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El fantasma había intentado en numerosas ocasiones abandonar la casa, pero le resultaba imposible. Cada vez que se acercaba a la puerta principal o se asomaba a una ventana, desaparecía; todo cuanto era se desvanecía como la neblina en el aire. Lo inquietaba no ser algún día capaz de adquirir forma nuevamente. Se preguntaba si estar allí atrapado era el castigo por un pasado que no recordaba… y, en tal caso, ¿cuánto iba a durar?

La casa, de estilo victoriano, se encontraba al final de Rainshadow Road, asomada a la bahía de False, como una mujer tímida esperando sola en un baile. La pintura de los listones había sufrido el efecto de las inclemencias del aire marino y su interior estaba en un estado lamentable tras una sucesión de inquilinos descuidados. Habían forrado los suelos originales de parqué con una moqueta de mala calidad y dividido las habitaciones con tabiques de aglomerado recubiertos por una docena de capas de pintura barata.

El fantasma había observado aves marinas por las ventanas: correlimos, pitiamarillos, chorlitos cenicientos y zarapitos trinadores que se lanzaban en picado sobre la abundante comida de las marismas en los amaneceres pajizos. Por la noche miraba fijamente las estrellas y los cometas y la luna entre las nubes, y algunas veces veía la aurora boreal danzando en el horizonte.

No estaba seguro de cuánto tiempo llevaba en la casa. Sin latidos del corazón para contar los segundos, el tiempo era intemporal. Se había encontrado allí un día, sin nombre, sin cuerpo, y sin saber quién era. No sabía cómo había muerto, ni dónde, ni por qué. Sin embargo, unos cuantos recuerdos pugnaban por materializarse al borde de su conciencia. Estaba seguro de que había vivido en el archipiélago de San Juan durante un tiempo. Suponía que había sido barquero o pescador. Cuando contemplaba la bahía recordaba cosas sobre el agua que había más allá de la orilla: los canales entre las islas de San Juan, los angostos estrechos de Vancouver. Conocía la silueta sinuosa del estrecho de Puget, el modo en que por sus ensenadas en forma de diente de dragón se llegaba a Olympia.

También sabía muchas canciones y rimas y poemas. Cuando el silencio le resultaba demasiado insoportable, cantaba para sí mientras recorría las habitaciones vacías: «Every time it rains, it rains pennies from heaven…» o «I like bananas, because they have no bones…» y «We’ll meet again, don’t know where, don’t know when, but I know we’ll meet again, some sunny day…».

Ansiaba comunicarse con cualquier criatura. Pasaba desapercibido incluso a los insectos que se escabullían por el suelo. Estaba sediento por conocer lo que fuera de quien fuese, desesperado por recordar a alguien a quien hubiera conocido. Pero no tendría acceso a aquellos recuerdos hasta el misterioso día en que le fuera revelado su destino por fin.

Una mañana, llegó gente a ver la casa.

Electrizado, el fantasma vio acercarse un coche. Las ruedas aplastaban los hierbajos del camino sin asfaltar. El vehículo se detuvo y se apearon de él dos personas, un joven moreno y una mujer de más edad, con vaqueros, zapatos planos y una chaqueta rosa.

—Todavía no me creo que me lo haya dejado a mí —decía—. Mi primo la compró en los años setenta. Su intención era arreglarla y venderla, pero nunca llegó a hacerlo. El valor de esto se limita al terreno. Tendrás que derribar la casa, de eso no cabe duda.

—¿Has calculado lo que cuesta?

—¿Lo que vale el terreno?

—No. Lo que costaría restaurar la casa.

—¡Dios mío, no! La estructura está dañada. Habría que reconstruirla por entero.

El joven miraba el edificio fascinado.

—Me gustaría echar un vistazo al interior.

La mujer frunció el ceño y la frente se le arrugó mucho.

—¡Por favor, Sam! No es seguro entrar, créeme.

—Tendré cuidado.

—No quiero asumir la responsabilidad si te lastimas. ¿Y si se hunde el suelo o se te cae una viga encima? Eso por no hablar de los bichos que…

—No me ocurrirá nada —le dijo zalamero—. Cinco minutos. Solo quiero echar un vistazo.

—Está claro que no debería permitírtelo.

Sam le dedicó una sonrisa encantadora.

—Pero lo harás. Porque eres incapaz de negarme nada.

La mujer intentaba parecer severa, pero se le escapó una sonrisa.

