado que su hermano demostrara que se preocupaba de verdad por él, pero cualquier gesto cálido o de afecto le hacía reaccionar siempre de un modo distinto que los demás: despertaba su instinto de apartarse, de cerrarse. La gente podía aguantarlo o desaparecer porque ése era su modo de ser.

Se mantuvo inexpresivo, sin abrir la boca. Por mucho que él y Sam fueran hermanos, apenas sabían nada el uno acerca del otro. Y Alex prefería que así siguiera siendo.

Cuando Sam se marchó de la salita, el fantasma volvió a prestarle atención a Alex.

En el instante en el que los dos habían sido capaces de verse, había sobrecogido al fantasma la conciencia de que existía una conexión abierta entre ambos, de modo que él era capaz de percibir todo cuanto sentía el hombre… amargura, el deseo de olvido, de entumecimiento, una necesidad de aislamiento que nada podía satisfacer. El fantasma no sentía todo eso… era más bien que tenía la capacidad de echar un vistazo a todo aquello, igual que si ojeara los títulos en una librería. No obstante, la intensidad con que lo percibía lo había asombrado y se había dado media vuelta.

Por lo que parecía, había recuperado la invisibilidad al hacerlo.

Moreno, con una cazadora de piloto… «¿Ése es el aspecto que tengo?».

¿Qué más había visto Alex?

«¿Me parezco a alguien a quien conoces? ¿A alguien que sale en una vieja foto, tal vez? Ayúdame a descubrir quién soy».

Frustrado, el fantasma observó cómo Alex instalaba el resto de los marcos. Cada martillazo reverberaba en el aire. Se cernió sobre él y la conexión entre ambos era frágil pero palpable. Percibía la lenta corrosión de un alma que nunca había tenido ninguna posibilidad, ni bastante cariño, ni suficiente esperanza, bondad, ni ninguna de las cosas que hacen falta para sentar unas bases dignas para un ser humano. Aunque no lo habría escogido para estar unido a él o, lisa y llanamente, para rondarlo, el fantasma no veía otra alternativa.

Alex ordenó las herramientas de Sam y recogió el taladro que había que reparar. Cuando se iba, el fantasma lo acompañó hasta la puerta de entrada.

Alex salió al porche. El fantasma dudó. Llevado por un impulso, avanzó. En esta ocasión no hubo desintegración, ni fragmentación de la conciencia. Fue capaz de seguirlo.

Estaba fuera.

Andando por el camino donde había dejado el coche, Alex notó un hormigueo punzante de impaciencia cuya fuente desconocía. Tenía los sentidos agudizados hasta un punto que le resultaba doloroso el sol, demasiado brillante; el olor de la hierba cortada y de las violetas le parecía de un dulzón nauseabundo. Miró al suelo y notó algo raro. Por algún efecto luminoso, no una sino dos sombras se alargaban frente a él. Se detuvo y observó las dos siluetas recortadas sobre el sendero. ¿Era posible que una se hubiera movido ligeramente mientras la otra permanecía quieta?

Con esfuerzo, siguió caminando. Veía visiones, hablaba con apariciones, iba a acabar internado en un centro de rehabilitación. Darcy se habría agarrado a cualquier excusa para encerrarlo. Y sus hermanos también, de hecho.

Hizo un esfuerzo deliberado para pensar en la perspectiva que le esperaba en casa. Darcy se había ido a buscar un apartamento en Seattle, así que no habría nadie. Nadie lo molestaría. Era una idea agradable, tanto que las llaves del coche tintinearon un poco en su mano.

Cuando se metió en el BMW, la sombra también lo hizo y se instaló en el asiento del acompañante como una funda de almohada vacía. Así, los dos juntos, se fueron a casa.