«Así era yo», pensó el fantasma, sorprendido. Lo asaltaron fugaces recuerdos de antiguos flirteos y veladas en porches delanteros. Sabía cómo engatusar a las mujeres, ya fueran jóvenes o mayores, cómo hacerlas reír. Había besado muchachas de aliento dulce, con maquillaje perfumado en el cuello y los hombros.

El hombretón subió al porche y abrió la puerta dándole un empujón con el hombro porque estaba atascada. En cuanto entró en el vestíbulo se volvió cauteloso, como si esperara que se le echara algo encima. A cada paso, la capa de polvo del suelo se levantaba en volutas cenicientas que lo hacían estornudar.

Un sonido humano. El fantasma había olvidado lo que era estornudar.

Sam recorrió con la mirada las paredes destartaladas. Incluso en aquella penumbra se veía que tenía los ojos azules, con patas de gallo en las comisuras. No era guapo, aunque sí fuerte y de facciones suaves que le daban un aspecto agradable. Tomaba mucho el sol, porque estaba profundamente bronceado. Mirándolo, el fantasma casi recordó la sensación del sol, el ligero calor sobre la piel.

La mujer, que se había acercado con cautela a la puerta principal, asomó la cabeza dentro. El pelo le rodeaba la cabeza como un nimbo plateado. Se agarró a una jamba como si fuera la barra de sostén de un vagón de metro traqueteante.

—Aquí dentro está muy oscuro. No creo que…

—Me harán falta más de cinco minutos —dijo Sam, escogiendo una diminuta linterna de su llavero y encendiéndola—. A lo mejor te apetece ir a tomar un café y volver dentro de, digamos… ¿media hora?

—¿Y dejarte aquí solo?

—No voy a hacer ningún desastre.

La mujer bufó.

—No es la casa lo que me preocupa, Sam.

—Llevo el móvil. —Se dio unos golpecitos en el bolsillo trasero—. Te llamaré si surge algún problema. —Las patas de gallo se le marcaron más—. Podrás venir a rescatarme.

Ella suspiró con dramatismo.

—¿Qué esperas encontrar exactamente en esta ruina?

Él ya no la miraba, sino que contemplaba con atención todo cuanto lo rodeaba.

—Un hogar, tal vez.

—Esto lo fue en otra época. Pero no veo cómo podría volver a serlo.

El fantasma sintió alivio cuando la mujer se marchó.

Describiendo despacio arcos con el haz de la linterna, Sam se puso a explorar concienzudamente, mientras el fantasma iba siguiéndolo de habitación en habitación. El polvo cubría la repisa de la chimenea y los muebles rotos como un velo de gasa.

Sam vio un pedazo rasgado de la moqueta; se puso en cuclillas, tiró del borde y enfocó la luz hacia el parqué de debajo.

—¿Caoba? —murmuró, examinando la superficie oscura y pegajosa—. ¿Roble?

«Nogal», pensó el fantasma, mirando por encima del hombro de Sam. Otra revelación: sabía instalar parqué. Sabía lijar y pasar el cepillo y clavarlo con tachuelas; sabía aplicar tinte con una muñequilla de lana.

Entraron en la cocina, con su espacio para empotrar una cocina de hierro y unas cuantas hileras de azulejos rotos que todavía quedaban en las paredes. Sam dirigió el haz de luz hacia el techo alto y los armarios torcidos. Enfocó un nido de pájaro abandonado y bajó la vista hacia las salpicaduras de excremento que había debajo.

—Debo de estar loco —murmuró, sacudiendo la cabeza.

Salió de la cocina y se acercó al pie de la escalera, donde se detuvo a pasar el pulgar por la barandilla. Dejó una marca en la suciedad. Debajo había madera brillante. Apoyando con cautela los pies en los escalones para evitar posibles agujeros o zonas podridas, subió al piso de arriba. De vez en cuando hacía una mueca y resoplaba como si percibiera un olor repugnante.

—Tiene razón —dijo, cuando llegó arriba—. Esto habrá que demolerlo.

La angustia de la preocupación sacudió al fantasma. ¿Qué sería de él si alguien derribaba la casa? Podría ser su fin. No concebía haberse visto atrapado allí, solo, únicamente para terminar apagándose sin motivo aparente. Dio una vuelta alrededor de Sam, estudiándolo, deseoso de comunicarse con él pero temeroso de que si lo hacía saliera chillando de la casa.

Sam lo atravesó y se detuvo frente a la ventana que daba al camino delantero. La mugre cubría el cristal, convirtiendo la luz del sol en un resplandor apagado. Soltó un suspiro.

—Llevas mucho tiempo esperando, ¿verdad? —preguntó en voz baja.

La pregunta sobresaltó al fantasma. Pero cuando Sam siguió hablando se dio cuenta de que conversaba con la casa.

—Apuesto a que hace un siglo eras digna de ver. Sería una pena no darte una oportunidad. Pero, ¡caray!, me vas a costar un riñón, y poner en marcha el viñedo va a dejarme casi sin un céntimo. ¡Maldita sea! No sé…

Mientras el fantasma acompañaba a Sam en su recorrido por el resto de la casa, notaba cómo el apego de éste por la casa ruinosa iba en aumento, cómo crecía su deseo de devolverla a la plenitud de su belleza. Solo un idealista o un loco, comentó en voz alta Sam, se embarcaría en un proyecto de aquella envergadura. Y el fantasma tuvo que darle la razón.

Al final Sam oyó el claxon del coche y salió. El fantasma intentó acompañarlo, pero percibió la misma sensación de vértigo y estremecimiento, de desintegración, que experimentaba cada vez que intentaba marcharse. Miró por una ventana rota cómo Sam abría la puerta del coche.

Sam se detuvo a echar un último vistazo a la casa hundida en la pradera, a su silueta destartalada suavizada por franjas de juncos marinos y apretada hierba salada, y las erizadas marañas de totora. Al azul sereno de la bahía False en lontananza, al resplandor de las marismas que empezaban al borde del fecundo légamo marrón.

El joven asintió brevemente, como si hubiera tomado una determinación.

Y el fantasma hizo un nuevo descubrimiento: era capaz de sentir esperanza.

Antes de hacer una oferta por la propiedad, Sam trajo a alguien para echarle un vistazo: un hombre aparentemente de su misma edad, unos treinta años. Quizás un poco más joven. Tenía una mirada fría, de un cinismo que no habría bastado una vida entera para forjar.

Eran seguramente hermanos, porque tenían el mismo pelo moreno, la misma boca grande y la misma complexión fornida. Pero mientras que los ojos de Sam eran de un azul tropical, los de su hermano eran del color del hielo y éste carecía de expresión, a excepción del rictus amargo de la boca enmarcada por profundos surcos. El aspecto agradable de Sam contrastaba con la arrebatadora belleza de las facciones afiladas y perfectas del otro. Era un hombre aficionado a ir bien vestido y a la buena vida, dispuesto a pagar por un corte de pelo caro y un par de zapatos a medida.

Lo único que no encajaba en la pinta impecable de aquel hombre eran sus manos, encallecidas y hábiles. El fantasma había visto antes manos como aquellas… ¿las suyas? Miró su invisible figura, deseando tener forma, una voz. ¿Por qué estaba allí con aquellos dos hombres, capaz de observar pero no de hablar ni de interactuar con ellos? ¿Qué se suponía que tenía que aprender?

El fantasma tardó menos de diez minutos en darse cuenta de que Alex, como lo llamaba Sam, lo sabía todo acerca de construir casas. Empezó por dar la vuelta a la casa, buscando grietas en el sustrato, agujeros, estudiando las vigas podridas del porche frontal. Una vez dentro, Alex fue precisamente a los puntos que el fantasma le habría enseñado para demostrarle el estado de la casa: allí donde el suelo estaba desnivelado, las puertas que cerraban mal, el moho de las filtraciones de los escapes de las cañerías.

—Según el inspector, los daños estructurales tienen solución —comentó Sam.

—¿Qué inspector era ése? —Alex se agachó para examinar la campana rota de la chimenea, y las fracturas en el tubo que había quedado al descubierto.

—Ben Rawley. —Sam se había puesto a la defensiva viendo la cara que ponía Alex—. Sí, ya sé que es un poco viejo…

—Es un fósil.

—Pero sabe de esto. Y me hizo el trabajo gratis, como un favor.

—Yo no le haría caso. Necesitas que venga un ingeniero para hacer una valoración realista. —Alex tenía una forma característica de hablar, pronunciando las sílabas de un modo mesurado y sin inflexiones, como una cinta grabada, con un deje de aspereza—. Lo único positivo de todo esto es que, con una casa en estado precario, la propiedad vale «menos» que si en el terreno no hubiera nada construido. Así que puedes conseguir una rebaja en el precio, teniendo en cuenta los gastos de la demolición y el desescombro.

El fantasma estaba fuera de sí. La destrucción de la casa podía ser su fin. Se vería relegado al olvido.

—No la voy a derribar —dijo Sam—. Voy a salvarla.

—Buena suerte.

—Ya. —Sam se pasó los dedos por el pelo, desgreñándose los mechones cortos y oscuros. Suspiró profundamente—. El terreno es perfecto para el viñedo. Sé que debería conformarme con eso y darme por satisfecho. Pero esta casa… tiene algo que yo… —sacudió la cabeza. Parecía perplejo y preocupado y decidido al mismo tiempo.

Tanto el fantasma como Sam esperaban que Alex se burlara, pero en lugar de hacerlo deambuló por el saloncito y acabó por acercarse a una ventana cegada con tablones. Tiró de una vieja plancha de contrachapado que cedió con facilidad, con apenas un crujido de protesta. La luz entró en la habitación junto con una bocanada de aire puro; el polvo se levantó en remolinos hasta las rodillas y las motas brillaron al sol.

—A mí también me atraen las causas perdidas. —En la voz de Alex había un tinte irónico—. No digamos las casas Victorianas.

—¿En serio?

—Claro. Caras de mantener, la eficiencia energética es nula, los materiales son tóxicos… ¿no es fantástico?

Sam sonreía.

—Así que, en mi lugar, ¿tú qué harías?

—Correr como el viento en dirección contraria. Pero puesto que evidentemente vas a comprarla… no pierdas el tiempo pidiendo un préstamo bancario. Tendrás que recurrir a un prestamista y te comerán los intereses.

—¿Conoces a alguno?

—Puede que sí. Antes de que empecemos a hablar de esto, me parece a mí, tienes que afrontar la realidad. Te harán falta 250 000 dólares para la reforma, como mínimo. Y no cuentes conmigo para conseguir materiales ni mano de obra gratis. Sigo adelante con lo de Dream Lake, así que no tendré tiempo ni para ir al baño.

—Créeme, Al. Nunca cuento contigo para nada —le respondió con sequedad Sam—. Eso ya lo tengo más que aprendido.

La tensión era palpable, una mezcla de afecto y hostilidad que solo podía provenir de una historia familiar turbulenta. El fantasma estaba dominado por una sensación extraña, un frío cortante que le habría hecho tiritar de haber tenido un cuerpo. Alex Nolan irradiaba una desesperación tan profunda que, ni siquiera el fantasma, en su funesta soledad, había sentido jamás.

El fantasma se alejó instintivamente, sin lograr por ello huir de aquella sensación.

—¿Es así como te sientes? —le preguntó, compadeciéndose de aquel hombre. Se sobresaltó al ver que Alex echaba un breve vistazo hacia atrás por encima del hombro—. ¿Puedes oírme? —prosiguió, esperanzado, dando una vuelta a su alrededor—. ¿Oyes mi voz?

Alex no respondió, sino que se limitó a sacudir la cabeza como para despertar de una ensoñación.

—Te mandaré a un ingeniero —dijo por fin—. Sin coste alguno. Ya vas a gastar más que suficiente en este sitio. Me parece que no sabes en lo que te estás metiendo.

Cuando el fantasma volvió a ver a Alex Nolan habían pasado casi dos años. Entretanto, Sam se había convertido en los ojos a través de los cuales podía ver el mundo exterior. Aunque seguía sin poder abandonar la casa, había visitas: los amigos de Sam, su equipo del viñedo, los contratistas que se ocupaban de la electricidad y de la fontanería.

El hermano mayor de Sam, Mark, aparecía por allí una vez al mes para colaborar en proyectos de fin de semana de poca envergadura. Un día nivelaban un pedazo de suelo, el otro lijaban y esmaltaban una antigua bañera con patas. Mientras lo hacían hablaban e intercambiaban improperios sin ánimo de ofenderse. Al fantasma le encantaban aquellas visitas.

Cada vez recordaba más cosas de su antigua vida. Eran recuerdos fragmentados, piezas sueltas. Se acordaba de que le gustaban el jazz y los cómics de héroes y los aviones. Le agradaba escuchar programas de radio: a Jack Benny, George y Gracie, Edgar Bergen. Todavía no había recuperado lo suficiente de su pasado para hacerse una idea global, pero creía que acabaría por conseguirlo. Como en los cuadros puntillistas, de los que hay que alejarse para que la imagen se defina.

Mark Nolan era despreocupado y digno de confianza, la clase de hombre que al fantasma le hubiera gustado tener por amigo. Era dueño de un tostadero de café, así que traía siempre café en grano y lo primero que hacía al llegar era tomarse un buen café. Mientras Mark molía con meticulosidad los granos y calculaba la dosis para la cafetera, el fantasma recordaba el café, su aroma amargo y terroso, el modo en que una cucharadita de azúcar y un poquito de nata lo convertían en terciopelo líquido.

El fantasma dedujo de las conversaciones de los Nolan que sus padres habían sido los dos alcohólicos. Las cicatrices que habían dejado en sus hijos, tres niños y una niña llamada Victoria, eran invisibles pero profundísimas. Ahora, a pesar de que sus padres hacía mucho que habían fallecido, los Nolan tenían poca relación entre sí. Eran los supervivientes de una familia que ninguno quería recordar.

Era irónico que Alex, con su coraza, fuera el único que se había casado hasta el momento. Él y su esposa, Darcy, vivían cerca de Roche Harbor. La única hermana, Victoria, era madre soltera y vivía en Seattle con su hijita. En cuanto a Sam y Mark, estaban decididos a permanecer solteros. Sam opinaba sin ningún género de duda que ninguna mujer merecería jamás el riesgo del matrimonio. Siempre que tenía la sensación de que una relación se volvía demasiado íntima, acababa con ella y sanseacabó.

Después de que Sam le contara a Mark su última ruptura, con una mujer que había pretendido llevar su relación a otro nivel, éste le preguntó:

—¿Qué nivel es ése?

—No lo sé. Rompí con ella antes de enterarme. —Ambos estaban sentados en el porche, aplicando quitapinturas a una tira de antiguos balaustres recuperados que posiblemente acabarían formando parte de la valla delantera—. Soy un tío de un solo nivel —prosiguió Sam—. Sexo, salir a cenar, algún regalito impersonal y nada de hablar acerca del futuro, nunca. Ahora que se ha terminado me siento aliviado. Es estupenda, pero no puedo con todo ese batiburrillo emocional.

—Un batiburrillo emocional… ¿qué demonios es eso?

—Ya sabes. Las mujeres son así. Lloran de felicidad o están locas de tristeza. No comprendo cómo alguien puede sentir dos cosas al mismo tiempo. Es como intentar ver a la vez dos canales de televisión.

—Yo te he visto experimentar más de un sentimiento simultáneamente.

—¿Cuándo?

—En la boda de Alex. Cuando él y Darcy se dieron los votos. Sonreías, pero tenías los ojos llorosos.

—Vale. En aquel momento me acordaba de la escena de Alguien voló sobre el nido del cuco en que practican una lobotomía a Jack Nicholson y sus amigos lo asfixian con una almohada.

—No me importaría asfixiar a Alex con una almohada —dijo Mark, y Sam sonrió, pero volvió a ponerse serio enseguida y añadió—: Alguien debería liberarlo de su miseria. Menuda pieza es esa Darcy. ¿Te acuerdas cuando en la cena de ensayo se refirió a Alex como su primer marido?

—Es su primer marido.

—Sí, pero decir que es «el primero» implica que habrá un segundo. Para Darcy un marido es como un coche: lo cambiará por otro tarde o temprano. Lo que no entiendo es que Alex lo supiera y siguiera adelante, que se casara con ella a pesar de todo. Si no puedes evitar casarte, al menos hazlo con alguien agradable.

—No es tan mala.

—Entonces ¿por qué tengo la sensación cuando hablo con ella de que estaría mejor tras un escudo de espejo que le devolviera su reflejo?

—No es que Darcy sea mi tipo —continuó argumentando Mark—, pero muchos tíos dirían que está como un queso.

—Eso no es motivo suficiente para casarse con alguien.

—En tu opinión, Sam, ¿hay algún motivo suficiente para casarse?

Sam cabeceó.

—Preferiría tener un doloroso accidente con una herramienta eléctrica.

—Viendo de qué forma usas la ingletadora —comentó Mark—, diría que es más que probable que tengas uno.

Al cabo de unos días, Alex se presentó inesperadamente en la casa de Rainshadow Road. Desde la última vez que lo había visto, había perdido unos kilos que no le hacía ninguna falta perder. Se le marcaban muchísimo los pómulos y tenía profundas ojeras bajo los ojos del color del hielo.

—Darcy quiere que nos separemos —dijo sin más preámbulos.

Sam lo dejó pasar, mirándolo con preocupación.

—¿Por qué?

—No lo sé.

—¿No te lo ha dicho?

—No se lo he preguntado.

Sam abrió unos ojos como platos.

—Dios mío, Al. ¿No te interesa saber por qué razón te deja tu mujer?

—No particularmente.

—¿No te parece que a lo mejor eso es parte del problema? ¿No es posible que quiera que a su marido le interesen sus sentimientos?

—Para empezar, una de las razones por las que me gustaba Darcy era que nunca manteníamos ese tipo de conversaciones. —Alex se paseaba por el saloncito, con las manos en los bolsillos. Estudiaba el marco de puerta que Sam había estado colocando.

—Vas a rajar la madera. Tienes que abrir los agujeros con un taladro primero.

Sam se lo quedó mirando.

—¿Quieres echarme una mano?

—Claro. —Fue hasta la mesa de trabajo situada en el centro de la habitación y cogió un taladro. Comprobó que la broca fuera la adecuada y que el portabrocas estuviera bien apretado. Luego apretó el gatillo para probar la herramienta. Un chirrido metálico rasgó el aire.

—A los rodamientos les falta grasa —se disculpó Sam—. Tengo intención de engrasarlos pero no he tenido tiempo.

—Es mejor cambiarlos por entero. Luego me ocuparé de eso. Entretanto, tengo un buen taladro en el coche.

—Estupendo.

Como es típico de los hombres, se enfrentaron al asunto de la ruptura del matrimonio de Alex evitando hablar del tema y trabajando juntos en un silencio de compañerismo. Alex instaló el marco de la puerta con cuidado y precisión, midiendo, marcando y labrando con un escoplo un margen fino en el yeso de la pared para asegurarse de que las jambas estuvieran completamente rectas.

Al fantasma le encantaba un trabajo de carpintería bien hecho, el modo en que todo adquiría sentido. Los bordes estaban bien acabados, las imperfecciones lijadas y pintadas, todo estaba nivelado. Observó el trabajo de Alex con aprobación. Aunque Sam se las apañaba bien para ser un simple aficionado, cometía muchos errores. Alex sabía lo que hacía y se notaba.

—¡Caramba! —dijo Sam con admiración al ver cómo Alex había tallado unos bloques para que sirvieran de base decorativa al marco de la puerta—. Bueno, vas a tener que ocuparte de la otra puerta, porque no hay condenada manera de yo logre que me quede tan bien.

—Vale.

Sam salió para hablar con los del equipo del viñedo, que estaban ocupados podando y dando forma a las cepas jóvenes, preparándolas para la época de crecimiento de abril. Alex siguió trabajando en la salita. El fantasma se paseaba por la habitación, cantando en las pausas entre los martillazos y el ruido de la sierra: «We’ll meet again, don’t know where, don’t know when…»

Mientras Alex llenaba los agujeros con pasta de madera y enmasillaba los bordes del marco, empezó a canturrear flojito, de un modo casi imperceptible. Gradualmente el murmullo se convirtió en melodía y el fantasma se quedó como si un rayo lo hubiera alcanzado: Alex estaba canturreando la misma canción que él.

Hasta cierto punto, Alex percibía su presencia.

Sin dejar de observarlo con atención, el fantasma siguió cantando: «Would you please say hello to folks that I know/ tell ’em I won’t be long…»

Alex dejó la pistola para aplicar masilla y siguió arrodillado, con las manos apoyadas en los muslos, canturreando ausente.

El fantasma dejó de cantar y se le acercó más.

—Alex —dijo con cautela. No obtuvo respuesta, así que exclamó con impaciencia, en un arranque de esperanza y entusiasmo—: ¡Alex, estoy aquí!

El otro parpadeó como un hombre que acaba de salir a plena luz del día después de haber estado en una habitación a oscuras. Miró directamente al fantasma, con las pupilas tan dilatadas que sus ojos eran dos círculos negros con un ribete gris.

—¿Me ves? —le preguntó asombrado el espectro.

Retrocediendo a trompicones, Alex se cayó de culo y agarró la herramienta que tenía más a mano: un martillo. Enarbolándolo como si se dispusiera a lanzárselo al fantasma, articuló con la voz ronca:

—¿Quién demonios eres?